jueves, abril 17, 2025

«María de Gaza», de Ibrahim Nasrallah

Versión de Juan Carlos Villavicencio


 

Para nosotros en la tierra no hay paz,
ni para mi hijo, ni para el tuyo,
le dijo María a María…
Hermana de mi tierra, hermana de mis pasos en este mundo,
hermana de mi alma, de mis rezos,
hermana del amanecer, hermana de mi muerte y su calamidad,
aquí en lo que nos resta de muerte y también de vida.

Para nosotros en la tierra no hay paz.
¿Es que el cielo no nos ve o nos oscurecen las crucen 
que cargan nuestras espaldas en los campos
donde más amarga es nuestra sangre?

Para nosotros en la tierra no hay paz.
Ella es para nuestros enemigos, Dios,
para sus aviones. Es para la muerte cuando baja
y para la muerte cuando asciende,
para la muerte cuando habla, cuando miente, cuando baila.
Nada la satisface,
ni nuestra sangre en el dolor, ni en la belleza,
ni nuestra sangre en los mares, ni en los campos.
Nuestra sangre en las montañas,
nuestra sangre en el suelo,
nuestra sangre en la arena,
nuestra sangre en la respuesta,
nuestra sangre en la pregunta,
nuestra sangre en el Norte,
nuestra sangre en el Sur,
nuestra sangre en paz,
nuestra sangre en la guerra…
Nada de eso la satisface.

La paz es para nuestros enemigos, Dios,
para sus guardias en todas las tierras, 
para sus celadores en las nuestras.
La paz es para cada hermano 
que nos asedia como enemigo 
y para cada uno que pasa
por encima de nuestra muerte para construir su trono
sobre las ruinas de nuestros cuerpos.
No hay lugar para una mariposa en una niña que perdió sus pies,
no hay lugar para que una amante muera por amor, 
no hay lugar para que el poema exalte al poeta que escribió
«Si debo morir, tú debes vivir para contar mi historia».[*]
El mar no es para los pájaros ni para quienes amo:
el cielo nos ignoró como si fuéramos de una tierra extraña.

No hay paz en la tierra para nosotros.
La paz es para los otros. Para niños distintos a los míos.
La paz es el silencio después de las masacres.

La paz es para el silencio cuando los gritos
y para el silencio cuando nos callan.
La paz es la voz que ordena que nos maten,
y luego nos matan a punta de silencio.
No hay paz en la tierra para nosotros.
Es para tiranos, para líderes idiotas,
y todos sus ejércitos de polvo.
Es para su destrucción,
para los que asesinan a jóvenes y viejos,
para los soldados y para los que encadenan al horizonte.
Es para los que derraman sangre, odian a los mártires,
y matan a los testigos de su hacer.

La paz es para los tiranos de la tierra,
para sombras ladrando por aquí y acullá,
y para las armas siseando por todas partes.
Es para el que me arranca ahora los ojos
para no verte, mi Dios.

Toma todo, Señor, y déjanos yacer aquí,
cerca de nuestro mar y las tumbas de nuestros seres queridos,
de nuestros hogares, aquí, en esta nuestra tierra.
No vamos a desaparecer. 
Llévanos lejos, apártanos si lo deseas,
cuando y como quieras. Vamos 
a permanecer cerca de los ojos de tu corazón.

Mi Dios, sé nuestra fortaleza.
No escaparemos de nuestra muerte, si cae la noche.
Vamos a seguir aquí a las puertas de tu alma:
junto a la iglesia, la mezquita, el mar,
la tierra, las palmeras, la vida
o lo poco que vaya a sobrevivir.
Mi Dios, llévanos si lo quieres, pero deja aquí un poco 
de nuestras almas, aquí, en los umbrales de nuestros hogares
y sus ruinas. Porque no queda paz en esta tierra 
para nosotros.

No es para nosotros la paz 
que soñamos y amamos.
No es para nosotros la paz que es tan simple 
como las lágrimas de alegría y tristeza
de mi madre.
No es para nosotros 
la paz que vuela 
y aterriza como un par de alas,
la paz tan hermosa como un canto,
tan grata como la risa.
No es para nosotros una paz tan dócil como nuestro gato
antes de que lo mataran.
Y aunque murió, todavía tiene hambre,
gime y ronronea. Mientras nos movemos
de un cuarto en el norte
a una tienda de campaña en el sur,
nuestro gata sigue nuestros pasos.

No hay paz en esta tierra para nosotros,
no para Gaza cuando se regocija en primavera como los niños,
no para Akka, despierto hace mil años,
cuidándonos como nuestras abuelas,
no para la hermosa Jaffa,
no para Jesús que resucitó de nuestra sangre,
y de nuestra carne, de nuestra tierra 
y de nuestras infinitas resurrecciones después.
No hay paz en esta tierra para nosotros,
no para tu santa Jerusalén, mi Dios,
que asciende con tu Profeta y nuestro Corán.

Oh Dios, la paz en esta tierra será mía, mía y luego tuya.
Desde que los hijos de mi alma subieron hasta ti al cielo,
la paz se ha convertido en el revoloteo de las mariposas
entre sus dedos.
Aquí nada más queda para mí que sus cuerpos,
un largo día que gime, umbrales arruinados y nombres
cubiertos de plumas de palomas caídas.
Entre sus dedos se pone el sol de la mariposa
y la herida del horizonte.

No le dije nada a la mariposa.
Dejo que sus alitas revoloteen como mi alma
entre sus dedos y viajen
entre las cenizas y el rocío.
Cantaré en nombre de los miles y miles
asesinados y resucitados en esta tierra nuestra.

No diré: la paz es para los que matan, desarraigan e incendian.
La paz en esta tierra era nuestra antes que estuvieran aquí,
y la paz en esta tierra será nuestra después de que se vayan.
La paz es nuestra. La paz es nuestra.









* Una línea del poeta mártir Refaat Alareer.














miércoles, abril 16, 2025

«Hablo a las paredes», de Jacques Lacan

Fragmento / Traducción de Dora Saroka

 


Este no es el fondo de las cosas. No es aquí donde expongo el fondo de las cosas. Pero, ¿dónde estoy, quién me creo que soy para hablar del fondo de las cosas? Casi creería que estoy con seres humanos, o incluso «hechos a mano».[1] Sin embargo, me dirijo a ellos de este modo. 

En el fondo, lo que me motivó fue hablar de mi seminario. Como quizás ustedes sean los mismos, hablé como si les hablara a ellos, lo que me llevó a hablar como si hablara de ustedes, y, quién sabe, eso me llevó a hablar como si les hablara a ustedes. 

No era en absoluto mi intención, porque si vine a hablar a Sainte-Anne fuue para hablar a los psiquiatras, y de manera manifiesta ustedes no son evidentemente todos psiquiatras. Pero, en fin, lo seguro es que se trata de un acto fallido. Es un acto fallido que por lo tanto en cualquier momento corre el riesgo de ser logrado, es decir que podría ocurrir que pese a todo le hable a alguien. ¿Cómo saber a quién hablo? Sobre todo porque, a fin de cuentas, ustedes cuentan en el asunto, por más que me esfuerce en hacer abstracción de cuántos son. Cuentan al menos por cuanto no estoy hablando donde contaba con hablar, puesto que contaba con hablar en el anfiteatro Magnan y estoy hablando en la capilla. 

[Ruido de petardos.] 

¡Qué lío! ¿Escucharon? 

¿Escucharon? Le hablo a la capilla. Esta es la respuesta. Hablo a la capilla, es decir, a las paredes.[2] Cada vez más logrado, el acto fallido. Ahora sé a quién le vine a hablar, a lo que siempre hablé en Sainte-Anne, a los muros. Hace una pila de años. De tanto en tanto volví con algún pequeño título de conferencia acerca de lo que enseño, y algunos otros, no les voy a hacer la lista. Siempre les hablé a los muros. 

¿Quién tiene algo que decir? 

[Alguien del público]: Deberíamos salir todos si usted quiere hablarles a los muros. 

¿Quién me habla? Ahora voy a poder comentar lo siguiente: cuando hablo a los muros se interesan algunas personas. Por esto mismo pregunté recién quién hablaba. Es cierto que en lo que se denominaba un asilo, en una época en que se era honesto, «el asilo clínico», como se decía, los muros, de todos modos, no eran cualquier cosa. 

Diré más: me parece que esta capilla es un lugar extremadamente bien hecho para que captemos de qué se trata cuando hablo de los muros. Esta especie de concesión de la laicidad a los internados, una capilla con su guarnición de capellanes, no es que sea formidable desde el punto de vista arquitectónico pero, en fin, es una capilla con la disposición que se espera de ella. Se olvida demasiado que el arquitecto, por más esfuerzo que haga para huirles, está hecho para eso, para construir muros. Y los muros, a fe mía –a partir de lo que hablaba hace un rato, tal vez el cristianismo tiende demasiado hacia el hegelianismo–, están hechos para rodear un vacío. 

¿Cómo imaginar lo que llenaba los muros del Partenón y de algunas otras bagatelas por el estilo, de las que nos quedan algunos muros derruidos? Es difícil saberlo. Lo cierto es que de eso no tenemos absolutamente ningún testimonio. Tenemos la impresión de que durante todo ese período al que designamos con el rótulo moderno de paganismo, había cosas que sucedían en diversas fiestas de las que se conservó el nombre porque había anales que fechaban las cosas así: Fue en las grandes Panateneas donde Adirnanto y Glaucón, etc., encontraron al llamado Céfalo. ¿Qué pasaba ahí? Es absolutamente increíble que no tengamos ni la menor idea. 



2011







[1] Cousehumains. Juego de palabras a partir de etres humains [seres humanos] y «coum main» [textualmente: cosido a mano], expresión de la lengua francesa que se refiere a algo hecho con habilidad y perfección. [N. de la T.] 


[2] En francés, Parler aux murs equivale a la expresión «hablar a las paredes». En adelante se conserva el término «muro» para mantener la coherencia con lo que sigue de la charla. [N. de la T.] 









martes, abril 15, 2025

«Recuerda tocar las ramas de los árboles», de Anahí Maya Garvizu





Ven y acompáñanos esta mañana
que pasa del frío a la llovizna. 
Cuando despierte, ella ya no estará a mi lado. 
Acércate y miremos el árbol de manzana, 
el color rojo parece navegar entre la niebla
aunque las ramas están estáticas 
como todo lo demás en la aldea.  
Escucha el paso de nuestro asno 
sobre el empedrado que va en busca de hierba. 

                                          *   *   *

Tengo la sensación de caer y caer 
en partes minúsculas de agua 
sobre el techo de paja de las casas
y filtrarme hundiendo el tumbado de tela lona
como si fuese un lienzo en el que dibujo 
los bordes de la humedad que oculta la penumbra. 

                                          *   *   *

Cuando descendimos la colina ella tropezó,
la leche se perdió en el paisaje rocoso. 
Tan pálida y rendida estaba 
como las ramificaciones
que se extienden para ser leña. 
Veo en su imagen la frescura de la flor de naranjo, 
te lo dije, palpaba con sus pequeñas manos 
tratando de encontrar restos de leche
como si reconociera el entumecimiento de las rocas, quizá. 
Se ha ido, ¿con quién miraré 
la telaraña extendida entre los matorrales?
Ahora que puedo sentarme en la litera, 
¿con quién imitaré a los mirlos 
cuando quiera distraer el hambre?













lunes, abril 14, 2025

«Epitafio para una biblioteca», de Mario Vargas Llosa



(1936-2025)


Ayer tuve la prueba de que mi acogedor y querido refugio londinense me será arrebatado sin remedio. Entré al Reading Room de la Biblioteca, en el corazón del Museo Británico, y en vez de la cálida atmósfera de costumbre me recibió un espectáculo desolador: la mitad de los vastos estantes que circundan el local habían sido vaciados y en lugar de las elegantes hileras de millares de libros encuadernados vi unas maderas descoloridas y, algunas, con manchas que parecían telarañas. No creo haber experimentado un sentimiento de traición y soledad semejante desde que, al cumplir los cinco años de edad, mi madre me llevó al Colegio de La Salle, de Cochabamba, y me abandonó en el aula del hermano Justiniano. Vine por primera vez a este recinto hace treinta y dos años, recién llegado a Londres, para leer los libros de Edmund Wilson, cuyo ensayo sobre la evolución de la idea socialista —To the Finland Station— me había entusiasmado. Antes que la riqueza de su colección —unos nueve millones de volúmenes—, me deslumbró la belleza de su principal sala de lectura, abrigada por aquellos estantes olorosos a cuero y a papel y sumida en una luz azulina que discretamente descendía sobre ella de la increíble cúpula erigida por Sidney Smirke, en 1857, la más grande del mundo después de la del Panteón, en Roma, que la aventaja apenas por dos pies de diámetro. Habituado a trabajar en bibliotecas, impersonales e incómodas, como la de París, tan atestada siempre que, en épocas de exámenes, había que ir a hacer cola a la Place de la Bourse una hora antes de que se abriera para poder ser admitido, no podía creer que ésta, además de ser tan agraciada, fuera tan cómoda, tan silenciosa y hospitalaria, con sus mullidos asientos y sus largas mesas donde uno podía desplegar sus cuadernos, sus fichas y altas pilas de libros sin incomodar a los vecinos. Aquí había pasado buena parte de su vida el viejo Marx, según contaba Wilson, y todavía se conservaba en los sesenta, a mano derecha de la entrada, su pupitre, que, a mediados de los ochenta, desapareció con los de toda esa fila, destinada a los ordenadores. 

Sin exageración puedo decir que en el Reading Room de la British Library he vivido cuatro o cinco tardes por semana de todas mis estancias londinenses a lo largo de tres décadas y que aquí he sido inmensamente feliz, más que en ningún otro lugar del mundo. Aquí, arrullado por el secreto rumor de los carritos que van repartiendo los pedidos de lector en lector, y tranquilizado con la íntima seguridad de que ningún teléfono repicará, ni sonará un timbre, ni comparecerá alguna visita, preparaba las clases de literatura cuando enseñé en Queen Mary College y en King's College, aquí he escrito cartas, artículos, ensayos, obras de teatro y media docena de novelas. Y aquí he leído centenares de libros y gracias a ellos aprendido casi todo lo que sé. Pero, principalmente, en este recinto he fantaseado y soñado de la mano de los grandes aedos, de los formidables ilusionistas, de los maestros de la ficción. 

Me habitué a trabajar en las bibliotecas desde mis años universitarios y en todos los lugares donde he vivido he procurado hacerlo, de tal modo que, en mi memoria, los recuerdos de los países y las ciudades están en buena medida determinados por las imágenes y anécdotas que conservo de sus bibliotecas. La de la vieja casona de San Marcos tenía un aire denso y colonial y los libros exhalaban un polvillo que hacía estornudar. En la Nacional, de la avenida Abancay, los escolares hacían un ruido de infierno y más aún los celadores, que los callaban (emulaban, más bien) con estridentes silbatos. En la del Club Nacional, donde trabajé, leí toda la colección erótica Les Maîtres de l'Amour, que dirigió, prologó y tradujo Guillaume Apollinaire. En la helada Biblioteca Nacional, de Madrid, a fines de los cincuenta, había que tener puesto el abrigo para no resfriarse, pero yo iba allí todas las tardes a leer las novelas de caballerías. La incomodidad de la de París superaba a todas las demás: si uno, por descuido, separaba el brazo del cuerpo, hundía el codo en las costillas del vecino. Allí, una tarde, levanté los ojos de un libro loco, sobre locos, de Raymond Queneau, Les Enfants du limon, y me di de bruces con Simone de Beauvoir, que escribía furiosamente sentada frente a mí. 

La sorpresa más grande que en materia de biblioteconomía me he llevado me la dio un erudito chileno, encargado de la adquisición de libros hispanoamericanos en la Biblioteca del Congreso, en Washington, a quien le pregunté en 1965 cuál era el criterio que seguía para seleccionar sus compras y me respondió: «Facilísimo. Compramos todos los libros que se editan». Ésta era, también, la política millonaria de la formidable Biblioteca de Harvard, donde uno mismo tenía que ir a buscar su libro siguiendo un complicado itinerario trazado por la computadora que hacía de recepcionista. En el semestre que pasé allí nunca conseguí orientarme en ese laberinto, de manera que nunca pude leer lo que quise, sólo lo que me encontraba en mi deambular por el vientre de esa ballena bibliográfica, pero, no puedo quejarme, porque hice hallazgos maravillosos, como las memorias de Herzen —¡un liberal ruso, nada menos!— y The Octopus, de Frank Norris. 

En la Biblioteca de Princeton, una tarde con nieve, aprovechando un descuido de mi vecino, espié el libro que leía y me encontré con una cita sobre el culto de Dionisos en la antigua Grecia que me llevó a cambiar de pies a cabeza la novela que estaba escribiendo y a intentar en ella una recreación andina y moderna de aquel mito clásico sobre las fuerzas irracionales y la embriaguez divina. En la Biblioteca de Nueva York, la más eficiente de todas —no se necesita carnet alguno de inscripción, los libros que uno pide se los alcanzan en pocos minutos— pero la de asientos más duros, era imposible trabajar más de un par de horas seguidas, a menos de llevarse una almohadilla para proteger el coxis y la rabadilla. 

De todas esas bibliotecas y de algunas otras tengo recuerdos agradecidos, pero ninguna de ellas, por separado, o todas juntas, fue capaz de ayudarme, estimularme y servirme tan bien como el Reading Room. De los innumerables episodios con que podría ilustrar esta afirmación, escojo éste: haberme encontrado en sus catálogos con la minúscula revistita que los padres dominicos de la misión amazónica publicaban allá, en esas remotas tierras, hace medio siglo, y que son uno de los escasos testimonios sobre los machiguengas, sus mitos, sus leyendas, sus costumbres y su lengua. Yo me desesperaba pidiendo a amigos de Lima que la encontraran y fotocopiaran —necesitaba ese material para una novela— y resulta que la colección completa estaba aquí, en la British Library, a mi disposición. Cuando, el año 1978, el Gobierno laborista de entonces anunció que, debido a la falta de espacio, se construiría una nueva Biblioteca y que el Reading Room sería devuelto al Museo Británico, un escalofrío me recorrió la columna vertebral. Pero calculé que, dado el pésimo estado de la economía británica de entonces, aquel costoso proyecto tardaría probablemente más que los años de vida que me quedaban para materializarse. Sin embargo, a partir de los ochenta, las cosas empezaron a mejorar en el Reino Unido y el nuevo edificio, erigido en un barrio célebre sobre todo por sus chulos y sus prostitutas, St. Pancras, comenzó a crecer y a mostrar su horrenda jeta de ladrillos y rejas carcelarias. El historiador Hugh Thomas formó un comité para tratar de convencer a las autoridades de que, aunque la British Library se mudara al nuevo local, se preservara el Reading Room del Museo Británico. Fui uno de sus miembros y escribí cartas y firmé manifiestos, que no sirvieron para nada, porque el Museo Británico se emperró en recuperar lo que de iure le pertenecía y sus influencias y argumentos prevalecieron sobre los nuestros. 

Ahora, todo está perdido. Ya se llevaron los libros a St. Pancras y aunque, en teoría, esta sala de lectura seguirá abierta hasta mediados de octubre y un mes después se abrirá la sala de humanidades que la va a reemplazar, ésta ya ha comenzado a morir, a pocos, desde que le arrancaron el alma que la hacía vivir, que eran los libros, y la dejaron convertida en un cascarón vacío. Vendremos todavía algunos sentimentales, hasta el último día, como se va a acompañar en su agonía a alguien muy querido, para estar a su lado hasta el estertor final, pero ya nada será lo mismo estos meses, ni el silente trajín de antaño, ni aquella confortable sensación con que allí se leía, investigaba, anotaba y escribía, poseído de un curioso estado de ánimo, el de haber escapado a la rueda del tiempo, de haber accedido en aquel cóncavo espacio de luz azul a esa atemporalidad que tiene la vida de los libros, y la de las ideas y la de las fantasías admirables que en ellos se encarnan. 

Por supuesto, en estos casi veinte años que ha tardado su construcción, la Biblioteca de St. Pancras ya quedó pequeña y no podrá albergar todas las existencias, que seguirán dispersas en distintos depósitos regados por Londres. Y los defectos y deficiencias que parecen aquejarla hacen que The Times Literary Supplement la describa como «La Biblioteca Británica o el Gran Desastre». Yo, por supuesto, no la he visitado y cuando paso por allí miro a las esforzadas meretrices de las veredas, no a sus pétreas y sangrientas paredes, que hacen pensar en bancos, cuarteles o centrales eléctricas, no en tareas intelectuales. Yo, por supuesto, no pondré allí la suela de mis zapatos hasta que no me quede más remedio y seguiré proclamando hasta mi muerte que, sustituyendo aquel entrañable lugar por este horror, se ha cometido un crimen bochornoso, muy explicable por lo demás, pues ¿no son acaso estas mismas gentes las que mandaron a la cárcel al pobre Oscar Wilde y prohibieron el Ulises de Joyce y El amante de Lady Chatterley de Lawrence? 



Londres, junio de 1997 











domingo, abril 13, 2025

«Escolasticidio o la destrucción del saber», de Soledad Chávez Fajardo





Ante mis ojos veo un grabado de Piranesi, uno de la colección de la Roma Antigua. Son esas colosales construcciones en ruinas. La tensión entre la magnificencia y el abandono son la clave de su belleza y de la melancolía que generan. Esto me lleva a pensar en cuánta colosal obra del hombre ha sido abandonada o, lo que es peor, destruida ex profeso. En un ejercicio doloroso hago un repaso por algunas de las principales destrucciones de bibliotecas en la historia de la humanidad. Por ejemplo, hacia el 612 antes de nuestra era, Nínive fue asediada por babilonios y medos. Allí se destruyó por completo la Biblioteca Real de Asurbanipal. Con ello, entre otras tradiciones textuales, se destruyeron los primeros textos literarios de la humanidad, como el Poema de Gilgamesh. Lamentablemente, por más que se hayan encontrado fragmentos en el sitio de Nínive o nuevas versiones, la epopeya permanece incompleta. Probablemente a finales del siglo IV de nuestra era, una de las sedes de la Biblioteca de Alejandría, el Serapeo, fue saqueada y destruida, por ser un enorme espacio del «saber pagano». Escritores cristianos de la época, como Rufino de Aquilea y Sozomeno lo describen pormenorizadamente. A tal punto fue un hito esta destrucción, que se entiende como la consolidación del cristianismo en la Antigüedad tardía. Ya más cerca de nuestra historia, en 1931, en lo que se conoce como la Quema de conventos, la Casa profesa de Madrid fue incendiada y, con ella, la que se conocía como la segunda mejor y más completa biblioteca del país: la jesuita. Ochenta mil volúmenes (muchos de ellos incunables) se consumieron con las llamas.

Sigo con este ejercicio ingrato y doloroso y hago un repaso por algunas de las principales destrucciones de universidades en la historia de la humanidad. El año 1190 el general turco afgano Bakhtiyar Khilji, dentro de las estrategias de la invasión musulmana en India, ordenó destruir la universidad de Nalanda. Esta había sido fundada en el año 427 y es considerada la primera universidad tal como hoy pensamos este concepto: con un inmueble en donde, incluso, habitaban sus profesores y estudiantes. Este centro de saber, considerado la capital de los estudios budistas en su momento, era un centro relevantísimo en ciencias como las matemáticas y la astronomía. Hasta los años 1499 o 1500 estuvo en funcionamiento La Madraza, la primera universidad en Al-Ándalus en donde se enseñaba, sobre todo, ciencias, como astronomía y matemáticas desde 1349. El cardenal Cisneros fue quien dio la orden de asaltar la universidad, sacar los libros de su biblioteca y quemarlos públicamente en una hoguera en la plaza de Bibarrambla.

Más nuevo es lo que se hizo en Irak, el año 2003, cuando el 10 de abril tropas norteamericanas y sus aliados saquearon piezas sumerias, acadias, asirias y babilónicas (entre otras) del Museo Nacional de Irak. Lo mismo en la Biblioteca y Archivo Nacional de Irak, que sufrió de ataques e incendios en dos ocasiones y donde se perdieron millones de libros y registros. El 11 de abril el Museo Arqueológico de Mosul fue asaltado y saqueado. Durante los días de la Batalla de Bagdad (entre el 3 y el 13 de abril) la biblioteca de la Universidad de Bagdad fue destruida y saqueada. Entre los textos destruidos y desaparecidos había un enorme número de manuscritos medievales. Cómo olvidar la épica saga de la bibliotecaria Alia Muhammad Baker por rescatar textos de gran valor de la biblioteca donde trabajaba, la Biblioteca Central de Basora, entre estos, una biografía del XIV de Mahoma. La lista es larga, pues estos son solo unos botones de muestra para una guerra que implicó una invasión so pretexto de la posesión de armas de destrucción masivas que albergaba Irak, algo que nunca se comprobó, dicho sea de paso.

Sigo con este ejercicio doloroso y presento ahora algunos de los ejemplos más actuales, como el 17 de enero de 2024, cuando la Universidad de Israa, solo después de 10 años de fundada, fue demolida por fuerzas israelíes. Durante los setenta días previos a su demolición, fue usada como centro de detención y como espacio de francotiradores de las fuerzas israelíes. Un dato importante acerca de esta novel universidad es que se destacaba por la carrera de Derecho y porque un número importante de mujeres (más que hombres) estudiaba allí esta carrera. El 6 de febrero de 2024 la Universidad de Al-Aqsa, la más antigua institución pública en Palestina (fundada en 1955), cuyo foco es la formación de profesores, fue nuevamente bombardeada en dos de sus sedes. Ya en 2004 una parte de la universidad había sido destruida por las Fuerzas de Defensa de Israel (FDI). En lo que se conoce como la Invasión invernal de los años 2008-2009, la Biblioteca de Tel al-Hawa fue parcialmente destruida. 

Tengo entre mis manos el documento que la asociación de bibliotecarios y archiveros palestinos ha redactado para dar cuenta de cómo se ha ido mermando el acervo textual no desde octubre[1] (que muchas veces se piensa que octubre es el momento cero), como cuando en 1948, durante la Nakba, 30.000 libros y manuscritos fueron saqueados de hogares palestinos (se puede ver en el documental The Great Book Robbery, del año 2011, del director israelí Benny Brunner). O cuando en 1982, durante la invasión israelí del Líbano, Israel saqueó y confiscó la biblioteca y los archivos de la Organización de Liberación de Palestina. En noviembre de 2023 espacios como el Archivo Central de Gaza fue totalmente destruido. En diciembre de 2023 la mezquita y biblioteca Omari fue completamente destruida. La mezquita, que databa del siglo VII albergaba en su biblioteca la mayor colección de libros raros en palestina (¿un pequeño alivio? El año 2022 doscientos manuscritos pudieron ser digitalizados).

Puedo seguir con más ejemplos, porque los hay por decenas, como la destrucción de librerías, como la Al Mansur, la que a mayo de 2021 albergaba más de cien mil volúmenes en lo que era el «empleo de los libros» en Gaza, y donde padres de escolares y estudiantes universitarios iban a comprar sus libros. «Yo no tengo nada que ver con un grupo armado, con una facción política, se trata de un ataque contra la cultura. He pasado por dos Intifadas y tres guerras de Gaza pero esto jamás había ocurrido, jamás la librería había sido destruída», comentó su dueño, Samir Al Mansur, en su momento.

No quiero seguir con las muertes de rectores, decanos, académicos y estudiantes. Es un total barrido de los saberes que me recuerdan a lo de Nínive, al cardenal Cisneros, a la estrategia de Bakhtiyar Khilji, entre tantos otros movimientos de extrema intolerancia. Se ha entendido el intento de cortar relaciones académicas con Israel como un acto de intolerancia, por lo demás. Ser intolerante es constatar cómo estas universidades han sido total o parcialmente destruidas. Ser intolerante es revisar, día a día cómo miles de universitarios no podrán terminar sus estudios. Ser intolerante es constatar que el resultado de esta estrategia de guerra es anular el derecho a formación de miles de palestinos. 

Joaquín Córdoba Zoilo, catedrático de Historia Antigua de la Universidad Autónoma de Madrid, a propósito de la destrucción ya referida de Irak, afirmó: «Los profesionales debemos desvelar la reciente historia de la destrucción sistemática de un patrimonio brillante, la intencionada desvertebración de Irak a través de la eliminación de su historia verdadera, su patrimonio y sus especialistas. Por imperativo moral, porque sabemos que los yacimientos, la arqueología y los museos de aquel país encierran junto a su razón de ser como nación, su memoria y la de toda la Humanidad».[2] Lo relevante en Córdoba Zoilo es la responsabilidad que tiene una comunidad académica en condenar y traer a colación, cuantas veces se pueda, estos actos de memoricidio (como lo usa Ilan Pappé y Nur Masalha), de anulación de la humanidad, para el caso de Palestina, el intento de destruir la historia, la memoria de la existencia del pueblo palestino. A propósito de lo de Irak, Córdoba Zoilo afirmó: «Las llamadas oficiales de ayuda y las iniciativas de instituciones como el Instituto Oriental de Chicago, el Museo Británico, la Universidad de Turín o la Universidad de Tokio en 1994 se encontraron con el silencio o la dejación de responsabilidad. UNESCO e Interpol estuvieron lejos de asumir sus obligaciones, probablemente ante el temor a irritar al Consejo de Seguridad [de Naciones Unidas] o a quien ejercía el dominio sobre el mismo», algo que, creo, no se puede ni debe repetir esta vez. La pasividad o un modus operandi laxo respecto a una condena clara y vehemente es necesaria en estos casos, sobre todo con universidades que están, en estos momentos, desarrollando armamento o por su complicidad con las violaciones a los derechos humanos, lamentables praxis que ayudan a perpetuar esta barbarie (como la universidad de Tel Aviv, la Universidad Hebrea de Jerusalem, la Universidad de Ben Gurión, el Instituto Weizmann de Ciencias en Rehovot o el Technion de Haifa). 

Quiero insistir en que la destrucción intencional de bienes culturales patrimoniales ha sido reconocido como crimen de guerra y perseguido en el Tribunal Internacional Corte Criminal. Posiblemente César, en uno de los grandes daños que sufrió la Biblioteca de Alejandría a causa del asedio que lideró, podría haber sido juzgado el día de hoy. Lo mismo quienes instaron y lograron destruir saberes a lo largo de la historia de nuestra humanidad. En este caso, junto con el claro proyecto genocida hay, por lo demás, un culturicidio sin lugar a dudas. El hecho de cortar relaciones académicas con universidades que, con su saber ayudan en el escolasticidio y el memoricidio, es un acto de habla claro y serio: cancelar un accionar que no hace más que silenciar, acallar y masacrar el saber. Con eso, señores, no se juega ni se puede hacer vista gorda. 







Notas:


2. Fuente: ElDiario.es: «La destrucción cultural de Irak, un crimen premeditado e impune», de Ignacio Fontes, 23 de marzo de 2024.

















sábado, abril 12, 2025

«La cítara adornada», de Li Shangyin

Traducción de Miguel Ángel Petrecca




Cincuenta cuerdas tiene por azar la cítara adornada,
y cada cuerda el recuerdo trae de los días felices.
Zhuangzi soñó una mañana que era una mariposa;
Wangdi, corazón roto, reencarnó en un ave solitaria.
Luna sobre el mar oscuro: las perlas tienen lágrimas.
Sol en los campos azules: del jade asciende un humo.
Esta pasión pudo fijarse para siempre en la memoria.
Sólo que, en el momento, estaba ya como ausente.












viernes, abril 11, 2025

«Dos palabras», de Alfonsina Storni




 
Esta noche al oído me has dicho dos palabras
Comunes. Dos palabras cansadas
De ser dichas. Palabras
Que de viejas son nuevas.

Dos palabras tan dulces que la luna que andaba
Filtrando entre las ramas
Se detuvo en mi boca. Tan dulces dos palabras
Que una hormiga pasea por mi cuello y no intento

Moverme para echarla.
Tan dulces dos palabras
¿Que digo sin quererlo? ¡oh, qué bella, la vida!?
Tan dulces y tan mansas

Que aceites olorosos sobre el cuerpo derraman.
Tan dulces y tan bellas
Que nerviosos, mis dedos,
Se mueven hacia el cielo imitando tijeras.
Oh, mis dedos quisieran
Cortar estrellas.




en El dulce daño, 1918














jueves, abril 10, 2025

«Una estación», de Nidaa Khoury

Sin datos del traductor




Parada en la estación
Cazando mi hambre
Mis manos son bosques sin trigo
Sin pedazo de pan
Mis muslos son palmeras devoradas por fechas de Diáspora 
Mi pecho está lleno de peces hambrientos
Y un campo de miseria es mi frente
Ellos me cazan…
Ni bosque, ni desierto, ni mar, ni campo
Esta es mi nueva patria para los tiempos nuevos




en Poesía Palestina, Fondo Editorial Fundarte (Alcaldía de Caracas), 2015










miércoles, abril 09, 2025

«La última colonia», de Philippe Sands

Fragmento / Traducción de Francisco J. Ramos Mena



1984

La pauperización y expulsión de los débiles por el interés de los poderosos sigue dando poco de lo que enorgullecerse.
JUEZ STEPHEN SEDLEY, LONDRES, 2004

Mi primer contacto con el mundo del derecho internacional se produjo en el otoño de 1980, cuando yo era un estudiante universitario de diecinueve años. Mi maestro en esta disciplina fue el profesor Jennings, un pragmático hombre de Yorkshire de pobladas cejas con un árido sentido del humor. Jennings, que pronto se convertiría en juez de la Corte Internacional de La Haya, fue el catalizador de mi interés por una materia que parecía estar muy estrechamente relacionada con mi propia situación familiar, dado que de niña mi madre había sido refugiada. Aún conservo los apuntes de las clases de aquel año, un curso del que guardo un recuerdo muy feliz, con trescientos estudiantes apiñados en una gran aula. Los apuntes me confirman que no se abordaron las cuestiones del colonialismo ni la libre determinación, aunque sí se hizo una referencia pasajera a la sentencia que pronunció la Corte en 1966 sobre África del Sudoeste y los límites de la función judicial, sin mencionar, no obstante, la controversia ni los elementos raciales del caso. Mi clase era casi exclusivamente blanca. 

Me quedé un año más para cursar un posgrado en derecho internacional, la disciplina a la que dedicaría mi vida. Mis profesores me familiarizaron con nuevas materias: el profesor Lauterpacht, hijo único del brillante Sir Hersch Lauterpacht, impartió clases sobre el nuevo derecho del mar, y Christopher Greenwood nos enseñó las leyes de la guerra. Una de las clases de este último dio lugar a un animado debate en torno a la legalidad del uso de armas nucleares, en el que él y yo expresamos puntos de vista completamente opuestos, aunque eso no hizo que me bajara la nota en el examen final, un hecho que le agradecí entonces y le sigo agradeciendo ahora. Sin embargo, fueron las clases del profesor Allott las que me abrieron nuevas perspectivas al plantear de forma explícita la conexión entre el derecho, la política y la historia, por más que el pasado colonial del Reino Unido no ocupara un lugar prominente en ellas. Mi instrucción inicial en derecho internacional, que recuerdo con gran alegría, estuvo dominada por profesores varones y blancos, educados en una cosmovisión en la que el Reino Unido se presentaba como un actor especial, fuera de lo común, con un compromiso permanente con el Estado de derecho. 

El año siguiente, 1983, lo pasé en Estados Unidos, donde la interacción entre política y derecho se me haría aún más patente. Trabajé como ayudante de investigación del profesor David Kennedy en la Facultad de Derecho de Harvard, y allí descubrí un mundo en el que muchos de los estudiantes no eran blancos. Asistí por primera vez a una clase de derecho internacional impartida por un profesor negro, Clyde Ferguson, que participó en la redacción de una declaración emitida por la Unesco en 1967 sobre la raza y los prejuicios raciales, que hacía especial hincapié en el colonialismo, la esclavitud y el racismo. Su asignatura de derechos humanos brindaba una perspectiva muy distinta de aquella a la que yo estaba acostumbrado.[1] 

En la primavera de 1984 vivía en un pequeño apartamento de Massachusetts Avenue, cerca de Harvard Square. Todos los días compraba el periódico en un conocido quiosco llamado Out of Town News, y todavía recuerdo la mañana en que vi un titular de portada del New York Times que parecía conectar plenamente con mi mundo: «Nicaragua lleva el caso contra Estados Unidos a la Corte Mundial».[2]

El artículo hablaba de los esfuerzos del pequeño país centroamericano para conseguir que la Corte Internacional dictaminara que Estados Unidos estaba minando ilegalmente los puertos nicaragüenses, además de respaldar otro tipo de ataques. Hacía referencia asimismo a los abogados de Nicaragua, el profesor Abram Chayes, de Harvard, y el profesor Ian Brownlie, de Oxford. El Departamento de Estado estadounidense esperaba que la Corte se declarara incompetente, tal como había hecho en las demandas relacionadas con África del Sudoeste. El profesor Chayes, que había sido asesor jurídico del presidente Kennedy en el Departamento de Estado durante la crisis de los misiles de Cuba, calificaba esa postura del típico «argumento de un abogado quisquilloso». 

El artículo no explicaba del todo la historia que había detrás del caso, que yo no conocería hasta muchos años después. La demanda era el resultado de un ejercicio creativo de la abogacía que involucraba a dos letrados estadounidenses relativamente jóvenes, Judith Appelbaum y Paul Reichler –que trabajaban en un bufete de Washington al que había contratado el nuevo gobierno sandinista de Nicaragua–, y a un abogado nicaragüense, Carlos Argüello. Inicialmente, el objetivo era recuperar el dinero que había sacado del país el antiguo dictador Anastasio Somoza (que en su día recibiera calurosamente a Sir Percy y Lady Spender). Tras la elección del presidente Reagan, Reichler y Appelbaum se habían incorporado a otro bufete, pero a raíz de la invasión estadounidense de Granada, en octubre de 1983, este había mostrado reticencias ante la perspectiva de demandar a Estados Unidos en La Haya («no estaba en sintonía con el trabajo que queríamos hacer para Nicaragua»).[3] Entonces ambos fundaron su propio bufete, Reichler & Appelbaum, e iniciaron su colaboración con Carlos Argüello.[4] 

El 9 de abril de 1984, Nicaragua presentó la demanda ante la Corte. Pero quienes redactaron la demanda no previeron que esta permitiría a la Corte reparar el daño causado anteriormente por las sentencias relativas a África del Sudoeste. Ni que abriría también otra puerta por la que, muchos años después, pasaría Madame Elysé. 



CAMPAMENTO JUSTICIA 

Comprender plenamente la confluencia de acontecimientos que permitió a la Corte convertirse en un agente de cambio requiere retroceder un poco en el tiempo. Para un estudiante de derecho internacional que alcanzaba la mayoría de edad en la década de 1980, como en mi caso, podría decirse que el pasado era casi como un país distinto. A diferencia de la situación actual, en la que disfrutamos de acceso inmediato a la información gracias a internet, un documento publicado por la ONU en Nueva York o por la Corte Internacional en La Haya tardaba meses en llegar a la biblioteca de mi universidad en el Reino Unido. No era fácil obtener información sobre acontecimientos importantes, como la demanda de Nicaragua ante la Corte o la firma de la histórica Convención sobre el Derecho del Mar dos años antes, mientras que las noticias relativas a otros acontecimientos políticos más modestos ni siquiera nos llegaban en absoluto, como ocurrió con el discurso que pronunció en la ONU, en el otoño de 1982, el primer ministro de Mauricio, Anerood Jugnauth, y en el que argumentó por primera vez las reivindicaciones de su país con respecto a Chagos.[5] Puede que el discurso causara sensación en Port Louis, pero en el Reino Unido probablemente nadie se enteró de él, salvo quizá unos pocos funcionarios del Ministerio de Exteriores. 

Por entonces yo no sabía nada de Chagos, como tampoco sabía nada de las Malvinas (o Falkland), que Argentina –que reclamaba la propiedad de las islas– ocupó por la fuerza en abril de 1982. No sabíamos nada de la presencia en Diego García de una base militar estadounidense, creada diez años antes, en marzo de 1971, tras expulsar a la fuerza a los habitantes de la isla. «Tienen que irse sí o sí», había declarado el almirante de la armada estadounidense Elmo Zumwalt refiriéndose a todo el conjunto de la población.6 El «Proyecto Estación Reno», como se denominó inicialmente la instalación de comunicaciones navales estadounidense, comenzó con una corta pista de aterrizaje para aviones. Al año siguiente, la estación pasó a llamarse –sin el menor asomo de ironía– «Campamento Justicia», al tiempo que se ampliaba la pista para dar cabida a los gigantescos aviones de transporte C-141. 

El primer avión que aterrizó allí, un día de Navidad, dejó en tierra al famoso artista Bob Hope, junto con una compañía integrada por setenta y cinco miembros, entre ellos treinta y dos «bellezas americanas» y una australiana recientemente coronada Miss Mundo. Rodeados de palmeras y aguas cristalinas, los artistas cantaron, bailaron y contaron chistes, entreteniendo a las tropas de un modo que parecía completamente ajeno a la historia de la isla: una plantación en la que habían trabajado esclavos, cuyos descendientes acababan de ser deportados a la fuerza. 












martes, abril 08, 2025

«A una rosa», de Luis de Góngora y Argote





Ayer naciste, y morirás mañana.
Para tan breve ser, ¿quién te dio vida?
¿Para vivir tan poco estás lúcida,
y para no ser nada estás lozana?

Si te engañó tu hermosura vana,
bien presto la verás desvanecida,
porque en tu hermosura está escondida
la ocasión de morir muerte temprana.

Cuando te corte la robusta mano,
ley de la agricultura permitida,
grosero aliento acabará tu suerte.

No salgas, que te aguarda algún tirano;
dilata tu nacer para tu vida,
que anticipas tu ser para tu muerte.













lunes, abril 07, 2025

«Barroco», de Gülten Akın

Versión de Juan Carlos Villavicencio




Un rosal crece dentro de cada refugiado

resistente al calor y a esta sed

ser apátrida es tan vasto como todos los países
resistente a lo infinito y a la eternidad

No a la nostalgia, no, tampoco a la tristeza
la nostalgia era una resistencia triste
también sin razón desechada de repente
resistente a la ilícita, ilícita inocencia

El barroco puede albergar sueños y pájaros en su cuerpo
con la misma delicadeza
Vivaldi por un lado, Borges por el otro
resistentes a la multitud furiosa, a la insidiosa soledad

Un rosal crece dentro de cada refugiado













Barok

Her mültecinin içinde bir gül ağacı boylanır / Sıcağa susuzluğa dayanıklı / Ülkesizlik tüm ülkeler sayısınca genişliktir / Sınırsızlığa sonsuzluğa dayanıklı // Özlem değil hayır üzünç değil / Özleme üzünce karşı koymaydı / Ansızın ve nedensiz fırlatılıp atılmış da / Yasasız tüzesiz suçsuzluğa dayanıklı // Barok bedenine düşleri ve kuşları / Aynı incelikle yerleştirebilir / Vivaldi bir uçta Borges öteki / Çılgın kalabalığa sinsi yalnızlığa dayanıklı // Her mültecinin içinde bir gül ağacı boylanır











domingo, abril 06, 2025

«Nostalgia de Al-Kufah», de Al-Mutanabbi

Traducción de Adriano Duque




Cuántos han muerto como yo, en batalla
por la blancura del cuello y el rosado de las mejillas
y es que nunca hubo ojos de vaca salvaje que como los de ella
asesinaran al amante apasionado.
Juventud colmada —¡Volved oh días en que
se arrastraba mi falda en Dar Athla, cerca de Kufah!—
que Dios te guarde. ¿Alguna vez has visto lunas llenas
levantarse entre velos y collares,
arqueras de dardos con timonera de pestañas
que atraviesan los corazones antes que los cuerpos
y que sorben de mis labios las gotas
más dulces que el dátil de Iraq o la profesión de fe?
Cada una de las mujeres cimbreadas más suaves que el vino
tiene un corazón más duro que las rocas,
trenzas como perfumadas de ámbar con agua de rosas y áloe,
negras como los cuervos, densas,
negrísimas, rizado sin artificio;
el almizcle de sus trenzas carga el viento
y muestra de los dientes lo frío
en tanto que juntan mi cuerpo y la enfermedad,
las pestañas con el insomnio.
He aquí mi corazón, es tuyo, para que me destruyas.
Aminora mi sufrimiento, o auméntalo.
Bienvenida sea para mí la debilidad como héroe
cazado por un peinado y por un cuello.
Todo lo que viene de la sangre está prohibido
beber, salvo lo que viene del racimo de uvas.
Sáciame con ello y que sean para tus ojos
de gacela mi ser, mi hacienda y mi herencia.
Las canas de mi cabeza que tengo por ti,
mi pobre estado, mi delgadez
y mis lágrimas son testigos:
¿Qué día me alegraste con una unión que
no me atormentaras, separándote?
Mi estancia en la tierra de Nakhla no fue sino
como la del Mesías entre los judíos.
Mi lecho es la grupa del caballo y
mi camisa es una férrea cota de malla:
una coraza amplia reluciente bruñida
forjada por la mano de David, el primer armero.
¿Qué beneficio hay en el caudal de
de una vida apremiada de crueldad?
Mi pecho está oprimido y larga es la busca de
subsistencia y breve el tiempo de descanso;
comencé a cruzar las tierras y mi estrella
se apagó pero mi celo se anima
quizás esperanzado parte de lo que luego alcanzo
por la gracia del más grande y venerable,
por un noble cuya ropa es de áspero lienzo
y para quien la seda de Merva es atuendo de monos.
Vive gloriosamente o muere noblemente
entre lanzas enhiestas y ondear de banderas;
las cabezas de las lanzas mitigan la furia
y sacian el rencor que alimentan los odios,
no como tú que viviste sin fama para morir sin que te recuerden.
Busca la gloria en la hoguera y desprecia la humildad
incluso si se encuentra en el paraíso eterno.
Morirá el cobarde inútil
incapaz de rasgar un infantil velo de prudencia
mientras se fortalece el joven temido que
nada en un pecho valiente.
No en mi pueblo me honré sino él conmigo
y en mí mismo encontré gloria, no en mis antepasados
aun cuando en ellos está la gloria de toda Arabia,
el refugio del criminal y el socorro de quien huye.
Si yo me vanaglorio, lo hago con la vanidad
de quien no ha encontrado sobre sí lo que le exceda.
Yo soy el compañero de la generosidad y el señor de la rima y
el veneno de los enemigos y la rabia de los envidiosos;
yo soy entre mi gente –que Dios los ampare
un extranjero como el profeta Salih en el pueblo idólatra de Thamud. 




en Hermēneus. Revista de Traducción e Interpretación, Núm. 9, 2007













sábado, abril 05, 2025

«Noche tormentosa de otoño», de Chu Shu Chen

Versión de Carlos Manzano de la traducción de Kenneth Rexroth




Como una bandada de dardos, el viento
Perfora mis visillos. La fría lluvia
Brama como el tambor del vigilante nocturno.
Tengo los senos congelados. Acurrucada
En mi doblado edredón, no puedo conciliar
El sueño. Me siento como si tuviera
Las tripas y el hígado de plomo. No ceso
De derramar lágrimas. Los bambúes
De delante de mi ventana sollozan como
El corazón partido del otoño.
La lluvia golpea en las pintadas losas.
Esta noche no va a acabar nunca.
Congelada y sola en la obscuridad, me
Estoy volviendo loca repasando
Mis penas. El corazón me retumba como si
Fuera a partirse. Dentro de mí
Cuerpo, finas como tallos de bambú, mis
Tripas se retuercen y se anudan.
¿Cómo voy a escapar jamás de esta tortura?
Ahora oigo la lluvia repiquetear
Fuera en los plátanos. Cada una de
Las hojas azotadas encierra diez mil penas.



en Cien poemas chinos, 1966













viernes, abril 04, 2025

«Nagú», de Ghassan Kanafani

Traducción de Juan Carlos Villavicencio y Carlos Almonte





Desearía que los niños no murieran. 
Desearía que fueran elevados temporalmente 
a los cielos hasta que termine la guerra.

Entonces regresarían sanos y salvos a casa, 
y cuando sus padres les preguntaran, 
¿Dónde estuvieron?, ellos dirían, 
Estábamos jugando entre las nubes.




en Antología de Poesía de la Resistencia Palestina
Descontexto Editores, 2024








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jueves, abril 03, 2025

«La mujer del jardín», de Horacio Castillo (h)




 
Ella lo sabe, no hay ni habrá resurrección posible,
simplemente, no la habrá.

Ahora, sólo cree en la verdad de la flor que duerme en su jardín,
no admite grietas en sus pétalos
ni concibe la sed del insecto que sobrevuela las imperfecciones del cielo.
Todo orden de lo que nace está ahí, rígido, inmóvil, inerte.
Pero a veces, presa de un arrebato,
corre enloquecida como una manada de hembras preñadas
mientras arroja pañuelos a los pájaros justos
para que los lleven como santos sudarios a la muerte.



en Ánima cruda, Ediciones El mono armado, 2016