jueves, noviembre 06, 2025

«De vita philologica», de Jaime Siles




 

a Jenaro Talens

La vida me ha hecho lírico― o como otros dicen, egotista― ahogando en mí, 
gracias a Dios Todopoderoso, a aquel sabio en ciernes. Pero a las veces echo 
de menos a aquel muchacho de veinticinco años, tan leído, tan erudito, 
tan científico, tan objetivo― creo que se dice así―, tan cargado de citas 
y de teorías de otros.
MIGUEL DE UNAMUNO

 

Lo que debo al latín son muchas cosas.
Para empezar, mi sensación de lengua,
tan diferente a la ilusión del habla,
y la idea de que todo lenguaje
es ―y es sólo ― un acto de pensar:
un pensamiento erguido sobre un sinfín de ejes,
tan exactos como sus mecanismos,
que construye, sobre sonidos puros,
la arquitectura de una identidad.
Pero no sólo eso ―que es inútil y cierto,
y cerebral también y hasta pedante―
sino el recuerdo del resplandor de tardes
en que aquello que el texto me oponía
era un placer semántico que me transfiguraba
como un limbo de inteligencia pura
en el que la sintaxis de las frases
y las palabras se correspondían
y en el que cada esfuerzo presuponía otro
y éste entrañaba el placer de encontrar
otra dificultad.
Yo crecí bajo la sombra de los diccionarios
y creía que el mundo
era un texto preciso con sintaxis exacta
que cada tarde había también que analizar.
Crecí feliz entre un viento de páginas.
Luego me cambiaron el código
y la clave de cifra
y me quedé sin nada que leer.
Soy feliz por instantes, pero
mi traducción del mundo
resulta cada vez más imperfecta:
me equivoco en los verbos,
no acierto con los modos,
se me borran los tiempos
e, incluso, me confundo de caso o de flexión.
Cuando esto ocurre ―y me ocurre a menudo―
recuerdo aquellas tardes de sintaxis perfecta
y hermenéutica lúcida,
en que el perímetro del tiempo
eran mis diecisiete años
y el espacio del mundo,
sólo mi habitación.
La lectura de un texto nos hace personajes
y la vida, también.
Nuestra vida es un texto al que le faltan páginas
y las lagunas existentes dejan
no sólo abierto el blanco de los márgenes
sino que, hasta en el mismo texto conservado,
surgen siempre imprevistos vacíos que hay que completar.
Feliz de aquél que puede
fijar su vida como si fuera un texto,
desechar disparatadas conjeturas
y optar por una sola y única lección.
Yo he perdido mi texto, y la vida me arrastra
mientras yo la recuerdo como a sus paradigmas
y al antiguo muchacho que imaginé yo mismo
y que llegó a llamarse incluso como yo.
Lo peor de ser joven es que no se distingue
entre la realidad del ser y su gramática
y se hace metafísica del detalle más nimio
y se eleva a sistema el dato más trivial:
se confunden los ejes de sus dos mecanismos
y, al intentar cambiarlos, chocamos con los límites
de nuestro pensamiento y vemos lo perfecto
de todo raciocinio y lo imperfecto de todo lo real.
Por eso he amado el río de la lengua
y he recorrido a pie casi todo su curso
en un fallido intento de llegar a sus fuentes
y beber la primera palabra originaria
por si en ella se oía, sin manchar por el hombre,
un sonido perdido, algo
que todavía pudiera valer como verdad.
Yo no lo escucho, pero sé su existencia.
De nada sirve todo el conocimiento
ni la interpretación más sólida o brillante,
ni la idea más lúcida ni el juicio más feliz.
De nada sirven, cuando se viste sólo de prestado
o se vive en un alma fiada o de alquiler;
cuando no hay propiedad sin hipoteca
y hasta la muerte viene con su factura del agua o de la luz.
El latín concedía cierta pasión al orden.
En el orden de ahora la sintaxis funciona
por completo al revés:
sólo hay pasión allí donde hay desorden,
y el ritmo de las frases es un anacoluto
en el que los meandros de la vida
alteran la consecutio temporum
y la atracción de modos impide
la exacta percepción de lo real.

Me gustaría poder abrir sin más el diccionario
de una lengua que careciera de gramática;
de una lengua cuyos sonidos fueron sólo
el ritmo de la pausa de una sucesión
y de la que pudiéramos saber toda la historia,
su evolución, sus fases, sus etapas… todo
salvo el preciso sentido de sus términos:
una lengua, como nosotros mismos,
condenada a su forma y a carecer de significación.
La hermenéutica es una ciencia pía: una
experiencia casi religiosa,
cuya praxis consiste en alterar el orden
de la sintaxis órfica
y convertir el sentido del mundo
en un catálogo de frases de liturgia
y en el ficticio orden de un ritual.
En el latín… ¡qué seguro era el mundo
y su belleza exacta
cómo recomponía el orden que rompe lo real!
Nada más bello
que aquellas trampas de la inteligencia
con puentes levadizos y palancas
movidas y accionadas por una leve cifra de su vocabulario
y un sistema muy próximo al del propio pensar.
¡Qué perfectos los casos y las declinaciones
y cómo los añoro cada vez que en la vida me siento naufragar!
Son como mástiles que aguantan la tormenta
y avanzan en la noche a través de la bruma
como un buque fantasma que tuviera velamen
y no tripulación.
¡Cómo siento de firme la fuerza de su lengua!
¡Cómo viene y dirige mi torpe maniobra,
rectifica mi rumbo y aguanta mi timón!
El latín es un agua profunda
que sostiene todas las superficies
y que crea en los mapas
la ilusión o certeza de que hay un punto exacto
o alguna idea firme
o una isla segura
o la existencia de un lugar
más allá del lugar que se hunde y flota
al ritmo y al vaivén de las palabras
y que reaparece cuantas veces
perdemos de vista el horizonte
o el dolor nos borra de los ojos
las figuras que forman
la ficción o relato de nuestro recorrido
y nos fija como un punto de amarre
a una playa lejana que se mueve,
como la luz dentro de la memoria,
entre el latido regular de un péndulo
y la átona música de una muerte perfecta
cuyas aguas sonaran siempre al mismo compás.
Eso por consignar sólo la metafísica
y no los años sórdidos en que viví de él.
No: no es la especialidad
lo que de su filología me interesa
sino la vida que hay entre los márgenes
de un libro hecho de tiempo
cuya lengua podemos, sin hablarla, leer.
Ese libro del que todos podemos ser gramática,
esa lengua que ya sólo se escribe,
ese tiempo que es ya sólo lugar.
Feliz de quien no tiene que traducir el mundo
ni siente necesidad o afán de interpretarlo
porque sabe que lo que afirma al hombre
no es el sentido sino la sucesión.
Vivir consiste sólo en sucederse,
como un anfibio, en las aguas de un yo terco y fugaz
que se confunde sólo con su costumbre.



en Himnos tardíos, 1999





















miércoles, noviembre 05, 2025

«La obispa», de Núria Sales

Traducción de Juan Carlos Villavicencio




La obispa Lynn hace medio siglo
que vive
en Playamuertos
pero no dice
ni pío
más que en inglés.
Se ha empeñado en no saber nada
más
y ha triunfado.
La obispa Lynn no se quiere mezclar,
aplatanarse.
Por eso
aunque se muera de calor
toma su té caliente
cada tarde a las cinco.
Por eso aunque se muera de calor
cada día pasa el rastrillo
por su jardincito
recortado y simétrico 
donde sólo deja crecer
hierbita verde
recortadita
y rosas de marca:
pena de muerte a las flores indígenas
transgresoras:
flamboyanes, orquídeas,
buganvillas
y otras malas hierbas.
Por eso, aunque se muera de calor
juega al tenis cada mediodía
y sólo se relaciona con la tía
del cónsul de El Salvador.
La obispa Lynn no quiere aplatanarse
pero un día se va a morir
y ya veremos quién vencerá.



en Exili a Playamuertos, 1961
























lunes, noviembre 03, 2025

«He envejecido», de Joan Teixidor

Traducción de Juan Carlos Villavicencio





He envejecido de tanta vida mía.  
He prosperado en la nostalgia.  
El mundo tan pequeño me empequeñeció.  
Envidio a los hombres que lo dejaron todo.



en Fluvià, 1983















domingo, noviembre 02, 2025

«La estaca», de Lluís Llach

Traducción de Juan Carlos Villavicencio




El abuelo Siset me hablaba 
temprano en la mañana en el portal, 
mientras esperábamos al sol 
y veíamos pasar los carruajes.

Siset, ¿no ves la estaca 
a la que todos estamos atados? 
Si no podemos librarnos de ella 
¡nunca podremos caminar!

Ella va a caer, si tiramos todos,
ya no puede durar demasiado,
seguro que cae, cae, cae,
pues debe estar bien podrida ya.

Si yo tiro fuerte por aquí
y tú tiras fuerte por allá,
seguro que cae, cae, cae
y nos vamos a poder liberar.

Pero Siset, hace mucho tiempo 
que las manos se me están deshollando 
y cuando la fuerza un instante se me va 
ella se hace más fuerte y más grande todavía.

Ella va a caer, si tiramos todos,
ya no puede durar demasiado,
seguro que cae, cae, cae,
pues debe estar bien podrida ya.

Si yo tiro fuerte por aquí
y tú tiras fuerte por allá,
seguro que cae, cae, cae
y nos vamos a poder liberar.

El abuelo Siset ya no dice nada, 
fue un mal viento el que se lo llevó,
quién sabe hacia dónde
mientras sigo bajo el portal.

Y cuando pasan los nuevos muchachos
estiro el cuello para cantar 
el último canto de Siset, 
el último canto que me enseñó.

Ella va a caer, si tiramos todos,
ya no puede durar demasiado,
seguro que cae, cae, cae,
pues debe estar bien podrida ya.

Si yo tiro fuerte por aquí
y tú tiras fuerte por allá,
seguro que cae, cae, cae
y nos vamos a poder liberar.


1968















sábado, noviembre 01, 2025

«Prólogo al Pabellón de Orquídeas», de Wang Xizhi

Sin datos del traductor




El tercer día del tercer mes de la primavera, me encontraba en el pabellón de las orquídeas, cerca de un arroyo cristalino. Los amigos y poetas se reunieron en el lugar para disfrutar de la ocasión. El aire estaba impregnado de la fragancia de las flores y el sonido del agua fluyendo por el arroyo. Nos acomodamos cómodamente y, mientras disfrutábamos de nuestra compañía, compusimos poemas y celebramos la belleza del momento. El paisaje y el entorno parecían contribuir a la perfección de la ocasión, pero, al mismo tiempo, me invadía una sensación de tristeza por lo efímero de todo lo que estábamos viviendo.

En ese entorno, observando el mundo que nos rodeaba, no pude evitar reflexionar sobre la transitoriedad de todas las cosas. La vida humana es efímera, y aunque los momentos de felicidad y belleza sean preciosos, también son fugaces. En cuanto uno intenta aferrarse a un momento, ya se ha desvanecido. Todo lo que nace ha de perecer, y las personas que componen parte de nuestra vida también están destinadas a partir. La naturaleza misma se ve marcada por este cambio continuo y el ciclo de vida y muerte.

Así, aunque la poesía que compusimos esa tarde es hermosa, también se perderá con el paso del tiempo. Lo mismo ocurre con las personas que nos rodean. La belleza que percibimos en este momento desaparecerá, y los recuerdos de esta ocasión quedarán solo como una sombra que se desvanece con los años. En el futuro, cuando alguien lea estos poemas, quizás no entienda el contexto de este encuentro, ni la emoción que nos invadió. Y lo que es aún más triste, es que algunos de los presentes ya no estarán aquí para compartir este recuerdo.

A pesar de la impermanencia, encuentro consuelo en la caligrafía. La escritura, aunque también sujeta al paso del tiempo, puede preservar la esencia de un momento, aunque no lo pueda hacer de manera eterna. Es por eso que, aunque la reunión y los poemas que surgieron en este día se desvanecerán, su presencia en la caligrafía y en la memoria será un testimonio de la belleza y la armonía de este instante.

En cuanto a la escritura, no busco la inmortalidad en estos caracteres, sino simplemente expresar lo que en este momento siento, tal como las palabras surgen espontáneamente de la mano del calígrafo. Al igual que el agua del arroyo que fluye sin esfuerzo, la caligrafía también debe ser natural, sin forzamientos. Es el resultado de una mente tranquila, en paz consigo misma y con el entorno, un estado de armonía que permite que el trazo sea fluido y bello.

Así, mientras observo el paisaje que me rodea, no puedo evitar sentir una profunda gratitud por este momento de unión con la naturaleza y los amigos. Pero también soy consciente de que, tal como el agua fluye y el viento sopla, todos los momentos en la vida están destinados a desvanecerse. Y en este desvanecerse está la verdadera belleza, la belleza de lo efímero.




353 d. C.





















 

jueves, octubre 30, 2025

«Esperanza», de Ramon Llull

Versión de Juan Carlos Villavicencio




Cuando por la estrella al amanecer
se aparejan todas las flores 
y el sol multiplica su color

         de esperanza,

me visto de dulce
alegría, con la confianza
que en la Señora del amor siento;
y pido un confesor entonces,
me acuso a todos de ser un pecador,

         y que me ordene

reparar todo el daño
que de tal forma causé, pecando,
a aquellos que son siervos
de la Reina de las virtudes,
para que así reciba tal ayuda

         que a ningún pecado

quede yo compelido,
una vez que tan bien haya sido confesado.



en Medicina de pecat, 1300








D'esperança

Quan per l'estela en l'albor / e s'aparèllon tuit li flor / que el sol montiplic llur color // d'esperança, // mi vest alegrança / d'una douçor, confiança / que hai en la Dona d'amor; / e adoncs deman confessor, / a tuit m'acús per pecador, // e que ell me man // que reta tot lo dan / que hai donat gran, en pecant, / a cells que estan servidors / de la Regina de valors, / per ço que n'esper tal secors // que a null pecat // no sia obligat, / pus que en sia bé confessat.













lunes, octubre 27, 2025

«Escribir», de Marguerite Duras

Fragmento / Traducción de Ana María Moix




La soledad de la escritura es una soledad sin la que el escribir no se produce, o se fragmenta exangüe de buscar qué seguir escribiendo. Se desangra, el autor deja de reconocerlo. Y, ante todo, nunca debe  dictarse a secretaria alguna, por hábil que sea, y, en esta fase, nunca hay que dar a leer lo escrito a un editor.

Alrededor de la persona que escribe libros siempre debe haber una separación de los demás. Es una soledad. Es la soledad del autor, la del escribir. Para empezar, uno se pregunta qué es ese silencio que lo  rodea. Y prácticamente a cada paso que se da en una casa y a todas horas del día, bajo todas las luces, ya sean del exterior o de las lámparas encendidas durante el día. Esta soledad real del cuerpo se convierte  en la, inviolable, del escribir. Nunca hablaba de eso a nadie. En aquel periodo de mi primera soledad ya había descubierto que lo que yo tenía que hacer era escribir. Raymond Queneau me lo había confirmado. El único principio de Raymond Queneau era este: «Escribe, no hagas nada más». 

Escribir: es lo único que llenaba mi vida y la hechizaba. Lo he hecho. La escritura nunca me ha abandonado.

Mi habitación no es una cama, ni aquí, ni en París, ni en Trouville. Es una ventana determinada, una mesa determinada, ritos de tinta negra, huellas de tinta negra inencontrables, es una silla determinada. Y determinados ritos a los que siempre vuelvo, a dondequiera que vaya, dondequiera que esté, incluso en los lugares donde no escribo, como por ejemplo las habitaciones del hotel, el rito de tener siempre whisky en mi maleta en caso de insomnios o de súbitas desesperaciones. Durante aquel periodo tuve amantes. Rara vez he estado absolutamente sin amantes. Se acostumbraban a la soledad de Neauphle. Y según su encanto a veces esta soledad les permitía que, a su vez, escribieran libros. Raramente daba a leer mis libros a esos amantes. Las mujeres no deben hacer leer a sus amantes los libros que escriben. Cuando terminaba un capítulo, lo escondía. En lo que a mí respecta, es tan verdad que me pregunto qué pasa en otras partes y también cuando se es una mujer y se tiene un marido o un amante. En tal caso, también hay que esconder a los amantes el amor del marido. El mío nunca ha sido sustituido. Lo sé, todos los días de mi vida. 

Esta casa, esta casa es el lugar de la soledad, sin embargo da a una calle, a una plaza, a un estanque muy antiguo, al grupo escolar del pueblo. Cuando el estanque está helado, hay niños que vienen a patinar y  me impiden trabajar. Les dejo hacer. Los vigilo. Todas las mujeres que han tenido hijos vigilan a esos niños, desobedientes, locos, como todos los niños. Pero, qué miedo, cada vez, el peor de los miedos. Y qué amor. 

La soledad no se encuentra, se hace. La soledad se hace sola. Yo la hice. Porque decidí qué era allí donde debía estar sola, donde estaría sola para escribir libros. Sucedió así. Estaba sola en casa. Me encerré en ella, también tenía miedo, claro. Y luego la amé.  La casa, esta casa, se convirtió en la casa de la escritura. Mis libros salen de esta casa. También de esta luz, del jardín. De esta luz reflejada del estanque. He  necesitado veinte años para escribir lo que acabo de decir. 




1994











domingo, octubre 26, 2025

«Bosque Barú», de Anne Barousse




 
El bosque desenlaza su traje humedecido
Lianas trepadoras murmuran
Sus sueños enlazados
El quetzal y los monos apenas dejan huellas fugaces
El oro se vuelve verde líquido
Minúsculos pájaros acompañan
El solitario paso
Y las nubes olvidan volver al cielo
Se esparce la neblina gris
Entre las barbas violáceas y la violencia amarilla de las flores.




en Les Oiseaux Vagabonds, 2021














sábado, octubre 25, 2025

Tres poemas de François Cheng

Versión de Audomaro Hidalgo




Del agua nace el fuego,
del fuego el aire
mezclado al soplo puro
de una cierva dormida.​​ 


                   ·   ·   ·


De las tinieblas sin fondo surgen los trazos
por ti delineados, hijo de​​ la honda noche.
Al​​ llevar las quemaduras del astro, no eres
sino una antorcha hecha de ramas y de hollín.​​ 


                   ·   ·   ·


Noche de luna. Alguien, solo, despierta,
se conmueve por lo que desde siempre
tantos y tantos vieron y callaron,
se abre a la corriente ardiente del espacio puro. 




en Círculo de poesía, 21 de mayo, 2025












viernes, octubre 24, 2025

«La mujer rota», de Simone de Beauvoir

Fragmento / Traducción de Dolores Sierra y Neus Sánchez 



Miércoles 16

Miro las gotas de agua deslizarse sobre el vidrio que hace poco golpeaba la lluvia. No caen verticalmente; parecerían gusanitos que por razones misteriosas fueran oblicuamente a la derecha, a la izquierda, filtrándose entre otras gotas inmóviles, deteniéndose, continuando como si buscaran algo. Me parece no tener nada que hacer. Siempre tenía algo que hacer. Ahora, tejer, cocinar, escuchar un disco, todo me parece vano. El amor de Maurice daba importancia a cada momento de mi vida. Es hueca. Todo es hueco: los objetos, los instantes. Y yo.

El otro día le pregunté a Marie Lambert si me encontraba inteligente. Su mirada clara se clavó en la mía.

– Usted es muy inteligente…

Dije:

– Hay un pero

– La inteligencia se atrofia cuando uno no la alimenta. Debería dejar que su marido le buscara trabajo.

– El tipo de trabajo del que soy capaz no me daría ningún resultado.

– Eso no es nada seguro.


Por la noche

Esta mañana tuve una iluminación: todo es culpa mía. Mi error más grave ha sido no comprender que el tiempo pasa. Pasaba y yo estaba pasmada en la actitud de la ideal esposa de un marido ideal. En lugar de reanimar nuestra vida sexual, yo me fascinaba con el recuerdo de nuestras noches pasadas. Me imaginaba haber conservado mi rostro y mi cuerpo de treinta años, en lugar de cuidarme, de hacer gimnasia, de acudir a un instituto de belleza. Dejé que mi inteligencia se atrofiara; ya no me cultivaba, me decía: más tarde, cuando las niñas se hayan ido. (A lo mejor la muerte de mi padre no es extraña a esta dejadez. Algo se quebró. Detuve el tiempo a partir de ese momento.) Sí, la joven estudiante con que Maurice se casó, que se apasionaba por los acontecimientos, las ideas, los libros, era muy diferente de la mujer de hoy cuyo universo cabe entre estas cuatro paredes. Es verdad que tenía tendencia a encerrar entre ellas a Maurice. Creía que su hogar le bastaba, creía tenerlo todo para mí. En conjunto, daba todo por acordado: eso debió molestarlo, a él, que cambia y que cuestiona todas las cosas. La irritación es algo que no perdona. No debería tampoco haberme emperrado en nuestro pacto de fidelidad. Si hubiera devuelto a Maurice su libertad (y quizás utilizado la mía) Noëllie no se habría beneficiado de los prestigios de la clandestinidad. Yo habría encarado el asunto inmediatamente. ¿Hay tiempo todavía? Dije a Marie Lambert que iba a explicarme sobre todo esto con Maurice y a tomar medidas. Ya me he puesto a leer un poco, a escuchar discos: hacer un esfuerzo más serio. Rebajar algunos kilos, vestirme mejor. Charlar más libremente con Maurice, rechazar los silencios. Ella me escuchó sin entusiasmo. Quisiera ella saber quién, Maurice o yo, fue el responsable de mi primer embarazo. Los dos. En fin, yo en la medida en que me guié demasiado por el calendario, pero no es mi culpa si me traicionó. ¿Insistí yo en tener el niño? No. ¿En no tenerlo? No. La decisión surgió sola. Me pareció escéptica. Su idea es que Maurice me guarda un serio rencor. Le opuse el argumento de Isabelle: los comienzos de nuestro matrimonio no habrían sido tan felices si él no lo hubiera deseado. Su respuesta me parece muy alambicada: para no confesarse cuánto lo sentía, Maurice apostó al amor, quiso la felicidad frenéticamente; una vez que ésta desapareció, volvió a encontrar el rencor que había acallado.




1968 















jueves, octubre 23, 2025

«Bárbara», de Jacques Prévert

Traducción de Pierre Froidevaux



 
Te acordás, Bárbara,
llovía sin parar en Brest, ese día
y caminabas sonriente
floreciente, feliz, plena
bajo la lluvia
Te acordás, Bárbara
llovía sin parar en Brest
y te crucé en Rue de Siam
vos sonreías
y yo también sonreía
Te acordás, Bárbara
vos, a quien no conocía
vos, que no me conocías
te acordás
Te acordás al menos de ese día
no te olvides
Un hombre bajo un pórtico se abrigaba
y gritó tu nombre
Bárbara
y vos corriste tras él bajo la lluvia
floreciente, feliz, sonriente
y te tiraste en sus brazos
Te acordás de eso Bárbara
y no me odio por tutearte
le digo vos a todos los que amo
aunque no los conozca
Te acordás Bárbara
no te olvides
Esa lluvia sabia y alegre
sobre esta ciudad alegre
Esta lluvia sobre el mar
sobre el arsenal
sobre el barco de Ouessant
Ay Bárbara
qué pelotudez la guerra

¿En qué te convertiste ahora?
Bajo esta lluvia de hierro
de fuego, acero, sangre
y el que te apretaba en sus brazos
amorosamente
ha muerto desaparecido o aún vive
Ay Bárbara
llueve sin parar en Brest
como solía llover
Pero ya no es lo mismo y todo se arruinó
Es una lluvia de duelo, terrible y desoladora
no es ni siquiera la tormenta
de hierro de acero de sangre
Simplemente nubes
que se quiebran como perros
perros que desaparecen
al filo de agua sobre Brest
y van a pudrirse a lo lejos
a lo lejos, tan lejos de Brest
donde ya no queda nada.



en Paroles, 1946














miércoles, octubre 22, 2025

«Georges Méliès: una biografía fílmica», de Stan Brakhage

Fragmento / Traducción de Juan Esteban Plaza





Georges fue el primer hombre que reconoció en las imágenes en movimiento un medio tan adecuado para lo sobrenatural como para el submundo: un instrumento para develar lo natural mediante reflejos y también un portal a un mundo extraño bajo la superficie de nuestra visión natural, un submundo que hace erupción en «nuestro» mundo gracias a las máquinas que vuelven visible lo que no podemos percibir naturalmente. Lo llamado sobrenatural, como lo sabe cualquier mago, es inherentemente tangible al ojo desnudo: reconocerlo como natural requiere apenas un cambio de mentalidad, un acto de prestidigitación; pero, en cambio, el submundo tuvo que ser inventado, es decir, su existencia real tuvo que atravesar la invención para que empezáramos a ser conscientes de él y quedáramos sujetos a su consumación.

Al comprender todo esto, Georges heredó el destino para el que había nacido incluso antes de su nacimiento físico. Cuando encontró su medio –el único medio capaz de convocar a los nonatos, de exteriorizar la imaginación en movimiento–, en ese preciso instante su vida completa se le apareció por delante: se transformó en el artista que siempre había sido, el primero en la historia moderna en convertir un «medio» en un «arte». Sus demonios fueron atraídos desde abajo y atrapados en un campo suprasensible: todas las criaturas monstruosas que su pensamiento mecánico había librado antes de nacer fueron desatadas nuevamente mediante la terrible máquina de las imágenes en movimiento, y la batalla esperada por largo tiempo pudo por fin comenzar.

Sabiendo que las zonas negras de la pantalla encendida eran las más encantadas, Georges creó muchas de sus fotoapariciones fantasmales en blanco –hasta el punto de sobreexponer la imagen y borronear sus formas espectrales sacudiendo la cámara–, creando una demonología de contrapeso: un ejército de sobreimpresiones encima de las sombras. Los demonios vestidos de negro que él diseñaba eran fácilmente vencidos en su fototeatro: usualmente reventaban en una borla brillante de humo blanco.

El héroe de estos dramas fílmicos solía ser él mismo en fotografía, vestido con el smoking del showman, cubierto del negro suficiente para que su fotoforma se moviera mágicamente por los planos titilantes de cualquier composición, luciendo, como si fuera algo normal, sus atuendos más reconocibles en la cabeza, al modo del casco del héroe. Y además, en el papel de hombre viejo que había creado para su héroe, iba a veces disfrazado con una barba, y casi siempre, bajo esa forma de anciano, se disfrazaba de loco, de bufón o al menos de alguien completamente aprisionado por los atuendos demoniacos en el espectáculo de la locura, como si Georges estuviera exhibiendo demonios o azuzando al Demonio con su yo anciano (sirviéndose de alguna maquinación tomada, quizás, del Fausto de Goethe, con sus finales humanamente felices). Por cierto, Georges tomó prestados los artificios del diálogo entre el hombre occidental y los demonios en una lucha de fuego contra fuego –fuego blanco contra fuego negro–.

Pero como ninguna monstruosidad le pareció a Georges que habitara las zonas de la forma gráfica –los matices de la línea que hacían que la imagen fuera reconocible–, su guerra se expandió naturalmente contra todos los seres y objetos fotografiados, y la única seguridad de su yo héroe era su capacidad de transformar una cosa en otra, sobre todo en una masa de blanco. La única arma heroica era, entonces, la varita mágica, y el último recurso de Georges para ayudar a su yo heroico, cuando el terreno se volvía muy escabroso, era su capacidad de transformar en un solo instante la estructura completa del campo de batalla. Fue esta necesidad la que lo llevó a hacer el primer ensamble en la historia de las imágenes en movimiento: la unión de dos piezas de celuloide con secuencias de fotos fijas.

Sin embargo, en plena carrera de Georges como cineasta, la naturaleza misma de la guerra comenzó a cambiar. Si cada boceto compuesto con una forma reconocible era un refugio para los demonios, las fotos fijas de objetos se convirtieron en la fortaleza del enemigo. Toda cosa inmóvil se encontraba, a fin de cuentas, en deterioro. Y si la cubrían líneas y sombras (envolventes fuerzas oscuras), era rápidamente poseída por un encantamiento: incluso la imagen del Sol, principal fuente de luz, solo requería las líneas de una «cara» para enemistarse con todo lo que estuviera hecho de un blanco más puro. La Luna, casi sinónimo de pantalla de cine, obsesionó a Georges particularmente, porque su representación exigía una «cara», y eso lo sumió en una suspicacia cósmica dirigida a todas las luces del cielo: ¿acaso las estrellas no eran simples destellos que dejaban adivinar vagamente las formas de enormes criaturas negras, como supieron los primeros observadores del cielo? Y, dado que para Georges todo objeto fotografiado era una fortaleza demoniaca, se vio impulsado, como cineasta, a mantenerlo todo lo más animado posible (como un hombre que rellena casas viejas con tanta vida como puede para repeler a los fantasmas) para captar, por cierto, todas las formas de la gente en continuo movimiento, en oposición a la quietud de su entorno. Para mantenerlas «de su lado», por así decirlo. Estaba decidido a darles a todos los objetos inanimados una «cara», como señales de advertencia de lo que escondían, y a animar esas caras. Como los griegos antes que él, estaba llamado a llenar los espacios entre las estrellas con tanto blanco como fuera posible.

El sombreado renacentista, dando la ilusión de profundidad, también proporcionaba abrigo a sus enemigos, pues Georges estaba obsesionado con atacar todos los artificios pictóricos de occidente, incluyendo la perspectiva renacentista. Empezó, por lo tanto, a concebir los planos de sus películas como una serie de superficies móviles con un mínimo punto de fuga y una relación máxima con la pantalla en la que serían proyectadas. Esta medida desesperada, a contrapelo del desarrollo visual de Occidente, le brindó a Georges un nuevo campo de batalla (como no se había visto desde que la estética de Florencia triunfó sobre la de Siena). La naturaleza de la batalla se volvió anamórfica (antes que mítica): lo móvil contra lo inamovible, lo rápido contra lo muerto. Tal como sabía que la Luna debía tener una cara (que es más terrible imaginar en «lo oscuro de la luna» que nítidamente grabada en blanco), sabía también que todo lo blanco debía tener las líneas negras de una forma (no necesariamente sombras espaciales, que él más bien minimizaba con la luz frontal). Y de este modo creó a sus demonios, disfrazándolos al modo de dobles agentes, espías que trabajaban de su lado para evidenciar la derrota de toda esta monstruosidad. Georges acabó por interpretar él mismo el papel del Diablo una y otra vez, y sus brujas acabaron por ejecutar la venganza que él mismo deseaba. Con magistral complejidad, Georges pasó a desempeñar la guerra con espías y contraespías con una visión triunfante. Sus películas se volvieron anagramas de desconcertante duplicidad mientras se atribuía a sí mismo y su héroe mago –o bruja, o demonio, o incluso Diablo– más y más poderes de transformación.

Sin embargo, Georges no pudo conseguir honestamente que ningún aspecto de su ser desmembrado se identificara con un objeto inanimado ni con la profundidad del espacio. Los escenarios eran siempre abandonados a los demonios y el único control que mantuvo sobre ellos era la señal de advertencia de su rostro –así pues, la visibilidad– y los signos de «cambios de escena». Inevitablemente, entonces, Georges se enfrentó al desastre cósmico, contra su derrota incitada por el material mismo y el espacio de su residencia. ¡Demonstrata!

En la época de la vida en que un hombre comienza a sentir que envejece, Georges se habría rendido si no fuera por la emergencia de una nueva imagen en sus sueños: la imagen de un héroe, el único que podría traspasar los velos de la materialidad y atravesar todo relleno cosmológico. Para Georges fue el último truco heroico en la bolsa del mago: la Máquina. ¡Sí! El héroe-máquina (otra vez el viejo Golem, también la joven Venus tal vez, que ya le había dado antes un impulso en la batalla), la Máquina fotografiada, la Máquina tal como es representada a través de la maquinaria –algo así como un salón de espejos que reflejan otros espejos ad infinitum para confundir los sentidos materiales y horadar un agujero en el espacio entero del universo–.

¿No era, acaso, el asistente o ayudante perfecto del mago? ¿No era la contradicción absoluta para conjurar la demonología (en cuanto la Máquina era material y sin embargo podía animarse más allá de toda capacidad humana)? ¿Había algún límite para el espacio que una máquina podía atravesar? Su amo mismo estaba por completo al interior de esa armadura. ¿No era una cosa hecha de varias partes inanimadas puestas juntas, que cobraba vida cuando a estas partes se las dejaba interactuar perfectamente, creando la unidad milagrosa de un ser en movimiento? ¡Sí, la Máquina era, para Georges, una creadora de parentescos, un hermano no consanguíneo (y, por tanto, humanamente invulnerable)! Y era mujer, por cierto, porque así fuera automóvil, barco, aeroplano o incluso cohete, siempre una ley no escrita hizo que Georges la llamara, amorosamente, «ella»: ¡sí, ella –o cualquier máquina– era el triunfo de todas sus fantasías y sus inventos reales, la más salvaje Galatea de todos los tiempos! Déjenla desgarrarse a través del tiempo, si eso es posible, y de todo el espacio negro, y sacudirse las sombras en cada giro del engranaje, en cada rotación de la rueda, en cada vaivén de la motivación del mago, mientras destroza a su paso al elenco de la película tan rápido como los fotogramas pueden tocar el movimiento que describe sobre la pantalla.

La Máquina de sus sueños se volvió la estrella de sus dramas, desafiando a todos los fantoches, derribándolos cuando se interponían, derribando también muros, casas, bloques de material, clavándose en el ojo de la Luna y hasta abriéndose paso entre las estrellas agolpadas, al mismo tiempo que protege al mago (y a sus amigos) cargándolo con tanta ternura como a un niño en una cuna, como a un niño en el útero, como a un hombre en la tumba.

Y sí, finalmente, por desgracia, la Máquina también defraudó a Georges. Había en todos sus movimientos una figura reconocible que, como tal, caía en todas las trampas de la iluminación, como cayó una vez un tren en la boca del Sol, condenados los que iban dentro a la misma lucha que acontece siempre en todo decorado inmóvil. Como objeto reconocible, la Máquina nunca pudo ser más que un tema, y así las piezas filmadas de Georges siguieron girando en su danza chamanística, lanzando destellos negros y blancos contra la pantalla impenetrable.

Georges, hacia el final, probó desesperadamente el color, tiñendo el celuloide, consiguiendo imágenes de objetos (frecuentemente de la Máquina) con tonos pigmentados que podían hacerlos vibrar hacia otra dimensión del pensamiento, colores esparcidos sobre las figuras en el blanco y negro de cada uno de los fotogramas para burlar la trampa de luz/oscuridad que está en origen de la fotografía. Pero solo logró hacerse a un lado en una hermosa esquina (el color es una cualidad de la luz, o sea, una cualificación, una disminución semejante a la sombra).

La batalla había acabado –sin que hubiera habido realmente una pelea– y Georges se quedó con sus rollos de mapas proyectables de una campaña apenas imaginada, un registro de magia simpática que había defraudado la tensión interior del inventor, que no había logrado alterar para él lo que ya había sido alterado. Había dirigido e interpretado varios papeles, y fue usado (como todos los artistas antes que él) por fuerzas que estaban más allá de su imaginada «segunda venida», de su regreso, de su comprensión.




en El asedio de las imágenes. Cinco biografías fílmicas
Bastante ediciones, 2019




















martes, octubre 21, 2025

«Zorda», de Octavio Gallardo Cantillana

Dos fragmentos



 
María 
(oración y Consuelo): 

Me llamo, o así me dicen; María y soy insignificante al lado de mis hijas, como si ellas fueran una araucaria, y yo hubiera nacido al borde de un río, apenas agarrada de la tierra. Soy así, no es que me sienta así de vez en cuando, así soy, de madera, pero enroscada en el aire, como un poema de algún viejo salamero. Puede ser que por esa razón me gusten las plantas, pero esas que nacen porque se cayó una semilla. De vez en cuando tiro cuescos debajo del limonero para que se acuñe algo sin propósito, así como se me vinieron las hijas, así mismo. Me engendraron y engendré tal y cual como si me hubiese nacido un lunar en el pie. Pero ellas, como digo, son superiores a mí, por eso, y más bien, yo soy testigo de ellas, y se me ocurre, que de alguna forma son anteriores a mí. Podría decir que la primera de mis hijas la dejé en otros brazos, y me duele, me duele ella, no me duelo yo por haber sido incapaz de sostenerla. No me duelo yo por nada, apenas por una pequeña dignidad que merezco en la vida, que no me dio definición sino hijas portentosas y magistrales, porque así son mis hijas, nacieron para buscar el sol entre los árboles. Esa es mi esperanza. Eso es más bien lo que podría decir que me duele: la esperanza. Mi esperanza no tiene árboles, es un bosque quemado, y no hablo de mis hijas, sino del lugar y el modo en que nací. Desde pequeña estuve diseminada, sin cama propia, sin habitación propia, sin cariño propio, mis padres mismos eran abuelos fríos, o mi padre, señorial y recto, con sombrero alón en la playa de los años cuarenta, que hoy día está quieto en la foto de la ciudad de Cartagena, con chalequillo de tela y un reloj colgando del bolsillo, con los veraneantes detrás, unas señoras con bombacha y las sombrillas del alto pueblo, mi padre; el que le pegaba zancadas a la mesa para que yo me fuera cuando lloraba para llamar su atención, que me viera y me quisiera; como miró y quiso a cualquiera de mis hermanos. Recibí el socavón, la pura mirada lejana, y no me duele. Con nada me siento dolida, excepto por mis hijas, que son mis ojos y mi sangre, si a ellas les falta algo ahí, sí que me muero de pena, o de rabia, o de pena y rabia. Pero, puesto que mi esperanza no tiene límites, tengo fe, y tengo ángeles que me acompañan, mi padre y mi madre me acompañan, mi hermano Rafael, el que se fue tan temprano, aboga por mí desde el cielo. En él, en el principio y en el fin de mis ruegos, pienso cuando oro y rezo por mis hijas. Cuando les ha faltado el pan, nunca he dejado que tengan hambre. Le rezo al Cristo que tengo en el velador, sobre una Biblia vieja abierta en los salmos. Creo que Jesús puede haber sido una mentira, pero creo en él. No sé si veo a mi hermano Rafael en su rostro, se parecen de hecho, mi hermano era una vocecilla azul y cariñosa, como la de Jesús. Me emociono con las películas de Jesús, sobre todo cuando le habla a Dios, su padre. Imagino que algún día se abrirán las nubes para que yo le hable al mío, o a mi hermano que también está en los cielos y fue El elegido. Tengo fe y esperanza. A mis hijas nunca les faltará nada.


*   *   *


El perro Losada 


Conocí a Enrique. Enrique recibió una lección para soportar la cólera, no sé cómo lo hizo, era admirable su capacidad de recibir golpes en la vida tan duros. Teníamos a esas alturas 15 años de nada. De vivir en un barrio. Apenas un barrio marginal de la república del bajo extremo, en una ciudad caótica pero plenamente ordenada como era Santiago. Enrique era feroz. Un animal súper definido y elocuente. El hijo del paco muerto. Aprendiz de artes marciales. Pero además mala leche, hijito de su mamá, buen estudiante y castigador de los desvalidos. Todo el colegio le temía como se le teme a un bulldog, un perro de parcela de gente bien, alimentado con la mejor carne. Era grande además, y en cierta medida gordo. Eso, en particular no lo recuerdo bien. Después me enteré que Claudia prefería a las chicas tímidas y tiernas como yo, pero en ese momento crucial, jamás habría pensado en esa posibilidad. Era una pulga en el perro del grupo de Enrique. Enrique Pérez Losada, así lo llamaban los profesores. Los demás le decían el perro Losada. Obviaban el Pérez por respeto a su padre muerto. Ni se fuera a enterar que le decían el perro Pérez. Pero decirle perro daba lo mismo. Nunca imaginó el perro Losada que en la fiesta rara y callejera que organizó se lo joderían de tal manera. Nunca consideró la guitarra cuando invitó a Gutiérrez, el santo de la devoción de los cursos mayores. No tenía piedad el perro Losada, ni menos prudencia con sus mayores. Al cabo de unos minutos Gutiérrez, el cantante, el dirigente, el de 18, se puso a cantar a Silvio: “Una mujer con sombrero”, “Ojalá”, y una canción de autoría propia que sonaba a balada italiana de mala estirpe. Conquistó a la tribu completa con una voz gruesa, a veces melódica, pero en general repetida de cassette. A partir de ese momento podría haberse llamado la tribu de los vencidos. Su voz era el cielo. Su voz era celeste. Golpeaba contra los edificios sociales y se venía de vuelta. Estábamos en el centro de las edificaciones. Rodeados por la gloria de quienes habían logrado un departamento precario en los barrios de Recoleta. Al centro la fogata, el dios Gutiérrez. Gutiérrez el encantador, Gutiérrez la serpiente del menoscabo. Así vi al perro Losada, destituido. Su expresión era la derrota de todo el curso. Todos decían que con Claudia se habían dado un beso el último día del año anterior, durante la convivencia y frente a los demás, sin ningún tipo de decoro. Desde ese momento Claudia fue suya durante todo el año siguiente. ¿Quién podría desmoronar al perro Losada, ni siquiera robarle alguna de sus pertenencias? Claudia pertenecía en sueños a cada macho escolar, pero al final era toda suya. En la praxis, en la definición y en el acuerdo general Claudia era un objeto más de su estuche personal. Sin embargo, esta vez Gutiérrez cantaba. Su voz era el cielo y Claudia. Claudia parecía amarlo, echarlo de menos en las noches, soñar con él, tocarlo en la niebla y en el frío. Pensamos y temimos, creo yo, que el perro Losada ladraría y le daría una patada a las brasas, pero nunca imaginamos que se acercaría a Claudia y le hablaría al oído. Pero Claudia siguió cantando. Y el perro Losada desertó. Se puso la casaca y caminó sin hablar hasta el callejón. Sabíamos que más allá había un desierto baldío y que Losada tenía que cruzar los campamentos para llegar hasta su casa. Pero Losada era valiente porque hasta los pacos le temían. El toque de queda duraba hasta las seis de la mañana y nosotros nos quedaríamos alrededor del fuego. Losada atravesó el descampado y una patrulla negra y blanco le cortó el camino. Losada apenas la vio. Al lunes siguiente formados en el patio mientras la bandera subía, nos enteramos que a Losada le habían dado con una culata en la boca y las narices. Esa mañana teníamos prueba de francés.




Primera edición, puerta abierta editores, México, 2024
Segunda edición, Rumbos editores, Chile. 2025








Fotografía original de José Luis Cuevas


















lunes, octubre 20, 2025

«Versos dorados», de Gérard de Nerval

Traducción de Andrés Holguín




Todo es sensible
PITÁGORAS

Mientras te sientes único ser pensante y consciente,
la vida emerge en todas las cosas terrenales.
La libertad encauza tus impulsos vitales,
pero de tus designios el cosmos se halla ausente.

Descubre en cada bestia un ánima latente;
son las flores abiertas fuerzas espirituales;
un misterio de amor se esconde en los metales.
«Todo es sensible». Y todo te afecta intensamente.

Teme en el muro ciego un ojo que te espía.
En la materia misma el verbo se halla injerto:
no le hagas, pues, cumplir una consigna impía.

Un dios oculto habita en cada ser oscuro
y, como un ojo bajo su párpado entreabierto,
palpita en cada piedra un espíritu puro.















domingo, octubre 19, 2025

«Una y otra», de René Char

Traducción de Leandro Llull



 
¿Vas a balancearte sin fin, rosal, a través de la larga lluvia, con 
          tu doble rosa?
Como dos avispas maduras ellas descansan sin vuelo.
Yo las veo en mi corazón porque mis ojos están cerrados.
Mi amor bajo las flores no ha dejado más que viento y nubes. 

                                                

1957












L’une et l’autre

Qu’as-tu à te balancer sans fin, rosier, par longue pluie, avec ta double rose? / Comme deux guêpes mûres elles restent sans vol. / Je les vois de mon cœur car mes yeux sont fermés. / Mon amour au-dessus des fleurs n’a laissé que vent et nuage.