sábado, diciembre 13, 2025

«Fin del camino», de Tao K'ai

Versión de Juan Carlos Villavicencio





Aquí estoy, de setenta y seis años,
con el karma de una vida a punto de partir,
vivo, no tengo sed de Cielo;
muerto, no me voy a preocupar por el Infierno.
Me dejaré ir y me acostaré más allá del mundo,
entregado al destino, libremente, ya sin restricciones.







Pintura original: Árbol marchito y roca extraña, de Su Shi






















viernes, diciembre 12, 2025

«Zapping», de Carlos Aguilar Islas

Dos poemas



 
04

Es fácil muy fácil
sentir la mirada cansada
frente a tierra y cerro mar y aire

Es fácil más fácil
pensar un poco en vigas y columnas
en hormigón y pistas de baile

Pensar en veredas y bloques como escenario




15

En el reyno que no es reyno
cae un palo sobre el pájaro que vuela
y sigue ausente la cuadra
/ la esquina
/ la tierra completa
de organilleros morenos y de niños

Pienso inevitablemente
en los relatos olvidados
y en que evangelizar es un teatro
/ vacío

(RUIDO DE ZAPPING)




2025
















jueves, diciembre 11, 2025

«Ensayo del agua», de Catalina Porzio

Fragmento




El agua, la leche y el vino son sustancias que gobiernan el reino de la sed, líquidos virtuosos que triangulan un balance perfecto de color y consistencia. La huella del agua, la más efímera de todas, activa un cambio cromático en las superficies donde se derrama por un tiempo fugaz, casi inaprensible, como vemos a menudo en la cara de una piedra humedecida que se deja tocar por el sol: el halo se recoge hacia el centro hasta desaparecer sin dejar rastro. 

La leche, blanca por excelencia, parecida al alabastro pero cada vez más pálida ante los caprichos de la industria alimentaria, que la somete a un exceso de pasteurizaciones para volver a envasarla, despojada de su crema y su lactosa, nos devuelve un atisbo de aquella densidad que apaga el fuego del hambre en las entrañas y se infiltra en nuestros huesos, en la marca provisoria de un bigote sobre las bocas de sus bebedores más frenéticos. Es por ello que la leche negra a la que alude Paul Celan, que se bebe a toda hora sin cesar, nos inquieta de manera tan brutal: invertir el color de la sustancia que nos nutre es un hecho sombrío, opuesto a su naturaleza benéfica; oscuro como las aguas que se agitan al compás de la noche, en cuyas fauces aguarda silenciosa la posibilidad de una tumba. Un salto al vacío. En cierta medida, esa negrura que recorre el interior de un cuerpo nos recuerda la bilis, uno de los cuatro humores predominantes en la medicina hipocrática, atribuido a la causa irrestricta del abatimiento melancólico. Tampoco las lágrimas del desamor derramadas por la inmensa pena de un extravío, como dice el bolero, se ajustan a la opacidad funesta de ese color que lo enluta todo, pues, aunque miradas a través de un microscopio su estructura varíe según la causa que las motiva, son tan cristalinas como las de la risa. Así y todo, la combinación de elementos fundidos en la figura de unas lágrimas negras me resulta familiar: las he visto abrazar la curvatura de una mejilla, dejando tras de sí el dibujo de su estela triste.

Si bien el agua y la leche, además de saciar necesidades básicas, cuentan con atributos reales y fabulosos asociados a la idea de pureza, el vino, bebida inmemorial cuyo color amoratado se disipa en los albores de su propia existencia, es imposible de rastrear. Sabemos que proviene de la vid, y aunque se hayan redoblado los matices de sus cepas no hay grandes misterios en su proceso de producción; por el contrario, se ofrece en calidad de panorama bajo el concepto de «ruta», aludiendo a las extensas y fatigosas redes que en otros siglos llevaron hacia Oriente en busca de mercancías exóticas, a un público aburrido que se entrega a estos circuitos de copa en mano y atiborra sus paladares con vocablos fatuos, pasados a fruta y a madera, pura superchería. Pero más allá de su fisiología no hay certeza de cuándo ni dónde apareció por primera vez; por así decirlo, pertenece a la humanidad. 

El vino es materia oscura que enciende las confidencias, realza el brillo de las cosas que aprendieron a resplandecer bajo ondas de luz artificial, y en torno a una fogata despierta ese raro gusto por llenar el aire con historias de fantasmas y demonios que azuzan las noches en el campo. Sus bebedores, melancólicos o alegres, en medio de ardientes sorbos solitarios, buscan en el vino el recuerdo o el olvido, a riesgo de precipitarse sobre el vértigo que instiga los vómitos, sumirse en una ciénaga irrevocable de sudor y temblores y tal vez perderlo todo: la casa, la familia, el perro, la ropa, los dientes, como pregonaron Los Parkinson en su canción maníaca: «¡Por el vino me quedé así!» (sosteniendo la i del final hasta agotar el aliento). 

Se ha trazado una relación estrecha entre el escritor alcohólico y el agua, cualidad que se repite con alevosía en la camada de autores norteamericanos proclives al uso de frases cortas y diálogos inconclusos (Carver, Cheever, Fitzgerald y otros tantos bebedores de destilados, no de vino), conjugando con estas marcas un estilo determinante en la literatura que, en su tesis, Olivia Laing achaca a los efectos colaterales del metanol, solvente anodino que al ser consumido de manera prolongada puede desencadenar serios daños cognitivos, por ejemplo, la afasia. Por otro lado, Federico Galende, siempre atento a los pormenores jabonosos de la historia, con los que suele idear teorías sorprendentes, en nuestras primeras conversaciones me aseguró que estos escritores apuraban la sintaxis nada más que por la urgencia de volver a la copa y domesticar el pulso. 

Como sea –aunque me inclino por la segunda explicación–, dentro de los gustos particulares que cada uno de ellos declaró hacia el mar o los ríos, prevalece una acentuada debilidad por el nado. Puede que el verde en el culo de una botella vacía, por donde Baudelaire aseguraba que los bebedores miran el cielo sin hallar una respuesta, invoque la gama de colores marinos y la experiencia de dejarse llevar por el vaivén de las olas o bien naufragar. 



Publicado por Mundana Ediciones, 2025
























miércoles, diciembre 10, 2025

Carta a Salvador Allende, de Gabriela Mistral



Celebrando los 80 años del Premio Nobel a Gabriela Mistral

 

Al Dr. D. Salvador Allende:

Excuse Ud. a su compatriota que debe usar lápiz y no tinta, porque aquel me irrita los ojos. Añada a eso los 60 años, Doctor...

Acabo de recibir un montón de 40 y tantas cartas devueltas de mi sede anterior. Yo viví en Santa Bárbara, California, y allá han sido mandadas esas cartas. Hallo entre ellas la circular suya sobre la Paz.

Podrían Uds. haber puesto mi firma allí. Yo publiqué 2 ó 3 artículos sobre este gran asunto. Ya ahora parece que el tema está ya estrujado y por excelentes plumas.

Espero que el mundo guarde sus sesos intactos y que el mero sentido común acalle los gritos histéricos. Si es posible, Dr., hágame la gracia de una paginita con alguna noticia sobre el momento chileno en relación con la paz mundial.

Guardo viva simpatía hacia su noble, valeroso y valioso espíritu de paz. 

Mande a su servidora adicta.


Gabriela Mistral















martes, diciembre 09, 2025

«La ciudad va a estallar, Flora…», de Carlos Alberto Orellana Quintanilla





La ciudad va a estallar, Flora,
en medio de este tráfico infernal: ángeles
incendiando los edificios, bromeando
con los semáforos, convirtiendo a los autobuses
en paquidermos holgazanes.
Alguien ha colocado bombas de tiempo
en los grandes almacenes.
Han asesinado al Cardenal.
Se ha sublevado la tropa.
La temperatura ha alcanzado los 35 grados.
Han cerrado el Parlamento.
Descubierto al hombre más viejo del mundo.
Los ángeles hacen sonar sus trompetas espantosamente
en la Vía Expresa.
Separaron a los siameses, Flora.
La inflación es otra bomba.
De tiempo.
Ha renunciado el Primer Ministro.
El tigre de Bengala está prácticamente extinguido.
La ciudad va a estallar, Flora,
cierra los ojos, abrázame, no voltees
la cara por nada del mundo. 




en La ciudad va a estallar, 1979














Contribución indirecta a DscnTxt de Roger Santiváñez
















lunes, diciembre 08, 2025

«Callejón sin salida», de Carmen Martín Gaite




 
Ya sé que no hay salida,
pero dejad que siga por aquí.
No me pidáis que vuelva.
Se han clavado mis ojos y mi carne,
y no puedo volver.
Y no quiero volver.
Ya no me gritéis más que no hay salida
creyendo que no oigo,
que no entiendo.
Vuestras voces tropiezan en mi costra
y se caen como cáscaras
y las piso al andar.
Avanzo alegre y sola
en la exacta mañana
por el camino mío que he encontrado
aunque no haya salida.



1947
















domingo, diciembre 07, 2025

«Carta abierta a 'La Púa'», de Oliverio Girondo

Fragmento


Oliverio Girondo y Norah Lange en El Tigre, década de 1940



Lo cotidiano, sin embargo, ¿no es una manifestación admirable y modesta de lo absurdo? Y cortar las amarras lógicas, ¿no implica la única y verdadera posibilidad de aventura? ¿Por qué no ser pueriles, ya que sentimos el cansancio de repetir los gestos de los que hace 70 siglos están bajo la tierra? Y ¿cuál sería la razón de no admitir cualquier probabilidad de rejuvenecimiento? ¿No podríamos atribuirle, por ejemplo, todas las responsabilidades a un fetiche perfecto y omnisciente, y tener fe en la plegaria o en la blasfemia, en el albur de un aburrimiento paradisíaco o en la voluptuosidad de condenarnos? ¿Qué nos impediría usar de las virtudes y de los vicios como si fueran ropa limpia, convenir en que el amor no es un narcótico para el uso exclusivo de los imbéciles y ser capaces de pasar junto a la felicidad haciéndonos los distraídos?




París, diciembre, 1922




en Irreductible. Una antología, Descontexto Editores, 2023
(Originalmente en Veinte poemas para ser leídos en un tranvía, 1922)








 

Puede comprar el libro escribiendo 
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sábado, diciembre 06, 2025

«Cavilaciones nocturnas», de Lu You

Versión de Carlos Manzano de la traducción de Kenneth Rexroth




No puedo dormir. La larguísima noche
Está colmada de amargura.
Me siento a solas en mi cuarto junto
A una lámpara humeante. Me
Restriego los pesados párpados y
Paso, indolente, las páginas
De un libro. Una y otra vez recorto
El pincel y remuevo la tinta.
Pasan las horas. La luna aparece
En la ventana abierta, pálida
Y brillante como dinero recién salido
De la fábrica. Por fin me quedo
Dormido y sueño con los días pasados
Junto al río, en Tsa-feng, y
Los amigos de mi juventud en Yen
Chao. Jóvenes y felices,
Corríamos por las hermosas colinas.
Y ahora han pasado los años
Y nunca más he vuelto a visitarlos.





en Cien poemas chinos, 1966






















viernes, diciembre 05, 2025

«No será mejor no hacer nada?…», de Álvaro de Campos

Traducción de Carlos Ciro


¿No será mejor
no hacer nada?
¿Dejar que todo vaya a las carreras, vida abajo,
hacia un naufragio sin agua?

¿No será mejor
cosechar ninguna cosa
en los rosales soñados,
y yacer inmóvil, pensando en el exilio de los demás,
en las primaveras por venir?

¿No será mejor
renunciar, como el estallido de un globo común
en la atmósfera de las ferias,
a todo,
sí, a todo,
absolutamente a todo?



12-4-1934





en En la víspera de nunca partir, Cuadernos Negros Editorial, 2021


















miércoles, diciembre 03, 2025

«Mi anhelada Haifa», de Nathalie Handal

Traducción de Juan Carlos Villavicencio




Extraño el
largo cuerpo intacto
de la mañana,
al entregarnos
a la levedad de
su brisa 
mediterránea
como si fuera
que todo ese amor
no pudo ser,
y la quietud
de nuestras alas
del mar alrededor
y las sábanas sueltas
que nos cubren
supieran que mi corazón
era tuyo
pero no pronuncié latido alguno,
tal vez pensé
que lo que más necesitabas
era mi silencio,
¿o tal vez me equivoqué?















martes, diciembre 02, 2025

«El sol», de Mary Oliver

Traducción de Andreu Jaume




¿Has visto
algo
en tu vida
más maravilloso

que la manera en que el sol,
cada noche,
relajado y tranquilo,
flota hacia el horizonte

y en las nubes o en las colinas,
o en el mar rugoso,
y ya no está;
y cómo se desliza de nuevo

de entre la oscuridad
cada mañana,
en el otro lado del mundo,
como una flor roja

fluyendo hacia arriba con sus óleos celestiales,
pongamos, una mañana a principios de verano,
a su perfecta distancia imperial;
y has sentido alguna vez por algo

tal amor salvaje;
crees que hay en algún sitio, en algún idioma,
una palabra lo bastante henchida
para el placer

que te llena
cuando el sol
te alcanza,
cuando te calienta

cuando estás ahí,
con las manos vacías;
o también tú te has
alejado de este mundo;

o también tú te has
vuelto loco
por el poder,
por las cosas?



en Devociones, Poesía reunida, Lumen, 2025






















lunes, diciembre 01, 2025

«Del diario de la batalla de las hordas desnudas», de Pascual Estrada




 
La risa retumbaba.

No: el eco de las risas dibujaba ráfagas de dientes juveniles a los cuatro puntos cardinales, las ráfagas de dientes esplendorosos y alegres describían parábolas como fuegos venecianos de artificio, como blancas gaviotas a reacción en los cielos, cuando nosotros, las hordas desnudas, marchamos hacia los lugares neurálgicos de la ciudad. Porque habíamos encontrado nuestra segunda arma, la risa, después de la primera, la desnudez, y antes de la tercera: la muerte airada. Éramos muchos: cien mil, quinientos mil, un millón. La ciudad entera, los desnudos ya, infinitos, contra los «fraques» y los trajes oscuros.

Un temblor fecundo homicida flotaba sobre el suelo a la altura de nuestros sexos que, hermosas flores oscuras —alguna color paja, alguna color llama—, se alineaban con pocas discrepancias a nivel de la niebla erótica trepada a las piernas, a las caderas, a la sangre.

Ese temblor, esa niebla amorosa, ese gas impalpable, nuevo experimento del doctor Ox, nos brotaba por ósmosis convertido en risa jocunda, en vibrantes divinas carcajadas. (Y una y otra vez viene a la pantalla de mi recuerdo la imagen de la playa sin tiempo que el buen amigo Hans ve desde la nieve).

Risas pues alegres a todos los cuadrantes de la rosa de los vientos, risa que henchía nuestros cuerpos e impulsaba a las hordas desnudas contra los reductos enemigos. Avenidas que estallan en rojos cola de gallo, en blancos de dientes blancos y en blanco oscuro y canela de desnudez canela, oscura y blanca, avenidas y esquinas que huelen a la especie y a flor, que suenan a gargantas alegres y a viento, que se instalan como píldora de eternidad brevísima bajo la lengua, carne y flores, risa y sexos, viento, amor, amor, amor por las calles anchas en busca de las odiadas —tal vez no, sí innecesarias textileras.

Hubo alguna escaramuza sobre el tapiz belga de las risas aladas, al caer la tarde, por las esquinas. Bien quisiera yo describir en forma épico-poética las arremetidas —y las muertes— de los nuestros, pero la sangre únicamente por carisma depravado de la literatura puede convertirse en algo bello. Esa cosa de la que estamos siempre huyendo, el último estertor, se produjo ante nuestra vista.

Una risa, un vientre, una palabra es algo demasiado tremendo para admitir su nadificación. En fin, por encima de los muertos, avanzamos hacia los reductos enemigos, y a ellos llegamos. Fueron días horribles y noches espantosas, pastel de risas y gritos, de sangre y sexos, de incendios, ataques, carne desgarrada y danzas a la luz de la luna, rechinamientos y casas ennegrecidas por el hollín de las telas quemadas, lodo de lágrimas también y locura de especie en convulsión. Solo el vestido o la desnudez nos distinguía, no se preguntaba, el grupo se arrojaba contra el individuo, el individuo moría, se juraba se blasfemaba y se reía al unísono, y los gritos y las risas eran la banda sonora más infernal que nunca haya oído. Se combatía en todos los puntos de la ciudad, se arrasaba, se devastaba, se mordía y arañaba. La desnudez y la tela formaban un vasto mar encharcado y vibrante. La pólvora llenó la ciudad de acre olor mezclado al amargo de las axilas y un resplandor bosquiano de incendios recortaba muros ennegrecidos en los confines de la ciudad. El espantoso chirriar de dientes y el sublime eco de las risas flotaron sobre la ciudad durante siete días con sus noches. Después, igual que al atardecer desaparece por grados la luz diurna hasta la calma de la oscuridad, o como al levantarse el telón disminuye paulatinamente el rumor de la sala hasta el silencio total, así resplandor de incendios y rugido de masas en pelea fueron muriendo poco a poco, hasta que el simple cerrarse de una puerta era escuchado en los cuatro confines de la ciudad. La fatiga nos dejó dormidos sobre nuestra propia sangre mezclada a la ceniza de los incendios, durante largas horas. Un amanecer cualquiera nos fuimos despertando. Silencio. Sobre mí el cielo azul, aún sin sol. Silencio. Parpadeé. Silencio. Respiraciones acompasadas. Volví la cabeza a un lado. Unos senos amplios, ligeramente derribados a ambos lados del pecho, a la altura de mis ojos, se alzaban y descendían, permanecían inmóviles un segundo, se henchían de nuevo y se relajaban, otra vez, otra vez, otra vez.

A mis pies un hombre de chaqué ennegrecido de quemaduras miraba sin ver —ya muerto, la cabeza doblada como un cristo innoble— mis uñas chamuscadas. Me alcé sobre un codo. Poco más allá una mujer levantó la cabeza, despeinada, oscurecida de ceniza.

Nos miramos. Fui hasta ella. Le tendí la mano. Se incorporó. Sin soltarnos, miramos a nuestro alrededor. Aquí y allá, como en un Valle de Josafat, la tierra brotaba formas humanas. El sol surgía. Los muertos, muertos estaban. Nos agrupamos. Desperezos de brazos tendidos subían al cielo sonrientes. Luego, sin orden previa, todos fuimos en lenta procesión tranquila hacia las plumas de agua, hacia las fuentes públicas bajo los árboles, a los ríos y los mares, donde reunidos nos lavamos alegremente unos a otros de todo resto de sangre y ceniza. Jamás nadie había experimentado nunca tanta calma, tanta plenitud. Los amigos nos encontramos, nadie se refirió al pasado, hoy era hoy y no, aún, mañana ni qué haremos. La jornada concluyó, sentados todos en las faldas de las montañas, de las colinas, en las azoteas, pies colgantes sobre el cemento despedido, diciendo adiós a un bello sol poniente.



en Rostro desvanecido memoria, 1973





Recogido en Cuentos Fantásticos Venezolanos (ed. de Julio Miranda Luque), 1980 

















domingo, noviembre 30, 2025

«Una joven en Tokio», de Aki Shimazaki

Inicio / Traducción de Patricia Orts




El coche desciende por una cuesta. Los faros iluminan la carretera sinuosa y cubierta de hojas caídas.

O. y yo acabamos de cenar en un restaurante situado en la cima. Hemos comido unos filetes deliciosos acompañados de un exquisito vino tinto chileno mientras escuchábamos música de piano. El restaurante se llama No-no-yuri. Dado lo rústico del nombre, «Lirio del Campo», me ha sorprendido su calidad. Mecida por una brisa suave, he bebido más de lo habitual. Mi amante ha elogiado la belleza de mi rostro y la elegancia de mi atuendo: una blusa plisada y una falda larga de muselina. También le han cautivado mi broche y mis pendientes de rubíes verdes, auténticos, que compré en una famosa joyería de Ginza.

Avanzamos envueltos en la oscuridad. No nos cruzamos con nadie. Esta no es la carretera por la que hemos venido. ¿Dónde estamos? Siento un poco de miedo. Pasado un momento, veo un panorama de Tokio a través de los árboles desnudos. Las luces resplandecen hasta donde alcanza la vista. Entonces O. se detiene.

—¿Te gusta, Kyoko?
—Sí, es magnífico.

Mientras observo el paisaje, pienso en las metrópolis que adoro: Nueva York, Los Ángeles, Londres, Moscú, París, Roma… Uno de mis mayores placeres es cenar contemplando la ciudad por la noche. Debido a mi trabajo, voy con frecuencia al extranjero. De hecho, estoy deseando que llegue el momento de hacer mi próximo viaje.

Arrancamos de nuevo. El camino se vuelve abrupto y O. se concentra en la conducción.

Todavía aturdida, observo su perfil. Tiene rasgos regulares, y me gusta sobre todo su nariz recta. Esta noche, antes de ir al restaurante, hemos hecho el amor en un motel parejero. 

Parecía muy excitado, a diferencia de mí, que me he mostrado más bien desapasionada.

Hace siete meses que salgo con él. Me pregunto durante cuánto tiempo seguirá siendo mi amante. Vuelvo los ojos hacia la ventanilla. Ya no se ve nada.

La pendiente es ahora menos pronunciada. Relajado, O. me habla de su jefe y de sus compañeros. Trabaja como ingeniero informático en un importante banco. Me limito a decir «¿Sí?» o «¿Ah, sí?» o «No lo sabía». No quiero ser una maleducada. Él sigue charlando de buen humor.

—¿Te llevas bien con tu jefe estadounidense? —me pregunta de pronto.
—Sí, muy bien. ¿Por qué lo dices?
—Sabes de sobra por qué.

Le intriga la relación que puede existir entre un director y su secretaria, dado que están en contacto cada día, y que incluso viajan juntos.

—Es un hombre respetuoso —le contesto—. No hay nada entre nosotros. Nuestra relación es estrictamente profesional.
—¿Cómo puede permanecer impasible al lado de una mujer tan guapa y sexi como tú?—insiste, poco convencido—. ¿Acaso es homosexual?
—No lo creo. Está casado y tiene dos hijos. Conozco mucho a su mujer, que también es estadounidense. Parece una pareja muy unida.
—Sea como sea, tengo celos de él.
—¿Y eso lo dices tú, que estás casado? —le pincho.
—Casado o no —se defiende—, es imposible reprimir los sentimientos y el deseo. Uno de mis amigos se ha divorciado para casarse con su secretaria.
—Supongo que su matrimonio ya hacía aguas —comento—. Mejor que lo haya dejado, en lugar de seguir con el adulterio.
—¿Me estás diciendo que me divorcie?
—No, en absoluto. Al contrario, te aconsejo que no descuides a tu mujer, ya que aún la quieres. Ustedes tienen un hijo. Si descubre que le eres infiel, te echará de casa.

Él calla. En una ocasión vi una fotografía de ella. Según me ha contado O., su mujer jamás ha trabajado, pero cocina bien.

—Si me pone de patitas en la calle —murmura—, me instalaré en tu departamento...
—No tengo sitio para ti, lo siento. Me encanta vivir sola. Y no cocino para nadie. 
—Sé amable conmigo, Kyoko, estoy muy enamorado de ti. Dime la verdad, ¿qué relación tienes con tu jefe?

Su insolencia me deja pasmada. Mi jefe está en Boston con su mujer desde hace cuatro días. Regresará a Tokio dentro de tres.

—No hay nada entre los dos —repito—. No siento nada especial por él.
—¿Cómo puedes estar segura de eso? —Luego se ríe. Vuelve a estar de buen humor.




















sábado, noviembre 29, 2025

«Un crisantemo florece», de Yú Xiùhuá / 余秀华

Traducción de Sebastián Vargas





Siempre hay viento. 
Los ruidos de esas láminas de metal se entrechocan:
la campana envuelta muerde cada uno de los ecos.
Cada sendero se corresponde con un lugar en la iglesia,
no hace falta decir que el crisantemo 
es traducción de una escritura sagrada.

No soy la única que alcanzó la salvación a causa del otoño,
pero mantengo la posibilidad de renacer.
Si así no fuera, esos colores que ondean de acá para allá sin caerse
no podrían venir a medianoche a recorrer mis venas.

Sin dudas puede oírse el susurro de un crisantemo en el silencio
pero esto es, como el amor, algo secreto.
¿Qué sentimientos hacen falta
para predecir y tolerar el punto exacto en que el otoño declina?

La flor tiene corazón de fruto, 
contiene las lágrimas desde el principio.
Por eso considero cada otoño como el tiempo de volver a casa
rebosante de un espléndido
y completo fracaso.



21 de octubre, 2014














viernes, noviembre 28, 2025

«Dame amor», de Fadwā Ṭūqān

Versión de Juan Carlos Villavicencio




Cuando estaba viva, fui una pregunta sin hogar;
                en la oscuridad que nos cubre
                mi respuesta yacía oculta.
Y tú fuiste para mí el resplandor de una nueva luz
                desde la oscuridad de lo desconocido
                por el destino revelado.

Las otras estrellas rotan a tu alrededor,
una, dos veces…
hasta que llegaste a mí
con este resplandor único.
Entonces las tinieblas se disiparon
y en dos temblores 
en mi mano encontré
la respuesta que me faltaba.

Oh tú, oh tú tan cerca y tan lejos,
no recuerdo cómo se fusionaron
nuestros espíritus en llamas,
mi universo y el tuyo,
ahora nuestro, el de dos poetas.
A pesar de la gran distancia,
la existencia nos mantiene unidos.




en Dame amor (أعطني حبًا), 1969