“¿Qué vine a hacer a esta terrosa, terrenal Tierra?”, se preguntó Erik Satie en un trozo de papel que, tras su muerte, encontraron entre muchos otros en su guarida, secreta para el resto del mundo, oculta y cerrada, hasta esos momentos finales definitivos. Qué bueno que Satie se provocó una pulmonía para poder ser relevado del ejército, qué bueno que fundó una iglesia para “combatir la sociedad por medio de la música y la pintura”. Esotérick Satie, El Caballero de Terciopelo, que en su día decidió ser pobre el resto de su vida. El Señor Pobre, el que usó la “k” en su nombre para preservar sus orígenes vikingos. “Personalmente, no soy ni bueno ni malo. Oscilo, podría decir. De modo que nunca he hecho daño a nadie: ni bien, tampoco”, anotó en algún fragmento de su fragmentaría autobiografía, de mamífero, como le gustaba definirse. “Adquirí el gusto por la misantropía, cultivé la hipocondría, me volví el ser más melancólico que existe”.
Su médico le recomendó fumar, pues, de no hacerlo él, otro lo haría siempre en su lugar. “¿Qué prefieres: música o jamón?”, es la pregunta que debes formularte, advierte Satie, cuando el mesero coloca delante de tu plato los entremeses. En “Fantasía sobre un plato”, canta: “¡Qué blanco es!/ No lo adorna ningún color./ Es de una sola pieza”. Recomendaba ser breve; si tenías algo que decir, decirlo. De alumno “considerablemente insignificante”, pasó a vivir una adolescencia “más bien corta” para, acto seguido, “desarrollar el desagradable hábito de la originalidad, fuera de contexto, antifrancés, contra la naturaleza, etcétera”, y vivir una vida corta, hélas, dedicada a lograr que su perturbador aporte fuera aceptado por una sociedad rígida que no lo aceptaba.
Preocupaba a Satie perder contacto consigo mismo, se buscaba a través de la naturaleza, de los niños, de las cosas, del hombre: siempre azorado y maravillado ante lo que veía. Quería ampliar el número de personas a las que pudiera dirigirse. Los fragmentos que constituían su música, sus escritos, sus dibujos, crecían en la mente de su público. Cocteau lo definió así: “El más pequeño trabajo de Satie lo es en tanto lo es el ojo de la cerradura: todo cambia apenas miras (u oyes) a través de él.”
Una rebeldía a la Satie, con resultados como las Gymnopédies, entra en las reflexiones de Bertrand Russell acerca de lo que debe ser un individuo civilizado, con libertad efectiva, sabia; desquiciante, sin duda, para toda autoridad incapaz de reclamar para sí o de tolerar en otros precisamente la originalidad. A los Estados que exigen que sus candidatos a ciudadanos tengan un juicio cabal, no sé cómo presentar “Un día en la vida de un músico”, texto en el que Satie asegura que: respira con cuidado (poco a poco); casi nunca baila; si ríe, no es a propósito; y duerme únicamente con un ojo, pues temo que las rechazarán como la autodescripción de un loco. Satie se defendería: “¿Y uno debe permitir que las autoridades afeen nuestra pobre vida?”.
Señala a los editores que carecen de dignidad y de vergüenza; la forma grotesca y sucia en la que revisten los trabajos más puros imaginables, que les confías, los más delicados vueltos dolorosamente pútridos en las manos del comercio. “¿Qué prefieres? ¿Música o jamón?”, insiste; ¿por qué ha uno de tolerar la mala música con la que a fuerza sustituyen el “dulce y excelente silencio” mientras te tomabas una cerveza o te probabas unos pantalones sin pensar absolutamente en nada?
Sólo si huiste de Austria por “miedo justificado” alguna vez, puedes recuperar tu ciudadanía; si desciendes de judíos sefardíes expulsados de España en el siglo XV, ahora, a finales del XX, puedes solicitar la naturalización como español. Russell hablaba de la buena disposición del ánimo que de hecho tiene un individuo civilizado, definición que cuadraría a Satie que, en los “Rincones ocultos de su vida”, no lleva puestas sus huellas digitales; pero, ¿cuadraría a un niño, aun nacido en Francia, que, al ser hijo de extranjeros, para aspirar a ser francés tuviera que vivir en Francia específicamente entre los 11 y los 18 años de edad?
Hay muchas formas de responder al absurdo. Brassai dudaba tanto de su talento de fotógrafo que se especializó en la noche: o se avergonzaba tanto de ser sólo fotógrafo, cuando lo que aspiraba a ser era pintor, que se resistía a actuar a la luz del día. La fuente de su asombro fue la oscuridad, y fotografiarla lo hizo libre. Sortear el obstáculo, cómo hacerlo. “El año pasado, señoras, jovencitas y caballeros, di varias conferencias sobre la 'Inteligencia y Musicalidad entre Animales', y en esta ocasión, por gratitud, haré un 'Elogio de los críticos' en el que hablaré, no sin modificaciones, de la 'Inteligencia y Musicalidad entre los Críticos'“, advierte Satie.
“Un artista algo infantil y poco comprometido con el drama de su tiempo”, así definieron sus críticos a Marc Chagall, que no vio por qué no dedicar su libertad de individuo civilizado a la rebelión sin límites de su imaginación trasterrada. ¿Qué prefieres?
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