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lunes, septiembre 01, 2025

«El monte de las furias», de Fernanda Trías

Fragmento



 
Helaba. De nuevo me calcé las botas y me eché la manta a la espalda. La niebla seguía rastrera, no soplaba una gota de viento. Íbamos a pasar todo el día dentro de la nube, con los gorriones engañados por la ausencia de luz. Le di la vuelta al jardín, arrancando algunos tallos de lengüaevaca que se habían afianzado por ahí. La humedad trabajaba sobre las cosas, corroía como un lamento. Aunque los perros ya no ladraban, igual quise ir a vigilar el portón, asegurarme que todo estuviera en orden. El suelo, esponjoso, cedía bajo mis pies. Unos diez metros más allá del límite del jardín, pasando el galpón de las herramientas, pasando el corral abandonado de las gallinas, justo antes de llegar al alambre, estaba el cuerpo.
 
Voy a poner acá todo lo que sé de él:

Lo encontré bocabajo, con la cara enterrada entre las hojas excepto por un pedacito de mejilla negra, sucia de algo que parecía carbón. Los pies volteados hacia adentro, las manos negras también. Uñas como si hubieran escarbado la tierra. El pelo había sido largo, se notaba, pero lo tenía motilado a lo bruto y ahora terminaba encima de la nuca como un cepillo de puntas rectas. El resto era un pantalón oscuro, un buzo de lana y unos mocasines de hombre. Digo de hombre porque tenían esa hebilla que solo recuerdo haberles visto a los doctores del hospital, y lo digo también porque le quedaban grandes, dándole al cuerpo un aire desencajado, de pies exageradamente largos en relación con las piernas.

Cuando el Celador llegó agarramos una pala y nos pusimos a cavar un agujero.

Pero antes debería consignar aquí lo que no le dije al Celador:

No le dije al Celador que, después de encontrarlo, agarré al cuerpo de los sobacos, lo levanté un poco y lo arrastré algo así como medio metro hasta unas rocas que le hicieron de respaldo. El cuerpo sentado parecía un muñeco, mientras que el cuerpo en la tierra parecía un animal. Le acomodé las manos sobre las piernas para que no estuvieran volteadas como pidiéndole al cielo. Me senté en el pasto y lo miré. De lejos alguien hubiera dicho «dos personas conversando», porque me había sentado muy cerca, igualito que si lo conociera, y yo, sin quererlo, también imitaba la posición de las manos, apoyadas tranquilamente sobre las rodillas. Cuando no supe qué más hacer, le revisé los bolsillos.

No encontré nada.

La roca que sostenía al cuerpo se veía cómoda, afelpada y mullida por el musgo que crecía en ella y le daba un aspecto de sillón caro. El musgo no tiene raíces, solo unos filamentos para amarrarse a la roca. Es lo primero que cubre el suelo. Contiene más de veinte veces su peso en agua y así permite que nazca lo demás: el pasto y los árboles. El musgo es como el tapizado del mundo (digámoslo así), la tela que sostiene el monte vertical. Vestida con musgo y líquenes, la roca se llena de colores. 

A veces pienso que la piel rugosa de la roca duerme como algo que está a punto de nacer. La gente cree que las rocas son todas iguales, pero ninguna se parece. Si yo quisiera decir «Esta es mi roca», debería aprenderme de memoria su forma y cada hueco, cada rendija, cada abolladura, cada pelito de musgo y cada mancha (como lunares) de los líquenes amarillos. Sería tan difícil como aprender un idioma nuevo.

Ahí lo dejé, apoyado. La ropa me había quedado sucia y tuve que entrar a cambiarme. Después bajé a buscar al Celador. Casi tuve que zarandearlo para que se despertara. Subimos la cuesta juntos, yo teniendo que aguantar el tranco porque él no podía seguirme el ritmo. Me preguntaba: Qué pasa, mujer, ¿por qué tanto misterio?, pero yo no quería adelantarle nada.
Cuando llegamos ni siquiera le ofrecí agua, aunque lo vi jadeante y sudado. Lo llevé directo al alambre y le mostré el cuerpo. Seguía recostado en la roca, donde lo había puesto, pero se ve que en el rato entre que fui y vine se había resbalado un poco y ahora parecía un borracho caído, de esos que amanecen despatarrados en el suelo.

¿Qué hacemos?, dije.

Pensé que podríamos dejarlo ahí, que el monte se lo comería igual que alguna vez se tragó los muros de la casa en la quebrada, y se lo sugerí al Celador.

No sea bruta, dijo él.

Pero yo me había imaginado algo lindo: el cuerpo como los Judas de trapo que hacíamos de chiquilines y que de tanto cargarlos para todos lados una se encariñaba y daba lástima quemarlos. Me lo imaginé así, caído, flojo, y las ramitas creciendo del suelo, el pasto avanzando por el hueco entre las piernas y todo alrededor de la cabeza, como una corona, y así así el monte lo iría cubriendo, enredándolo con tallos hasta dejarlo escondido. ¿Qué otra cosa íbamos a hacer con él?



2025














martes, julio 15, 2025

«En el bosque de los helechos», de Silvina Ocampo



 

En el bosque infinito de los helechos, donde acampaban los gladiadores, sin aclaración de tiempo ni de lugar, me perdí un día, hace tantos siglos que no puedo rememorar ni la hora, ni el color del cielo, ni la temperatura del aire. Yo tendría once años, no puedo imaginar otra edad. ¿Cómo llegué a esos sitios del mundo? Nunca lo sabré. Tengo recuerdos de una madre que me quería mucho y que no me descuidaba; de un padre que me miraba apenas. ¿Cómo llegué a ese bosque extraño, tan lejos del lugar de mi nacimiento? Tal vez me enamoré de un gladiador, que después de violarme bruscamente, me regaló un caramelo. No había caramelos en esas épocas pero, por costumbre, llamo caramelos a todo lo dulce y pegajoso que hay en la naturaleza: un higo bien maduro, rojo como el corazón abierto de una niña. El gladiador no me amaba ni traté de seducirlo, pero no me separé más de su lado y durante unos momentos, con dificultad, lo tomaba de la mano izquierda, tan áspera, que yo gritaba de dolor.

—¿Por qué gritas? –preguntó—.

—Porque me duele.

—La próxima vez te dolerá mucho más.

—No quiero —protestó la niña—.

—Ya verás —le dijo el gladiador—, te haré doler más. No tendrás ganas de reír ni de llorar ni de dormir, me pedirás que me quede contigo.

Y con estas palabras se dormía, hasta que un día tuvo miedo y se fue corriendo al bosque de los helechos para rezar y comer raíces, que eran su único alimento.

Esta niña se llamaba Agnus; nunca se sabrá por qué. Sólo lo supe después, no por el lecho que siempre buscaba para dormir, sino por los helechos del bosque que siempre la seducían con sus blandas plumas verdes, tan altas que nunca las alcanzaba y que brillaban en el cielo.

Un día, entrada la noche, Agnus se acostó en unas preciosas rocas que mantenían intactas las voces de las personas que por ahí habían pasado. Algunas voces cantaban, otras susurraban, otras utilizaban los plumeritos de los helechos para hablar con una voz tan clara que Agnus se quedaba las horas y las horas escuchándolas con amor. Para oírlas bien tenía que pegar su oreja a la tierra. Fue entonces cuando la revelación se produjo: alguien la llamaba con la voz del gladiador. Era una voz perfecta, repleta de dulzura, que nunca tuvo para ella. Se incorporó para oírla mejor.

—Estoy acá, en el bosque de los helechos Estos helechos son más altos que los árboles más altos de toda la creación. Te busco, mi amada, han pasado dos mil años de mi muerte. Yo había nacido para morir en este bosque; donde te encontré por fin. Dos mil años no arrugaron mi cara. Once años de mi vida son los tuyos. Escúchame. Nadie me escucha, salvo el viento atroz del invierno y la blancura de la nieve, para recordar la piel de tu mejilla divina donde apenas una rosa dejó un día su color. Soy el alma del silencio. De todos los países me quisieron echar. No quieren a gladiadores y yo te pregunto a ti que me has abandonado ¿qué hago...? Si has desaparecido, ayúdame; contéstame, voz adorable del helecho: moriré contigo si lo aceptas. Ahora, tan envejecido estoy que no me reconocerás. Sólo si me arrodillo a tus pies, como antaño. Porque te amo ni mi cuerpo ni mi alma ni mis movimientos envejecieron. Vivo con la eternidad porque nunca he existido ni existiré. Sólo el sentimiento que me obligó a violarte una noche de abril quedó entre los helechos que aspiro, y yo, débil como un niño, ando vagando por los bosques donde nadie me ve ni me adivina, ni contesta mi silencio.



en Cuentos completos, 1999

















lunes, julio 07, 2025

«El reloj», de Osvaldo Soriano



 
A los quince años me compré mi primer reloj. Durante el verano trabajaba en un galpón de fruta de Cipolletti, le pasaba la mitad del sueldo a mi madre y con las horas extras guardaba plata para darme algún gusto grande. Después vinieron otros, pero ninguno tuvo el valor del primero. Era un White Star de diecisiete rubíes, enchapado en oro y con correa negra. En ese entonces pensaba que lo último que uno se sacaba antes de acostarse con una chica era el reloj. No sé por qué, pero me imaginaba enceguecido por unos pechos blancos y unos ojos ardientes. Me inclinaba a desprenderle la cadenita que llevaba al cuello y yo me quitaba el reloj de la muñeca.
 
Los Rolex de hoy no existían para nosotros. Mi padre no había querido regalarme el White Star porque sostenía que un varón debía comprarse sin ayuda el reloj y los calzoncillos. La verdad era que no tenía plata y lo disimulaba con una filosofía de apuro. Muchos años después me obsequió un Rado con calendario que le encajaron por automático. Pero no pudo pagarlo y el estafador se llevó un chasco. Iba a verlo a la oficina de Obras Sanitarias para reclamarle las cuotas atrasadas y mi viejo se lucía mostrándole su Omega perfecto. «¡A usted no lo conozco! ¡Para qué quiero baratija automática si tengo esta joya!», le decía, y levantaba el brazo para que todos lo envidiaran. Por más que el otro lo amenazara con ejecutarle los pagarés mi padre se reía a carcajadas y le aconsejaba que mejor los tirara a la basura.
 
Todavía no se había inventado el cuarzo y los japoneses no fabricaban su mercadería descartable. Eran tiempos con ecos de El tercer hombre, la obra maestra de Carol Reed con guión de Graham Greene. El gran Orson Welles miraba el reloj con esa sonrisa suya y le lanzaba a Joseph Cotten el famoso: «Ustedes hablan tanto de paz… Mira a los suizos: llevan quinientos años de paz y ¿qué dejan? Nada más que el cucú…». Cito de memoria para evocar el cinismo hiriente de Harry, el personaje que había enamorado a la bella y melancólica Alida Valli. Los suizos eran ingenieros de la puntualidad. Al menos eso decía mi padre que nunca llegaba tarde a una cita. Me acuerdo que se sacaba el Omega para lavarse las manos de miedo a que la humedad se le escurriera dentro de la caja de acero inoxidable. Lo había comprado en 1941, antes de casarse, y lo conservó toda la vida. Se le hacía agua la boca cuando me hablaba del cronómetro Girard Perregaux, pero no hubiera cambiado el Omega por ningún otro. Como todos los relojes a cuerda, aquel tenía una historia particular que no puede ser contada. Cuando mi padre se enfermó, noté que le había hecho limpiar la esfera como si quisiera ver más claras sus últimas horas. Nunca se lo sacó de la muñeca y era lo único que llevaba puesto cuando murió en una clínica del barrio de Flores, aquel otoño del setenta y cuatro.
 
Pierre Assouline cuenta, en su monumental biografía de Georges Simenon, que una de las mayores culpas que pesaron sobre la conciencia del creador de Maigret fue la de haber entregado el reloj que le había dejado su padre a cambio de una noche de prostíbulo. Simenon nunca pudo recuperarlo y desde entonces vivió rodeado de péndulos, despertadores y minuteros. A todo el mundo le regalaba relojes pero, perdido el de su padre, nunca pudo tener uno que fuese realmente suyo.
 
«La fecha más importante en la vida de un hombre es la de la muerte de su padre. Es cuando no tienen más necesidad de él que los hijos comprenden que era el mejor amigo». Con esa cita de Simenon abre Assouline el meticuloso recorrido de una vida tantas veces maquillada por el escritor en sus Memorias íntimas y otros libros de recuerdos. El reloj perdido en las bragas de una prostituta negra recorre una colosal obra de trescientos cincuenta títulos. Entrevistado por Los Angeles Times, Dashiell Hammett afirmó: «Simenon es el mejor en su género porque es inteligente. Por muchos lados me hace pensar en Edgar Poe».

Como Cervantes en castellano y Dickens en inglés, Alexandre Dumas y Simenon adaptaron a su tiempo y a la lengua francesa el complejo arte de la novela popular. No tienen equivalentes en la Argentina porque Roberto Arlt era muy vulnerable y estaba demasiado amargado para seguir escribiendo novelas de las que se burlaba mucha gente dedicada a la literatura. De uno de los Dumas, mi padre decía haber leído Los tres mosqueteros, del otro La dama de las camelias. Los Dumas, padre e hijo, eran tan compadres entre ellos como si no fueran de la familia. Compartían la escritura de ciertos libros, el calor de las prostitutas y la admiración de las cortesanas.
 
Es verdad que a diferencia de Simenon, los Dumas no eran completamente autores de todo lo que publicaban. A pocos metros de donde están enterrados, en el cementerio del Pére Lachaîse, hay otra tumba menos conocida que guarda los restos del pobre tipo que les proveía ideas y manuscritos cuando ellos se quedaban bloqueados o sin tiempo para alimentar al editor que les corría detrás. Ese nègre, escritor fantasma sin gloria ni posteridad, fue vengado por sus hijos que escribieron sobre la lápida: «Aquí yace el hombre que escribía las novelas que se adjudica el señor Dumas, que yace un poco más allá».

También James Hadley Chase, el más popular entre los autores de novela negra, está bajo sospecha. Un investigador francés sostiene la dudosa hipótesis de que Chase no era más que un doble de Graham Greene, quien —aventura—, sería el verdadero autor de No hay orquídeas para la señorita Blandish y Eva, entre tantos. Poco importa: cualquiera sea el creador del insoportable suspenso de Un agujero en la cabeza, merece la gratitud de los millones de lectores que Chase y Greene conservan aun muertos y sepultados.
 
Las máscaras sirven para cubrir otras máscaras. Cuando investiga a Simenon y salta de un reloj a otro, Assouline descubre que las históricas Memorias de Chaplin, publicadas en 1964, fueron escritas en el más absoluto secreto por la imaginativa pluma de su amigo Graham Greene. El autor de El poder y la gloria no le cobró un centavo y se divirtió como loco inventando peripecias y reescribiendo las insulsas páginas que le había alcanzado Chaplin.
 
En cambio Simenon siempre es él mismo. Una y otra vez enmascarado, ya sea en el personaje ominoso que de joven firma diecisiete artículos sobre «el peligro judío», o en el colosal escritor de Los cómplices, La nieve estaba sucia y El relojero de Everton. En el improbable Quién es quién de estos tiempos, El compadre de Dumas, el amigo de Simenon o el verdugo de Arlt nos empujan los pasos. Los evocamos con amor o con odio, pero siempre con furia. Hay veces que nos aplastan y otras en que los hacemos polvo. Pero siguen ahí, en el tic tac del viejo reloj. Hasta que se le termine la cuerda.




en Piratas, fantasmas y dinosaurios, 1996













 
 





jueves, julio 03, 2025

«Los ojos culpables», de Ah'med Ech Chiruani (Jorge Luis Borges, Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares)




 
Cuentan que un hombre compró a una muchacha por cuatro mil denarios. Un día la miró y echó a llorar. La muchacha le preguntó por qué lloraba; él respondió: «Tienes tan bellos ojos que me olvido de adorar a Dios».

Cuando quedó sola, la muchacha se arrancó los ojos. Al verla en ese estado el hombre se afligió y le dijo: «¿Por qué te has maltratado así? Has disminuido tu valor». Ella le respondió: «No quiero que haya nada en mí que te aparte de adorar a Dios». A la noche, el hombre oyó en sueños una voz que le decía: «La muchacha disminuyó su valor para ti, pero lo aumentó para nosotros y te la hemos tomado». Al despertar, encontró cuatro mil denarios bajo la almohada. La muchacha estaba muerta.



en Antología de la literatura fantástica, 1940





Pintura original: El Sheikh, de Muhammad at-Tayieb' al-Hyari















miércoles, mayo 28, 2025

«Esta herida llena de peces», de Lorena Salazar Masso

Fragmento




Empaco y salimos de la casa con Juan Paulino. Corro tras el niño, las mamás siempre corriendo, siempre detrás, ¿se sienta una madre alguna vez? La selva está mojada por la lluvia de anoche; el sol, con falsa timidez se asoma entre las nubes. Caminamos sobre un puente de madera cercado por troncos musgosos, hojas cordadas —las más grandes que he visto—, epífitas, ramos de hojas que parecen la corona de una piña: nacen en el tronco de los árboles y viven allí como un castillo al borde de un acantilado. Todas las plantas de esta selva se unen para que nazca una orquídea, bombillos de color entre tanto verde. Oigo la voz del niño, me grita que ha encontrado las orejas de las flores. Avanzo unos metros y lo encuentro encaramado en la baranda del puente, abrazado a un árbol, susurrándole a las hojas: «Tengo un diente flojo».

Llego hasta él, hago un esfuerzo exagerado para cargarlo, le digo que puede hablarle a las hojas desde el puente, que es peligroso subirse allí.

—Ma, ¿te dije que tengo otro diente flojo?
—¿Qué le vas a pedir al ratón?
—¡Pues otro diente!

Alcanzamos a Juan Paulino, negro de piel mate, tensa y dura como caballo viejo, su camisa sin mangas deja ver unos músculos forjados a punta de madera. De cerca, ojos de niño —redondos y tristes— que disimula con un paso firme y pesado. La selva se desviste, deja el agua frente a nosotros y un sol todavía joven en el cielo. A Juan Paulino lo espera una canoa pequeña con dos pescadores, nos pregunta si queremos subir. Digo que no, que mejor lo vemos desde aquí. El niño sí quiere ir.

—Déjelo —dice.
—No trajimos el chaleco salvavidas —respondo.
—Tranquila, seño, soy amigo del río.

El niño me agarra la mano, me dice que, si lo dejo ir, me dará el diente nuevo que le salga. Debería decir que sí, por el destino y porque me llamó «seño».

Juan Paulino, el niño y los pescadores se alejan en dirección a los cardúmenes. Todos hablan con él, le cuentan historias, está feliz. Me siento en la escalera que baja del puente al río. Cantan grillos, garzas, cigüeñas. No me bañé antes de salir. Voy con el mismo vestido sudado de ayer. Imagino que pasa una canoa con lavanderas, que me secuestran, me desnudan y lavan mi vestido. Una de ellas lo moja, lo unta de jabón, lo estrega contra el suelo de la canoa. Lo vuelve a meter al río mientras las otras reman, el vestido sale limpio, lo escurre y se lo cuelga en el antebrazo derecho. Las mujeres me preguntan si estoy enferma, aseguran que me falta aguacate en las piernas, en las nalgas, pero alaban la trenza que aún llevo en el pelo. Preguntan si sé algún arrullo, un canto o si soy muda. Me dan de beber sauco con panela, me visten y me dejan de nuevo en las escaleras del puente.

El sol en el centro del cielo. Con la mirada busco al niño entre plantas de agua y pájaros, se ve contento: una caña de pescar en su mano y un pez que cuelga del nailon.




Publicado por Editorial Tránsito, 2021









Contribución a DscnTxt de Fernanda Brito























miércoles, mayo 21, 2025

«Contravida», de Augusto Roa Bastos

Dos fragmentos



20

Cuando uno se pone a pensar en estos recuerdos, ellos se ponen reflexivos y lo piensan a uno.

Porque... ¿debo decirlo aquí? ¿Cómo se puede contar lo ocurrido hace tanto tiempo? ¿Cómo se puede contar lo que acaba de suceder?

La memoria del presente es la más embaucadora.

El relato no hace más que relatarse a sí mismo.

Lo importante no son las palabras del relato sino el hecho que no está en las palabras del relato y que precisamente rechaza las palabras.

Debería contarse un relato como en la tradición oral. Alguien cuenta algo mientras otro va escribiendo lo que la memoria soñadora oye por debajo de las palabras.

Mejor aún contar hacia atrás. Hacerlo poco a poco pero de inmediato. Algo como la luz de un relámpago, de flujo lento y fijo. El fulgor detenido en la oscuridad anula las edades. Lo convierte a uno en el contemporáneo de los hechos, de los personajes más antiguos o aún no llegados.



21

Ser el más infame de los personajes, pero también el más noble de los que pululan en las historias fingidas. Ser al mismo tiempo hombre, mujer, andrógino. El sexo total vuelto del revés.

La infinidad de seres, de géneros, en que puede desdoblarse el ser humano.

Si cuento hacia atrás, me convierto en mi antecesor. No soy más que mi abuelo de siete años. Un abuelo pequeño en los recuerdos. Hablador en lo callado. Así siempre, hacia atrás, hacia atrás.

La interminable sucesión de abuelos de siete años, de seis años, de cinco años, cada vez más pequeños, hasta que el último desaparece en el útero.

El embrión humano se encoge. Se hace una bola. Flota en la placenta. Es su plenilunio. Tiene cara de viejo plenilunar. Llena de arrugas, de lunares parecidos a manchas de azufre. Puedo ver los pelos de las pestañas, los puntos de la barba en la cara arrugada.

La nariz sin formarse todavía en la cara chata, aparece aplastada entre las rodillas.

Las fosetas nasales aletean como pequeñas branquias de un pez que quiere escapar de la pecera del amnios.

Si muere, las pupilas se dilatan y fulguran sombríamente. Si nace… ¡Ah, si nace! Todo cambia.

Si la vida no se retira de ese cuerpecillo nonato ya valetudinario, el feto vivo imaginará mientras viva que no ha nacido.

Deberá nacer y desnacer cada día. A fuerza de morir tantas veces, el que pasa a través de esas resurrecciones se vuelve un poco inmortal. 

(…)


1994

















jueves, mayo 15, 2025

«Gaza, Gaza, Gaza», de Martina Kaniuka




 
Benjamín Netanhayu, Primer Ministro de Israel, denunciado por crímenes de guerra y lesa humanidad en noviembre del año pasado por la Corte Penal Internacional –único tribunal global permanente del mundo por crímenes de guerra y genocidio– recibido por varios países que eludieron la orden de arresto emitida; declaró ayer –frente a un grupo de reservistas de las Fuerzas de Defensa de Israel (FDI)– que entrarán «'con toda su fuerza' en Gaza en los próximos días, como parte de la fase final de la ofensiva militar iniciada tras el ataque de Hamas del 7 de octubre de 2023».

Los palestinos que voluntariamente decidan abandonar su tierra serían reubicados. Como en el Plan Madagascar de Göring, Netanyahu asegura que ya establecieron «un organismo rector que permitirá la salida de los civiles» y que «el problema principal es que se necesitan países de acogida dispuestos a acogerlos. En eso estamos trabajando ahora mismo». 

Pero ¿cuántos palestinos, palestinas, van a dejar su tierra voluntariamente para ingresar en campos de concentración? 

En 1974, Rodolfo Walsh recorría las calles polvorientas de Palestina, esa que todos los niños conocían libre «solamente a través de los ojos de sus padres muertos». 

Después de entrevistar a algunos de los quinientos niños que habitaban el Orfanato en Suq el Garb, al sur de Beirut, anotó: «Muchos quieren luchar por la liberación de su tierra».

– ¿Cómo te llamas?
– Zaki.
– ¿Qué edad tienes?
– Siete. 
– ¿Vive tu padre?
– Murió.
– ¿Qué era tu padre?
– Fedaí (del árabe fedayin, sacrificio, mártir).
– ¿Qué vas a ser cuando seas grande? 
– Fedaí.[*]

En aquel entonces, las generaciones de hijos y nietos de los primeros desplazados en 1948 maduraban como los olivos que los colonos disfrutaban arrancar, con las raíces extirpadas, los frutos al aire cicatrizados con la savia de su propia identidad, y al calor de una certeza: la vida en Palestina era sinónimo de sufrimiento, de resistencia y de lucha y la muerte, el más frecuente de los paisajes. 

La infancia y el futuro en Gaza son anécdotas que, los críos que nacen siendo adultos, anidan junto al efímero deseo de la eternidad, jugando entre escombros a despedirse de familiares, vecinos y amigos, festejando cumpleaños en casas que los acercan más al cielo con cada bomba, derrumbándose desde los cimientos, despojándolos de un techo sobre sus cabezas. 

Ser niño en Palestina es crecer defendiéndose del mundo que decide, a través de todas sus instituciones, darles la espalda. Es festejar cada año de vida con la plena conciencia de la fortuna que representa –en los confines donde la sombra de la muerte decidió detener el tiempo y escribir el nombre de su tierra– seguir soñando un año más con esa libertad que cobijan en el pecho, a pesar de los puestos de control, las requisas, la violencia y la vulneración de todos y cada uno de sus derechos.

Hoy ya son siete las generaciones repartidas entre los diecinueve campos de refugiados que viven en el régimen de apartheid que Israel impuso en 1967. Más de 800.000 palestinos fueron detenidos, cerca de un 40% de su población masculina, incluyendo a niños que, desde los 12 años, fueron torturados por las fuerzas de ocupación sionista sistemáticamente: violencia física, psíquica, sexual, desde la detención hasta el interrogatorio. Entre 500 y 1000 niños palestinos de entre 12 y 17 años son detenidos cada año. 

La organización Save The Children ha reportado que el 86% fue golpeado, el 69% fue obligado a desnudarse, más de la mitad son heridos al momento de la detención, con heridas de bala y roturas de huesos. 

¿Qué posibilidades hay de que alguno de esos jóvenes que ingresó en paracaídas a las puertas de Gaza el 07 de octubre de 2023 lo haya hecho desesperanzado tras tanta muerte, con ansias de venganza, después de sobrevivir como rehén de un estado de opresión constante, donde la libertad es una utopía y la justicia una palabra de la que también se adueñaron otros?

La respuesta son todas y la gestión Netanyahu decidió, sin eufemismos, ponerle fin a la red de esperanza que tejen, como los pescadores de ese mar que los camufla en la playa famélicos pidiendo alimento a sus aguas, cada vez que nace un niño en la tierra donde hace ocho décadas el olvido del mundo le pierde la pulseada a la memoria del pueblo.

Desde la última «tregua» planteada por Israel el 18/01, violada bombardeando Cisjordania el 21/01, el plan de exterminio escaló y, desde entonces, cada quince minutos un niño es asesinado en Gaza. Desde el 08 de octubre del 2023 fueron asesinadas más de 61700 personas, 17500 fueron niños.

Las imágenes viajan en vivo y en directo a través de internet. Entre los escombros, los niños buscan souvenirs de lo que alguna vez supo ser su vida. Un trozo de taza donde sus padres solían tomar el té, un oso de peluche, un peine conservando algún cabello. 

En Occidente, los padres guardan los dientes de sus hijos para el ratón Pérez. En Palestina, si no terminaron abrazándolos en una mortaja, los hijos son los que sobreviven al recuerdo de lo que alguna vez supieron ser sus padres. Caminan descalzos a través de los 360 kilómetros de la Franja, con las más de un millón de personas que se desplazan para conseguir una hogaza de pan. 

Los que sobreviven, habitan en carpas provistas por los pocos organismos de derechos humanos que el ejército israelí dejó llegar a la zona. Hoy no ingresan alimentos, UNICEF y el Programa Mundial de Alimentos (PMA) denuncian que 71000 niños y niñas se encuentran amenazados por la malnutrición aguda, sin agua potable, ni acceso a los servicios de salud. Con más de 116.000 toneladas de ayuda alimentaria, suficientes para alimentar a un millón de personas durante un máximo de cuatro meses, que ya se encuentran en los corredores humanitarios listas para ser distribuidas, desde el 02 de marzo, bloquearon totalmente los pasos fronterizos a Gaza. 

Las fuerzas armadas israelíes se «están preparando para terminar el trabajo». El genocidio y la limpieza étnica siguen en curso. Las manifestaciones pidiendo el alto al fuego se multiplican, pero también los muertos, el sufrimiento, el dolor. Las fotografías de niños desnutridos, caminando descalzos, transportando su propio peso en agua durante kilómetros, llorando el asesinato de sus hermanos, se repiten y no deberían ser fáciles de olvidar. No será sencillo explicar esta parte de la historia y justificar a quienes, pudiendo intervenir y aliviar el dolor de los palestinos, por acción y omisión decidieron no hacerlo. Mientras tanto, por ese pueblo que sigue escribiendo en pasado y viviendo en potencial, no dejemos de repetir: Gaza, Gaza, Gaza. 



en Pelota de trapo, 14 de mayo, 2025



* En El violento oficio de escribir (póstumo), 1996.



















lunes, abril 21, 2025

«Paga el Papa», de Rafael Bielsa





El mundo del pobre, del preso, del enfermo y del inmigrante es muy áspero cuando uno está sufriendo de alguna de esas aflicciones. Pero ¿qué decir si se llega al menesteroso desde «La Stufetta del Cardenal Bibbiena»?

«La Stufetta» es una pequeña habitación ubicada en el tercer piso del Palacio Apostólico del Vaticano, diseñada en 1516 como sala de baño para el secretario privado del Papa León X y decorada con frescos renacentistas de inspiración clásica, concebidos por Raffaello Sanzio y ejecutados por sus asistentes en el taller. Los mejores soles del verano y del invierno acarician los vitrales del oeste, y se despatarran sobre una Venus eternamente naciente.


De esa obra de arte salía el Papa Francisco, cuando iba a visitar a los clochard (los sintecho) en Roma. Al poco tiempo de llegado al Vaticano, y sobre una iniciativa del arzobispo polaco Konrad Krajevski, el limosnero pontificio, el Papa le otorgó el plácet para que en un puñado de parroquias romanas se brindara un servicio humanitario. Agua caliente, corte de pelo y barba, y comida para los carentes. Cuando los párrocos preguntaban tímidamente «¿quién paga?», la respuesta era «Paga el Papa». Un abrazo del Santo Padre para devolver dignidad a quienes no la sentían.

¿Y si se llega a los ojos de los presos luego de haber visto el tapiz de Rafael Sanzio que se encuentra en la Pinacoteca Vaticana? Forma parte de la serie Los Hechos de los Apóstoles, encargada para la Capilla Sixtina. Esos tapices fueron tejidos en Bruselas. Posiblemente el más bello, La Lapidación de San Esteban, fue elaborado en lana, seda, hilos de oro y plata, y es una alhaja de manufactura flamenca.

Acaso con la pupila ligeramente contraída para proteger la retina, el Papa entró en la prisión de Regina Coeli (Reina del Cielo), y se encontró con 70 reclusos en la Rotonda Principal. Es la cárcel más conocida de Roma y fue construida como convento católico en 1654. Fue el último jueves Santo, el 17 de abril. Francisco quiso –como Jesús con sus discípulos– hacer el lavado de los pies, pero no estaba en condiciones por su salud. «Este año no puedo», dijo, «pero sí puedo y quiero estar cerca de ustedes».

«Vaticano 3», en el Hospital Universitario Agostino Gemelli de Roma, es como se conocía a la habitación del Papa. Es un espacio que le garantizaba privacidad, comodidad y seguridad. Tiene mobiliario blanco, cama, televisor y baño privado, además de un equipo médico especializado para monitorear los signos vitales. Dispone de una capilla reducida, con un crucifijo, donde se podía celebrar misa si la salud lo hubiese permitido. Amplios ventanales permiten la entrada de la luz y ofrecen vista a la entrada principal del hospital. El control de seguridad del décimo piso estuvo a cargo de la Policía italiana, la Gendarmería vaticana y el personal de salud. Pero no todos los enfermos acceden a lo mismo.

Vinicio Riva se encontró con Francisco el 6 de noviembre de 2013, en la Plaza de San Pedro. Hasta 2024, año en el que murió, el nacido en Vicenza padeció de neurofibromatosis tipo I, una condición genética que le causó tumores en el tejido nervioso y le provocó deformidades en la piel y los huesos. «Primero le besé la mano», dijo, «mientras él con la otra me acariciaba la cabeza y las heridas. Luego me acercó y me abrazó fuerte, me dio un beso en el rostro. Mi cabeza estaba contra su pecho y sus brazos me acogían». Riva relató que su piel había perdido la elasticidad y las heridas le cubrieron los ojos, pero podía ver. Los pies se le deformaron y estaban devastados por las llagas. Tenía mucha comezón y cada mañana amanecía con una malla de algodón empapada de sangre. Su enfermedad no es contagiosa, aunque Francisco no lo sabía. «Pero lo que más me ha impresionado», añadió, «es que no se puso a pensar si abrazarme o no. Lo ha hecho y ya: me ha acariciado todo el rostro y mientras lo hacía solo sentía amor».

El primer viaje pontificial de Francisco fue a la isla siciliana de Lampedusa, el 8 de julio de 2013, la «Puerta de Europa», que no es real, no tiene fuentes monumentales, ni jardines paisajísticos, ni observatorio astronómico, ni fines recreativos. Sí, un monumento llamado «Porta d'Europa», diseñado por el artista Mimmo Paladino. Este monumento, inaugurado en 2008, está dedicado a los migrantes que han perdido la vida en el mar durante su intento de llegar a Europa. Es un recordatorio conmovedor de las historias de lucha y sacrificio que han marcado a la isla.

Por sus palabras, pronunciadas en la homilía de la Santa Misa celebrada en el recinto deportivo Arena, con el altar montado sobre una pequeña barca, rondaron las numerosas muertes en el mar que lo habían impulsado a ir a Lampedusa. «Para rezar, para hacer un gesto de cercanía, pero también para despertar»  las conciencias sobre los peligrosos viajes de los migrantes, que comparó con «una espina en el corazón que trae sufrimiento».

La mañana del 21 de abril el cardenal Kevin Joseph Farrell anunció la muerte de Francisco. Farrell, camarlengo del Vaticano, es un alto funcionario encargado de administrar los bienes y asuntos temporales de la Santa Sede durante el período conocido como Sede Vacante. El tránsito de Francisco por la Iglesia Católica no va a cambiarla drásticamente. Unas de sus últimas palabras fueron: «Hemos construido un mundo que funciona así: un mundo de cálculos y algoritmos, de lógicas frías e intereses implacables». Tal cual. Pero debajo de su sotana y su solideo blancos, se expande la sensación de que esa persona era como parecía ser. Es posible que la Iglesia no sea definitivamente otra, pero lo van a recordar los pobres, los presos, los enfermos, los inmigrantes. Aquellos por quienes, durante su vida, el Papa Francisco quiso ser recordado.



en elDiarioAR, 21 de abril, 2025





Fotografía original de Associated Press
 














domingo, abril 20, 2025

«Conejos blancos», de Leonora Carrington

Traducción de Francisco Torres Oliver




Ha llegado el momento de contar los sucesos que comenzaron en el número 40 de Pest Street. Parecía como si las casas, de color negro rojizo, hubiesen surgido misteriosamente del incendio de Londres. El edificio que había frente a mi ventana, con unas cuantas volutas de enredadera, tenía el aspecto negro y vacío de una morada azotada por la peste y lamida por las llamas y el humo. No era así como yo me había imaginado Nueva York.

Hacía tanto calor que me dieron palpitaciones cuando me atreví a dar una vuelta por las calles; así que me estuve sentada contemplando la casa de enfrente, mojándome de cuando en cuando la cara empapada de sudor.

La luz nunca era muy fuerte en Pest Street. Había siempre una reminiscencia de humo que volvía turbia y neblinosa la visibilidad; sin embargo, era posible examinar la casa de enfrente con detalle, incluso con precisión. Además, yo siempre he tenido una vista excelente.

Me pasé varios días intentando descubrir enfrente alguna clase de movimiento; pero no percibí ninguno, y finalmente adopté la costumbre de desvestirme con total despreocupación delante de mi ventana abierta y hacer optimistas ejercicios respiratorios en el aire denso de Pest Street. Esto debió de dejarme los pulmones tan negros como las casas.

Una tarde me lavé el pelo y me senté afuera, en el diminuto arco de piedra que hacía de balcón, para que se me secara. Apoyé la cabeza entre las rodillas, y me puse a observar una moscarda que chupaba el cadáver de una araña, a mis pies. Alcé los ojos, miré a través de mis cabellos largos, y vi algo negro en el cielo, inquietantemente silencioso para que fuera un aeroplano. Me separé el pelo a tiempo de ver bajar un gran cuervo al balcón de la casa de enfrente. Se posó en la balaustrada y miró por la ventana vacía. Luego metió la cabeza debajo de un ala, buscándose piojos al parecer. Unos minutos después, no me sorprendió demasiado ver abrirse las dobles puertas y asomarse al balcón una mujer. Llevaba un gran plato de huesos que vació en el suelo. Con un breve graznido de agradecimiento, el cuervo saltó abajo y se puso a hurgar en su comida repugnante.

La mujer, que tenía un pelo negro larguísimo, lo utilizó para limpiar el plato. Luego me miró directamente y sonrió de manera amistosa. Yo le sonreí a mi vez y agité una toalla. Esto la animó, porque echó la cabeza para atrás con coquetería y me dedicó un elegante saludo a la manera de una reina.

—¿Tiene un poco de carne pasada que no necesite? —me gritó.

—¿Un poco de qué? —grité yo, preguntándome si me habría engañado el oído.

—De carne en mal estado. Carne en descomposición.

—En este momento, no —contesté, preguntándome si no estaría bromeando.

—¿Y tendrá para el fin de semana? Si fuera así, le agradecería inmensamente que me la trajera.

A continuación volvió a meterse en el balcón vacío, y desapareció. El cuervo alzó el vuelo.

Mi curiosidad por la casa y su ocupante me impulsó a comprar un gran trozo de carne a la mañana siguiente. Lo puse en mi balcón sobre un periódico y esperé. En un tiempo relativamente corto, el olor se volvió tan fuerte que me vi obligada a realizar mis tareas diarias con una pinza fuertemente apretada en la punta de la nariz. De cuando en cuando bajaba a la calle a respirar.

Hacia la noche del jueves, noté que la carne estaba cambiando de color; así que, apartando una nube de rencorosas moscardas, la eché en mi bolsa de malla y me dirigí a la casa de enfrente.

Cuando bajaba la escalera, observé que la casera parecía evitarme.

Tardé un rato en encontrar el portal de la casa. Resultó que estaba oculto bajo una cascada de algo, y daba la impresión de que nadie había salido ni entrado por él desde hacía años. La campanilla era de ésas antiguas de las que hay que tirar; y al hacerlo, algo más fuerte de lo que era mi intención, me quedé con el tirador en la mano. Di unos golpes irritados en la puerta y se hundió, dejando salir un olor espantoso a carne podrida. El recibimiento, que estaba casi a oscuras, parecía de madera tallada.

La mujer misma bajó, susurrante, con una antorcha en la mano.

—¿Cómo está usted? ¿Cómo está usted? —murmuró ceremoniosamente; y me sorprendió observar que llevaba un precioso y antiguo vestido de seda verde. Pero al acercarse, vi que tenía la tez completamente blanca y que brillaba como si la tuviese salpicada de mil estrellitas diminutas.

—Es usted muy amable —prosiguió, tomándome del brazo con su mano reluciente—. No sabe lo que se van a alegrar mis pobres conejitos.

Subimos; mi compañera andaba con gran cuidado, como si tuviese miedo.

El último tramo de escalones daba a un «boudoir» decorado con oscuros muebles barrocos tapizados de rojo. El suelo estaba sembrado de huesos roídos y cráneos de animales.

—Tenemos visita muy pocas veces —sonrió la mujer—. Así que han corrido todos a esconderse en sus pequeños rincones.

Dio un silbido bajo, suave y, paralizada, vi salir cautamente un centenar de conejos blancos de todos los agujeros, con sus grandes ojos rosas fijamente clavados en ella.

—¡Vengan, bonitos! ¡Vengan, bonitos! —canturreó, metiendo la mano en mi bolsa de malla y sacando un trozo de carne podrida.

Con profunda repugnancia, me aparté a un rincón; y la vi arrojar la carroña a los conejos, que se pelearon como lobos por la carne.

—Una acaba encariñándose con ellos —prosiguió la mujer—. ¡Cada uno tiene sus pequeñas costumbres! Le sorprendería lo individualistas que son los conejos.

Los susodichos conejos despedazaban la carne con sus afilados dientes de macho cabrío.

—Por supuesto, nosotros nos comemos alguno de cuando en cuando. Mi marido hace con ellos un estofado sabrosísimo, los sábados por la noche.

Seguidamente, un movimiento en uno de los rincones atrajo mi atención; entonces me di cuenta de que había una tercera persona en la habitación. Al llegarle a la cara la luz de la antorcha, vi que tenía la tez igual de brillante que ella; como oropel en un árbol de Navidad. Era un hombre y estaba vestido con una bata roja, sentado muy tieso, y de perfil a nosotros. No parecía haberse enterado de nuestra presencia, ni del gran conejo macho cabrío que tenía sentado sobre su rodilla, donde masticaba un trozo de carne.

La mujer siguió mi mirada y rió entre dientes.

—Ese es mi marido. Los chicos solían llamarlo Lázaro…

Al sonido de este nombre, familiar, el hombre volvió la cara hacia nosotras; y vi que tenía una venda en los ojos.

—¿Ethel? —preguntó con voz bastante débil—. No quiero que entren visitas aquí. Sabes de sobra que lo tengo rigurosamente prohibido.

—Vamos, Laz; no empecemos —su voz era quejumbrosa—. No me puedes escatimar un poquitín de compañía. Hace veinte años y pico que no veía una cara nueva.

Además ha traído carne para los conejos.

La mujer se volvió y me hizo seña de que fuera a su lado.

—Quiere quedarse entre nosotros; ¿a que sí? —de repente me entró miedo y sentí ganas de salir, de huir de estas personas terribles y plateadas y de sus conejos blancos carnívoros.

—Creo que me voy a marchar; es hora de cenar.

El hombre de la silla profirió una carcajada estridente, aterrando al conejo que tenía sobre la rodilla, el cual saltó al suelo y desapareció.

La mujer acercó tanto su cara a la mía que creí que su aliento nauseabundo iba a anestesiarme.

—¿No quiere quedarse, y ser como nosotros? En siete años su piel se volverá como las estrellas; siete años tan sólo, y tendrá la enfermedad sagrada de la Biblia: ¡la lepra!

Eché a correr a trompicones, ahogada de horror; una curiosidad malsana me hizo mirar por encima del hombro al llegar a la puerta de la casa, y vi que la mujer, en la balaustrada, alzaba una mano a modo de saludo. Y al agitarla, se le desprendieron los dedos y cayeron al suelo como estrellas fugaces.



en El séptimo caballo y otros cuentos, 1992










lunes, abril 14, 2025

«Epitafio para una biblioteca», de Mario Vargas Llosa



(1936-2025)


Ayer tuve la prueba de que mi acogedor y querido refugio londinense me será arrebatado sin remedio. Entré al Reading Room de la Biblioteca, en el corazón del Museo Británico, y en vez de la cálida atmósfera de costumbre me recibió un espectáculo desolador: la mitad de los vastos estantes que circundan el local habían sido vaciados y en lugar de las elegantes hileras de millares de libros encuadernados vi unas maderas descoloridas y, algunas, con manchas que parecían telarañas. No creo haber experimentado un sentimiento de traición y soledad semejante desde que, al cumplir los cinco años de edad, mi madre me llevó al Colegio de La Salle, de Cochabamba, y me abandonó en el aula del hermano Justiniano. Vine por primera vez a este recinto hace treinta y dos años, recién llegado a Londres, para leer los libros de Edmund Wilson, cuyo ensayo sobre la evolución de la idea socialista —To the Finland Station— me había entusiasmado. Antes que la riqueza de su colección —unos nueve millones de volúmenes—, me deslumbró la belleza de su principal sala de lectura, abrigada por aquellos estantes olorosos a cuero y a papel y sumida en una luz azulina que discretamente descendía sobre ella de la increíble cúpula erigida por Sidney Smirke, en 1857, la más grande del mundo después de la del Panteón, en Roma, que la aventaja apenas por dos pies de diámetro. Habituado a trabajar en bibliotecas, impersonales e incómodas, como la de París, tan atestada siempre que, en épocas de exámenes, había que ir a hacer cola a la Place de la Bourse una hora antes de que se abriera para poder ser admitido, no podía creer que ésta, además de ser tan agraciada, fuera tan cómoda, tan silenciosa y hospitalaria, con sus mullidos asientos y sus largas mesas donde uno podía desplegar sus cuadernos, sus fichas y altas pilas de libros sin incomodar a los vecinos. Aquí había pasado buena parte de su vida el viejo Marx, según contaba Wilson, y todavía se conservaba en los sesenta, a mano derecha de la entrada, su pupitre, que, a mediados de los ochenta, desapareció con los de toda esa fila, destinada a los ordenadores. 

Sin exageración puedo decir que en el Reading Room de la British Library he vivido cuatro o cinco tardes por semana de todas mis estancias londinenses a lo largo de tres décadas y que aquí he sido inmensamente feliz, más que en ningún otro lugar del mundo. Aquí, arrullado por el secreto rumor de los carritos que van repartiendo los pedidos de lector en lector, y tranquilizado con la íntima seguridad de que ningún teléfono repicará, ni sonará un timbre, ni comparecerá alguna visita, preparaba las clases de literatura cuando enseñé en Queen Mary College y en King's College, aquí he escrito cartas, artículos, ensayos, obras de teatro y media docena de novelas. Y aquí he leído centenares de libros y gracias a ellos aprendido casi todo lo que sé. Pero, principalmente, en este recinto he fantaseado y soñado de la mano de los grandes aedos, de los formidables ilusionistas, de los maestros de la ficción. 

Me habitué a trabajar en las bibliotecas desde mis años universitarios y en todos los lugares donde he vivido he procurado hacerlo, de tal modo que, en mi memoria, los recuerdos de los países y las ciudades están en buena medida determinados por las imágenes y anécdotas que conservo de sus bibliotecas. La de la vieja casona de San Marcos tenía un aire denso y colonial y los libros exhalaban un polvillo que hacía estornudar. En la Nacional, de la avenida Abancay, los escolares hacían un ruido de infierno y más aún los celadores, que los callaban (emulaban, más bien) con estridentes silbatos. En la del Club Nacional, donde trabajé, leí toda la colección erótica Les Maîtres de l'Amour, que dirigió, prologó y tradujo Guillaume Apollinaire. En la helada Biblioteca Nacional, de Madrid, a fines de los cincuenta, había que tener puesto el abrigo para no resfriarse, pero yo iba allí todas las tardes a leer las novelas de caballerías. La incomodidad de la de París superaba a todas las demás: si uno, por descuido, separaba el brazo del cuerpo, hundía el codo en las costillas del vecino. Allí, una tarde, levanté los ojos de un libro loco, sobre locos, de Raymond Queneau, Les Enfants du limon, y me di de bruces con Simone de Beauvoir, que escribía furiosamente sentada frente a mí. 

La sorpresa más grande que en materia de biblioteconomía me he llevado me la dio un erudito chileno, encargado de la adquisición de libros hispanoamericanos en la Biblioteca del Congreso, en Washington, a quien le pregunté en 1965 cuál era el criterio que seguía para seleccionar sus compras y me respondió: «Facilísimo. Compramos todos los libros que se editan». Ésta era, también, la política millonaria de la formidable Biblioteca de Harvard, donde uno mismo tenía que ir a buscar su libro siguiendo un complicado itinerario trazado por la computadora que hacía de recepcionista. En el semestre que pasé allí nunca conseguí orientarme en ese laberinto, de manera que nunca pude leer lo que quise, sólo lo que me encontraba en mi deambular por el vientre de esa ballena bibliográfica, pero, no puedo quejarme, porque hice hallazgos maravillosos, como las memorias de Herzen —¡un liberal ruso, nada menos!— y The Octopus, de Frank Norris. 

En la Biblioteca de Princeton, una tarde con nieve, aprovechando un descuido de mi vecino, espié el libro que leía y me encontré con una cita sobre el culto de Dionisos en la antigua Grecia que me llevó a cambiar de pies a cabeza la novela que estaba escribiendo y a intentar en ella una recreación andina y moderna de aquel mito clásico sobre las fuerzas irracionales y la embriaguez divina. En la Biblioteca de Nueva York, la más eficiente de todas —no se necesita carnet alguno de inscripción, los libros que uno pide se los alcanzan en pocos minutos— pero la de asientos más duros, era imposible trabajar más de un par de horas seguidas, a menos de llevarse una almohadilla para proteger el coxis y la rabadilla. 

De todas esas bibliotecas y de algunas otras tengo recuerdos agradecidos, pero ninguna de ellas, por separado, o todas juntas, fue capaz de ayudarme, estimularme y servirme tan bien como el Reading Room. De los innumerables episodios con que podría ilustrar esta afirmación, escojo éste: haberme encontrado en sus catálogos con la minúscula revistita que los padres dominicos de la misión amazónica publicaban allá, en esas remotas tierras, hace medio siglo, y que son uno de los escasos testimonios sobre los machiguengas, sus mitos, sus leyendas, sus costumbres y su lengua. Yo me desesperaba pidiendo a amigos de Lima que la encontraran y fotocopiaran —necesitaba ese material para una novela— y resulta que la colección completa estaba aquí, en la British Library, a mi disposición. Cuando, el año 1978, el Gobierno laborista de entonces anunció que, debido a la falta de espacio, se construiría una nueva Biblioteca y que el Reading Room sería devuelto al Museo Británico, un escalofrío me recorrió la columna vertebral. Pero calculé que, dado el pésimo estado de la economía británica de entonces, aquel costoso proyecto tardaría probablemente más que los años de vida que me quedaban para materializarse. Sin embargo, a partir de los ochenta, las cosas empezaron a mejorar en el Reino Unido y el nuevo edificio, erigido en un barrio célebre sobre todo por sus chulos y sus prostitutas, St. Pancras, comenzó a crecer y a mostrar su horrenda jeta de ladrillos y rejas carcelarias. El historiador Hugh Thomas formó un comité para tratar de convencer a las autoridades de que, aunque la British Library se mudara al nuevo local, se preservara el Reading Room del Museo Británico. Fui uno de sus miembros y escribí cartas y firmé manifiestos, que no sirvieron para nada, porque el Museo Británico se emperró en recuperar lo que de iure le pertenecía y sus influencias y argumentos prevalecieron sobre los nuestros. 

Ahora, todo está perdido. Ya se llevaron los libros a St. Pancras y aunque, en teoría, esta sala de lectura seguirá abierta hasta mediados de octubre y un mes después se abrirá la sala de humanidades que la va a reemplazar, ésta ya ha comenzado a morir, a pocos, desde que le arrancaron el alma que la hacía vivir, que eran los libros, y la dejaron convertida en un cascarón vacío. Vendremos todavía algunos sentimentales, hasta el último día, como se va a acompañar en su agonía a alguien muy querido, para estar a su lado hasta el estertor final, pero ya nada será lo mismo estos meses, ni el silente trajín de antaño, ni aquella confortable sensación con que allí se leía, investigaba, anotaba y escribía, poseído de un curioso estado de ánimo, el de haber escapado a la rueda del tiempo, de haber accedido en aquel cóncavo espacio de luz azul a esa atemporalidad que tiene la vida de los libros, y la de las ideas y la de las fantasías admirables que en ellos se encarnan. 

Por supuesto, en estos casi veinte años que ha tardado su construcción, la Biblioteca de St. Pancras ya quedó pequeña y no podrá albergar todas las existencias, que seguirán dispersas en distintos depósitos regados por Londres. Y los defectos y deficiencias que parecen aquejarla hacen que The Times Literary Supplement la describa como «La Biblioteca Británica o el Gran Desastre». Yo, por supuesto, no la he visitado y cuando paso por allí miro a las esforzadas meretrices de las veredas, no a sus pétreas y sangrientas paredes, que hacen pensar en bancos, cuarteles o centrales eléctricas, no en tareas intelectuales. Yo, por supuesto, no pondré allí la suela de mis zapatos hasta que no me quede más remedio y seguiré proclamando hasta mi muerte que, sustituyendo aquel entrañable lugar por este horror, se ha cometido un crimen bochornoso, muy explicable por lo demás, pues ¿no son acaso estas mismas gentes las que mandaron a la cárcel al pobre Oscar Wilde y prohibieron el Ulises de Joyce y El amante de Lady Chatterley de Lawrence? 



Londres, junio de 1997 











miércoles, abril 02, 2025

En la 49ª Feria del Libro Independiente de Valparaíso, la Antología de Poesía de la Resistencia Palestina

 


Este sábado 
5 de abril del 2025
a las 17 hrs.
presentaremos nuestra
Antología de poesía de la resistencia palestina
junto a Ismael Rivera 
y Juan Carlos Villavicencio
en la Feria del Libro Independiente de Valparaíso
para que nos acompañen
y difundan
y leamos a los poetas palestinos
cómo se lo merecen.

¡Nos vemos en Valparaíso este fin de semana!









jueves, marzo 20, 2025

«Todo el oro de Lisboa», de Juan Patricio Riveroll

Fragmento



 
Hacía rato que no iba al bar de Vizcaínas en horas de operación. No me necesitaban. En la banqueta, a un lado de la entrada, había tres tipos recargados en la pared, yonquis vagabundos inyectándose una sustancia que podía ser cualquier cosa, una escena que más valía ignorar. La barra ocupaba todo el lado derecho, y en el espacio siguiente tocaba una banda de siete músicos que apenas cabían en el escenario y que juntos producían un sonido funk hip-hopero y tropical que tenía a la gente brincando. Todos los integrantes rapeaban y la única mujer cantaba. Santiago pidió una botella de mezcal para que los tragos salieran de ahí, ahorrando un poco de dinero; nos metimos a la pista con algunos trabajos y brincamos con la raza el resto del toquín. […]

Chocamos los vasos y en eso Karla llegó a abrazarnos. 

—De huevos la tocada —le dije al separarnos.
—Son unos chingones. Lo que no puede ser son los pinches yonquis que ya se apañaron la banqueta. Y no los puedo mandar a volar, no me vaya a meter en pedos. Aquí nuuunca sabes. 
—No le hacen daño a nadie —dijo Santiago. 
—No mames, claro que hacen. Aquí viene banda híper alivianada pero también banda fresa, y sí se espantan. No mames, Santi, si hasta yo me espanto. No chingues. Ese pedo es indefendible. 

Él levantó la ceja, le pidió las llaves de la oficina para darnos unas rayas y ella nos acompañó. 

—A ver si puedes averiguar cómo le hacemos para que desaparezcan de aquí. Es tu única tarea hasta que la cumplas —dijo viéndome a los ojos antes de aspirar una. 

No sabía por dónde empezar. Cuando al fin volví al hotel y pude dormir algunas horas, bajé a preguntarle al Hechicero qué haría en mi lugar. 

—Háblale a la policía. 
—No jodas. Eso lo pudo hacer Karlita en un minuto. Tiene que ser una maniobra desde adentro, no puede parecer que somos unos rajones. Perdemos toda credibilidad en la colonia si hacemos una mamada de esas. 
—Uta, pues entonces no sé. 

Hice más preguntas en lugares cercanos, en otro bar y en una taquería, y me dijeron lo mismo. También traté de hacerles conversación, de convencerlos de instalarse en otra parte, y nada más me dieron lástima. Apenas balbuceaban. Es probable que ni siquiera supieran en dónde estaban. Además, no siempre eran los mismos. La calidez del bar logró que vieran ese espacio como una clase de guarida, en donde convivían con gente sin tener que interactuar de ningún modo. La cosa no estaba fácil. Karla escuchó lo que me recomendaron tres gerentes de la zona, y su respuesta fue muy similar a un regaño, justo lo que me temía. Esa vía no era posible. Entonces, en vez de preguntar qué harían en esa situación, lo que pregunté fue si había alguien que estuviera a cargo de la zona de una manera, digamos, extraoficial; quería saber si había algo así como un líder sindical, y ante eso llegué a dos respuestas: el cartel La Unión decidía todo lo relacionado a cualquier tipo de estupefacientes, y el equivalente al líder que buscaba era el mero mero petatero de plaza Meave, que controlaba todo lo demás. 

[…]

Llegamos, toqué y el tipo de la entrada nos volvió a dejar afuera unos minutos. Me sentí mejor acompañado. Le acepté a Karla un cigarro y los nervios se diluyeron con el humo del tabaco. La música que salía del local de enfrente le daba un toque de fiesta a una situación tensa, bocinas en venta que no llegaban a tronar por más que le subieran, que arrastraban consigo la coherencia de ese gran circo que se desenvolvía en torno nuestro, en el que la compraventa se convertía en un rito ceremonial aderezado con punchis punchis de barrio. En eso se abrió la puerta, tiramos la colilla al suelo y Karla entró primero. Di un paso adelante y el tipo cruzó el brazo para bloquearme la entrada. 

—Nada más puede pasar una persona. 
—Ya hablé con la secretaria del señor Flores Cruz. Nos está esperando. 
—Nada más puede pasar una persona —repitió en el mismo tono. 
—No hay pedo, ahí vengo. Aquí espérame —dijo Karla y el tipo me cerró la puerta. Me avergoncé de no poder acompañarla, en una situación que estaba fuera de nuestro control, en la que no había más que hacer caso. Me acomodé en la banqueta y me recargué en la pared bajo el rayo del sol. Qué carajos estaba haciendo ahí, en una vida que solo me correspondía porque la arrebaté, porque me impuse, y en ese instante se me reveló mi posición ridícula, a la deriva en un mundo en el que debería de estar haciendo otra cosa. Quizá era tiempo perdido, aunque también cabía la posibilidad de que el futuro fuera absolutamente opuesto al que imaginé hasta ese punto de mi vida. Si dejaba de pensar en lo que yo esperaba de mí y en lo que la gente a mi alrededor esperaba que hiciera, si de una vez por todas evitara darle seguimiento a un guion impuesto por ideas preconcebidas y por algunos prejuicios sociales, las opciones que podrían abrirse frente a mí serían como un abanico de una amplitud inmensa, y este momento equivaldría a un punto de partida. Dentro de tal escenario, todo representaría una nueva posibilidad. Si cambiaba de chip no había nada que pudiera detenerme. La clave era no ver el cambio como una traición al destino, sino como una liberación, o una purga. La clave era aprender más y en otras direcciones y traicionar cada vez que fuera necesario. Librarse de las ataduras y de todo lo predestinado. Tal vez en aquella senda estaba la realización, pero ¿qué significaba eso? Si a este mundo venimos a aprender, cada cambio de rumbo es una nueva apuesta para ahondar en lo que no sabemos. Para crecer. Me encontraba entonces justo en el lugar en el que tenía que estar, fuera del laberinto del señor Flores Cruz, al son de un techno-infierno para darse un tiro y con el rayo del sol en la cara, a la espera de saber si nos libraríamos de una bola de yonquis. Qué carajos estaba haciendo ahí. 

Vi la puerta abrirse y a Karla salir con parsimonia. Me levanté de un salto en lo que ella encendía otro cigarro. 

—¿Quieres? 

Negué con la cabeza y emprendimos el camino de vuelta con más calma. Le dio un par de caladas antes de hablar. 

—A toda madre el gordo, la neta.
—Cállate, no mames. Que no te vayan a oír.
—Serénate, no pasa nada. Ya hasta nos volvimos compas. 
—¿Neta?
—Obviamente no, pero le caí bien. Que una pinche güerita tenga su bar aquí al lado y se le plante enfrente para pedirle un paro le pareció un detallazo. No me pidió ni un centavo, quiso saber de qué iba el antro y al final me dijo que ya no me preocupara, que si volvían a aparecer regresara a verlo. 
—Qué maravilla.
—Amerita un mezcal.

Esa noche, por arte de magia, la banqueta se había despejado.




Publicado por Tusquets Editores, 2024


















domingo, marzo 09, 2025

«El sabor de la muerte: el terremoto 8,8 en Chile», de Juan Villoro

Originalmente llamado «El sabor de la muerte»
 

 

El terremoto de magnitud 8,8 que devastó a Chile el 27 de febrero fue tan potente que modificó el eje de rotación de la Tierra. El día se redujo en 1,26 microsegundos. Desde la Estación Espacial Internacional, el astronauta japonés Soichi Noguchi fotografió la tragedia y mandó un mensaje: «Rezamos por ustedes».

Los mexicanos tenemos un sismógrafo en el alma, al menos los que sobrevivimos al terremoto de 1985 en el DF. Si una lámpara se mueve, nos refugiamos en el quicio de una puerta. Esta intuición sirvió de poco el 27 de febrero. A las 3.34 de la madrugada, una sacudida me despertó en Santiago. Dormía en un séptimo piso; traté de ponerme en pie y caí al suelo. Fue ahí donde desperté. Hasta ese momento creía que me encontraba en mi casa y quería ir al cuarto de mi hija. Sentí alivio al recordar que ella estaba lejos.

Durante dos minutos eternos el temblor tiró botellas, libros y la televisión. El edificio se cimbró y pude oír las grietas en las paredes. Pensé que nos desplomaríamos. Alguien gritó el nombre de su pareja ausente y buscó una mano invisible en los pliegues de la sábana. Otros hablaron a sus casas para contar segundo a segundo lo que estaba pasando. Imaginé el dolor que causaría esa noticia, pero también que mi familia dormía, con felicidad merecida. Me iba del mundo en una cama que no era la mía, pero ellos estaban a salvo. La angustia y la calma me parecieron lo mismo. Algo cayó del techo y sentí en la boca un regusto acre. Era polvo, el sabor de la muerte.

Mientras más duraba el temblor, menos oportunidades tendríamos de salir de ahí. Los muebles se cubrieron de yeso. Una naranja rodó como animada por energía propia.

Cuando el movimiento cesó, sobrevino una sensación de irrealidad. Me puse de pie, con el mareo de un marinero en tierra. No era normal estar vivo. El alma no regresaba al cuerpo. Los gritos que el edificio había sofocado con sus crujidos se volvieron audibles. Abrí la puerta y vi una nube espesa. Pensé que se trataba de humo y que el edificio se incendiaba. Era polvo. Sentí un ardor en la garganta. Volví al cuarto, abrí la caja fuerte donde estaban mis documentos, tomé mi computadora y perdí un tiempo precioso atándome los zapatos con doble nudo. Los obsesivos morimos así.

En la escalera se compartían exclamaciones de asombro y espanto. Ya abajo, una conducta tribal nos hizo reunirnos por países. Los mexicanos repasamos cataclismos y supusimos que la ciudad estaría devastada. La acera de enfrente era un bloque de sombras, escuchamos ladridos distantes, los coches de los trasnochadores tocaban la bocina, había cristales en el suelo, pero la fachada de nuestro edificio permanecía intacta.

En la explanada frente al hotel se alzaba la réplica de una estatua de la Isla de Pascua. Es la efigie de un Moai, jerarca que durante su mandato habrá visto maremotos. Se convirtió en nuestra figura tutelar. Supimos esto cuando se fue la luz y dejamos de verlo. Por suerte, el apagón duró poco. La piedra donde los ojos parecen hechos por el tiempo regresó de las sombras. No estábamos solos.

Otra señal de tranquilidad vino del reino animal. Un perro se echó a dormir en medio de nosotros. Mientras no despertara, todo estaría bien.

Alguien quiso regresar al edificio por sus «pantalones de la suerte». La superstición era la ciencia del momento. Nuestras ideas, si se las puede llamar así, no seguían un curso común. El editor Daniel Goldin, que estaba en muletas por un accidente previo, me propuso recorrer el edificio para ver si había daños estructurales. «¡Tú estás cojo y yo soy tonto!», exclamé. De nada servía que buscáramos lo que no podíamos encontrar, como un ciego y un sordo dibujados por Goya.

Poco a poco, la realidad recuperó nitidez. Me sorprendió que tanta gente usara pijama. Pensaba que se trataba de una prenda en desuso. Un grupo de voluntarios volvimos al hotel por pantuflas. No podíamos revisar la estructura, pero podíamos evitar que se enfriaran los pies.

La arquitectura chilena es una forma del milagro. Sólo esto explica que en Santiago los daños hayan sido menores. Aunque algunos edificios fueron desalojados y otros tendrán que ser demolidos (inmuebles posteriores a 1990, cuando las leyes de supervisión se hicieron menos estrictas), lo cierto es que la resistencia del paisaje urbano fue asombrosa. Un terremoto es una radiografía de la honestidad arquitectónica. En 1985, el terremoto de la Ciudad de México demostró que la especulación inmobiliaria y la amañada construcción de edificios eran más dañinas que los grados de Richter. «Con usura no hay casa de buena piedra», escribió Ezra Pound.

Llama la atención que en un país con tanta sapiencia antisísmica el aeropuerto padeciera graves lastimaduras. El cierre de vuelos contribuyó al aftershock. Nuestra vida se había detenido y no sabíamos cuándo comenzaría nuestra sobrevida. Estábamos en el limbo o en un episodio de la serie Lost.



Pillaje y rating

El discurso de los noticieros se caracterizó por el tremendismo y la dispersión: desgracias aisladas, sin articulación de conjunto. Las imágenes de derrumbes eran relevadas por escenas de pillaje. No había evaluaciones ni sentido de la consecuencia. Unos tipos fueron sorprendidos robando un televisor de pantalla plana extragrande. Obviamente no se trataba de un objeto de primera necesidad. ¿Era un caso solitario? ¿El crimen organizado se apoderaba de electrodomésticos? Los rumores sustituyeron a las noticias. Se mencionó a un pueblo que temía ser invadido por otro. El relato fragmentario de los medios mostraba rencillas de tribus y repetía las declaraciones de una gobernadora que pedía que el ejército usara sus armas.

Algunos amigos chilenos creen que además de la morbosa búsqueda de rating, los noticieros pretenden crear un clima de confrontación antes de que Michelle Bachelet abandone el poder. El sismo llegó como un último desafío para la presidenta que tiene el 80 por ciento de aprobación y como una amarga encomienda para su sucesor, el empresario Sebastián Piñera, que había prometido expansión y desarrollo al estilo Disney World y ahora tendrá que proceder con el cuidado de los restauradores y anticuarios. Si el ejército comete un error en los días de toque de queda, o si se produce una confrontación, la sucesión presidencial sería menos tersa, se podrían hacer acusaciones sobre el origen de la violencia y se regresaría al divisionismo y la crispación que durante años dominaron la sociedad chilena. Las réplicas más fuertes del sismo ocurrirán en la política chilena.

En Santiago, la suspensión de vuelos y la ocasional falta de teléfonos, Internet, suministro de electricidad y agua fueron las señas visibles de la catástrofe. Esto nos dejó la sensación de estar en un reality show al revés. Nuestra vida parecía transcurrir en la realidad controlada de un estudio de televisión, mientras las cámaras retrataban una realidad salvaje al sur de Chile. Los supermercados asaltados eran el rostro dramático de un país donde la gente tenía hambre y las filas para cargar gasolina en los barrios ricos de Santiago eran su rostro hipocondríaco.

El terremoto ha sido el segundo más fuerte en la historia de Chile. La isla Robinson Crusoe naufragó como el personaje que le dio su nombre. El tsunami dejó miles de desaparecidos y sepultados en el lodo. Los rescatistas chilenos que estuvieron en Haití comentan que será mucho más difícil sacar cuerpos de construcciones de concreto, encapsulados en el lodo endurecido después del tsunami.

Aún hay mucha gente atrapada en la zona de Concepción. Como tantas veces, los periodistas han llegado al desastre antes que las personas que deben aliviarlo, y como siempre, los más afectados son los que habían padecido antes el cataclismo de la pobreza.

Dos días después del terremoto fui a una casa en las afueras de Santiago, con piscina y jardines, uno de esos espacios latinoamericanos que muestran que Miami puede estar donde sea. Había que hacer un esfuerzo para recordar que el escenario pertenecía al país arrasado por el terremoto.

En su duplicidad, la cifra 8,8 adquiere carga simbólica: los gemelos del miedo, el diablo ante el espejo o, sencillamente, lo que somos y lo que podemos dejar de ser. Una falla invisible decide el juego, nuestra residencia en la Tierra.



en La Nación de Argentina, 6 de marzo de 2010