domingo, agosto 31, 2008

“La soledad, ¿es un placer que escogería usted?“. Entrevista a María Luisa Bombal, de Marjorie Agosin

The American Hispanit, Indiana, 1977






Durante julio del 77, en la soleada ciudad de Viña del Mar, Chile, tuve la oportunidad de conversar con María Luisa Bombal que después de treinta silenciosos años de ausencia regresa a Chile, su país natal. Con unos ojos profundos, centellantes, conservando aún esa realidad mágica y maravillosa que aparece en sus consagradas novelas como La amortajada y La última niebla, me invita a su casa blanca, de dos pisos, ubicada muy cerca del mar. Subimos por unas escaleras sonoras, antiguas, hasta llegar a su cuarto lleno de fotografías, recuerdos y cuadros. Los cerros de Valparaíso se divisan a lo lejos. Bombal, con voz lenta, me cuenta de su querido amigo Jorge Luis Borges quien le ayudó con la edición de La amortajada, de aquellos días en que escribía La última niebla en la cocina de Pablo Neruda en Buenos Aires. "Pablo se enojaba conmigo; me decía Madame Merimée porque soy una clásica y maniática perfeccionista de la forma y estilo de mis novelas y cuentos". También me conversa de sus personajes, que acompañan a la autora, ayudándola a combatir su soledad. "La amortajada soy yo, y sé que pronto resucitará. Mi pobre María Griselda, sólo yo comprendo su tristeza. En el jardín de mi amiga Isabel, hay un árbol igual al de mi cuento ("El árbol")". En Chile permanece alejada del ambiente literario a pesar de haber publicado recientemente la segunda edición de la nouvelle. La historia de María Griselda. Su mayor alegría es reencontrar amigas de la infancia, pasearse por los parques de la ciudad y, obviamente, soñar: su única realidad existente. A pesar de que la producción literaria de Bombal es exigua en cantidad, sus obras rompen con la literatura naturalista criollista de la época e inician las nuevas formas de la literatura contemporánea.



Su técnica narrativa ha sido clasificada de diversas maneras: como prosa surrealista, prosa poética, novela de penumbras. ¿Cómo clasificaría Ud. su técnica narrativa y sus propias novelas?
Es difícil contestar esas preguntas, tan sutiles como exactas. Trataré. ¿Mi técnica narrativa? Yo la clasificaría tanto de prosa surrealista, como de prosa poética. ¿Mis novelas? De la historia de las "penumbras" del corazón; y de nuestro goce de la naturaleza que es misterio y milagro. También a veces, de historia de una titubeante, ansiosa búsqueda de lo que llamamos el "mas allá".

Cedomil Goic comenta que Ud. rompe totalmente con la narrativa naturalista criollista de la literatura chilena. ¿Considera dicho comentario exacto?
Sí, me atrevo a decir que no sólo rompí e incité a romper con la narrativa naturalista criollista en la literatura chilena sino también con la narrativa de igual naturaleza en algunos otros de nuestros países latinoamericanos. Quiero decir con esa literatura que es sólo "descripción" de un existir, hechos y vicisitudes. Sí, creo haber insinuado y hecho aceptar en nuestra novela aquel otro medio de expresión: el de dar énfasis y primera importancia no a la mera narrativa de hechos sino a la íntima, secreta historia de las inquietudes y motivos que los provocaran ser o les impidieran ser.

Directores argentinos comentan que usted también rompe con las tendencias criollo-realistas del cine argentino en su conocido guión de La casa del recuerdo, interpretada por Libertad Lamarque.
Tuve esa suerte. El cine argentino comenzaba. Sus temas eran realistas, el tango su única música. Sucedió que Luis Saslavsky, director dentro de este cine, me pidió un guión escrito especialmente para Libertad. Fue éste, La casa del recuerdo, guión cuyo tema romántico del fin de siglo argentino abrió la veta a nuevos argumentos igualmente románticos así como al canto y una música de fondo universales.

¿Qué autores, aspectos, acontecimientos han influido en su obra?
Acontecimientos que han significado cambios bruscos, radicales -ya sea tristes, ya afortunados- han influido por cierto en mi vida, pensamiento y obra. Pero ello sería largo de contarle. Toda una vida… En cuanto a los autores que usted me pregunta haber influido en mi obra, mi primera reacción es decirle: ninguno. Porque me parece y siento haber nacido junto con mis libros... Así como se cree el haber nacido con su destino. Sin embargo, pensándolo más, me encuentro con dos autores que sí han inspirado e influido en mí y en mi obra. Dos nórdicos. Hans Christian Andersen cuyos cuentos mi madre nos leía a mí y mis dos hermanas en aquellas tardes de nuestra infancia. Nos los leía en alta voz, traduciéndolos directamente del alemán, de un libro que fuera la traducción y versión completa de la obra del gran dinamarqués. Los cuentos de Andersen: pensamiento y poesía, tierno juego y fantasía que no nos cansábamos de escuchar. Lejanas tardes, televisión de ayer... La otra influencia: Knut Hamsun, el casi místico noruego. Su primer libro Victoria, breve novela del enigma y conflicto de dos seres con su propio corazón, fue y sigue siendo la novela de amor que yo también hubiera deseado escribir.

¿Hasta qué punto sus personajes pertenecen a una esfera común?
No podría decirlo. Me lo pregunto yo misma. Recuerdo algunos. Yolanda, por ejemplo, de mi cuento "Las islas nuevas". Yolanda que esconde el ala naciente en su hombro, ¿hasta qué punto pertenece a una esfera común? El capitán-pirata de mi cuento "Lo secreto", que en su buque náufrago y hundido empieza a sospechar y luego a comprender que tanto él como su tripulación han muerto, están en el infierno y habiendo perdido para siempre toda posibilidad de reconciliarse con Dios. ¿Hasta qué punto este capitán que llamaran "El Terrible" pertenece a una esfera común? …Ana María de mi novela La amortajada; ella también una muerta. Pero una muerta que vive la experiencia de un pensar y sentimientos que no conoció ni pudo haber conocido en vida. Así como Brígida, de mi cuento "El árbol". Brígida, la siempre-niña que vive y convive con ese árbol... Y mi dulce a la par que ardiente heroína de La última niebla cuya vida es un soñar y ensoñar... Y María Griselda, aquella tímida, trágica, inconsciente beldad... Me pregunto hasta qué punto escapan de la esfera humana y común.

¿Es su Historia de María Griselda una continuación de La amortajada?
Lo es y no lo es. En La amortajada es Ana María, la mujer amortajada, el personaje-tema central de mi novela. María Griselda aparece y pasa en unas breves líneas. Fugaz personaje, cuya escurridiza, tierna personalidad unida a esa excepcional belleza me sorprendió y obligó a pensar en ella. Me vino entonces una intensa curiosidad de conocerla, saber de su vida privada y sentimientos. María Griselda, cuya historia escribí mucho después de La amortajada, es tal vez de mis personajes el que más quiero y me atrae.

¿La música puede relacionarse con la niebla en cuanto al aspecto interior psicológico?
Esa sí que es pregunta no tan sólo compleja sino además, capciosa..., por lo personal. Trataré sin embargo de contestarla. La música así como la niebla significan, son para mí... silencio. Un silencio que acalla en nosotros ese mundo de banalidades, obligaciones y dolores de la vida cotidiana..., para dejarnos momentáneamente oír y escuchar ese canto cuidadosamente escondido dentro de nuestro mundo interior.

En sus libros aparece el motivo del cabello como visión temática de la mujer. ¿Por qué el cabello?
La cabellera me parece no sólo aquello más estrechamente unido a la belleza en la mujer, sino además el arranque más evidente y vivo que une a todo ser con la naturaleza. Porque ¿explíqueme usted la razón de ser que nuestros cabellos sigan creciendo aún después que nuestro cuerpo ha muerto?

¿A qué se debe la interiorización y hasta cierto punto el escape de sus personajes? ¿Existe una relación de tipo social en que la mujer es desplazada debido a su sociedad burguesa?
Esa interiorización y escape que usted anota en mis personajes se debe a la propia manera de sentir de ellos mismos. Cierto es, sin embargo, que debido a la sociedad burguesa en que les tocaba vivir, mis personajes-mujeres se encontraban un tanto desplazadas en el aspecto social. Porque más sentimentales y abnegadas, se retraían de mutuo acuerdo para vivir, o no vivir, calladamente sus decepciones, deseos y pasiones. Quisiera agregar por mi cuenta que no creo que los derechos sociales reconocidos oficialmente en la actualidad a la mujer puedan hacer cambiar lo íntimo de su naturaleza. Creo que somos y seguiremos siendo la eterna mujer. La idealista, sensible, sacrificada, ávida ante todo de dar y recibir amor.

¿En qué quedó su tan esperado libro "El canciller"?
"El canciller", "The Foreing Minister", obra de teatro que escribí directo en inglés entusiasmó a mi agente literario americano, y fue seriamente considerado el ser producida por uno de los más importantes directores de teatro en Norteamérica. En Inglaterra también la estudiaron y consideraron agentes y directores igualmente importantes. Pero sucedía que el tema de mi pieza-drama romántico, aunque de técnica muy moderna, tenía como base de inspiración un acontecimiento oficial, entonces reciente, al que los intereses "complejos" de la política del momento querían imponer, en general, una discreción y escape de mayores comentarios sin "exponer a la luz" dicho acontecimiento. Hablo del trágico fin de Jan Masaryk, canciller e hijo del hombre que convirtiera en país independiente ese rincón de "La Bohemia" en Europa, hijo del que fuera su libertador and First President. Ese trágico fin de un canciller que fuera ahora canciller de un país ya casi sometido a un régimen comunista-soviético, ¿fue suicidio o asesinato político? Tema controversial que si bien interesaba, la gente de teatro consideró tal vez inoportuno el producir. Pero espero, pienso, que ha llegado la hora en que esta obra mía, puede ser publicada y producida en los Estados Unidos.

Usted ha declarado que le es muy difícil escribir. ¿Por qué lo hace entonces?
Porque a pesar de todo, es lo único que puedo y sé hacer.

Entonces, ¿no le gusta, no es para usted un placer escribir?
Le contestaré con las enigmáticas palabras que contestó un autor teatral inglés, a quien formularan la misma pregunta en una entrevista junto a muchos otros escritores americanos e ingleses. "To write -dijo- is a solitary work". La soledad, ¿es un placer que escogería usted?










sábado, agosto 30, 2008

«¿Qué se ama cuando se ama?», de Gonzalo Rojas






¿Qué se ama cuando se ama, mi Dios: la luz terrible de la vida 
o la luz de la muerte? ¿Qué se busca, qué se halla, qué 
es eso: amor? ¿Quién es? ¿La mujer con su hondura, sus rosas, 
            sus volcanes, 
o este sol colorado que es mi sangre furiosa 
cuando entro en ella hasta las últimas raíces? 

¿O todo es un gran juego, Dios mío, y no hay mujer 
ni hay hombre sino un solo cuerpo: el tuyo, 
repartido en estrellas de hermosura, en partículas fugaces 
de eternidad visible? 

Me muero en esto, oh Dios, en esta guerra 
de ir y venir entre ellas por las calles, de no poder amar 
trescientas a la vez, porque estoy condenado siempre a una, 
a esa una, a esa única que me diste en el viejo paraíso.



en Contra la muerte, 1964


















viernes, agosto 29, 2008

"La sangre en el jardín", de Ramón Gómez de la Serna







El crimen aquel hubiera quedado envuelto en el secreto durante mucho tiempo si no hubiera sido por la fuente central del jardín, que, después de realizado el asesinato, comenzó a echar agua muerta y sangrienta.

La correspondencia entre el disimulado crimen de dentro del palacio y la veta de agua rojiza sobre la taza repodrida de verbosidades, dio toda la clave de lo sucedido.





1933










miércoles, agosto 27, 2008

“Ordinaria locura”, de Marco Ferreri*

Monólogo inicial





Olvidemos la mierda y pasemos al llamado “arte”…

Estilo. Estilo es la respuesta a todo. Una forma nueva de enfocar algo aburrido o peligroso. Hacer con estilo algo aburrido es preferible a hacer algo peligroso sin estilo. Hacer algo peligroso con estilo es lo que yo llamo “arte”. Torear puede ser un arte. Boxear puede ser un arte. Amar puede ser un arte. Abrir una lata de sardinas puede ser un arte...

No muchos tienen estilo. No muchos conservan el estilo. He visto perros con más estilo que algunos hombres; aunque no muchos perros tienen estilo. Los gatos lo tienen en abundancia…

Cuando Hemingway estampó su cerebro contra la pared con una escopeta, eso fue estilo. A veces, hay personas con estilo... Juana de Arco tenía estilo. Juan Bautista, Jesús, Sócrates, César, García Lorca. He conocido a hombres con estilo en la cárcel. He conocido a más hombres con estilo en la cárcel que fuera de ella. El estilo es una diferencia. Una forma de hacer. Una forma de estar hecho… Seis garzas quietas de pie en un estanque, o tú, saliendo desnuda del baño, sin verme...







* Guión adaptado por Marco Ferreri y Sergio Amidei, sobre el libro “Erecciones, eyaculaciones, exhibiciones”, de Charles Bukowski










martes, agosto 26, 2008

«La compañera», de Efraín Barquero

Premio Nacional de Literatura 2008





Así es mi compañera.
La he tomado de entre los rostros pobres
con su pureza de madera sin pintar,
y sin preguntar por sus padres
porque es joven, y la juventud es eterna,
sin averiguar donde vive
porque es sana, y la salud es infinita como el agua,
y sin saber cuál es su nombre
porque es bella, y la belleza no ha sido bautizada.

Es como las demás muchachas
que se miran con apuro en el espejo trizado de la aurora
antes de ir a sus faenas. Así es,
y yo no sé si más bella o más fea que las otras,
si el vestido de fiesta le queda mal,
o la ternura equivoca a menudo sus palabras,
yo no sé,
pero sé que es laboriosa.
Como los árboles, teje ella misma sus vestidos,
y se los pone la naturalidad del azahar
como si los hiciera de su propia sustancia,
sin preguntarle a nadie, como si la tierra,
sin probárselos antes, como el sol,
sin demorarse mucho, como el agua.

Es una niña del pueblo,
y se parece a su calle en un día de trabajo
con sus caderas grandes como las artesas o las cunas,
así es, y es más dulce todavía,
como agregar más pan a su estatura,
más carbón a sus ojos ardientes,
más uva a su ruidosa alegría.



1956












lunes, agosto 25, 2008

“El penúltimo poema”, de Alberto Caeiro






También sé hacer conjeturas.
Hay en cada cosa aquello que es lo que la anima.
En la planta está afuera y es una ninfa pequeña.
En el animal es un ser interior lejano.
En el hombre es el alma que vive con él y ya es él.
En los dioses tiene el mismo tamaño
Y el mismo espacio que el cuerpo
Y es la misma cosa que el cuerpo.
Por eso se dice que los dioses nunca mueren.
Por eso los dioses no tienen cuerpo y alma,
Sino tan sólo cuerpo y son perfectos.
Es el cuerpo que les es alma
Y tienen la conciencia en la propia carne divina.









domingo, agosto 24, 2008

"Isla de Pascua", de Gottfried Benn

Traducción de Juan Carlos Villavicencio




Una isla tan pequeña
como un ave sobre el mar,
apenas un coágulo de cenizas
y sin embargo de vigores no carente,
con entidades de piedra, dispersas,
la planicie sembrada
por una casi monstuosa
irrealidad.

Las grandes y antiguas palabras
—dice Ure Vaeiko—
tienen los acantilados por amparo,
las pequeñas viven así;
él vegetó sobre una estera
cerca de algo de pez frío,
no vino a su mesa
una rata enemiga de pollos.

Abrumada por el Pacífico,
amenazada por océanos,
nunca llegó a tierra
un bote polinesio ,
sino grandes fiestas de golondrinas
un Tú trascendental,
dioses de huevos de pájaro
cantan a los danzantes.

Alfabetos animales
para el sol, la luna y el toro
con una espina de tiburón
—sistema bustrofédico—:
un signo para doce fonemas,
una voz para esto, que duerme
y en el interior se edificaba
por constructivas verdaderas.

De dónde los estratos de almas,
de los que el ídolo emergió
a estos rostros de piedra
y coactivas formaciones gigantes—,
las grandes y antiguas palabras
son eternamente inmutables,
tienen los acantilados por amparo
y todo lo desconocido.








 

Publicado originalmente en Gesammelte Gedichte, 1927.








Osterinsel

Eine so kleine Insel,/ wie ein Vogel über dem Meer,/ kaum ein Aschengerinnsel/ und doch von Kräften nicht leer./ mit Steingebilden, losen,/ die Ebene besät/ von einer fast monströsen/ Irrealität.// Die groβen alten Worte/ —sagt Ure Vaeiko—/ haben die Felsen zu Horte,/ die kleinen leben so;/ er schwalt auf einer Matte/ bei etwas kaltem Fisch,/ hühnerfeindliche Ratte/ kommt nicht auf seinen Tisch.// Vom Pazifik erschlagen,/ von Ozeanen bedroht,/ nie ward an Land getragen/ ein Polynesierboot,/ doch groβe Schwalbenfeiern/ einem transzendenten Du,/ Gottern von Vogeleiern/ singen die Tanzer zu.// Tierhafte Alphabete/ für Sonne, Mond und Stier/ mit einer Haifischgräte/ —Boustrophedonmanier—:/ ein Zeichen für zwölf Laute,/ ein Ruf für das, was schlief/ und sich im Innern baute/ aus wahrem Konstruktiv.// Woher die Seelenschichten,/ da das Idol entsprang/ zu diesen Steingesichten/ und Riesenformungszwang —,/ die groβen alten Worte/ sind ewig unverwandt,/ haben die Felsen zu Horte/ und alles Unbekannt.




Contribución a DscnTxt de Miguel Muñoz




sábado, agosto 23, 2008

“Me estás vedada tú”, de Ramón López Velarde






¿Imaginas acaso la amargura
que hay en no convivir
los episodios de tu vida pura?

Me está vedado conseguir que el viento
y la llovizna sean comedidos
con tu pelo castaño.

Me está vedado oír en los latidos
de tu paciente corazón (sagrario
de dolor y clemencia)
la fórmula escondida
de mi propia existencia.

Me está vedado, cuando te fatigas
y se fatiga hasta tu mismo traje,
tomarte en brazos, como quien levanta
a su propia ilusión incorruptible
hecha fantasma que renuncia al viaje.

Despertarás una mañana gris
y verás, en la luna de tu armario,
desdibujarse un puño
esquelético, y ante el funerario
aviso, gritarás las cinco letras
de mi nombre, con voz pávida y floja,
¡y yo me hallaré ausente
de tu final congoja!

¿Imaginas acaso
mi amargura impotente?
Me estás vedada tú... Soy un fracaso
de confesor y médico que siente
perder a la mejor de sus enfermas
y a su más efusiva penitente.









viernes, agosto 22, 2008

"Predominio del sentido interior", de Fernando Pessoa





Era yo un poeta estimulado por la filosofía y no un filósofo con facultades poéticas. Me gustaba admirar la belleza de las cosas, descubrir en lo imperceptible, a través de lo diminuto, el alma poética del universo.

La poesía de la tierra nunca muere. Podemos decir que las eras pasadas fueran más poéticas, pero no podemos decir (...)

La poesía se encuentra en todas las cosas -en la tierra y en el mar, en el lago y en la margen de un río. Se encuentra también en la ciudad -no lo neguemos- es evidente para mí, aquí, como estoy sentado, hay poesía en esta mesa, en este papel, en este tintero; hay poesía en el barullo de los coches en la calle, en cada movimiento diminuto, común, ridículo, de un operario, que está pintando al otro lado de la calle.

Mi sentido íntimo predomina de tal manera sobre mis cinco sentidos que veo cosas en esta vida -creo- de modo diferente a otros hombres. Hay para mí -había- un tesoro de significado en una cosa tan ridícula como una llave, un pliegue en la pared, los bigotes de un gato. Hay para mí una plenitud de sugestión espiritual en una gallina con sus pollitos, atravesando la calle con aire pomposo. Hay para mí un significado más profundo del que tienen las lágrimas humanas en el aroma del sándalo, en las viejas latas, en una caja de fósforos caída en el suelo, en dos papeles sucios que, en un día de viento, ruedan y se persiguen calle abajo. Es que la poesía es espanto, admiración, como un ser caído de los cielos, al tomar plena conciencia de su estado, atónito delante de las cosas. Como alguien que conociese el alma de las cosas, y luchase para recordar ese conocimiento, recordando que no era así como las conocía, no sobre aquellas formas y aquellas condiciones, pero no se acuerda de nada más.









Sin datos editoriales









jueves, agosto 21, 2008

“Los nueve mil millones de nombres de Dios”, de Arthur C. Clarke






Esta es una petición un tanto desacostumbrada— dijo el doctor Wagner, con lo que esperaba podría ser un comentario plausible-. Que yo recuerde, es la primera vez que alguien ha pedido un ordenador de secuencia automática para un monasterio tibetano. No me gustaría mostrarme inquisitivo, pero me cuesta pensar que en su... hum... establecimiento haya aplicaciones para semejante máquina. ¿Podría explicarme que intentan hacer con ella?
—Con mucho gusto— contestó el lama, arreglándose la túnica de seda y dejando cuidadosamente a un lado la regla de cálculo que había usado para efectuar la equivalencia entre las monedas—. Su ordenador Mark V puede efectuar cualquier operación matemática rutinaria que incluya hasta diez cifras. Sin embargo, para nuestro trabajo estamos interesados en letras, no en números. Cuando hayan sido modificados los circuitos de producción, la maquina imprimirá palabras, no columnas de cifras.
—No acabo de comprender...
—Es un proyecto en el que hemos estado trabajando durante los últimos tres siglos; de hecho, desde que se fundó el lamaísmo. Es algo extraño para su modo de pensar, así que espero que me escuche con mentalidad abierta mientras se lo explico.
—Naturalmente.
—En realidad, es sencillísimo. Hemos estado recopilando una lista que contendrá todos los posibles nombres de Dios.
—¿Qué quiere decir?
—Tenemos motivos para creer— continuó el lama, imperturbable— que todos esos nombres se pueden escribir con no más de nueve letras en un alfabeto que hemos ideado.
—¿Y han estado haciendo esto durante tres siglos?
—Sí; suponíamos que nos costaría alrededor de quince mil años completar el trabajo.
—Oh— exclamó el doctor Wagner, con expresión un tanto aturdida—. Ahora comprendo por qué han querido alquilar una de nuestras maquinas. ¿Pero cuál es exactamente la finalidad de este proyecto?

El lama vaciló durante una fracción de segundo y Wagner se preguntó si lo había ofendido. En todo caso, no hubo huella alguna de enojo en la respuesta.

—Llámelo ritual, si quiere, pero es una parte fundamental de nuestras creencias. Los numerosos nombres del Ser Supremo que existen: Dios, Jehová, Alá, etcétera, sólo son etiquetas hechas por los hombres. Esto encierra un problema filosófico de cierta dificultad, que no me propongo discutir, pero en algún lugar entre todas las posibles combinaciones de letras que se pueden hacer, están los que se podrían llamar verdaderos nombres de Dios. Mediante una permutación sistemática de las letras, hemos intentado elaborar una lista con todos esos posibles nombres.
—Comprendo. Han empezado con AAAAAAA... y han continuado hasta ZZZZZZZ...
—Exactamente, aunque nosotros utilizamos un alfabeto especial propio. Modificando los tipos electromagnéticos de las letras, se arregla todo, y esto es muy fácil de hacer. Un problema bastante más interesante es el de diseñar circuitos para eliminar combinaciones ridículas. Por ejemplo, ninguna letra debe figurar mas de tres veces consecutivas.
—¿Tres? Seguramente quiere usted decir dos.
—Tres es lo correcto. Temo que me ocuparía demasiado tiempo explicar por qué, aun cuando usted entendiera nuestro lenguaje.
—Estoy seguro de ello— dijo Wagner, apresuradamente— Siga.
—Por suerte, será cosa sencilla adaptar su ordenador de secuencia automática a ese trabajo, puesto que, una vez que haya sido programado adecuadamente, permutará cada letra por turno e imprimirá el resultado. Lo que nos hubiera costado quince mil años se podrá hacer en cien días.

El doctor Wagner apenas oía los débiles ruidos de las calles de Manhattan, situadas muy por debajo. Estaba en un mundo diferente, un mundo de montañas naturales, no construidas por el hombre. En las remotas alturas de su lejano país, aquellos monjes habían trabajado con paciencia, generación tras generación, llenando sus listas de palabras sin significado. ¿Había algún limite a las locuras de la humanidad? No obstante, no debía siquiera insinuar sus pensamientos. El cliente siempre tenía la razón...

—No hay duda— replicó el doctor— de que podemos modificar el Mark V para que imprima listas de este tipo. Pero el problema de la instalación y el mantenimiento ya me preocupa más. Llegar al Tíbet en los tiempos actuales no va a ser fácil.
—Nosotros nos encargaremos de eso. Los componentes son lo bastante pequeños para poder transportarse en avión. Este es uno de los motivos de haber elegido su máquina. Si usted la puede hacer llegar a la India, nosotros proporcionaremos el transporte desde allí.
—¿Y quieren contratar a dos de nuestros ingenieros?
—Sí, para los tres meses que se supone ha de durar el proyecto.
—No dudo de que nuestra sección de personal les proporcionará las personas idóneas.— El doctor Wagner hizo una anotación en la libreta que tenía sobre la mesa— hay otras dos cuestiones... —Antes de que pudiese terminar la frase, el lama sacó una pequeña hoja de papel.
—Esto es el saldo de mi cuenta del Banco Asiático.
—Gracias. Parece ser... hum... adecuado. La segunda cuestión es tan trivial que vacilo en mencionarla..., pero es sorprendente la frecuencia con que lo obvio se pasa por alto. ¿Qué fuente de energía eléctrica tiene ustedes?
—Un generador diesel que proporciona cincuenta kilovatios a ciento diez voltios. Fue instalado hace unos cinco años y funciona muy bien. Hace la vida en el monasterio mucho más cómoda, pero, desde luego, en realidad fue instalado para proporcionar energía a los altavoces que emiten las plegarias.
- Desde luego — admitió el doctor Wagner—. Debía haberlo imaginado.

La vista desde el parapeto era vertiginosa, pero con el tiempo uno se acostumbra a todo. Después de tres meses, George Hanley no se impresionaba por los dos mil pies de profundidad del abismo, ni por la visión remota de los campos del valle semejantes a cuadros de un tablero de ajedrez. Estaba apoyado contra las piedras pulidas por el viento y contemplaba con displicencia las distintas montañas, cuyos nombres nunca se había preocupado de averiguar.

Aquello, pensaba George, era la cosa más loca que le había ocurrido jamás. El "Proyecto Shangri—La", como alguien lo había bautizado en los lejanos laboratorios. Desde hacía ya semanas, el Mark V estaba produciendo acres de hojas de papel cubiertas de galimatías.

Pacientemente, inexorablemente, el ordenador había ido disponiendo letras en todas sus posibles combinaciones, agotando cada clase antes de empezar con la siguiente. Cuando las hojas salían de las máquinas de escribir electrónicas, los monjes las recortaban cuidadosamente y las pegaban a unos libros enormes. Una semana más y, con la ayuda del cielo, habrían terminado. George no sabía qué oscuros cálculos habían convencido a los monjes de que no necesitaban preocuparse por las palabras de diez, veinte o cien letras. Una de sus habituales pesadillas era que se produjese algún cambio de plan y que el gran lama (a quien ellos llamaban Sam Jaffe, aunque no se le parecía en absoluto) anunciase de pronto que el proyecto se extendería aproximadamente hasta el año 2060 de la Era Cristiana. Eran capaces de una cosa así.

George oyó que la pesada puerta de madera se cerraba de golpe con el viento al tiempo que Chuck entraba en el parapeto y se situaba a su lado. Como de costumbre, Chuck iba fumando uno de los cigarros puros que le habían hecho tan popular entre los monjes, que, al parecer, estaban completamente dispuestos a adoptar todos los menores y gran parte de los mayores placeres de la vida. Esto era una cosa a su favor: podían estar locos, pero no eran tontos. Aquellas frecuentes excursiones que realizaban a la aldea de abajo, por ejemplo...

—Escucha, George —dijo Chuck, con urgencia—. He sabido algo que puede significar un disgusto.
—¿Qué sucede? ¿No funciona bien la maquina? —ésta era la peor contingencia que George podía imaginar. Era algo que podría retrasar el regreso, y no había nada más horrible. Tal como se sentía él ahora, la simple visión de un anuncio de televisión le parecería maná caído del cielo. Por lo menos, representaría un vinculo con su tierra.
—No, no es nada de eso. —Chuck se instaló en el parapeto, lo cual era inhabitual en él, porque normalmente le daba miedo el abismo—. Acabo de descubrir cuál es el motivo de todo esto.
—¿Qué quieres decir? Yo pensaba que lo sabíamos.
—Cierto, sabíamos lo que los monjes están intentando hacer. Pero no sabíamos por qué. Es la cosa más loca...
—Eso ya lo tengo muy oído —gruñó George.
—...pero el viejo me acaba de hablar con claridad. Sabes que acude cada tarde para ver cómo van saliendo las hojas. Pues bien, esta vez parecía bastante excitado o, por lo menos, más de lo que suele estarlo normalmente. Cuando le dije que estábamos en el ultimo ciclo me preguntó, en ese acento inglés tan fino que tiene, si yo había pensado alguna vez en lo que intentaban hacer. Yo dije que me gustaría saberlo..., y entonces me lo explicó.
—Sigue; voy captando.
—El caso es que ellos creen que cuando hayan hecho la lista de todos los nombres, y admiten que hay unos nueve mil millones, Dios habrá alcanzado su objetivo. La raza humana habrá acabado aquello para lo cual fue creada y no tendrá sentido alguno continuar. Desde luego, la idea misma es algo así como una blasfemia.
—¿Entonces qué esperan que hagamos? ¿Suicidarnos?
—No hay ninguna necesidad de esto. Cuando la lista esté completa, Dios se pone en acción, acaba con todas las cosas y... ¡Listo!
—Oh, ya comprendo. Cuando terminemos nuestro trabajo, tendrá lugar el fin del mundo.

Chuck dejo escapar una risita nerviosa.

—Esto es exactamente lo que le dije a Sam. ¿Y sabes que ocurrió? Me miró de un modo muy raro, como si yo hubiese cometido alguna estupidez en la clase, y dijo: "No se trata de nada tan trivial como eso".

George estuvo pensando durante unos momentos.

—Esto es lo que yo llamo una visión amplia del asunto —dijo después—. ¿Pero qué supones que deberíamos hacer al respecto? No veo que ello signifique la más mínima diferencia para nosotros. Al fin y al cabo, ya sabíamos que estaban locos.
—Sí, pero ¿no te das cuenta de lo que puede pasar? Cuando la lista esté acabada y la traca final no estalle —o no ocurra lo que ellos esperan, sea lo que sea—, nos pueden culpar a nosotros del fracaso. Es nuestra máquina la que han estado usando. Esta situación no me gusta ni pizca.
—Comprendo — dijo George, lentamente—. Has dicho algo de interés. Pero ese tipo de cosas han ocurrido otras veces. Cuando yo era un chiquillo, allá en Louisiana, teníamos un predicador chiflado que una vez dijo que el fin del mundo llegaría el domingo siguiente. Centenares de personas lo creyeron y algunas hasta vendieron sus casas. Sin embargo, cuando nada sucedió, no se pusieron furiosos, como se hubiera podido esperar. Simplemente, decidieron que el predicador había cometido un error en sus cálculos y siguieron creyendo. Me parece que algunos de ellos creen todavía.
—Bueno, pero esto no es Louisiana, por si aún no te habías dado cuenta. Nosotros no somos más que dos y monjes los hay a centenares aquí. Yo les tengo aprecio; y sentiré pena por el viejo Sam cuando vea su gran fracaso. Pero, de todos modos, me gustaría estar en otro sitio.
—Esto lo he estado deseando yo durante semanas. Pero no podemos hacer nada hasta que el contrato haya terminado y lleguen los transportes aéreos para llevarnos lejos. Claro que —dijo Chuck, pensativamente— siempre podríamos probar con un ligero sabotaje.
—¡Al demonio que podríamos!, pero eso empeoraría las cosas.
- Lo que yo he querido decir, no. Míralo así. Funcionando las veinticuatro horas del día, tal como lo está haciendo, la máquina terminará su trabajo dentro de cuatro días a partir de hoy. El transporte llegará dentro de una semana. Pues bien, todo lo que necesitamos hacer es encontrar algo que tenga que ser reparado cuando hagamos una revisión; algo que interrumpa el trabajo durante un par de días. Lo arreglaremos, desde luego, pero no demasiado aprisa. Si calculamos bien el tiempo, podremos estar en el aeródromo cuando el último nombre quede impreso en el registro. Para entonces ya no nos podrán coger.
—No me gusta la idea —dijo George—. Sería la primera vez que he abandonado un trabajo. Además, les haría sospechar. No, me quedare y aceptare lo que venga.

—Sigue sin gustarme —dijo, siete días mas tarde, mientras los pequeños pero resistentes caballitos de montaña les llevaban hacia abajo por la serpenteante carretera—. Y no pienses que huyo porque tengo miedo. Lo que pasa es que siento pena por esos infelices y no quiero estar junto a ellos cuando se den cuenta de lo tontos que han sido. Me pregunto como se lo va a tomar Sam.
—Es curioso —replicó Chuck—, pero cuando le dije adiós tuve la sensación de que sabía que nos marchábamos de su lado y que no le importaba porque sabía también que la máquina funcionaba bien y que el trabajo quedaría muy pronto acabado. Después de eso... Claro que, para él, ya no hay ningún después...

George se volvió en la silla y miró hacia atrás, sendero arriba. Era el último sitio desde donde se podía contemplar con claridad el monasterio. La silueta de los achaparrados y angulares edificios se recortaba contra el cielo crepuscular: aquí y allá se veían luces que resplandecían como las portillas del costado de un transatlántico. Luces eléctricas, desde luego, compartiendo el mismo circuito que el Mark V. ¿Cuánto tiempo lo seguirían compartiendo?, se preguntó George. ¿Destrozarían los monjes el ordenador, llevados por el furor y la desesperación? ¿O se limitarían a quedarse tranquilos y empezarían de nuevo todos sus cálculos?

Sabía exactamente lo que estaba pasando en lo alto de la montaña en aquel mismo momento. El gran lama y sus ayudantes estarían sentados, vestidos con sus túnicas de seda e inspeccionando las hojas de papel mientras los monjes principiantes las sacaban de las máquinas de escribir y las pegaban a los grandes volúmenes. Nadie diría una palabra. El único ruido sería el incesante golpear de las letras sobre el papel, porque el Mark V era de por sí completamente silencioso mientras efectuaba sus millares de cálculos por segundo. Tres meses así, pensó George, eran ya como para subirse por las paredes.

—¡Allí esta! —gritó Chuck, señalando abajo hacia el valle—. ¿Verdad que es hermoso?

Ciertamente, lo era, pensó George. El viejo y abollado DC3 estaba en el final de la pista, como una menuda cruz de plata. Dentro de dos horas los estaría llevando hacia la libertad y la sensatez. Era algo así como saborear un licor de calidad. George dejó que el pensamiento le llenase la mente, mientras el caballito avanzaba pacientemente pendiente abajo.

La rápida noche de las alturas del Himalaya casi se les echaba encima. Afortunadamente, el camino era muy bueno, como la mayoría de los de la región, y ellos iban equipados con linternas. No había el más ligero peligro: sólo cierta incomodidad causada por el intenso frío. El cielo estaba perfectamente despejado e iluminado por las familiares y amistosas estrellas. Por lo menos, pensó George, no habría riesgo de que el piloto no pudiese despegar a causa de las condiciones del tiempo. Esta había sido su ultima preocupación. Se puso a cantar, pero lo dejó al cabo de poco. El vasto escenario de las montañas, brillando por todas partes como fantasmas blancuzcos encapuchados, no animaba a esta expansión. De pronto, George consultó su reloj.

—Estaremos allí dentro de una hora —dijo, volviéndose hacia Chuck. Después, pensando en otra cosa, añadió—: Me pregunto si el ordenador habrá terminado su trabajo. Estaba calculado para esta hora.

Chuck no contesto, así que George se volvió completamente hacia él. Pudo ver la cara de Chuck; era un ovalo blanco vuelto hacia el cielo.

—Mira — susurro Chuck; George alzó la vista hacia el espacio.

Siempre hay una ultima vez para todo. Arriba, sin ninguna conmoción, las estrellas se estaban apagando.







1953










miércoles, agosto 20, 2008

"Cosas de Satie", de Bárbara Jacobs





“¿Qué vine a hacer a esta terrosa, terrenal Tierra?”, se preguntó Erik Satie en un trozo de papel que, tras su muerte, encontraron entre muchos otros en su guarida, secreta para el resto del mundo, oculta y cerrada, hasta esos momentos finales definitivos. Qué bueno que Satie se provocó una pulmonía para poder ser relevado del ejército, qué bueno que fundó una iglesia para “combatir la sociedad por medio de la música y la pintura”. Esotérick Satie, El Caballero de Terciopelo, que en su día decidió ser pobre el resto de su vida. El Señor Pobre, el que usó la “k” en su nombre para preservar sus orígenes vikingos. “Personalmente, no soy ni bueno ni malo. Oscilo, podría decir. De modo que nunca he hecho daño a nadie: ni bien, tampoco”, anotó en algún fragmento de su fragmentaría autobiografía, de mamífero, como le gustaba definirse. “Adquirí el gusto por la misantropía, cultivé la hipocondría, me volví el ser más melancólico que existe”.

Su médico le recomendó fumar, pues, de no hacerlo él, otro lo haría siempre en su lugar. “¿Qué prefieres: música o jamón?”, es la pregunta que debes formularte, advierte Satie, cuando el mesero coloca delante de tu plato los entremeses. En “Fantasía sobre un plato”, canta: “¡Qué blanco es!/ No lo adorna ningún color./ Es de una sola pieza”. Recomendaba ser breve; si tenías algo que decir, decirlo. De alumno “considerablemente insignificante”, pasó a vivir una adolescencia “más bien corta” para, acto seguido, “desarrollar el desagradable hábito de la originalidad, fuera de contexto, antifrancés, contra la naturaleza, etcétera”, y vivir una vida corta, hélas, dedicada a lograr que su perturbador aporte fuera aceptado por una sociedad rígida que no lo aceptaba.

Preocupaba a Satie perder contacto consigo mismo, se buscaba a través de la naturaleza, de los niños, de las cosas, del hombre: siempre azorado y maravillado ante lo que veía. Quería ampliar el número de personas a las que pudiera dirigirse. Los fragmentos que constituían su música, sus escritos, sus dibujos, crecían en la mente de su público. Cocteau lo definió así: “El más pequeño trabajo de Satie lo es en tanto lo es el ojo de la cerradura: todo cambia apenas miras (u oyes) a través de él.”

Una rebeldía a la Satie, con resultados como las Gymnopédies, entra en las reflexiones de Bertrand Russell acerca de lo que debe ser un individuo civilizado, con libertad efectiva, sabia; desquiciante, sin duda, para toda autoridad incapaz de reclamar para sí o de tolerar en otros precisamente la originalidad. A los Estados que exigen que sus candidatos a ciudadanos tengan un juicio cabal, no sé cómo presentar “Un día en la vida de un músico”, texto en el que Satie asegura que: respira con cuidado (poco a poco); casi nunca baila; si ríe, no es a propósito; y duerme únicamente con un ojo, pues temo que las rechazarán como la autodescripción de un loco. Satie se defendería: “¿Y uno debe permitir que las autoridades afeen nuestra pobre vida?”.

Señala a los editores que carecen de dignidad y de vergüenza; la forma grotesca y sucia en la que revisten los trabajos más puros imaginables, que les confías, los más delicados vueltos dolorosamente pútridos en las manos del comercio. “¿Qué prefieres? ¿Música o jamón?”, insiste; ¿por qué ha uno de tolerar la mala música con la que a fuerza sustituyen el “dulce y excelente silencio” mientras te tomabas una cerveza o te probabas unos pantalones sin pensar absolutamente en nada?

Sólo si huiste de Austria por “miedo justificado” alguna vez, puedes recuperar tu ciudadanía; si desciendes de judíos sefardíes expulsados de España en el siglo XV, ahora, a finales del XX, puedes solicitar la naturalización como español. Russell hablaba de la buena disposición del ánimo que de hecho tiene un individuo civilizado, definición que cuadraría a Satie que, en los “Rincones ocultos de su vida”, no lleva puestas sus huellas digitales; pero, ¿cuadraría a un niño, aun nacido en Francia, que, al ser hijo de extranjeros, para aspirar a ser francés tuviera que vivir en Francia específicamente entre los 11 y los 18 años de edad?

Hay muchas formas de responder al absurdo. Brassai dudaba tanto de su talento de fotógrafo que se especializó en la noche: o se avergonzaba tanto de ser sólo fotógrafo, cuando lo que aspiraba a ser era pintor, que se resistía a actuar a la luz del día. La fuente de su asombro fue la oscuridad, y fotografiarla lo hizo libre. Sortear el obstáculo, cómo hacerlo. “El año pasado, señoras, jovencitas y caballeros, di varias conferencias sobre la 'Inteligencia y Musicalidad entre Animales', y en esta ocasión, por gratitud, haré un 'Elogio de los críticos' en el que hablaré, no sin modificaciones, de la 'Inteligencia y Musicalidad entre los Críticos'“, advierte Satie.

“Un artista algo infantil y poco comprometido con el drama de su tiempo”, así definieron sus críticos a Marc Chagall, que no vio por qué no dedicar su libertad de individuo civilizado a la rebelión sin límites de su imaginación trasterrada. ¿Qué prefieres?




en La Jornada, 31 de enero, 1999














martes, agosto 19, 2008

“Ángeles velados”, de Carlos Almonte






...allá, en la otra ribera del arroyo,
un lirio dorado exhalará para nosotros su perfume.

F. Hölderlin




Una luz antigua, indescifrable, se expande entre las lágrimas y acaricia la madera negra, levemente importunada por los velos y la brisa. La tibieza de una copa que da vueltas y su mano blanquecina envuelta en sedas. María Luisa observa un libro, como si en el borde interpretara algún poema: Ven conmigo, ardiente musa; cae como el vino en dos segundos; vierte una palabra dura, quizás violenta, sola en el altar de los caídos; con Vicente, mi otro amigo, a quien no conocí; los dos Pablos y Teillier, furibunda poesía, lacerada con mordiscos y golpizas, sin adioses que acongojen.

Desde los rincones se descuelga un avatar, una melodía calcinada del inquieto Brahms; el volumen adecuado, unas pocas hojas sueltas y un milagro que no existe; el olor a tinta y su copa rebosante una vez más. No la observo con cuidado; más bien la admiración asiste cada vez que abre su boca y sus palmas divorciadas, censuradas por el tiempo. Ya el futuro no trasunta y vuelve cada vez que le propongo una caricia. Mira el vidrio como desde otra vida: lo respira, lo reprende, lo resbala, lo maligna... Sube a un árbol y se pierde en el follaje; ya comienza el día octavo, mes de junio. Se resigna al suave hastío y me reprocha el no haberla acompañado; justifica los disparos, aunque sabe que la adoro, “mi collar de pájaros, mi madreselva”. No me digas eso, emplazo apenas mi respuesta, sin embargo indica la botella y exige que le sirva un poco más de vino, dice con voz grave y sin cuidar modales. A María Luisa amortajada le alcanzo el dulce vino, sin pensar en detrimento, ni esperar su gratitud. Sólo extiende aún más sus brazos y me pide que le lea un verso chino, luego de lo cual enjuga, con velado disimulo, su emoción y genio eterno.

Una tenue luz la envuelve cada noche; los amigos, los amantes, una estrofa que imagina y corre; su garganta anestesiada en vino o aguardiente. Rasga los papeles que en seguida insulta; todo por buscar la perfección que encontró en aquel camastro, concertando letras a su amado, reposando su hermosura hasta el exceso; devoción correcta de poetas y videntes.

Los Estudios de Chopin me devuelven esa imagen: una noche tiempo atrás, su espalda acomodada al viento sur, su cabello retratado junto al mío, sus gemidos transformándose en poemas y aquel vino que escurría de su boca hacia mi cuerpo. Nada más que un fiel recuerdo, nada más que esa tristeza amarga que se allega cada tanto, junto al fuego, junto a las cenizas... Aún así, la lluvia esconde otro misterio, una sombra fija en la siguiente esquina, un abrigo negro, la mirada ardiente, mezcla de amor y furia. Miro hacia el estante, aún está el vacío de aquel libro que llevó. Sirvo las dos copas, elijo una melodía de su agrado y salgo hacia la calle aferrado a mi locura. Su resignación era mentira, lo compruebo, al igual que su incerteza y su distancia. No la veo entre las nubes, no distingo entre la lluvia y otras lágrimas. Me aproximo con cuidado, quedamente, como si estuviera en otro sitio, en otro tiempo. Pienso dos palabras que no digo, somos dos espíritus errantes, nos queremos, nos perdemos... ¿Quiere que salgamos esta noche?





2001


Acuarela: "María Luisa en el sur", de Jorge Larco










lunes, agosto 18, 2008

«El bosque mágico», de Henry Treece

Traducción de Juan Carlos Villavicencio





El bosque está lleno de fulgurantes ojos,
El bosque está lleno de pies arrastrándose,
El bosque está lleno de diminutos alaridos:
¡No debes entrar de noche al bosque!


Encontré a un hombre con ojos de vidrio,
Y un dedo tan enroscado como gusano retorciéndose,
Y el pelo todo rojo con podridas hojas,
Y un palo que silbó como una serpiente de verano.

El bosque está lleno de fulgurantes ojos,
El bosque está lleno de pies arrastrándose,
El bosque está lleno de diminutos alaridos:
¡No debes entrar de noche al bosque!


Él me cantó una canción usando palabras al revés,
Y dibujó un dragón en el aire para mí.
Vi sus dientes a través del dorso de su cabeza,
Y de su pelo ojos de una rata pestañando.

El bosque está lleno de fulgurantes ojos,
El bosque está lleno de pies arrastrándose,
El bosque está lleno de diminutos alaridos:
¡No debes entrar de noche al bosque!


Él me hizo un centavo de una piedra,
Y me mostró cómo atrapar una alondra
Con una paja y una nuez y una palabra susurrada
Y una pizca de jengibre envuelto en una hoja.

El bosque está lleno de fulgurantes ojos,
El bosque está lleno de pies arrastrándose,
El bosque está lleno de diminutos alaridos:
¡No debes entrar de noche al bosque!


Él me preguntó mi nombre, y dónde vivo yo;
Le dije un nombre de mi Libro de Cuentos;
Él me pidió venir con él al bosque
Y bailar con los Reyes que viven bajo las colinas.

El bosque está lleno de fulgurantes ojos,
El bosque está lleno de pies arrastrándose,
El bosque está lleno de diminutos alaridos:
¡No debes entrar de noche al bosque!


Pero yo vi que sus ojos tornaban en fuego;
Y vi crecer las uñas en su retorcida mano;
Dije todos mis rezos precipitadamente,
Y me encontré a salvo en la tierra de mi padre.

El bosque está lleno de fulgurantes ojos,
El bosque está lleno de pies arrastrándose,
El bosque está lleno de diminutos alaridos:
¡No debes entrar de noche al bosque!





en The magic wood. A poem, 1945












The magic wood

The wood is full of shining eyes, / The wood is full of creeping feet, / The wood is full of tiny cries: / You must not go to the wood at night! // I met a man with eyes of glass, / And a finger as curled as the wriggling worm, / And hair all red with rotting leaves, / And a stick that hissed like a summer snake. // The wood is full of shining eyes, / The wood is full of creeping feet, / The wood is full of tiny cries: / You must not go to the wood at night! // He sang me a song in backwards words, / And drew me a dragon in the air. / I saw his teeth through the back of his head, / And a rat's eyes winking from his hair. // The wood is full of shining eyes, / The wood is full of creeping feet, / The wood is full of tiny cries: / You must not go to the wood at night! // He made me a penny out of a stone, / And showed me the way to catch a lark / With a straw and a nut and a whispered word / And a pennorth of ginger wrapped up in a leaf. // The wood is full of shining eyes, / The wood is full of creeping feet, / The wood is full of tiny cries: / You must not go to the wood at night! // He asked me my name, and where I lived; / I told him a name from my Book of Tales; / He asked me to come with him into the wood / And dance with the Kings from under the hills. // The wood is full of shining eyes, / The wood is full of creeping feet, / The wood is full of tiny cries: / You must not go to the wood at night! // But I saw that his eyes were turning to fire; / And I saw the nails grow on his wriggling hand; / I said my prayers all out in a rush, / And found myself safe on my father’s land. // The wood is full of shining eyes, / The wood is full of creeping feet, / The wood is full of tiny cries: / You must not go to the wood at night!





domingo, agosto 17, 2008

"El desierto de los tártaros", de Dino Buzzati

Fragmento inicial




Uno


Nombrado oficial, Giovanni Drogo partió una mañana de septiembre de la ciudad para dirigirse a la fortaleza Bastiani, su primer destino.

Mandó que le despertaran cuando todavía era de noche y vistió por primera vez el uniforme de teniente. Cuando acabó, se miró en el espejo a la luz de una lámpara de petróleo, aunque sin encontrar la alegría que había esperado. En la casa había un gran silencio, se oían sólo pequeños ruidos en una habitación vecina: su madre estaba levantándose para despedirlo.

Era el día esperado desde hacía años, el principio de su verdadera vida. Pensaba en los días sórdidos de la Academia Militar, recordó las amargas tardes de estudio cuando oía pasar fuera, por las calles, la gente libre y presumiblemente feliz, los despertares invernales en los dormitorios helados, donde se estancaba la pesadilla de los castigos. Se acordó de la angustia de contar uno por uno los días, que parecían interminables.

Ahora era por fin oficial, ya no tenía que consumirse sobre los libros ni temblar con la voz del sargento, y, sin embargo todo eso había pasado. Todos aquellos días, que le habían parecido odiosos, se habían consumido para siempre, formando meses y años que nunca se repetirían. Sí, ahora era un oficial, tendría dinero, las mujeres hermosas quizá lo mirarían, pero en el fondo —se dio cuenta Giovanni Drogo— el tiempo mejor, la primera juventud, probablemente había acabado. Así, Drogo miraba fijamente el espejo, veía una cansada sonrisa en su rostro» al que en vano había tratado de amar.

¡Qué contrasentido! ¿Por qué no lograba sonreír con la obligada despreocupación mientras se despedía de su madre? ¿Por qué ni siquiera se fijaba en sus últimas recomendaciones y llegaba solamente a percibir el sonido de aquella voz, tan familiar y humana? ¿Por qué daba vueltas por el dormitorio con inútil nerviosismo, sin conseguir encontrar el reloj, la fusta, la gorra, que se encontraban, sin embargo, en su sitio? ¡Desde luego no partía a la guerra! Decenas de tenientes como él, sus ex camaradas, dejaban a esa misma hora la casa paterna entre alegres carcajadas, como si fueran a una fiesta. ¿Por qué no le salían de la boca, con destino a su madre, sino frases genéricas vacías de sentido, en lugar de cariñosas y tranquilizadoras palabras? La amargura de dejar por primera vez la vieja casa, donde había nacido a las esperanzas, los temores que entraña todo cambio, la emoción de despedirse de su madre, llenaban su ánimo, sí, pero sobre todo eso pesaba una insistente idea, que no conseguía identificar, como un vago presentimiento de cosas fatales, como si estuviera a punto de iniciar un viaje sin retorno.

Sin embargo Francesco Vescovi lo acompañó a caballo durante el primer trecho del camino. Los cascos de los animales resonaban en las calles desiertas. Alboreaba, la ciudad aún estaba inmersa en el sueño; aquí y allá, en los últimos pisos, se abrían algunas persianas, aparecían caras cansadas, apáticos ojos miraban un momento el maravilloso nacimiento del sol.

Los dos amigos no hablaban. Drogo pensaba en cómo sería la fortaleza Bastiani, pero no conseguía imaginarla. Ni siquiera sabía con exactitud dónde se encontraba, ni cuánto camino tendría que recorrer. Alguien le había hablado de una jornada a caballo, otros de menos; nadie había estado allí, en realidad, de a quienes había preguntado.

A las puertas de la ciudad Vescovi empezó a hablar vivazmente de cosas normales, como si Drogo fuera de paseo. Después, en cierto momento:

—¿Ves aquel monte herboso? Sí, ese mismo. ¿Ves una construcción en la cima? —decía—. Es ya una parte de la Fortaleza, un reducto avanzado. Pasé por allí hace dos años, lo recuerdo, con mi tío, yendo de caza.

Habían salido ya de la ciudad. Comenzaban los campos de maíz, los prados, los rojos bosques otoñales. Por la carretera blanca, azotada por el sol, avanzaban uno al lado del otro. Giovanni y Francesco eran amigos, habían vivido juntos muchos años, con las mismas pasiones, las mismas amistades; siempre se habían visto día tras día, después Vescovi se había enriquecido; Drogo, en cambio, se había hecho militar y ahora notaba cuán lejos estaba del otro. Toda aquella vida fácil y elegante ya no le pertenecía, le esperaban cosas graves y desconocidas. Su caballo y el de Francesco —le parecía— tenían ya una andadura distinta, un trote, el suyo, menos ligero y vivo, como un fondo de ansia y fatiga, como si también el animal notase que la vida estaba a punto de cambiar.

Habían llegado a lo alto de una cuesta. Drogo se volvió a mirar la ciudad a contraluz; de los tejados se alzaban humos matutinos. Vio de lejos su casa. Identificó las ventanas de su cuarto. Probablemente las hojas estaban abiertas, las mujeres estaban ordenando. Habrían deshecho la cama, encerrado en un armario los objetos, y después atrancado las contraventanas. Durante meses y meses nadie entraría allí, salvo el paciente polvo y, en los días de sol, tenues franjas de luz. El pequeño mundo de su niñez quedaba encerrado en la oscuridad. Su madre lo conservaba así para que él, al regresar, volviera a encontrarse de nuevo, para que pudiera allí dentro seguir siendo un muchacho, incluso tras larga ausencia. Oh, desde luego, ella se hacía la ilusión de poder conservar intacta una felicidad desaparecida para siempre, de contener la huida del tiempo, de que al abrir de nuevo puertas y ventanas al regreso del hijo las cosas volverían a ser como antes.

Su amigo Vescovi se despidió cariñosamente de él y Drogo continuó solo por la carretera, acercándose a las montañas. El sol caía a plomo cuando llegó a la entrada del valle que conducía a la Fortaleza. A la derecha, en lo alto de un monte, se veía el reducto que Vescovi le había señalado. No parecía que quedase aún mucho camino.

Ansioso por llegar, Drogo, sin pararse a comer, espoleó su caballo, ya cansado por el camino, que se volvía empinado y encajonado entre escarpadas laderas. Los encuentros eran cada vez más raros. Giovanni le preguntó a un carretero cuánto tiempo faltaba para llegar a la Fortaleza.

—¿La fortaleza? —respondió el hombre—. ¿Qué fortaleza?
—La Fortaleza Bastiani —dijo Drogo.
—Por aquí no hay fortalezas —dijo el carretero—. Nunca he oído hablar de ellas.

Evidentemente estaba mal informado. Drogo reanudó su camino y advirtió una sutil inquietud a medida que avanzaba la tarde. Escrutaba los altísimos bordes del valle para descubrir la Fortaleza. Se imaginaba una especie de viejo castillo con vertiginosas murallas. Con el paso de las horas, se convencía cada vez más de que Francesco le había dado una información errada; el reducto indicado por él ya debía haber quedado muy atrás. Y se acercaba la noche.

Miradlos, a Giovanni Drogo y su caballo, qué pequeños sobre el flanco de unas montañas que cada vez resultan más grandes y salvajes. Él sigue subiendo para llegar a la Fortaleza de día, pero más ligeras que él, desde el fondo, donde retumba el torrente, más ligeras que él suben las sombras. En cierto momento se encuentran justamente a la altura de Drogo en la vertiente opuesta de la garganta, parecen disminuir su carrera por un instante, como para no desalentarlo, después se deslizan hacia arriba por riscos y peñascos, y el jinete se ha quedado debajo.

Todo el valle estaba ya lleno de tinieblas violeta, sólo las desnudas crestas herbosas, a increíble altura, estaban iluminadas por el sol, cuando Drogo se encontró repentinamente ante una construcción militar que parecía antigua y desierta, negra y gigantesca contra el purísimo cielo de la tarde. Giovanni sintió latir su corazón, ya que ésa debía de ser la Fortaleza, aunque todo, desde los muros al paisaje, exhalaba un aire inhóspito y siniestro.

Dio vueltas a su alrededor sin encontrar la entrada. Aunque ya estaba oscuro, no había ninguna ventana encendida, ni se divisaban luces de centinelas en el borde de los murallones. Sólo había un murciélago, que oscilaba contra una nube blanca. Al final Drogo probó a llamar:

—¡Eh! —gritó—. ¿No hay nadie?

De la sombra acumulada al pie de las murallas surgió entonces un hombre, una especie de vagabundo y de pobre, de barba gris y con un pequeño saco en la mano. Pero en la penumbra no se distinguía bien, sólo el blanco de sus ojos lanzaba reflejos. Drogo lo miró con agradecimiento.

—¿Qué buscas, señor?
—Busco la Fortaleza. ¿Es ésta?
—Aquí ya no hay fortaleza —dijo el desconocido con voz bonachona—. Está todo cerrado, hará unos diez años que no hay nadie.
—¿Y dónde está la Fortaleza, entonces? —preguntó Drogo, de repente irritado con aquel hombre.
—¿Qué fortaleza? ¿Aquélla, quizá? —y hablando así el desconocido extendía un brazo, como señalando algo.

Por una hendidura de las rocas próximas, ya recubiertas por la oscuridad, detrás de una caótica escalinata de crestas, a distancia incalculable, inmerso aún en el rojo sol del ocaso, como salido de un encantamiento, Giovanni Drogo vio entonces un desnudo cerro y en la cima una tira regular y geométrica, de un especial color amarillento: el perfil de la Fortaleza.

¡Oh, cuán lejana aún! Quién sabe cuántas horas de camino, y su caballo estaba ya agotado. Drogo la miraba fascinado, se preguntaba qué podría haber de deseable en aquella solitaria bicoca, casi inaccesible, tan separada del mundo. ¿Qué secretos escondía? Pero eran los últimos instantes. Ya el último sol se apartaba lentamente del remoto cerro y por los amarillos bastiones irrumpían las lívidas ráfagas de la noche que caía.










sábado, agosto 16, 2008

Entrevista a Quino





¿Por qué cree que Mafalda no ha perdido vigencia?
N
i yo mismo lo sé. Tal vez porque muchas de las cosas que ella cuestionaba todavía siguen sin resolverse, de eso no quedan dudas. Es más, a veces me sorprende cómo algunas de esas tiras dibujadas hace más de veinte años todavía pueden aplicarse a cuestiones de hoy. Sin ir más lejos, el año pasado salió en Italia un libro con las viñetas que acompañaban a las tiras de Mafalda en la revista Siete Días. Estaban separadas por temas: política, economía... Lo increíble es cómo muchas de esas historietas parecían hacer referencia directa a la campaña de Berlusconi.

Supongamos que Mafalda hubiese surgido en los '90, y no en los '60. ¿De qué hablaría hoy?
No sé, de lo mismo... del sida, las injusticias, la ecología, la manipulación genética... Es que en realidad desde que dejé de hacerla no me puse a pensar en qué diría. Cada tira de Mafalda me llevaba un día entero de trabajo, desde las 9 de la mañana hasta las 5 de la tarde. Pero de todas formas, yo creo que siempre siguen naciendo Mafaldas ¿no? Es más, las Mafaldas de hoy están mucho mejor informadas a través de los medios de comunicación que aquella Mafalda de los '60.

¿Le molesta hablar de Mafalda?
No, para nada. Muchos creen que Mafalda me persigue pero no, sólo me acompaña. En mí no se da esa fábula de los celos entre el autor y sus personajes. Además me alegra que la halaguen, porque es parte mía. La gente siempre necesita de un nombre y de un personaje con el cual identificarse; es lógico entonces que se acuerden más de Mafalda: fue el único personaje de historieta que hice. Pero los mismos temas que le preocupaban a Mafalda y que me preocupan a mí, aparecen en las páginas de humor que publico actualmente en la revista de Clarín.

¿Se puede llegar a modificar algo con el humor?
No, no lo creo. Pero ayuda. Es el pequeño granito de arena que uno puede aportar para modificar las cosas.

¿Mafalda logró cambiar algo?
Yo diría que no. La prueba está en que se sigue leyendo igual que antes. Es decir que siguen vigentes los mismos problemas, las mismas injusticias que hace veinte años.

¿Cómo tomó la decisión de abandonar a Mafalda?
Fue una cosa que me costó mucho, pero no quería que Mafalda fuera como esas historietas que la gente lee por costumbre, pero que no tienen sentido. Además, hacer una historieta no es lo mismo que hacer una página de humor. Es un trabajo más rutinario, y por lo tanto uno se siente más limitado. La historieta obliga a dibujar siempre a los mismos personajes y en la misma medida. Es como si un carpintero tuviera que hacer siempre la misma mesa, y yo también quería hacer puertas, sillas, banquitos. Una vez me preguntaron si no pensaba en resucitarla. Y resucitarla significaría que está muerta. Nadie duda que está bien viva, afortunadamente. En realidad, Mafalda fue anunciando su retiro desde las viñetas que acompañaban a la tira en Siete Días. La señal más concreta y definitiva estuvo, claro, a cargo de la chismosa Susanita: «Ustedes no digan nada que yo les dije -susurró desde un cuadrito el 18 de junio de 1973-, pero parece que por el preciso y exacto lapso de 'un tiempito' los lectores que estén hartos de nosotros van a poder gozar de nuestra grata ausencia dentro de muy poco».




en Revista Viva, sin fecha.












viernes, agosto 15, 2008

“El poema enseña a caer”, de Luiza Neto Jorge





El poema enseña a caer
sobre los variados suelos
desde perder el piso repentino bajo los pies
como se pierden los sentidos
en una caída de amor,
al encuentro del cabo
donde la tierra se abate y
la fecunda ausencia excede.

Hasta la caída venida
del lento deleite de caer,
cuando el rostro alcanza el suelo
en una curva delgada sutil
una venia a nadie en especial
o especialmente a nosotros un homenaje
póstumo.









jueves, agosto 14, 2008

«Canto Cuarto − Farai un vers de dreit nïen», de Guillermo IX de Aquitania

Traducción de Manuel Álvarez Ortega




I

Haré un poema de la pura nada.
No tratará de mí ni de otra gente.
No celebrará amor ni juventud
ni cosa alguna,
sino que fue compuesto durmiendo
sobre un caballo.


II

No sé en qué hora nací
no estoy alegre ni estoy triste,
no soy huraño ni sociable,
y no puedo hacer otra cosa,
que de este modo fui de noche hadado
en una alta montaña.


III

No sé cuándo estoy dormido
ni cuándo velo, si no me lo dicen.
Por poco se me parte el corazón
de un punzante dolor;
pero no doy a cambio el precio de una hormiga,
¡Por San Marcial!


IV

Enfermo estoy y temo morir,
y de ello no sé más que lo que oigo decir;
médico buscaré a mi voluntad,
y no sé de uno así.
Buen médico será si consigue curarme,
pero no, si empeoro.


V

Amiga tengo, no sé quién es,
pues nunca la vi, por mi fe.
Nada ha hecho que me agrade o me disguste
y no me importa en absoluto,
que nunca hubo normando ni francés
en mi casa.


VI

Nunca la he visto y mucho la amo,
jamás obtuve de ella favor ni disfavor;
cuando no la veo, hago caso omiso:
no doy a cambio un gallo.
Que sé de una más gentil y hermosa,
y que más vale.


VII

No sé en qué lugar habita,
si es en montaña o si es en llano;
no me atrevo a decir la sinrazón que me hace,
prefiero callar;
y mucho me pesa que ella se quede aquí:
por eso me voy.


VIII

Mi poema está hecho, no sé sobre qué.
Me propongo enviarlo a aquel
que, por medio de otro, lo enviará
a Poitou, de mi parte;
y le ruego que de su estuche me haga llegar
la contraclave.











Contribución a DscnTxt de Miguel Muñoz








miércoles, agosto 13, 2008

“Veinte años”, de Rafael Gumucio





Recuerdo perfectamente cuando murió Raymond Carver. Hace veinte años, tenía veinte años (o dieciocho, que da más o menos lo mismo). Me recuerdo por entonces, escondido en mi abrigo, disfrazado de mí mismo, enceguecido por el esmog tratando de que los barbones que atendían en la librería Mimesis al mismo tiempo me vieran y no me vieran, me hablaran y me dejaran en paz. Corría sin que nadie me persiguiera, no tenía amigos y me inventaba a solas enemigos para que me entibiaran el pecho las tardes de invierno. Todo era invierno, me acuerdo, en esa época; todo era triste, callado, sutil hasta el asco. Tenía ganas pero no sabía de qué; sentía como nunca he vuelto a sentir, que era íntimo de todos, hermano de cualquiera. Me despedía casi con lágrimas de cada micro llena que abandonaba a duras penas la vereda de la Alameda.

Sólo Carver y su maestro Chejov me ayudaron a soportar los tecitos quemantes de la sala de profesores. Sólo ellos me hicieron sentir que mi tartamudeo de estudiante en práctica podía tener algo de literario. Sólo ellos sabían que había poesía en los asados, en los divorcios, en los días feriados, que mi rol no era gritar mi soledad sino escuchar, escrutar la soledad de los otros. Gracias a Carver pude dejar de fingir que me había gustado el Almuerzo desnudo, de Burroughs, y renuncié a Artaud, y denuncié a Derrida. Reemplacé feliz el delirio por el detalle, el quiebre por la comprensión, el discurso por la descripción, las metáforas por las epifanías.

Hoy me parece esa fe casi tan dogmática como la anterior. El cuento perfecto, el cuento conciso que sugiere más de lo que dice me parece ahora una forma refinada de castración. La realidad que he aprendido con el tiempo es todo, menos minimalista. La ingenuidad de Tolstoi me parece cada vez más sabia que la lucidez de Chejov. El que ve con microscopio no creo hoy que vea más que el que ve con telescopio, y menos que el que renuncia a esos aparatos y decide usar sus propios ojos para escrutar el paisaje en panorámica. No respeto a los que cuentan menos, los que sugieren más, porque creo firmemente que nuestras vidas se parecen, para el que tiene la valentía de seguirla hasta el final, más a Ana Karenina que a "La dama del perrito".

Por lo menos, Chejov escribió esas obras de teatro que rompen todo molde, que se atreven a lo improbable, que son a su manera monstruosas, y por eso imprescindibles. El gran escritor ruso se concibió a sí mismo siempre como un médico frustrado; los melindres y mentiras del arte le fueron gloriosamente indiferentes. En Carver, en cambio, reconozco de manera demasiado patente las ganas de ser escritor y hacer literatura. Los cuentos de Carver son la mejor literatura de taller literario que pueda concebirse, pero sigue siendo sólo eso. Historias terribles, pedazos de vidas apagadas y recortadas por el buen gusto. Conmueve pero ya no me mueven, me emocionan pero ya no conmocionan. No quiere, como Chejov quería, como Tolstoi lo intentó, cambiar el mundo, denunciar la barbarie, comprender la realidad, destrozar ídolos, investigar a los amigos, sino mostrarnos barcos en botellas, y nieve que cae solo como pelotas de cristal.Me doy cuenta, con alivio, de que quizás lo que ya no me gusta tanto de Raymond Carver no es de él, sino de Gordon Lish, el mítico editor que recortó severamente sus cuentos, cambiando cada vez que pudo los finales. Según denuncia Alessandro Baricco, una y otra vez el editor acabó con el sentimentalismo, con las explicaciones, con los adjetivos demasiado vistosos de los textos de Carver, inventando a tijeretazo eso que llamamos minimalismo. No cabe duda de que le permitió a Carver llegar a la gloria más rápido, pero quizás le prohibió realmente llegar al fondo de sí mismo.

Domesticó a la bestia, al alcohólico pobre y desheredado que venía del centro de los Estados Unidos y lo hizo legible y querible para los lectores del New Yorker. Inventó Lish una originalidad estándar que se convirtió muy luego en una nueva forma de academicismo y puritanismo.

Para mí releer a Carver es hundirme de nuevo en esa severidad, en esa sordera de mis veinte años. Es el miedo ante esa vida adulta que empieza a dos metros tuyo. El horror y el placer con que ven los novios, antes de casarse, la banalidad conyugal, los niños, el trabajo y la muerte. Leer a Carver es preguntarse cómo sólo esos novios pueden darse el lujo de preguntarse: ¿de qué hablamos cuando hablamos de amor?

De amor, respondemos los adultos. De amor hablan siempre los que hablan de amor. De amor simplemente, aunque ese simplemente no tiene nada de simple. Pero ésa es otra historia, pero ésa es justamente toda la historia.










martes, agosto 12, 2008

«Cruzando el agua», de Sylvia Plath

Traducción de Juan Carlos Villavicencio




Negro lago, barca negra, dos personas negras, recortadas en papel.
¿Adónde van los negros árboles que beben aquí?
Sus sombras deben cubrir Canadá.

Un poco de luz se filtra desde las flores acuáticas.
Sus hojas no desean que nos apuremos:
Son redondas y planas y llenas de un oscuro consejo.

Fríos mundos se agitan desde el remo.
El espíritu de la oscuridad está en nosotros, está en los peces.
Un tronco sumergido levanta una pálida mano, como despedida;

Estrellas se abren entre lirios.
¿No estás cegado por aquellas sirenas carentes de expresión?
Éste es el silencio de almas asombradas.







5 de julio de 1971














Crossing the water

Black lake, black boat, two black, cut-paper people./ Where do the black trees go that drink here?/ Their shadows must cover Canada.// A little light is filtering from the water flowers./ Their leaves do not wish us to hurry:/ They are round and flat and full of dark advice.// Cold worlds shake from the oar./ The spirit of blackness is in us, it is in the fishes./ A snag is lifting a valedictory, pale hand;// Stars open among the lilies./ Are you not blinded by such expressionless sirens?/ This is the silence of astounded souls.//








lunes, agosto 11, 2008

"Los vagabundos del Dharma", de Jack Kerouac

Fragmento





El valle era largo, largo, largo. En su extremo superior se hizo muy escarpado y empecé a tener miedo de caerme; las piedras eran pequeñas y resbaladizas y me dolían los tobillos debido al esfuerzo muscular del día anterior. Pero Morley seguía caminando y hablando y me di cuenta de que tenía una gran resistencia. Japhy se quitó los pantalones y parecía un indio; quiero decir que se quedó en pelotas si se exceptúa un taparrabos, y avanzaba casi quinientos metros por delante de nosotros; a veces nos esperaba un poco para darnos tiempo a que le alcanzáramos, y luego seguía, moviéndose más deprisa, esperando escalar la montaña ese mismo día. Morley iba el segundo, todo el tiempo, unos cincuenta metros por delante de mí. Yo no tenía prisa. Luego, cuando la tarde avanzó, decidí adelantar a Morley y reunirme con Japhy. Ahora estábamos a unos tres mil quinientos metros de altura y hacía frío y había mucha nieve y hacia el este veíamos inmensas montañas coronadas de nieve y vastas extensiones de valle a sus pies y prácticamente nos encontrábamos en la cima de California. En un determinado momento tuve que gatear, lo mismo que los otros, por un estrecho lecho de roca, alrededor de una piedra saliente, y me asusté de verdad: la caída era de unos treinta metros, lo bastante como para romperme la crisma, encima de otro pequeño lecho de roca donde rebotaría como preparación para una segunda caída, la definitiva, de unos trescientos metros. Ahora el viento arreciaba. Sin embargo, toda esa tarde, en un grado incluso mayor que la anterior, estuvo llena de premoniciones o recuerdos, como si hubiera estado allí antes, trepando por aquellas rocas, con objetivos más antiguos, más serios, más sencillos. Por fin llegamos al pie del Matterhorn donde había una bellísima laguna desconocida para la mayoría de los hombres de este mundo, contemplada sólo por un puñado de montañeros, una laguna a más de tres mil quinientos metros de altura con nieve en las orillas y bellas flores y bella hierba, un prado alpino, llano y de ensueño, sobre el que me tumbé en seguida quitándome los zapatos. Japhy, que ya llevaba allí media hora, se había vestido otra vez porque hacía frío. Morley subía detrás de nosotros sonriendo. Nos sentamos allí observando la inminente escarpadura tan empinada que constituía el tramo final del Matterhorn.

-No parece excesivamente difícil -dije, animado-, llegaremos en seguida.

-No, Ray, es mucho más de lo que parece. ¿No te das cuenta de que son unos trescientos metros más?

-¿Tanto?

-A menos que nos demos prisa y marchemos dos veces más rápido que hasta ahora, no conseguiremos regresar a nuestro campamento antes de que caiga la noche y no llegaremos al coche, allí, al lado de la cabaña de troncos, antes de mañana por la mañana.

-¡Vaya!

-Estoy cansado -dijo Morley-, no pienso intentar el ascenso.

-Me parece muy bien -respondí-. La finalidad del montañero no es demostrar que puede llegar a la cima de una montaña, sino encontrarse en un lugar salvaje.

-Bueno, pues yo subiré -dijo Japhy.

-Pues si tú subes, yo iré contigo.

-¿Y tú, Morley?

-No creo que lo consiguiera. Esperaré aquí.

El viento era muy fuerte, y pensaba que en cuanto subiéramos unos cuantos metros por la ladera estorbaría nuestra ascensión.

Japhy cogió un pequeño paquete de cacahuetes y uvas pasas y dijo:

-Ésta será nuestra gasolina, chico. Ray, ¿estás dispuesto a ir el doble de deprisa?

-Lo estoy. ¿Qué dirían los de The Place si supieran que he hecho todo este camino para rajarme en el último minuto?

-Es tarde, démonos prisa. -Y Japhy empezó a caminar muy deprisa y hasta corría a veces cuando había que ir hacia la derecha o la izquierda por aristas de pedregales. Un pedregal es un derrumbe de piedras y arena y es muy difícil de escalar, pues siempre se producen pequeños aludes. Bastaban unos pocos pasos para que nos pareciera que subíamos más y más como en un terrorífico ascensor, y tuve que tragar saliva cuando me volví a mirar hacia abajo y vi todo el estado de California, o así parecía, extendiéndose en tres direcciones bajo los amplios cielos azules con impresionantes nubes del espacio planetario e inmensas perspectivas de valles distantes y hasta mesetas, y si no me equivocaba todo el estado de Nevada estaba también allí, ante mi vista. Era aterrador mirar hacia abajo y ver a Morley, un punto soñador que nos estaba esperando junto al lago. "¿Por qué no me habré quedado con el viejo Henry?", pensé. Y ahora empecé a tener miedo a subir más, miedo a estar demasiado arriba. También empecé a temer que el viento me barriera. Todas las pesadillas que había tenido sobre caídas de una montaña, por un precipicio o desde un piso alto me pasaron por la cabeza con perfecta claridad. Y, encima, cada doce pasos que dábamos, nos sentíamos exhaustos.

-Eso es por la altura, Ray -dijo Japhy, sentándose a mi lado, jadeante-. Tomaremos unas pasas y unos cacahuetes y ya verás la fuerza que te dan.

Y cada vez que tomábamos aquel tremendo vigorizante, ambos trepábamos sin decir nada otros veinte o treinta pasos. Entonces nos sentábamos de nuevo, sudando en el viento frío, jadeando, en el techo del mundo, sorbiéndonos los mocos como chavales jugando a última hora de la tarde un sábado de invierno. Ahora el viento empezó a aullar como en las películas de La Mortaja del Tíbet. La pendiente era demasiado para mí; ahora tenía miedo a mirar hacia abajo; lo hice: ni siquiera conseguí distinguir a Morley junto a la laguna.

-¡Date prisa! -gritó Japhy, desde unos treinta metros más arriba-. Se está haciendo tardísimo.

Miré hacia la cumbre. Estaba allí mismo. Llegaría a ella en cinco minutos.

-Sólo nos queda media hora -gritó Japhy. No podía creerlo. Tras cinco minutos de rabiosa ascensión, me dejé caer y miré hacia arriba y la cumbre seguía donde antes. Lo que menos me gustaba de aquella cumbre era que todas las nubes del mundo pasaban a través de ella como si fueran niebla.

-En realidad yo no tengo nada que hacer allí arriba -murmuré-. ¿Por qué me dejaría enrollar en esto?

Japhy iba ahora mucho más adelante, me había dejado las pasas y los cacahuetes y, con una especie de solemnidad solitaria, había decidido llegar a la cumbre, aunque muriera en el empeño. No volvió a sentarse. Pronto estaba todo un campo de fútbol, unos cien metros, por delante de mí; cada vez era más pequeño. Volví la cabeza como la mujer de Loth.

-¡Está demasiado alto! -aullé en dirección a Japhy, dominado por el pánico.

No me oyó. Avancé unos cuantos pasos más y caí exhausto panza abajo, resbalando un poco.

-¡Está demasiado alto! -volví a gritar auténticamente asustado.

¿Qué pasaría si no podía evitar el seguir deslizándome hacia abajo por el pedregal? Esa maldita cabra montesa de Japhy seguía saltando por entre la hierba, allí delante, de roca en roca, cada vez más arriba. Sólo distinguía el brillo de sus suelas.

-¿Cómo voy a seguir a un loco como ése?

Pero como un demente, como un desesperado, le seguí. Por fin llegué a una especie de saliente donde pude sentarme en un plano horizontal en lugar de tener que agarrarme a algo para no caer hacia abajo, y me acurruqué allí para que el viento no me arrastrara y miré hacia abajo y alrededor y tomé una decisión.

-¡Me quedo aquí! -le grité a Japhy.

-Vamos, Smith, sólo quedan otros cinco minutos. ¡Estoy a treinta metros de la cumbre!

-¡Me quedo aquí! ¡Está demasiado alto!

No dijo nada y siguió. Vi que se caía y resoplaba y volvía a ponerse en pie y reanudaba la marcha.

Me acurruqué todavía más en el saliente y cerré los ojos y pensé: "¡Maldita vida esta! ¿Por qué tenemos que nacer y sólo por eso nuestra pobre carne queda sometida a unos horrores tan terribles como las enormes montañas y las rocas y los espacios abiertos?", y recordé aterrorizado el famoso dicho zen: "Cuando llegues a la cumbre de una montaña, sigue subiendo." Y se me pusieron los pelos de punta.

¡Y me había parecido un poema maravilloso sentado en las esteras de Alvah! Ahora me hacía latir más deprisa el corazón y desear no haber nacido.

"De hecho, cuando Japhy llegue a la cima de esa cumbre, seguirá subiendo, lo mismo que el viento que sopla. Pero este viejo filósofo se quedará aquí. -Y cerré los ojos-. Además -pensé-, descansa y no te inquietes, no tienes que demostrar nada a nadie."

Y de repente, oí en el viento un hermoso grito entrecortado de una extraña musicalidad y mística intensidad, y miré hacia arriba, y allí estaba Japhy de pie encima de la cumbre del Matterhorn lanzando su grito alegre de conquistador de las cumbres y de Buda azote de la montaña. Era algo hermoso. Y también era cómico, allí arriba, en aquella no tan cómica cima de California, entre toda aquella niebla veloz. Pero tenía que reconocerle su valor, el esfuerzo, el sudor y aquel grito humano de triunfo: nata en lo alto de un helado. No tuve fuerza suficiente para responder a su grito. Anduvo de un lado para otro investigando fuera de mi vista el pequeño terreno llano (según dijo) que se extendía unos cuantos metros hacia el oeste y que después caía quizá hasta los propios suelos cubiertos de aserrín de Virginia City. Era una locura. Le oía gritarme, pero me acurruqué todavía más en mi rincón protector. Miré abajo hacia el pequeño lago donde Morley estaba tumbado con una hierba en la boca y dije en voz alta:

-Aquí tenemos el karma de estos tres hombres: Japhy Ryder se lanza triunfante hacia la cumbre y llega a ella; yo casi llego, pero me rajo y quedo acurrucado en este maldito agujero. Sin embargo, el más listo de los tres, el poeta de poetas, se queda ahí tumbado con una rodilla sobre otra, mirando el cielo y mordisqueando una flor en una deliciosa ensoñación junto a la deliciosa plage. ¡Maldita sea! No volverán a traerme aquí arriba.





1958