domingo, mayo 28, 2023

“Poema de la mañana”, de Manuel Rojas





Despierto tendido sobre la cubierta del día que zarpa

entre los gritos esbeltos de las sirenas de las fábricas.

Esta es la mañana con sus canastos de frutas

y sus carretones panaderos.

Golpeo sus lisas tablas con mis pies que aún persisten

semidesnudo canto, en el aire mi cabeza mojada.

Abiertos los brazos te siento, corazón viejo amigo,

a quien todos los días se estrecha la mano con ternura;

estás ahí dispuesto a partir hacia donde sea

llevando un rostro de mujer en tu latido exacto.

 

Tú dormirás aún con el rostro vuelto hacia mi recuerdo

y tu sonrisa distante sostiene mi remo en la mañana.

 

¡Eh, marinero,

estamos listos otra vez, suelta las amarras!

 

 

 

en Poesía chilena (Antología), 1931





















sábado, mayo 27, 2023

«Viento y agua», de Mao Yin

Versión de Juan Carlos Villavicencio




un viento constante agita a la luna de otoño
en una laguna estancada, por el manantial de cristal
cada lugar ahora es purificado… tal como todo es.
¿por qué, entonces, el karma todavía nos enrosca y ata?





c. 376-380




















viernes, mayo 26, 2023

«El doble», de Carmen Bruna




 
Yo soy la persona y soy la imagen
soy mi doble en los espejos
mi doble silencioso.
Los espejos son antiguos, los corroe el moho
con manantiales de sombra verde en la penumbra.

Estoy aquí en mi lecho, yo, la persona y la máscara. 
Estoy en una calle de los suburbios
atisbando a mi amado
que vive allí con otra mujer
a la que cubre de jazmines.
Veo la casa antigua, una casa de Brujas,
con su jardín, sus enebros, sus enredaderas de rosas silvestres, 
sus madreselvas
y esa carga de polen dorado que me pertenece.
Veo a mi amante en la «Fuente que sacia la sed».
Pero mi amante vive hoy con mi enemiga
en esa vieja casa de Brujas
que está detrás de los espejos.
Yo sigo prisionera en el azogue,
yo deambulo por las calles con mi antifaz de reina mandosiana. 
Llevo una cesta con frutos de amapola
hierbas del diablo, hongos alucinógenos
y frascos de aguardiente de cerezas.
          Sé que maté a una mujer.
          Esa mujer se parecía a mí.
          Cada día que pasa se parece más a mí.

Sé que maté a la odiada criatura
por celos y por resentimiento.
Pero ella se apoderó de mi cuerpo y de mi cara 
y, hoy, nos parecemos tanto
que, en los espejos, somos una sola persona. 
Nos hemos quitado las máscaras
nos hemos abrazado con pasión y con odio, 
clavándonos las uñas como gatas en celo.
Nos hemos vestido de negro.
Nos hemos poseído con furor y ternura.
Nos hemos asperjado con violetas fragantes.

Cuando te descuidaste te apuñalé con saña
y todas tus heridas
también fueron heridas para mi cuerpo.
Te clavé muchas veces mi cuchillo morisco.
Hoy agonizamos, mezcladas nuestras sangres,
en un solo charco rojizo,
mezcladas nuestras lágrimas de sal con las actinias del océano. 
Porque así fue como nos buscamos
para llorar junto al espejo doble
que empaña el verdín húmedo
para libramos del amante común.
Y así vamos a morir
en el claro de un bosque a medianoche
que nadie encontrará jamás.

Algún día se hablará de nuestros esqueletos abrazados 
se tejerán leyendas
se verán luces en los acantilados.

Pero nadie conocerá el fuego abrasador 
que consumió, en un incendio feroz 
nuestras dos almas
gemelas y enemigas.




en Melusina o la búsqueda del amor extraviado, 1993

















Contribución indirecta a DscnTxt de Jotaele Andrade


























jueves, mayo 25, 2023

«Eco», de Christina Rossetti

Traducción de Juan Carlos Villavicencio





Ven a mí en el silencio de la noche;
Ven en el silencio parlante de un sueño;
Ven con suaves mejillas redondas y ojos tan brillantes
Como la luz del sol en un arroyo;
Vuelve llorando,
Oh recuerdo, esperanza, amor de años concluidos.
Oh sueño, cuán dulce, muy dulce, tan amargo y dulce,
Cuyo despertar debería haber sido en el Paraíso,
Donde residen y se encuentran las almas desbordantes de amor;
Donde los nostálgicos ojos sedientos
Miran el lento movimiento de la puerta
Al abrirse, dejando entrar, pero que ya no permite salir.
Igual ven a mí en sueños, para que pueda vivir
Otra vez mi propia vida aunque sea fría como la muerte:
Vuelve a mí en sueños, para que pueda darte
Pulso por pulso, respiro por respiro:
Habla despacio, reclínate en mí,
Como hace tanto, amor mío, demasiado tiempo ya.




c. 1848










Echo

Come to me in the silence of the night; / Come in the speaking silence of a dream; / Come with soft rounded cheeks and eyes as bright / As sunlight on a stream; / Come back in tears, / O memory, hope, love of finished years. / O dream how sweet, too sweet, too bitter sweet, / Whose wakening should have been in Paradise, / Where souls brimful of love abide and meet; / Where thirsting longing eyes / Watch the slow door / That opening, letting in, lets out no more. / Yet come to me in dreams, that I may live / My very life again though cold in death: / Come back to me in dreams, that I may give / Pulse for pulse, breath for breath: / Speak low, lean low, / As long ago, my love, how long ago.









miércoles, mayo 24, 2023

«Réquiem por el mundo en el que Joyce murió», de Thomas Merton

Traducción de Carlos Almonte y Juan Carlos Villavicencio



 
Ahora desenreda las raíces de los incansables robles 
Y desata las anudadas ramas de la tierra:
Cautiva los reinos del sol que todo lo engendra
Y busca entre sus ruinas el parto de un demonio.

Rescata a los usureros del mar viviente:
Su amor muerto corre como la vida, por un alambre de cobre. 
Su miedo atrae el metálico fuego del polo
Para marchitar la cosecha de nuestro año más hermoso.

Los doctores en su ciudad desinfectada
Consideran el curso de sus brillantes horóscopos,
Sin oír el trabajo de los gusanos rojos al devorarlos 
Enroscados en un diente aún clavado en la mandíbula.

No soportes droga alguna ni descuides su ojo imbécil 
Que recibe, mudo en oración, la espada ascética 
Enviada para apuñalar y cegar a ese voluntario:
¡Un orgulloso espía en el maldito reino de los muertos!




en Poemas del Inicio, Descontexto Editores, 2022











Dirge for the World Joyce died in

Now ravel up the roots of workman oak trees / And rack apart the knotted limbs of earth: / Ravish the kingdoms of the breeding sun / And scan their ruins for a devil’s birth. // Rescue the usurers from the living sea: / Their dead love runs like life, in copper wire. / Their nervousness draws polar fire of metal / To blast the harvest of our prettiest year. // The doctors in their disinfected city / Count the course their shining zodiacs go, / Nor listen to the worms red work devour them / Curled where some tooth is planted in the jaw. // Suffer no drug to slack his eyestring / Receiving, dumb to prayer, the ascetic blade / Sent to stab out and blind that volunteer: / Proud spy in the cursing kingdom of the dead!





Pueden comprar el libro escribiendo 
o en cualquier librería en la que distribuye BigSur














martes, mayo 23, 2023

«Tributo al Carpe Diem», de Erick Pohlhammer




(1955-2023)
 

No tengo idea si estaré aún
En este hermoso planeta mañana
En esta Gaia Madre Pachamama Tierra maravillosa.
He tenido el máximo privilegio
De estar sobre su faz ya 60 años
Si Dios me concediera 90
Le pediría de yapa 120
Para alargar la fiesta al máximo posible.
Con todas sus muertes y agonías cotidianas
Pese a la corrupción de la mala clase política
A la plaga emocional y a la peste
De la pasta base la ambición
Desenfrenada de enloquecidos empresarios
Y mis propios rollos personales pasajeros
Tengo un canto de gratitud a flor de labio en el volcán de mi corazón  
            que no tiene límites, en el Espacio ni el Tiempo.
No tengo idea si estaré aquí aún
En la joya de este planeta Tierra mañana domingo
Por eso descanso ahora en el remanso del aliento sutil
Tomo cada instante como un siglo
Cada inhalación es un bálsamo
Cada exhalación un alivio consciente
Y si hace falta alargo el día al son de una buena cerveza helada
Como me enseñara en Quillota una tarde larga Jorge Tellier
[que está en el Paraíso
Bueno y si llegara a expirar hoy día
Me voy agradecido adonde tenga que irme
La evolución incesante es la ley básica del universo
Esto se pone cada vez mejor
Nada garantiza que esté vivo el próximo jueves
Por eso tomo cada día como el primero y último
Llevo viviendo así 60 años.
Ahora voy a ir a meterme al mar para renacer
Y estar preparado para esta noche para jugar taca taca
Bajo el farol de la esplendente luna gloriosa.



















lunes, mayo 22, 2023

«El recado», de Elena Poniatowska





Vine Martín, y no estás. Me he sentado en el peldaño de tu casa, recargada en tu puerta y pienso que en algún lugar de la ciudad, por una onda que cruza el aire, debes intuir que aquí estoy. Es este tu pedacito de jardín; tu mimosa se inclina hacia afuera y los niños al pasar le arrancan las ramas más accesibles… En la tierra, sembradas alrededor del muro, muy rectilíneas y serias veo unas flores que tienen hojas como espadas. Son azul marino, parecen soldados. Son muy graves, muy honestas. Tú también eres un soldado. Marchas por la vida, uno, dos, uno, dos… Todo tu jardín es sólido, es como tú, tiene una reciedumbre que inspira confianza.

Aquí estoy contra el muro de tu casa, así como estoy a veces contra el muro de tu espalda. El sol da también contra el vidrio de tus ventanas y poco a poco se debilita porque ya es tarde. El cielo enrojecido ha calentado tu madreselva y su olor se vuelve aún más penetrante. Es el atardecer. El día va a decaer. Tu vecina pasa. No sé si me habrá visto. Va a regar su pedazo de jardín. Recuerdo que ella te trae una sopa cuando estás enfermo y que su hija te pone inyecciones… Pienso en ti muy despacio, com si te dibujara dentro de mí y quedaras allí grabado. Quisiera tener la certeza de que te voy a ver mañana y pasado mañana y siempre en una cadena ininterrumpida de días; que podré mirarte lentamente aunque ya me sé cada rinconcito de tu rostro; que nada entre nosotros ha sido provisional o un accidente.

Estoy inclinada ante una hoja de papel y te escribo todo esto y pienso que ahora, en alguna cuadra donde camines apresurado, decidido como sueles hacerlo, en alguna de esas calles por donde te imagino siempre: Donceles y Cinco de Febrero o Venustiano Carranza, en alguna de esas banquetas grises y monocordes rotas sólo por el remolino de gente que va a tomar el camión, has de saber dentro de ti que te espero. Vine nada más a decirte que te quiero y como no estás te lo escribo. Ya casi no puedo escribir porque ya se fue el sol y no sé bien a bien lo que te pongo. Afuera pasan más niños, corriendo. Y una señora con una olla advierte irritada: «No me sacudas la mano porque voy a tirar la leche…» Y dejo este lápiz, Martín, y dejo la hoja rayada y dejo que mis brazos cuelguen inútilmente a lo largo de mi cuerpo y te espero. Pienso que te hubiera querido abrazar. A veces quisiera ser más vieja porque la juventud lleva en sí, la imperiosa, la implacable necesidad de relacionarlo todo con el amor.

Ladra un perro; ladra agresivamente. Creo que es hora de irme. Dentro de poco vendrá la vecina a prender la luz de tu casa; ella tiene llave y encenderá el foco de la recámara que da hacia afuera porque en esta colonia asaltan mucho, roban mucho. A los pobres les roban mucho; los pobres se roban entre sí… Sabes, desde mi infancia me he sentado así a esperar, siempre fui dócil, porque te esperaba. Sé que todas las mujeres aguardan. Aguardan la vida futura, todas esas imágenes forjadas en la soledad, todo ese bosque que camina hacia ellas; toda esa inmensa promesa que es el hombre; una granada que de pronto se abre y muestra sus granos rojos, lustrosos; una granada como una boca pulposa de mil gajos. Más tarde esas horas vividas en la imaginación, hechas horas reales, tendrán que cobrar peso y tamaño y crudeza. Todos estamos –oh mi amor– tan llenos de retratos interiores, tan llenos de paisajes no vividos.

Ha caído la noche y ya y casi no veo lo que estoy borroneando en la hoja rayada. Ya no percibo las letras. Allí donde no le entiendas en los espacios blancos, en los huecos, pon: «Te quiero…» No sé si voy a echar esta hoja debajo de la puerta, no sé. Me has dado un tal respeto de ti mismo… Quizá ahora que me vaya, sólo pase a pedirle a la vecina que te dé el recado: que te diga que vine.




en De noche vienes, 1979










domingo, mayo 21, 2023

«Los jóvenes y el desasosiego», de Augusto Góngora




(1952-2023)


Antes de los años cincuenta los jóvenes prácticamente no eran un grupo social reconocido con identidad propia y pasaban rápidamente de la adolescencia a la adultez. Eran percibidos apenas como el pasado de los adultos y mientras antes pensaran y actuaran como ellos mejor. No tenían un espacio y un rol reconocido, excepto cuando los mandaban a la guerra.

En los 60 y los 70 hubo un cambio radical. Los jóvenes se convirtieron en un grupo social activo, con identidad propia, con sueños y utopías. Salieron a la calle y ocuparon masivamente el espacio público para plantear sus aspiraciones. Los adultos se sintieron descolocados y los asociaron al desorden y los reprimieron.

Pero entonces el mundo cambió para siempre. Los jóvenes comenzaron un proceso de construcción de identidad, de expresión de sus demandas y la cultura joven salió a la calle y ocupó el espacio público como un territorio propio. El cine y la literatura de esos años tuvieron múltiples expresiones de ese movimiento, entre las más notables está el libro Los ejércitos de la noche, de Norman Mailer.

En días recientes diversas protestas de los jóvenes estadounidenses contra la crisis económica continúan en forma cada vez más masiva. Cuestionan la avaricia y la codicia, lo que parece estar en la base del descontento en diversos lugares del mundo.

Las manifestaciones de los jóvenes en Chile vienen de una matriz similar. Los culpan de provocar desórdenes, pero ellos perciben que el verdadero desorden tiene que ver con la pésima calidad de la educación pública que funciona como un mecanismo de discriminación. Los jóvenes están expresando una inquietud, un desasosiego. Perciben que el sistema se devora a sí mismo y de paso arrasa con la dignidad y los derechos de las personas.

Las movilizaciones tienen que ver con la voluntad de hacerse cargo de la crisis y con el planeta que van a heredar. Es una señal de madurez y generosidad. Es un modo responsable de habitar el planeta y de vivir.
Un dato central es que las demandas expresadas por los jóvenes son parte de un fenómeno que recorre el planeta y que se relaciona con el costo de la avaricia y la codicia. Los jóvenes están hablando del mundo en que vivimos, y hay que escucharlos.

Fernando Pessoa ya lo dijo en el Libro del desasosiego:

«Creo que decir una cosa significa conservarle la virtud y despojarla del terror».

Al parecer, estamos frente a un umbral. Y los jóvenes lo quieren atravesar.





en Crónicas personales (de Augusto Góngora), 
3 de octubre, 2011










 

sábado, mayo 20, 2023

«Traduciendo Sutras», de Hui Yung

Versión de Juan Carlos Villavicencio




Seguimos desenmarañando la trama
de la red de sus significados:
palabras de los Sutras
que día a día se alejan de nosotros.
De frente, hemos
perseguido el milagro
del Dharma:
los de aquí no somos meros eruditos.






c. siglo IV d.C.












viernes, mayo 19, 2023

«Poeta chileno», de Alejandro Zambra

Fragmento




Vicente leyó un par de poemas más de Jorge Teillier, que a Carla también le gustaron, aunque estaba distraída pensando que la poesía era como una enfermedad que su hijo también había contraído, una enfermedad asociada al cuartito, una enfermedad que desde luego prefería a la enfermedad previa de la tristeza, pero que de todos modos le preocupaba.

Vicente quería seguir leyéndole poemas a su madre la tarde entera. Eligió varios de Gonzalo Millán, entre ellos justamente uno de los que su ex padrastro había plagiado, pero Carla quiso partir de inmediato a la pizzería.

Caminaron diez cuadras, ella fumaba enérgicamente, él contaba las ciruelas reventadas en el suelo.

—¿Y hablas de poesía con Gonzalo?
—Me encantaría, pero Gonzalo Millán murió hace como cuatro años, de cáncer de pulmón —respondió Vicente, como si no hubiera entendido la pregunta.
—Me refiero al otro Gonzalo.
—¿Gonzalo Rojas?
—Sí.
—No lo he leído todavía, pero me van a prestar una antología suya que se llama Del relámpago.
—Ay, tú sabes lo que te estoy preguntando.
—No, mamá.
—El Gonzalo Rojas que vivía con nosotros.
—¿Y por qué tendría que hablar con él de poesía? Casi nunca contesto los mails de ese hombre.
—¿Y por qué no los contestas? ¿Por qué lo llamas «ese hombre»?
—¿Y cómo tendría que llamarlo? ¿Papito?
—¿Y por qué no contestas sus mensajes? ¿No te gustan? ¿Qué te dice?
—No me dice nada. Me habla de Nueva York, me cuenta historias medio divertidas. Me dice que le cuente cómo estoy, pero me da lata contestarle.

Vino un silencio tenso pero gobernado también por cierta contradictoria dulzura. Vicente se agachó para atarse las zapatillas. Carla miró el pelo largo, negro y enmarañado de su hijo y pensó que si él muriera ella ni siquiera esperaría el funeral, se mataría de inmediato. Se imaginó contemplando las aguas revueltas y sucias del río Mapocho, desde un puente, un segundo antes de saltar.

—¿Extrañas a Gonzalo? —preguntó Carla.
—¡Pero por qué tendría que extrañarlo! En ese caso tú tendrías que extrañarlo, era tu pololo, no el mío. —Se notaba en sus frases el deseo fallido de que todo sonara razonable—. Y si lo extrañara le contestaría los mensajes. No solo a tu ex le gustaba o le gusta la poesía. Miles de personas en el mundo leen poesía. Millones. Millones de millones.
—¿Tanta gente?
—Sí —dijo Vicente—. Que a ti no te guste la poesía no significa que a nadie más le guste.
—Me gusta la poesía, me encanta, me encanta Blanca Varela, por ejemplo —dijo Carla, por decir un nombre, y no mentía, quizás solamente exageraba, porque alguna vez Gonzalo le había leído unos poemas de Blanca Varela que le gustaron.
—Pero no tienes libros de ella.
—Ahora estoy leyendo La elegancia del erizo, pero cuando la termine me voy a comprar un libro de Blanca Varela y lo voy a leer y después te lo regalo.
—¿Y tú extrañas a Gonzalo? —le preguntó Vicente, mientras esperaban mesa en la pizzería, el lugar estaba repleto.
—Yo creo que tú y yo estamos bien —dijo Carla, como respondiendo a una pregunta siguiente—. Los dos solos, en la casa. Me gusta que tengas tus libros en el cuartito.

Después, por la noche, mientras intentaba terminar La elegancia del erizo, Carla se distrajo pensando que Gonzalo era como una herida en el pie; una herida molesta que sin embargo no le impedía en lo absoluto caminar, que no le impedía ni siquiera correr. Pensó intensamente en esa perdida vida de familia, en las primeras semanas, cuando Gonzalo apareció o reapareció y con él la idea del amor como compañía, como la más seria de las distracciones. La palabra familia se revelaba en el agua con promisoria lentitud: una fotografía colgada al sol como una sábana que nunca llegaba a secarse del todo y que de pronto, sin embargo, de la noche a la mañana, amaneció borrada, velada.

Abandonó la lectura, ya solamente tenía ganas de dormir y levantarse al otro día temprano, quizás muy temprano, con la promesa de un día entero por delante, así que dobló la dosis de somníferos. Por su parte, en el cuartito, Vicente acababa de encontrar, en internet, algunos poemas de Enrique Lihn, y estaba muerto de sueño pero quería seguir leyéndolos y releyéndolos, así que preparó un litro de café y se quedó pegado a la pantalla del computador. Cuando, a las 3:34 am, empezó uno de los terremotos más feroces de la historia de Chile, Vicente corrió a la pieza de Carla y la tomó en brazos —estaba tan profundamente dormida que tardó unos minutos en asimilar lo que acababa de suceder.

La casa resistió, había solo daños menores, pero les daba miedo que el segundo piso se desplomara con las réplicas, y aunque era un miedo irracional, en esas circunstancias no era fácil establecer los límites de lo racional. Decidieron acomodarse en el cuartito, unos cuantos libros se habían caído al suelo y los estantes se habían soltado un poco. Quitaron los estantes, amontonaron los libros en un rincón, y durante cuatro noches madre e hijo durmieron juntos en el cuartito, al que llamaron provisoriamente el búnker.

Meses después, ya en plena primavera, Vicente emprendió el reacondicionamiento del cuartito: lo pintó de un celeste casi blanco, cepilló y barnizó las maderas, y cuando todo estuvo listo decidió que en esa biblioteca en adelante solo habría libros buenos —se deshizo de las revistas y de todo el relleno y procuró conseguir más libros de poesía, chilena o de cualquier parte. Pasaba también mucho tiempo en Facebook chateando con otros chicos de su edad que leían poesía. Fue por entonces cuando empezó a ir a recitales y conoció a Pato y a otros amigos que le prestaban libros y lo instaban a mostrarles sus poemas. Vicente ni siquiera había pensado en escribir poemas, pero una noche, en ese mismo cuartito, lo intentó. Ahora leía a Alejandra Pizarnik, a Blanca Varela (Carla había cumplido su promesa), a Enrique Lihn, a Carlos Cociña, a Fernando Pessoa y sobre todo a Rodrigo Lira, pero en el primer poema que escribió imitó más bien a Gonzalo Millán, que finalmente era su poeta más querido. La hablante del poema era una licuadora que contemplaba atónita cómo la iban llenando de todas las frutas imaginables y hasta de verduras —«Qué voy a hacer», se preguntaba la licuadora, con automática desolación, pero no era un poema cómico sino más bien sentimental y nunca se decía que el hablante fuera una licuadora, eso nada más lo sabía Vicente. Lo leyó ante Pato y sus amigos y a nadie pareció disgustarle —eso lo tranquilizó.

Cuando Vicente cumplió dieciocho años el cuartito ya era, con propiedad, de nuevo, la habitación de un poeta. Los estantes no estaban llenos, en realidad la biblioteca apenas llegaba a un tercio de su capacidad, pero todos los libros —en un noventa por ciento de poesía— los había leído al menos una vez y la mayoría como cinco veces. Igual, para que la pieza no se viera tan pelada, Vicente había dispuesto una serie de retratos —de Allen Ginsberg, de Anita Tijoux, de Pedro Lemebel, de Mauricio Redolés— y una especie de altar que compartían, como si pertenecieran a la misma familia, fotografías de César Vallejo y de Camila Vallejo.

Esa es la habitación que, durante los últimos minutos del año 2013, mientras esperaban, en medio de la multitud, los fuegos artificiales de la torre Entel, Vicente le ofreció a Pru. Se la ofreció gratis pero ella se negó de plano y acordaron una cifra modestísima, casi ridícula, simbólica. Le dijo que era una habitación independiente (verdadero), desocupada (parcialmente verdadero), que solían arrendar (falso) a extranjeros (falso).

—Pero tú sabes que no va a pasar nada entre nosotros —le advirtió Pru, entusiasmada y cauta.
—Cómo se te ocurre —respondió Vicente, como si efectivamente Pru hubiera dicho un disparate.
—Perdón, solo quiero estar seguro.
—Se dice segura. —A Vicente no le gustaba corregirle el español, pero ella se lo había pedido.
—Segura.

Tres días más tarde, la mañana en que Pru llegó a instalarse en el cuartito, Carla comprendió que en su persuasiva argumentación Vicente había omitido algunos detalles esenciales: le había hablado, estratégicamente, de «una mujer de tu edad, más o menos», lo que no era necesariamente mentira, porque desde muchos puntos de vista una mujer de treinta y un años comparada con una de treinta y ocho son aproximadamente de la misma edad, y hasta era biológicamente posible que Pru tuviera un hijo de la edad de Vicente, aunque habría tenido que parirlo en plena pubertad. A Carla le había parecido razonable alojar por un tiempo moderado —Vicente había hablado de «más o menos un par de semanas»— a una gringa dedicada a investigar la poesía chilena, aunque su hijo le había dado a entender o Carla había entendido que se trataba de una adusta doctora o posdoctora de anteojos enternecedoramente gruesos, de esas que necesitan bibliografía hasta para salir a caminar, y no de una risueña periodista en shorts y polera, de la que Vicente —Carla no tenía dudas— estaba medio enamorado.

Una rubia de piernas largas, flaca, los pechos tirando a abundantes, la cara ovalada, los ojos verdes y grandes, los labios gruesos que dejaban ver unos dientes perfectos: Carla miró a Pru de arriba abajo y pensó que era decepcionante o triste que su hijo adhiriera a una idea de belleza tan típica, tan rutinaria —culpó a las estrategias de los medios masivos de comunicación y a los odiosos concursos de belleza y a la atosigante publicidad y luego se culpó ella misma o tal vez se disculpó, porque a decir verdad a ella también la gringa le parecía preciosa.




2020












jueves, mayo 18, 2023

«El amante», de Marguerite Duras

Fragmento / Traducción de Ana María Moix




 

El hombre elegante descendió de la limusina, fuma un cigarrillo inglés. Mira a la jovencita con sombrero de fieltro, de hombre, y zapatos dorados. Se dirige lentamente hacia ella. Resulta evidente: está intimidado. Al principio, no sonríe. Primero le ofrece un cigarrillo. Su mano tiembla. Existe la diferencia racial, no es blanco, debe superarla, por eso tiembla. Ella le dice que no fuma, no, gracias. No dice nada más, no le dice déjeme tranquila. Entonces tiene menos miedo. Entonces le dice que cree estar soñando. No responde. No vale la pena responder, ¿qué podría responder? Espera. Entonces él le pregunta: ¿pero de dónde viene usted? Dice que es la hija de la directora de la escuela femenina de Sadec. Él reflexiona y después dice que ha oído hablar de esa señora, su madre, de la mala suerte que ha tenido con esa concesión que compró en Camboya, ¿no es así? Sí, lo es.

Repite que es realmente extraordinario verla en ese transbordador. Por la mañana, tan pronto, una chica tan hermosa como ella, usted no se da cuenta, resulta inesperado, una chica blanca en un autocar indígena.

Le dice que el sombrero le sienta bien, incluso muy bien, que resulta… sí, original… un sombrero de hombre, ¿por qué no?, es tan bonita, puede permitírselo todo.

Ella le mira. Se pregunta quién es. El hombre le dice que regresa regresa de París donde ha cursado sus estudios, que también vive en Sadec, en el río exactamente, la gran casa con las grandes terrazas de balaustradas de cerámica azul. Le pregunta qué es. Le dice que es chino, que su familia procede del norte de China, de Fu-Chuen. ¿Me permite que la lleve a su casa, en Saigón? Está de acuerdo. El hombre dice al chófer que recoja del autobús el equipaje de la chica y que lo meta en el auto negro.

Chino. Pertenece a esa minoría financiera de origen chino que posee toda la inmobiliaria popular de la colonia. Él es quien aquel día cruzaba el Mekong en dirección a Saigón.

Entra en el auto negro. La portezuela vuelve a cerrarse. Una angustia apenas experimentada se presenta de repente, una fatiga, la luz en el río que se empaña, pero apenas. Una sordera muy ligera también, una niebla, por todas partes.

Nunca más haré el viaje en el autobús destinado a los indígenas. En lo sucesivo, tendré a mi disposición una limusina para ir al instituto y para devolverme al pensionado. Cenaré en los locales más elegantes de la ciudad. Y seguiré ahí, lamentándome de todo lo que haga, de todo lo que deje, de todo lo que tome, tanto lo bueno como lo malo, el autobús, el chófer del autobús con quien me reía, las viejas mascadoras de tabaco de betel en los asientos traseros, los niños en el portaequipajes, la familia de Sadec, el horror de la familia de Sadec, su silencio genial.





1984














miércoles, mayo 17, 2023

«El caso Moro», de Leonardo Sciascia

Inicio





Anoche, al salir para dar un paseo, vi una luciérnaga en la hendidura de un muro. No veía luciérnagas, en estos campos, desde hace por lo menos cuarenta años; y, por lo tanto, en un primer momento creí que podría tratarse de algún esquisto del yeso con que habían unido las piedras o de la astilla de algún espejo: y que la luz de la luna, bordándose entre las frondas, le arrancaba esos reflejos verduscos. No podía, de buenas a primeras, pensar en el retorno de las luciérnagas, tras tantos años de haber desaparecido. Ahora ya no eran más que un recuerdo de la infancia, alerta entonces ante las pequeñas cosas de la naturaleza y capaz de convertir esas cosas en juego y alegría. A las luciérnagas las llamábamos cannileddi di picuraru (candelillas de pastor): así las llamaban los campesinos. Hasta tal punto consideraban que era pesada la vida del pastor, las noches transcurridas al cuidado del rebaño, que le concedían las luciérnagas como reliquia o memoria de luz en la temible oscuridad. Temible por los frecuentes hurtos de ganado. Temible porque eran niños, habitualmente, aquellos que dejaban a custodiar las ovejas. Candelillas del pastor, por lo tanto. Y, de vez en cuando, atrapábamos alguna y la manteníamos delicadamente encerrada en el puño, para soltar luego a manera de sorpresa, ante los más pequeños, esa fosforescencia esmeralda.

Era verdaderamente una luciérnaga; allí, en la grieta del muro. Me produjo una alegría intensa. Y como duplicada. Y como desdoblada. La alegría de un tiempo reencontrado —la infancia, los recuerdos, este mismo sitio, ahora silencioso, lleno de voces y juegos— y de un tiempo que me correspondía hallar, inventar. Con Pasolini. Por Pasolini. Pasolini ya fuera del tiempo, pero, en este país terrible en que Italia se ha convertido, todavía no transformado en sí mismo («tel qu’en lui-même enfin l’éternité le change»). Fraternal y lejano, para mí, Pasolini. De una fraternidad sin confidencias, velada de pudores y, creo, de recíprocas impaciencias. Por mi parte, sentía como una pared que nos separase cierta palabra que él amaba, una palabra-clave en su vida: la palabra «adorable». Es posible que yo haya escrito alguna vez esta palabra, y ciertamente muchas veces la he pensado. Pero por una sola mujer y por un solo escritor. Y el escritor —acaso es inútil decirlo— es Stendhal. Pasolini, en cambio, encontraba «adorable» aquella parte de Italia que, para mí, ya era desgarradora (pero también para él, al recordar un «adorables porque desgarradores» de su libro Lettere luterane: y ¿cómo es posible adorar lo que nos desgarra?) y más adelante se volvería terrible. Encontraba «adorables» a aquellos que, inevitablemente, habían de ser instrumentos de su muerte. Y a través de sus escritos se podría recopilar un pequeño diccionario de las cosas que para él eran «adorables» y para mí tan sólo desgarradoras, y hoy terribles. 

Luciérnagas, decíamos. Y he aquí que —piedad y esperanza— ahora escribo para Pasolini, como reemprendiendo tras más de veinte años una correspondencia: «Las luciérnagas que creías extinguidas empiezan a regresar. Vi una, anoche, después de tantos años. Y lo mismo ocurrió con los grillos: durante cuatro o cinco años no los escuché, y ahora las noches están inmensamente henchidas de su canto».

Las luciérnagas. El Palacio. Pasolini quería abrir un proceso contra el Palacio, casi en nombre de las luciérnagas. Por las luciérnagas desaparecidas. «Dado que soy un escritor y escribo en plan de polémica, o, por lo menos, de discusión con otros escritores, permítaseme dar una definición de carácter poeticoliterario del fenómeno que se produjo en Italia hace unos diez años. Ello servirá para abreviar y simplificar nuestra charla (y, probablemente, incluso para comprenderla mejor). A principios de los años sesenta, a causa de la contaminación del aire y, sobre todo, en el campo, a causa de la contaminación del agua (los azules ríos y las fuentes cristalinas) empezaron a desaparecer las luciérnagas. El fenómeno ha sido fulmíneo y fulgurante. Tras pocos años, no había más luciérnagas. (Ahora son un recuerdo, bastante desgarrador, del pasado: y un hombre maduro que posea ese recuerdo no puede reconocer en los nuevos jóvenes su propia imagen juvenil, y, por lo tanto, no puede tener las bellas añoranzas de otrora.)

A ese ‘algo’ que ocurrió hace unos diez años, lo llamaré, en consecuencia, ‘desaparición de las luciérnagas’.

El régimen democristiano ha tenido dos fases absolutamente diversas que no sólo no pueden compararse entre sí, atribuyéndoles cierta continuidad, sino que se han vuelto históricamente inconmensurables, sin más.

La primera fase de dicho régimen (como, con toda justicia, insistentemente lo llamaron los radicales) es la que va desde el final de la guerra hasta la desaparición de las luciérnagas; la segunda fase abarca desde la desaparición de las luciérnagas hasta la actualidad».

Y continúa: «En la fase de transición —vale decir, durante la desaparición de las luciérnagas— los democristianos que estaban en el poder cambiaron, casi bruscamente, su manera de expresarse, adoptando un lenguaje completamente nuevo (por otra parte, tan incomprensible como el latín). Especialmente, Aldo Moro: es decir (por una enigmática correlación), aquel que aparece como el menos implicado de todos ellos en las cosas horribles que se organizaron entre el año 1969 y hoy, en el intento, hasta ahora formalmente logrado, de conservar el poder a toda costa».

Las luciérnagas. El Palacio. El proceso al Palacio. Y es ahora como si dentro del Palacio, a tres años de la publicación de este artículo de Pasolini en el Corriere della Sera, tan sólo Aldo Moro siguiese deambulando: en esas habitaciones vacías, en esas habitaciones ya desalojadas. «El menos implicado de todos». Tarde, a destiempo y solo. Y había creído ser un guía. Tarde, a destiempo y sólo precisamente por ser «el menos implicado de todos». Y, precisamente por ser «el menos implicado de todos», destinado a más enigmáticas y trágicas correlaciones.


*   *   *


Con anterioridad a este artículo —que se publicó en el Corriere della Sera el primero de febrero de 1975 bajo el título «Il vuoto del potere in Italia» («El vacío del poder en Italia») y se incluyó después en Scritti corsari con el título que la memoria de quienes lo habían leído ya le atribuía, es decir, «el artículo de las luciérnagas»— Pasolini ya se había referido al lenguaje de Moro en artículos y apostillas lingüísticas (véase al respecto el libro Empirismo eretico). Pero aquí, en el «artículo de las luciérnagas», su atención hacia Moro, hacia el lenguaje de Moro, aflora en un contexto más avisado y preciso, dentro de una visión más amplia y desesperada de los asuntos italianos.

«Como siempre —dice Pasolini— sólo en el lenguaje se dieron unos síntomas.» Los síntomas de la carrera hacia el vacío de ese poder democristiano que había sido, hasta diez años atrás, «la continuación lisa y llana del régimen fascista»: en el idioma de Moro, en su lenguaje completamente nuevo y, por ello, con su incomprensibilidad, disponible para rellenar aquel espacio del cual la Iglesia católica retiraba su latín justamente durante aquellos años. ¿Acaso no podía eso considerarse un trueque, una sustitución? Y además, perogrullescamente: el latín es incomprensible para quien no sabe latín. Pasolini no sabe descifrar el latín de Moro, es «lenguaje completamente nuevo»; pero intuye que en esa incomprensibilidad, en el interior de ese vacío en que se pronuncia y resuena, se ha establecido una «enigmática correlación» entre Moro y los otros: entre aquel que menos hubiera tenido que buscar y experimentar un nuevo latín (…) y aquellos que, en cambio, necesariamente, para sobrevivir aunque no fuera más que como autómatas, como máscaras, necesitaban arroparse en tal lenguaje. En este breve inciso de Pasolini —«por una enigmática correlación»— hay como el presentimiento, como la prefiguración del affaire Moro. Ahora sabemos que la «correlación» era una «contradicción», y que Moro la pagó con su vida. Pero antes de que lo asesinaran se vio obligado, se obligó a sí mismo, a vivir durante casi dos meses un atroz suplicio a manera de pena del talión: con su «lenguaje completamente nuevo», con su nuevo latín, tan incomprensible como el antiguo. Ley del talión, sin más: tuvo que intentar decir con el lenguaje del no decir, hacerse entender utilizando los mismos instrumentos que había experimentado y adoptado para no hacerse entender. Tenía que comunicarse utilizando el lenguaje de la incomunicabilidad. Necesariamente: vale decir, por censura y por autocensura. En calidad de prisionero. En calidad de espía en territorio enemigo, y espía vigilado por el enemigo.  




1978

















martes, mayo 16, 2023

«sobre miopatía por captura», de Anne Carson

Traducción de Pierre Herrera





 
apéndice 8, sobre miopatía por captura

La captura y encierro de un animal es desmedidamente estresante. Una de las reacciones inmediatas al estrés es el síndrome de «lucha o huida», en éste el cuerpo reacciona produciendo grandes cantidades de adrenalina. La sobre- producción de adrenalina conduce a un aumento de ácido láctico en la sangre, que afecta la capacidad del corazón para bombear oxígeno a los músculos, y ocasiona que éstos mueran: miopatía (del griego pathos, «sufrimiento», y mus, que significa 1. «ratón de campo»; 2. «músculo corporal»). Existen cuatro categorías de miopatía de captura que van de hiperaguda, que resulta mortal en cuestión de minutos, a crónica, donde el animal cautivo puede sobrevivir días, incluso meses, montando a caballo y enviando telegramas, sólo para morir repentinamente de un paro cardiaco u otra causa parecida. No hay tratamiento para la miopatía de captura.




en La rutina Albertine, 2016

















lunes, mayo 15, 2023

«Asfixias», de Louis Aragon

Traducción de Ana María Moix




a Francis Picabia 


Bulevar Bonne-Nouvelle, un joven oficinista se dirige apresuradamente a su trabajo. De repente se detiene. Risa histérica. Un testigo oye que dice:

—Si es morena.

Una mujer morena les deja atrás casi enseguida. El joven se mata. En su bolsillo había una carta agradeciendo la invitación a una cena. 

*

Suicidio o bancarrota, Desdémona se aureolaba con una trágica historia cuyos detalles no se conocían bien. Su amigo A. pasaba horas y horas jugando silenciosamente con su sombrilla. Hubo un tiempo en que prometía ser un joven con futuro. Ahora leía a Desdémona: Burlada en el umbral de la alcoba nupcial. 

El 1 de marzo en curso, y habiendo Célestin Pradelineau asesinado a su querida la «Meneos», la policía llevó a cabo una redada en el barrio de Saint-J... y sorprendió a A. en flagrante delito con una niña y un niño enclenque. A. murió́ al llegar al cuartelillo. Se encontró un papel enrollado en el forro de su sombrero. 

«28 de febrero de 1922. — Nunca he amado sino a Desdémona: la detesto. Que mi muerte no le sirva para nada: creerá́ que le mentía». 

El comisario ha llevado este papelito a la interesada. Se dice que ella va a debutar en el cine. 

*

N... (Deux-Sèvres) 

Taciturno desde la más tierna infancia, George S., nacido el 24 de enero de 1889, dio siempre muestras de ser un hijo respetuoso. Ningún arresto durante el servicio militar, ningún antecedente penal. El 2 de julio de 1912 se casa con Marie Dr., de diecinueve años de edad, hija de un notario. No la engaña. Movilizado en 1914, no deserta. En 1919 su padre le cede la dirección de un almacén de novedades. La acepta. Sus empleados coinciden unánimemente en elogiar su benevolencia. Madame S. se declara muy feliz a una amiga a pesar de que su marido sea tan poco hablador. 

El 17 de agosto de 1921, como es su costumbre, S. levantado antes que su mujer silba: ¡Adiós, Precioso, ánimo! dirá́ la criada. Baja al jardín, bina un huerto de lechugas, después se encierra en su despacho donde escribe una carta a un destinatario que permanece desconocido. Se pone su canotié y va a mandar la carta al correo. Al regresar encuentra al párroco de N..., lo saluda, después sube a la habitación de su mujer, la encuentra dormitando aún y la estrangula. Antes de partir abre las persianas, y desaparece. 
Entre sus papeles se descubre un epitafio para la víctima: Buena esposa, se lleva los remordimientos de los que no la han amado. 

El 28 de enero de 1922 encuentran a S.: es descargador de muelles en Cette. Sigue taciturno, sombrío. No se le conoce querida. Sólo declara que estaba harto. 

*

El famoso general R. cuyos éxitos no hemos olvidado acaba de presentar su dimisión. Le hemos preguntado los motivos. Nos ha respondido que los chistes cortos son los mejores. Ahora pasa sus días mirándose en el espejo. 

*

El pequeño Raoul, de siete años, hacía las delicias de su madre. Madame D. trabajaba en lencería. Sophie, su hermana, se había casado con Paul G., y las dos parejas habitaban en el mismo rellano. Madame D. sólo tenía ojos para Raoul. El gran acontecimiento de la semana era un paseo a la orilla del agua. Madame D. no dejaba al niño ni a sol ni a sombra. El 3 de enero de 1922, cuando bajaba por la escalera, se cruzó con su cuñado: tenía una mano en la barandilla. Entró de nuevo precipitadamente a su casa, miró a Raoul, estalló en carcajadas, vació los cajones y fue al encuentro de Paul que sólo había dejado a su mujer cuatro francos encima de la chimenea. Al pasar junto a la portería dijo lo suficientemente alto para que la portera la oyera: 

—Una buena experiencia para un chiquillo: eso lo hará madurar. 

En otra ciudad, un hombre y una mujer bailaron seis meses en todos los bailes. Tienen un excelente tema respecto al que bromear: una cabecita rasa en el medallón que desciende entre esos senos hechos para las palmas de las manos. 

*

Dependiente modelo hasta su boda, Vincent V. se casó el otro día con C. Todas las mañanas sale hacia el almacén a las siete y media. Pero se pasa la mañana, haga el tiempo que haga, en un banco de la avenida del Maine. Llega a almorzar con retraso y regresa precipitadamente al mismo trabajo. A fin de mes no tendrá un céntimo que dar a C. que le supone vendiendo limpiaplumas durante todo el día. Esto le regocija un poco. 

*

En 1908, el clown F. cantaba en el circo Z.: 


PRIMER ESTRIBILLO

No, no volveré a casa 
No, no volveré a casa 
No, no volveré a casa 
No, no volveré a casa 
No, no volveré a casa 




SEGUNDO ESTRIBILLO

No, no volveré a casa 
No, no volveré a casa 
No, no volveré a casa 
No, no volveré a casa 
No, no volveré a casa 




TERCER ESTRIBILLO

No, no volveré a casa 
No, no volveré a casa 
No, no volveré a casa 
No, no volveré a casa 
No, no a c.........sa 
No, no a c.........sa 
No, no vol... a c....sa 
No, no.......... ca.. 
Nunca... vol...... c.sa 
Nunca volveré a casa 
Nunca más.... a casa 




en El libertinaje, 1924




Fotografía original: Autorretrato en un fotomatón (c. 1929)
















domingo, mayo 14, 2023

«Fablilla», de Hernán Bravo Varela





a Amalia Bautista

Hace ya mucho frío,
en un reino lejano
a quien, por tu cesura,
viene y versa
un ayer en plural
–pasado el tiempo–,
vivía la música
al margen del oído.
En tu patio
de dulces disyuntivas
-el manto
de hierba o la corola,
peras o manzanas-,
donde un alcázar
interior te diera
alcance,
ya queda sólo
la sordina inmensa.
Ventanales abiertos
y círculos (no sé)
cerraron
como si, más o menos,
dos que tres goznes fueran
gozo mío.
Érase un azulejo
que no jugó a trinar
con fuego. O sea, a dúo
junto al fénix,
por dos montes (de veras)
y un canto por camino.
De noche,
movidos por el cielo
del amor
que se pone en Oriente,
tuvimos una fe
de lirios y astromelias,
un origami
en práctica de vuelo.
Pero en ausencia nuestra,
se calca el desenlace
–colorín...–
de lo que estuvo unido
–...colorado–:
Y el cuento es cierto:
quien te escuchó callar
oyó el invierno.



en Sobre naturaraleza, Pre-textos, 2010