lunes, octubre 28, 2024

«Resiste», de Mu'in Seiso

Versión de Juan Carlos Villavicencio

 


Me violentaron lanzándome un papel
y un lápiz al rostro.
En mi mano clavaron
la llave de mi casa.

El papel que querían que firmara
decía: RESISTE.
El lápiz con el que querían que me deshonrara
decía: RESISTE.
La llave de mi casa
decía: En nombre de cada piedra
de tu pequeño hogar, RESISTE.

Un leve golpe en el muro,
el mensaje de una mano mutilada
a través de la pared 
sugería: RESISTE.

Cada gota de lluvia
goteando desde el techo
de la sala de tortura
gritaba: RESISTE.












domingo, octubre 27, 2024

«No he respetado la ley…», de Marina Tsvetáieva

Traducción de Lorenza Fernández del Valle





No he respetado la ley, no he comulgado
Y hasta la última hora pecaré
Como he pecado y como peco ahora
¡Con pasión! ¡Con todos los sentidos que Dios me dio!

¡Amigos! ¡Cómplices que incitáis sólo al fuego!
¡Estaréis conmigo, oh tiernos dueños míos!
¡Adolescente, hija, árbol, estrellas, nubarrones!
¡Responderemos juntos ante Dios, oh tierra!



26 de septiembre de 1915





en Material del lectura: Marina Tsvetáieva (188), 2013















sábado, octubre 26, 2024

«Otoño en la aldea de Lung-men», de Hsu Hsuan

Versión de Juan Carlos Villavicencio



 
Rechazando las preocupaciones de este mundo, 
doy un paseo entre los paseantes del pueblo. 

El viento de los pinos canta, el pueblo al atardecer 
huele a hierba, a otoño en el aire. 

Un solitario pájaro vaga por el cielo. 
Las nubes cruzan sobre el río. 

¿Quieres saber mi nombre?
—una colina, un árbol. Un bote vacío a la deriva. 














viernes, octubre 25, 2024

«El odio», de Wisława Szymborska

Traducción de Abel Murcia y Gerardo Beltrán



 
Miren qué buena condición sigue teniendo
qué bien se conserva
en nuestro siglo el odio.
Con qué ligereza vence los grandes obstáculos.
Qué fácil para él saltar, atrapar.

No es como otros sentimientos.
Es al mismo tiempo más viejo y más joven.
Él mismo crea las causas
que lo despiertan a la vida.
Si duerme, no es nunca un sueño eterno.
El insomnio no le quita la fuerza, se la da.

Con religión o sin ella,
lo importante es arrodillarse en la línea de salida.
Con patria o sin ella,
lo importante es arrancarse a correr.
Lo bueno y lo justo al principio.
Después ya agarra vuelo.
El odio. El odio.

Su rostro lo deforma un gesto
de éxtasis amoroso.

Ay, esos otros sentimientos,
debiluchos y torpes.
¿Desde cuando la hermandad
puede contar con multitudes?
¿Alguna vez la compasión
llegó primero a la meta?
¿Cuántos seguidores arrastra tras de si la incertidumbre?
Arrastra solo el odio, que sabe lo suyo.

Talentoso, inteligente, muy trabajador.
¿Hace falta decir cuantas canciones ha compuesto?
¿Cuántas páginas de la historia ha numerado?
¿Cuántas alfombras de gente ha extendido,
en cuántas plazas, en cuántos estadios?

No nos engañemos,
sabe crear belleza:
espléndidos resplandores en la negrura de la noche.
Estupendas humaredas en el amanecer rosado.
Difícil negarle patetismo a las ruinas
y cierto humor vulgar
a las columnas vigorosamente erectas entre ellas.

Es un maestro del contraste
entre el estruendo y el silencio,
entre la sangre roja y la blancura de la nieve.
Y ante todo, jamás le aburre
el motivo del torturador impecable
y su víctima deshonrada.

En todo momento, listo para nuevas tareas.
Si tiene que esperar, espera.
Dicen que es ciego. ¿Ciego?
Tiene el ojo certero del francotirador
Y solamente él mira hacia el futuro
con confianza.














jueves, octubre 24, 2024

«Helado de pistacho», de Annemarie Jacir

Traducción de Juan Carlos Villavicencio




Me dijeron que los
árabes nombraron las estrellas
algol, sirio, aldebarán…
Los ojos aceitunados de mi madre
sus pies con sandalias
me llevaron a siglos
de vastos imperios
de tesoros olvidados.
Ahora sólo quedan ruinas.
Este fue el verano
en el que me bañé en aceite de oliva
y me senté en las veredas
de Jerusalén a comer
helado de pistacho
con el viejo
cuyo rostro antiguo intentó
explicarme que luchábamos
con nuestro corazón y
no nuestras cabezas – por lo tanto
nunca habríamos de ganar.
Estoy muerta para mi tribu:
nunca aprenderé todos sus secretos resentidos.
Así que esta noche quiero dormir
bajo vega, deneb, altair…
porque van a desaparecer
con el sol de la mañana,
cuando puedan verse sólo ruinas.














Pistachio Ice Cream

They told me the / Arabs named the stars / algol, sirius, aldebaran… / My mother’s olive-shaped eyes / sandaled feet / led me into centuries / of vast empires / forgotten treasures / Now, only ruins remain. / This was the summer / i bathed in olive oil / and sat on the sidewalks / of Jerusalem eating / pistachio ice-cream / with the old man / whose ancient face tried / to explain to me that we fought / with our hearts and / not our heads—therefore / we would never win. / i am dead to my tribe / i will never learn all its salty secrets / So tonight I want to sleep / with vega, deneb, altair… / because they will disappear / with the morning sun, / and only ruins remain.









 

miércoles, octubre 23, 2024

«La estrella más hermosa», de Yukio Mishima

Fragmento / Traducción de Fernando Cordobés y Yoko Ogihara




En la casa de enfrente vivía un ingeniero con su familia y al llegar a casa escuchó las notas del piano en el que practicaba su hija. Descorrió la cortina y miró hacia fuera, hacia la intensa luz de la casa de los vecinos. El reflejo iluminaba el césped seco y el sonido infantil que salía del instrumento parecía esparcir felicidad a su alrededor.

«Así es como los humanos arrojan a su alrededor ese barro de la felicidad —se dijo a sí mismo—. ¡Qué molestia! Es como un coche por la calle en un día de lluvia que salpica a los incautos peatones».

De todos modos, Haguro estaba convencido del intenso sufrimiento de los humanos y, por tanto, la felicidad no estaba entre sus intereses. Él mismo disfrutaba de placeres casi infantiles, pero había un pensamiento recurrente que volvía una y otra vez a su mente y rumiaba por las noches: «¿Quién sabe en realidad que soy un extraterrestre? ¿Quién sospecha siquiera en la universidad que no soy humano?».

Se sentó en el sillón desvencijado del despacho y empezó a cortarse las uñas de las manos y a limárselas con cuidado como habría hecho un don juán. Le gustaba dedicar tiempo a su aseo personal antes de ir al trabajo. No tenía la más mínima intención de desatender la apariencia de su cuerpo humano. Sus uñas eran blandas como el papel, se le rompían al limarlas. Observó el resultado en sus dedos pálidos y se sumergió en sus recuerdos humanos, en los tiempos de su juventud, en su infancia sin amor. Podía echar la vista todo lo atrás en el tiempo que quisiera y solo encontraba un desierto de afecto.
(…)
De chico siempre fue un niño pálido, testarudo, malpensado. En la escuela le apodaban col de Bruselas. Su madre soñó en una ocasión que de su cabeza brotaba una miríada de estrellas, pero él se convencía cada día más de su incapacidad aun cuando todos a su alrededor le tenían por una especie de genio malicioso. Contemplaba el cielo nocturno y fantaseaba con la idea de que su mente saltaría en algún momento hacia las alturas para fundirse con los astros. Cada uno de ellos se le antojaba un cerebro tan frío como deslumbrante.

Un día pintó las suelas de sus sandalias de color plata, no porque tuviera un significado especial para él, más bien por nada en concreto, pero su madre lo interpretó como un mal augurio. Vivían en una vieja casa oscura en el barrio sexto del distrito norte cuya única virtud era la de contar con muchas habitaciones. Sus primos lo tenían por un inútil. En una ocasión fueron a jugar con él y lo ataron al árbol de Fénix de la parte de atrás del jardín. Lo escupieron en la cara, se rieron de él, bailaron formando círculos a su alrededor. Su madre ya había muerto por entonces.

Volvió a descorrer la cortina para mirar fuera. La luz de la casa de enfrente estaba apagada, ya no se oían las notas del piano. Solo la desfallecida luz de la luna caía ahora sobre la hierba seca.

Se sentó frente al escritorio y en lugar de extender la mano hacia los exámenes volvió a leer la carta urgente que había recibido por la mañana. Era un mensaje de un miembro de la Asociación para la Amistad Universal, un joven entusiasta que le ponía al corriente de las últimas novedades ignorante de que tanto él como sus dos cómplices se habían unido a la Asociación con el único objetivo de espiar. Publicaban un boletín de forma irregular, de manera que las noticias del joven podían llegar incluso con un mes de antelación.

Estimado profesor:

Le envío esta carta desde la distancia para mantenerle informado, en la medida de lo posible, sobre los notables logros de nuestra Asociación aquí en Tokio.
(…)
Un resumen de las conferencias del presidente aparecerá próximamente en el boletín de la Asociación, pero ya le puedo adelantar que se pronunció con mucha elocuencia sobre la necesidad de mantener la paz en el mundo, así como sobre la urgencia de salvar este planeta nuestro a punto de arruinarse. No obstante su tono calmado y en ocasiones desapasionado, al abordar el asunto de la catástrofe a la que se enfrentaría la humanidad en caso de declararse una tercera guerra mundial, su exposición adquirió un vigor que dejó a todos los asistentes sin aliento. Cuando expuso el modo en que la paz mundial podría armonizar con el conjunto del universo, su rostro, habitualmente pálido, enrojeció y la totalidad de la audiencia pareció abrigar y compartir por unos instantes el sueño de la felicidad, hasta tal punto sus palabras acertaban a la hora de crear esa imagen frente a los ojos de su audiencia.

Nuestro presidente es único cuando se trata de explicar y argumentar por qué los «platillos voladores» son mensajeros de la paz, amigos que vienen a nosotros para advertirnos de los peligros que nos acechan. Según él, en primer lugar, debemos aprender a tener coraje, a encontrar la paz en nuestro interior sin temer a los demás, al mundo en su conjunto ni al espacio exterior. El miedo, los recelos que puede llegar a provocarnos, es, en última instancia, la causa de todas las guerras.

Después proyectó una serie de diapositivas de platillos voladores y todas las imágenes eran de absoluta confianza. Las cedidas por las autoridades de la Marina brasileña eran excepcionales. En ellas se veían objetos blancos, inmaculados, suspendidos sobre el océano Atlántico fuliginoso y no muy lejos de un acantilado en algún lugar de la costa sudamericana. Gracias a esas imágenes nuestros corazones se transportaron a lugares muy muy distantes de nuestro mundo terrestre plagado de pequeñas cuitas y conflictos, para elevarnos hasta los cielos…

«Este idiota ni siquiera sabe lo que le espera», pensó Haguro con un gesto de desprecio que le cruzaba el rostro.



1962















martes, octubre 22, 2024

«Lo que haré», de Suheir Hammad

 Versión de Juan Carlos Villavicencio



 
No voy a
bailar al son de tu tambor 
de guerra. No 
prestaré mi alma ni
mis huesos a tu tambor 
de guerra. No
bailaré a tu
compás. Conozco ese ritmo.
No tiene vida. Conozco
íntimamente la piel que
estás golpeando. Estuvo
viva alguna vez 
fue cazada robada
estirada. No
bailaré al son de los tambores
de tu guerra. No haré estallar
mi boca por ti. No
odiaré por ti ni
siquiera te odiaré. No
voy a matar por ti. Especialmente
no moriré
por ti. No voy a llorar
a los muertos asesinando ni
suicidándome. No me pondré 
de tu lado ni bailaré con bombas
pese a que todos los demás están
bailando. Todos pueden estar
equivocados. La vida es un derecho 
no colateral ni casual. No
olvidaré de dónde
vengo. Voy
a crear mi propio tambor. Trae a mi amado
cerca y nuestro canto
será baile. Nuestro
tarareo, ritmo. No
me van a engatusar. No
prestaré mi nombre
ni mi ritmo a tu
compás. Bailaré
y resistiré y bailaré y
persistiré y bailaré. Este latido es más fuerte que
la muerte. Tus tambores de guerra no son
más fuertes que mi respiración. 


















lunes, octubre 21, 2024

«Un manuscrito antiguo», de Franz Kafka

Mix de traducciones anónimas



 
Es como si se hubieran desatendido muchas cosas en la defensa de nuestra patria. Hasta ahora hemos proseguido nuestro trabajo cotidiano sin ocuparnos de ella; sin embargo algunos acontecimientos recientes empiezan a inquietarnos.

Tengo una zapatería en la plaza, frente al palacio del Emperador. Apenas bajo los postigos de mi tienda, al primer resplandor del alba, ya veo soldados con armas apostados en todas las entradas que desembocan en la plaza. Pero estos soldados no son nuestros; son, por lo visto, nómadas del norte. De algún modo incomprensible para mí, han penetrado hasta la misma capital, que se encuentra muy lejos de la frontera. Lo cierto es que aquí están; y parecen más numerosos cada mañana.

Acordes con su naturaleza, acampan bajo el cielo abierto, pues abominan las casas. Ocupan el tiempo en afilar las espadas y las puntas de las flechas, así como en ejercitarse con sus caballos. De esta tranquila plaza, que siempre se ha mantenido tan escrupulosamente limpia, han hecho un auténtico establo. De tanto en tanto intentamos salir de nuestras tiendas y limpiar, al menos, lo peor de la inmundicia, pero esto ocurre cada vez menos, porque el esfuerzo resulta inútil, y además nos pone en peligro de ser arrollados por los caballos salvajes o de ser heridos a latigazos.

No se puede hablar con los nómadas. No conocen nuestro idioma y, en verdad, apenas puede decirse que tengan uno propio. Se comunican entre sí como las cornejas. Graznidos como de cornejas llenan una y otra vez nuestros oídos. No comprenden ni les interesa comprender nuestras instituciones, nuestro modo de vivir. Y por esta razón se muestran reacios a adoptar un lenguaje de señas. Uno puede hacerles gestos hasta dislocarse las mandíbulas y las muñecas, que no entienden ni entenderán nunca. A veces hacen muecas; entonces ponen los ojos en blanco y les sale espuma por la boca, pero con ello no pretenden decir nada, ni siquiera una amenaza. Lo hacen porque está en su naturaleza. Se apoderan de todo lo que necesitan. No se puede decir que lo tomen por la fuerza. Se aferran a algo y uno se aparta, simplemente, y los deja.

También a mí me han llevado muchas cosas de mi tienda. Pero no puedo no me puedo quejar, sobre todo si veo cómo le va al carnicero de enfrente. Apenas trae la carne, los nómadas se la arrancan y devoran. Hasta sus caballos comen carne; a menudo se puede ver un caballo y su jinete juntos mordisqueando el mismo trozo de carne. El carnicero tiene miedo y no se atreve a interrumpir el suministro. Nosotros lo comprendemos, y hacemos colectas para mantener su negocio. Si los nómadas no recibieran carne, quién sabe lo que se les ocurriría hacer; quién sabe, de todos modos, qué se les puede ocurrir aun recibiendo carne todos los días.

No hace mucho el carnicero pensó que, por lo menos, podía ahorrarse la molestia de de matar las reses, y una mañana trajo un buey vivo. Pero nunca se atreverá a hacerlo otra vez. Permanecí una hora tendido en el suelo en el cuarto trasero de mi zapatería, con la cabeza tapada con todas mis ropas, alfombras y almohadas que tenía, para no oír los mugidos de ese buey, que era atacado por los nómadas desde todos los flancos para desgarrar con sus dientes trozos de su carne viva. Sólo me atreví a salir cuando ya hacía tiempo que no se oía nada; como borrachos alrededor de un tonel de vino, ahí yacían rendidos en torno a los restos del buey.

Fue en esta oportunidad que me pareció ver al propio Emperador ante una ventana del palacio; por lo general nunca entraba en esas habitaciones exteriores, ya que pasa la mayor parte del tiempo en el jardín interior. Pero esta vez estaba de pie —por lo menos así me pareció— mirando con la cabeza inclinada lo que ocurría ante su palacio.

«¿Qué va a pasar? —nos preguntamos todos—. ¿Cuánto tiempo podremos soportar esta carga y este tormento? El palacio imperial ha atraído a los nómadas, pero no sabe como expulsarlos. La verja permanece cerrada; la guardia, antaño desfilando siempre solemne, ahora permanece detrás de las ventanas enrejadas. A los artesanos y comerciantes se nos ha confiado la salvación de la patria; pero no estamos a la altura de semejante empresa; y tampoco nos hemos ufanado de que fuéramos capaces de cumplirla. No se trata más que de un malentendido, que será la ruina de todos nosotros».



en Marsyas, julio-agosto, 1917















domingo, octubre 20, 2024

«El poema de la salvia y el té», de Fady Joudah

Versión de Juan Carlos Villavicencio




Ante un escritorio de vidrio,
en un cuarto con vidrios hasta en sus paredes
con una alfombra roja de aeropuerto,

un oficial le pidió 
a mi padre sus huellas digitales,
y como mi padre se negó

otro oficial le ofreció té
y él tomó un sorbo. La plantilla de
la taza de té para huellas digitales,

dijo mi padre, es sólo
agua caliente y una bolsita.
Mi padre dice que, en su país,

la tierra conoce el olor 
de la historia y por eso
le dio salvia a la gente.

Me gusta mi té con salvia
del jardín de mi madre,
junto a las flores boca de dragón

que ella llama bocas de pescado
saliendo a tomar aire. Un remedio
para los dolores de estómago que guarda

en la cocina donde
siempre está cantando.
Primero, ella es Hagar
hirviendo agua
donde se va soltando el té
luego ella le echa

una pizca de salvia
y lo deja reposar un rato
mientras cuenta una historia:

El novio llega tarde
a su boda
usando un solo zapato.

La novia le pregunta
por el zapato. Él le dice 
que lo perdió mientras saltaba

sobre el muro de una casa,
arrancando de los soldados.
Ella pregunta:

¿Té con salvia
o té con menta?

Con salvia, dice él.
Olor dulce, lengua amarga.
Ella lo hace, él lo bebe.














sábado, octubre 19, 2024

«El acantilado rojo», de Su Tung P'o

Versión de Carlos Manzano de la traducción de Kenneth Rexroth




El río corre hacia el Este. Sus 
Olas han barrido a todos 
Los héroes de la historia. Al oeste de
La antigua muralla se entra en 
La Garganta Roja de Chu Ko Liang 
De los tiempos de los Tres 
Reinos. Los recortados picos horadan 
Los cielos. Los vertiginosos 
Rápidos golpean la barca y saltan 
Con mil nubes de rocío como 
Nieve. A menudo se han pintado la 
Montaña y el río en memoria 
De los héroes de aquellos tiempos.
Recuerdo a Kung Ch'in hace 
Mucho, joven guerrero radiante de 
Esplendor, recién casado con 
La hermosa Chiao-siao, y aquí el otro, 
Chu Ko Liang, con su gorra azul 
Y agitando su penacho de cola de caballo, 
Sonriendo y charlando mientras 
Quemaba la flota de Ts'ao Ts'ao. Sus
Cenizas fueron esparcidas a 
Los cuatro vientos y se desvanecieron 
Como humo. Me gusta soñar 
Con aquellos reinos desaparecidos. Que 
La gente se ría de mi pelo 
Prematuramente gris. Mi respuesta 
Es una copa de vino, llena 
Con la luna ahogada en la corriente.




en Cien poemas chinos, 1966
















viernes, octubre 18, 2024

«Esto no es una masacre», de Lisa Suhair Majaj

Traducción de Juan Carlos Villavicencio



¿Qué clase de guerra es esta?
 Amira Hass, Ha'aretz, 19 de abril de 2002


Esta es una misión humanitaria.
Se han hecho todos los esfuerzos posibles para proteger
a los civiles. Los hogares demolidos
encima de las cabezas de sus propietarios
garantizan la ausencia de trampas explosivas.
Seguramente los muertos lo agradecen:
esta misión salvó vidas.

Nuestro tema es el control de daños.
Mantener lejos a los equipos médicos.
Dejar que se desvanezcan las voces 
bajo los escombros. Mantener alejada a la Cruz Roja,
a las ambulancias, a los observadores internacionales,
a los civiles que llevan agua y comida:
la misericordia no tiene cabida
en la «ciudad de los terroristas».

Exterminar los nidos de las víboras
requiere precisión absoluta.
Ignorar a los sobrevivientes
que buscan entre las ruinas fragmentos
de sus vidas: un plato, una taza,
un zapato, un saco de arroz. Ignorar
las partes esparcidas de los cuerpos,
la pierna torcida a metros de distancia
de la blanca mano entumecida;
los niños mecen un pequeño pie chamuscado.
Los cuerpos desmembrados
no pueden recordarse a sí mismos.

¿Qué queda? Sólo rastros.
Esa foto (una niña muerta,
una mano aferrada a su costado,
la cinta que alguna vez fue blanca es discernible
aún en su pálido perfil,
la piel cenicienta derritiéndose en el polvo
que obstruye su boca):
nada más que la sombra
de los ahogados, una tumba despide
olor a menta.

Decirlo rápido una y otra vez:
esto no es una masacre esto
no es una masacre esto no es
una masacre esto no es una
masacre esto no es
una masacre esto no es una
masacre




para el pueblo de Yenín, Palestina













 

jueves, octubre 17, 2024

«El secreto de la acumulación originaria», de Karl Marx





Hemos visto cómo el dinero se transforma en capital; cómo mediante el capital se produce plusvalía y de la plusvalía se obtiene más capital. Con todo, la acumulación del capital presupone la plusvalía, la plusvalía de la producción capitalista, y esta la preexistencia de masas de capital[1] relativamente grandes en manos de los productores de mercancías. Todo el proceso, pues, parece suponer[2] una acumulación originaria previa a la acumulación capitalistaprevious accumulation», como la llama Adam Smith), una acumulación que no es resultado del modo de producción capitalista, sino su punto de partida.

Esta acumulación originaria desempeña en la economía política aproximadamente el mismo papel que el pecado original en la teología. Adán mordió la manzana, y con ello el pecado se posesionó del género humano. Se nos explica su origen contándolo como una anécdota del pasado. En tiempos muy remotos había, por un lado, una elite diligente,[3] y por el otro una pandilla de vagos y holgazanes.[4] Ocurrió así que los primeros acumularon riqueza y los últimos terminaron por no tener nada que vender excepto su pellejo. Y de este pecado original arranca la pobreza de la gran masa —que aun hoy, pese a todo su trabajo, no tiene nada que vender salvo sus propias personas— y la riqueza de unos pocos, que crece continuamente, aunque sus poseedores hayan dejado de trabajar hace mucho tiempo. El señor Thiers, por ejemplo, en defensa de la propriété, predica esas insulsas puerilidades a los otrora tan ingeniosos franceses, haciéndolo además con la seriedad y la solemnidad del estadista. Pero no bien entra en juego la cuestión de la propiedad, se convierte en deber sagrado sostener que el punto de vista de la cartilla infantil es el único válido para todos los niveles de edad y grados de desarrollo. En la historia real el gran papel lo desempeñan, como es sabido, la conquista, el sojuzgamiento, el homicidio motivado por el robo: en una palabra, la violencia. En la economía política, tan apacible, desde tiempos inmemoriales ha imperado el idilio. El derecho y el «trabajo» fueron desde épocas pretéritas los únicos medios de enriquecimiento, siempre a excepción, naturalmente, de «este año». En realidad, los métodos de la acumulación originaria son cualquier cosa menos idílicos.

El dinero y la mercancía no son capital desde un primer momento, como tampoco lo son los medios de producción y de subsistencia. Requieren ser transformados en capital. Pero esta transformación misma sólo se puede operar bajo determinadas circunstancias coincidentes: es necesario que se enfrenten y entren en contacto dos clases muy diferentes de poseedores de mercancías, a un lado los propietarios del dinero, de los medios de producción y de la subsistencia, a quienes les toca valorizar, mediante la adquisición de fuerza de trabajo ajena, la suma de valor de la que se han apropiado; al otro lado, los trabajadores libres, vendedores de la fuerza de trabajo propia y, por tanto, vendedores de trabajo. Trabajadores libres en el doble sentido de que ni están incluidos directamente entre los medios de producción —como sí lo están los esclavos, siervos de la gleba, etc.—, ni tampoco les pertenecen a ellos los medios de producción —a la inversa de lo que ocurre con el campesino que trabaja su propia tierra, etc.—, hallándose, por el contrario, libres y desembarazados de esos medios de producción. Con esta polarización del mercado de mercancías están dadas las condiciones fundamentales de la producción capitalista. La relación del capital presupone la escisión entre los trabajadores y la propiedad sobre las condiciones de realización del trabajo. Una vez establecida la producción capitalista, esta no sólo mantiene esa división, sino que la reproduce en escala cada vez mayor. El proceso que crea a la relación del capital, pues, no puede ser otro que el proceso de escisión entre el obrero y la propiedad de sus condiciones de trabajo, proceso que, por una parte, transforma en capital los medios de producción y de subsistencia sociales, y por otra convierte a los productores directos en asalariados. La llamada acumulación originaria no es, por consiguiente, más que el proceso histórico de escisión entre productor y medios de producción. Aparece como originaria porque configura la prehistoria del capital y del modo de producción correspondiente.

A primera vista se advierte que este proceso de escisión incluye toda una serie de procesos históricos, una serie que, precisamente, es de carácter dual: por una parte, disolución de las relaciones que convierten a los trabajadores en propiedad de terceros y en medios de producción de los que estos se han apropiado, y por la otra, disolución de la propiedad que ejercían los productores directos sobre sus medios de producción. El proceso de escisión, pues, abarca en realidad toda la historia del desarrollo de la moderna sociedad burguesa, historia que no ofrecería dificultad alguna si los historiadores burgueses no hubieran presentado la disolución del modo feudal de producción exclusivamente bajo el clair-obscur [claroscuro] de la emancipación del trabajador, en vez de presentarla a la vez como transformación del modo feudal de explotación en el modo capitalista de explotación.[5]

El punto de partida del desarrollo fue el sojuzgamiento del trabajador. La etapa siguiente consistió en un cambio de forma de ese sojuzgamiento. Sin embargo, los objetivos que nos hemos trazado no exigen, ni con mucho, el análisis del movimiento medieval. Aunque la producción capitalista, esporádicamente, se estableció ya durante los siglos XIV y XV en los países del Mediterráneo, la era capitalista sólo data del siglo XVI. Ahí donde florece, hace ya mucho tiempo que se ha llevado a cabo la supresión de la servidumbre de la gleba y que el régimen urbano medieval ha entrado en la fase de su decadencia.[6]

En la historia del proceso de escisión hacen época, desde el punto de vista histórico,[7] los momentos en que se separa súbita y violentamente a grandes masas humanas de sus medios de subsistencia y de producción[8] y se las arroja, en calidad de proletarios totalmente libres, al mercado de trabajo. La expropiación que despoja de la tierra al trabajador[9] constituye el fundamento de todo el proceso. De ahí que debamos considerarla en primer término.[10] La historia de esa expropiación adopta diversas tonalidades en distintos países y recorre en una sucesión diferente[11] las diversas fases. Sólo en Inglaterra, y es por eso que tomamos de ejemplo a este país, dicha expropiación reviste su forma clásica.[12][13]



en El capital. Libro I «El proceso de producción del capital», 
sección VII «El proceso de acumulación del capital»]












[1] E. J. Hobsbawm, «La difusión del marxismo (1890-1905)» (1974), en Marxismo e historia social, Puebla, Universidad Autónoma de Puebla, 1983. 

[2] Marshall Berman, Todo lo sólido se desvanece en el aire. La experiencia de la Modernidad, Buenos Aires, Siglo XXI, 1988. 

[3] Isaiah Berlin, Karl Marx, Buenos Aires, Sur, 1964, p. 126. 

[4] Bert Andréas, Le Manifeste Communiste de Marx et Engels. Histoire et Bibliographie. 1848-1918, Milán, Istituto Giangiacomo Feltrinelli, 1963. 

[5] M. Berman, Todo lo sólido…, ob. cit. 

[6] Jacques Derrida, Espectros de Marx. El trabajo de la deuda, el trabajo del duelo y la Nueva Internacional (1995), Madrid, Trotta, 1998, p. 27. 

[7] Véase el presente volumen. Y véase también George Haupt, M. Löwy, El marxismo y la cuestión nacional, Barcelona, Fontamara, 1980. 

[8] José Sazbón, «Supuestos económicos y políticos del modelo marxiano de la sociedad burguesa», Cuadernos de Economía Política, n.º 5, Luján, Universidad Nacional de Luján - Eudeba, otoño 1988, pp. 31-60; «Modelo puro y formación impura. La Alemania de 1848 en los escritos de Marx y Engels», Cuestiones Políticas, n.º 4, Maracaibo, Universidad de Zulia, 1988, pp. 81-111. 

[9] Lo escribió a pedido de su amigo Joseph Weydemeyer, un alemán emigrado a Nueva York, que con este texto lanzaría una nueva revista, Die Revolution. Apareció en el número 1 (mayo de 1852) con el título, levemente modificado en ediciones posteriores, de Der achtzehnte Brumaire des Louis Napoleon

[10] Maximilien Rubel, Marx devant le bonapartisme, París - La Haya, Mouton, 1960. 

[11] J. Sperber, Karl Marx…, ob. cit. 

[12] Pierre Ansart, «Marx et la théorie de l’imaginaire social», Cahiers Internationaux de Sociologie, vol. XLV, 1968, pp 99-116. 

[13] Véase el presente volumen. 














 

miércoles, octubre 16, 2024

«Un muro contra nuestro respiro», de Nathalie Handal

Versión de Juan Carlos Villavicencio



 
Cada día es una hora más cruel —
       apenas late una cerca de corazones,
como el latido de las hojas en nuestros jardines resecos
       el calor en Gaza en Jericó
guarda los sueños que nunca tuvimos tiempo de recordar
       una anciana trata de revivir
alguna fantasía, otra
       piensa en su esposo
perdido en un lugar imposible que ella sí puede imaginar —
       hombres sobre alambres de púas dejan de
responder cuando gritamos sus nombres
       demasiado atareados — intentan cruzar el puesto de control
los soldados el día la noche
       mientras otros toman té, hablan de toques de queda
de mujeres, de los niños que enterraron
       mientras una madre se pregunta
lo que le dirá al niño que lleva dentro
       que ella desearía que no naciera

Fuimos testigos de octubre en llamas,
       y cada mes que sigue
sucede lo mismo, las calles por las que
       caminamos son un recordatorio
de quiénes somos y de lo que nunca 
       harán de nosotros…
retratos humanos en rincones
       que olvidamos mirar o que olvidamos alcanzar…
imágenes pegadas en paredes como si
       no pertenecieran a ningún lugar
un novio y una novia forzados a casarse
       en cualquier lugar menos donde debieron,
y, sin embargo, seguimos haciendo las preguntas:
       qué victoria apaga las velas
qué mar habla de otro mar

Incluso si levantan el muro más alto
       de lo que podamos subir
conocemos sólo un hogar
       incluso si cada vez tomamos rutas diferentes 
los árboles nos guían el viento nos guía
       el sol y la luna nos guían
y cuando llegamos encontramos los libros
       no podemos dejar de leer, los bordados
que hicieron los refugiados, la cocina
       donde vivimos nuestras vidas
—una propuesta de matrimonio una muerte un nacimiento—
       y todos los días mientras preparamos nuestro café
nos saludamos adecuadamente
       y apartamos el muro de cada respiro nuestro 
















Wall Against Our Breath

Everyday a crueler hour— / the fencing of hearts barely beating, / the palpitation of leaves in our dry gardens / the heat in Gaza in Jericho / keeping dreams we never had the time to remember / an old woman trying to revive / any fantasy she can, another / thinking of her husband / lost nowhere she can imagine— / men over barbed wire who stop / answering when we scream their name / too busy–trying to cross the checkpoint, / the soldiers the day the night / while others drink tea, talk about curfews / women, the children they buried / while a mother asks / what she will tell the child inside her / that she wish it did not come // We witness October in flames, / and every other month following, / is the same, the streets / we walk through a reminder / of who we are and what they will / never make of us… / human portraits in corners / we forget to look at or forget to reach… / pictures stuck on walls as if / they belong nowhere / a groom and bride forced to wed / anywhere but where they should, / and yet, we keep asking: / what victory blows candles out / what sea speaks of another sea // Even if they raise the wall higher / than we can reach / we know only one home / even if we take different routes each time / the trees guide us the wind guides us / the sun and the moon guide us / and when we arrive we find the books / we cannot stop reading, the embroideries / the refugees made, the kitchen / where our lives were lived— / a marriage proposal a death a birth— / and everyday as we brew our coffee / we greet each other properly / and chase the wall from our breath










martes, octubre 15, 2024

«El ciclista del San Cristóbal», de Antonio Skármeta




(1940-2024)


…y abatíme tanto, tanto
que fui tan alto, tan alto,
que le di a la caza alcance...
SAN JUAN DE LA CRUZ


Además, era el día de mi cumpleaños. Desde el balcón de la Alameda vi cruzar parsimoniosamente el cielo ese Sputnik ruso del que hablaron tanto los periódicos y no tomé ni así tanto porque al día siguiente era la primera prueba de ascensión de la temporada y mi madre estaba enferma en una pieza que no sería más grande que un closet. No me quedaba más que pedalear en el vacío con la nuca contra las baldosas para que la carne se me endureciera firmeza y pudiera patear mañana los pedales con ese estilo mío al que le dedicaron un artículo en Estadio. Mientras mamá levitaba por la fiebre, comencé a pasearme por los pasillos consumiendo de a migaja los queques que me había regalado la tía Margarita, apartando acuciosamente los trozos de fruta confitada con la punta de la lengua y escupiéndolos por un costado que era una inmundicia. Mi viejo salía cada cierto tiempo a probar el ponche, pero se demoraba cada vez cinco minutos en revolverlo, y suspiraba, y después le metía picotones con los dedos a las presas de duraznos que flotaban como náufragos en la mezcla de blanco barato, y pisco, y orange, y panimávida.

Los dos necesitábamos cosas que apuraran la noche y trajeran urgente la mañana. Yo me propuse suspender la gimnasia y lustrarme los zapatos; el viejo le daba vueltas al guía con la probable idea de llamar una ambulancia, y el cielo estaba despejado, y la noche muy cálida, y mamá decía entre sueños «estoy incendiándome», no tan débil como para que no la oyéramos por entre la puerta abierta.

Pero esa era una noche tiesa de mechas. No aflojaba un ápice la crestona. Pasar la vista por cada estrella era lo mismo que contar cactus en un desierto, que morderse hasta sangrar las cutículas, que leer una novela de Dostoiewski. Entonces papá entraba a la pieza y le repetía a la oreja de mi madre los mismos argumentos inverosímiles, que la inyección le bajaría la fiebre, que ya amanecía, que el doctor iba a pasar bien temprano de mañana antes de irse de pesca a Cartagena.

Por último, le argumentamos trampas a la oscuridad. Nos valimos de una cosa lechosa que tiene el cielo cuando está trasnochado y quisimos confundirla con la madrugada (si me apuraban un poco hubiera podido distinguir en pleno centro algún gallo cacareando).

Podría ser cualquier hora entre las tres y las cuatro cuando entré a la cocina a preparar el desayuno. Como si estuvieran concertados, el pitido de la tetera y los gritos de mi madre se fueron intensificando. Papá apareció en el marco de la puerta.

—No me atrevo a entrar —dijo.

Estaba gordo y pálido y la camisa le chorreaba simplemente. Alcanzamos a oír a mamá diciendo: que venga el médico.

—Dijo que pasaría a primera hora en la mañana —repitió por quinta vez mi viejo.

Yo me había quedado fascinado con los brincos que iba dando la tapa sobre las patadas del vapor.

—Va a morirse —dije.

Papá comenzó a palparse los bolsillos de todo el cuerpo. Señal que quería fumar. Ahora le costaría una barbaridad hallar los cigarrillos y luego pasaría lo mismo con los fósforos y entonces yo tendría que encendérselo en el gas.

—¿Tú crees?

Abrí las cejas así tanto, y suspiré.

—Pásame que te encienda el cigarrillo.

Al aproximarme a la llama, noté confundido que el fuego no me dañaba la nariz como todas las otras veces. Extendí el cigarro a mi padre, sin dar vuelta la cabeza, y conscientemente puse el meñique sobre el pequeño manojo de fuego. Era lo mismo que nada. Pensé: se me murió este dedo o algo, pero uno no podía pensar en la muerte de un dedo sin reírse un poco, de modo que extendí toda la palma y esta vez toqué con las yemas las cañerías del gas, cada uno de sus orificios, revolviendo las raíces mismas de las llamas. Papá se paseaba entre los extremos del pasillo cuidando de echarse toda la ceniza sobre la solapa, de llenarse los bigotes de mota de tabaco. Aproveché para llevar la cosa un poco más adelante, y puse a tostar mis muñecas, y luego los codos, y después otra vez todos los dedos. Apagué el gas, le eché un poco de escupito a las manos, que las sentía secas, y llevé hasta el comedor la cesta con pan viejo, la mermelada en tarro, un paquete flamante de mantequilla. Cuando papá se sentó a la mesa, yo debía haberme puesto a llorar. Con el cuello torcido hundió la vista en el café amargo como si allí estuviera concentrada la resignación del planeta, y entonces dijo algo, pero no alcancé a oírlo, porque más bien parecía sostener un incrédulo diálogo con algo íntimo, un riñón, por ejemplo, o un fémur. Después se metió la mano por la camisa abierta y se mesó el ensamble de pelos que le enredaban el pecho. En la mesa había una cesta de ciruelas, damascos y duraznos un poco machucados. Durante un momento las frutas permanecieron vírgenes y acunadas, y yo me puse a mirar a la pared como si me estuvieran pasando una película o algo. Por último, agarré un prisco y me lo froté sobre la solapa hasta sacarle un brillo harto pasable. El viejo nada más que por contagio levantó una ciruela.

—La vieja va a morirse —dijo.

Me sobé fuertemente el cuello. Ahora estaba dándole vueltas al hecho de que no me hubiera quemado. Con la lengua le lamí los conchos al cuesco y con las manos comencé a apretar las migas sobre la mesa, y las fui arrejuntando en montoncitos, y luego las disparaba con el índice entre la taza y la panera. En el mismo instante que tiraba el cuesco contra un pómulo, y me imaginaba que tenía manso cocho en la muela poniendo cara de circunstancia, creí descubrir el sentido de por qué me había puesto incombustible, si puede decirse. La cosa no era muy clara, pero tenía la misma evidencia que hace pronosticar una lluvia cuando el queltehue se viene soplando fuerte: si mamá iba a morirse, yo también tendría que emigrar del planeta. Lo del fuego era como una sinopsis de una película de miedo, o a lo mejor era puro blá-blá mío, y lo único que pasaba era que las idas al biógrafo me habían enviciado.

Miré a papá, y cuando iba a contárselo, apretó delante de los ojos sus mofletudas palmas hasta hacer el espacio entre ellas impenetrable.

—Vivirá —dije—. Uno se asusta con la fiebre.
—Es como la defensa del cuerpo.

Carraspeé.

—Si gano la carrera tendremos plata. La podríamos meter en una clínica pasable.
—Si acaso no se muere.

Escupí sobre el hombro el cuesco lijadito de tanto meneallo. El viejo se alentó a pegarle un mordiscón a un durazno harto potable. Oímos a mamá quejarse en la pieza, esta vez sin palabras. De tres tragadas acabé con el café, casi reconfortado que me hiriera el paladar. Me eché una marraqueta al bolsillo, y al levantarme, el pelotón de migas fue a refrescarse en una especie de pocilla de vino sólo en apariencia fresca, porque desde que mamá estaba en cama las manchas en el mantelito duraban de a mes, pidiendo por lo bajo.

Adopté un tono casual para despedirme, medio agringado dijéramos.

—Me voy.

Por toda respuesta, papá torció el cuello y aquilató la noche.

—¿A qué hora es la carrera? —preguntó, sorbiendo un poco del café.

Me sentí un cerdo, y no precisamente de esos giles simpáticos que salen en las historietas.

—A las nueve. Voy a hacer un poco de precalentamiento.

Saqué del bolsillo las horquetas para sujetarme las bastillas, y agarré de un tirón la bolsa con el equipo. Simultáneamente estaba tarareando un disco de los Beatles, uno de esos psicodélicos.

—Tal vez te convendría dormir un poco —sugirió papá—. Hace ya dos noches que…
—Me siento bien —dije, avanzando hacia la puerta.
—Bueno, entonces.
—Que no se te enfríe el café.

Cerré la puerta tan dulcemente como si me fuera de besos con una chica, y luego le aflojé el candado a la bicicleta desprendiéndola de las barras de la baranda. Me la instalé bajo el sobaco, y sin esperar el ascensor corrí los cuatro pisos hasta la calle. Allí me quedé un minuto acariciando las llantas sin saber para dónde emprenderla, mientras que ahora sí soplaba un aire madrugado, un poco frío, lento.

La monté, y de un solo envión de los pedales resbalé por la cuneta y me fui bordeando la Alameda hasta la Plaza Bulnes, y le ajusté la redondela a la fuente de la plaza, y enseguida torcí a la izquierda hasta la boite del Negro Tobar y me ahuaché bajo el toldo a oír la música que salía del subterráneo. Lo que fregaba la cachimba era no poder fumar, no romper la imagen del atleta perfecto que nuestro entrenador nos habla metido al fondo de la cabeza. A la hora que llegaba entabacado, me olía la lengua y pa’ fuera se ha dicho. Pero además de todo, yo era como un extranjero en la madrugada santiaguina. Tal vez fuera el único muchacho de Santiago que tenía a su madre muriéndose, el único y absoluto gil en la galaxia que no habla sabido agenciarse una chica para amenizar las noches sabatinas sin fiestas, el único y definitivo animal que lloraba cuando le contaban historias tristes. Y de pronto ubiqué el tema del cuarteto, y precisamente la trompeta de Lucho Aránguiz fraseando eso de «No puedo darte más que amor, nena, eso es todo lo que te puedo dar», y pasaron dos parejas silenciosas frente al toldo, como cenizas que el malón del colegio había derramado por las aceras, y había algo lúgubre e inolvidable en el susurro del grifo esquinero, y parecía surgido del mar plateado encima de la pileta el carricoche del lechero, lento a pesar del brío de sus caballos, y el viento se venía llevando envoltorios de cigarrillos, de chupetes helados, y el baterista arrastraba el tema como un largo cordel que no tiene amarrado nada en la punta shá-shá-dá-dá- y salió del subterráneo un joven ebrio a secarse las narices, transpirando, los ojos patinándole, rojos de humo, el nudo de la corbata dislocado, el pelo agolpado sobre las sienes, y la orquesta le metió al tango, sophisticated, siempre el mismo, siempre uno busca lleno de esperanzas, y los edificios de la Avenida Bulnes en cualquier momento podían caerse muertos, y después el viento soplaría descoyuntador, haría veletas de navío, barcazas y mástiles de los andamiajes, haría barriles de alcohol de los calefactores modernos, transformaría en gaviotas las puertas, en espuma los parquets, en peces las radios y las planchas, los lechos de los amantes se incendiarían, los trajes de gala los calzoncillos los brazaletes serían cangrejos, y serían moluscos, y serían arenilla, y a cada rostro el huracán le daría lo suyo, la máscara al anciano, la carcajada rota al liceano, a la joven virgen el polen más dulce, todos derribados por las nubes, todos estrellados contra los planetas, ahuecándose en la muerte, y yo entre ellos pedaleando el huracán con mi bicicleta diciendo no te mueras mamá, yo cantando Lucy en el cielo y con diamantes, y los policías inútiles con sus fustas azotando potros imaginarios, a horcajadas sobre el viento, azotados por parques altos como volantines, por estatuas, y yo recitando los últimos versos aprendidos en clase de castellano, casi a desgano, dibujándole algo pornográfico al cuaderno de Aguilera, hurtándole el cocaví a Kojman, clavándole un lápiz en el trasero al Flaco Leiva, yo recitando, y el joven se apretaba el cinturón con la misma parsimonia con que un sediento de ternura abandona un lecho amante, y de pronto cantaba frívolo, distraído de la letra, como si cada canción fuera apenas un chubasco antes del sereno, y después bajaba tambaleando la escalera, y Luchito Aránguiz agarraba un solo de «uno» en trompeta y comenzaba a apurarlo, y todo se hacía jazz, y cuando quise buscar un poco del aire de la madrugada que me enfriase el paladar, la garganta, la fiebre que se me rompía entre el vientre y el hígado, la cabeza se me fue contra la muralla, violenta, ruidosa, y me aturdí, y escarbé en los pantalones, y extraje la cajetilla, y fumé con ganas, con codicia, mientras me iba resbalando sobre la pared hasta poner mi cuerpo contra las baldosas, y entonces crucé las palmas y me puse a dormir dedicadamente.

Me despertaron los tambores, guaripolas y clarines de algún glorioso que daba vueltas a la noria de Santiago rumbo a ninguna guerra, aunque engalanados como para una fiesta. Me bastó montarme y acelerar la bici un par de cuadras, para asistir a la resurrección de los barquilleros, de las ancianas míseras, de los vendedores de maní, de los adolescentes lampiños con camisas y botas de moda. Si el reloj de San Francisco no mentía esta vez, me quedaban justo siete minutos para llegar al punto de largada en el borde del San Cristóbal. Aunque a mi cuerpo se lo comían los calambres, no habla perdido la precisión de la puntada sobre la goma de los pedales. Por lo demás habla un sol de este volado y las aceras se velan casi despobladas.

Cuando crucé el Pío Nono, la cosa comenzó a animarse. Noté que los competidores que bordeaban el cerro calentando el cuerpo, me piropeaban unas miradas de reojo. Distinguí a López del Audax limpiándose las narices, a Ferruto del Green trabajando con un bombín la llanta, y a los cabros de mi equipo oyendo las instrucciones de nuestro entrenador.

Cuando me uní al grupo, me miraron con reproche, pero no soltaron la pepa. Yo aproveché la coyuntura para botarme a divo.

—¿Tengo tiempo para llamar por teléfono?

El entrenador señaló el camarín.

—Vaya a vestirse.

Le pasé la máquina al utilero.

—Es urgente expliqué—. Tengo que llamar a la casa.

—¿Para qué?

Pero antes de que pudiera explicárselo, me imaginé en la fuente de soda del frente entre niños candidatos al zoológico y borrachitos pálidos marcando el número de casa para preguntarle a mi padre… ¿qué? ¿Murió la vieja? ¿Pasó el doctor por la casa? ¿Cómo sigue mamá?

—No tiene importancia —respondí—. Voy a vestirme.

Me zambullí en la carpa, y fui empiluchándome con determinación. Cuando estuve desnudo procedí a arañarme los muslos y luego las pantorrillas y los talones hasta que sentí el cuerpo respondiéndome. Comprimí minuciosamente el vientre con la banda elástica, y luego cubrí con las medias de lanilla todas las huellas granates de mis uñas. Mientras me ajustaba los pantaloncillos y apretaba con su elástico la camiseta, supe que iba a ganar la carrera. Trasnochado, con la garganta partida y la lengua amarga, con las piernas tiesas como de mula, iba a ganar la carrera. Iba a ganarla contra el entrenador, contra López, contra Ferruto, contra mis propios compañeros de equipo, contra mi padre, contra mis compañeros de colegio y mis profesores, contra mis mismos huesos, mi cabeza, mi vientre, mi disolución, contra mi muerte y la de mi madre, contra el presidente de la república, contra Rusia y Estados Unidos, contra las abejas, los peces, los pájaros, el polen de las flores, iba a ganarla contra la galaxia.

Agarré una venda elástica y fui prensándome con doble vuelta el empeine, la planta y el tobillo de cada pie. Cuando los tuve amarrados como un solo puñetazo, sólo los diez dedos se me asomaban carnosos, agresivos, flexibles.

Salí de la carpa. «Soy un animal», —pensé cuando el juez levantó la pistola—, «voy a ganar esta carrera porque tengo garras y pezuñas en cada pata». Oí el pistoletazo y de dos arremetidas filudas, cortantes sobre los pedales, cogí la primera cuesta puntero. En cuanto aflojó el declive, dejé no más que el sol se me fuera licuando lentamente en la nuca. No tuve necesidad de mirar muy atrás para descubrir a Pizarnick del Ferroviario pegado a mi trasera. Sentí piedad por el muchacho, por su equipo, por su entrenador que le habría dicho «si toma la delantera, pégate a él hasta donde aguantes, calmadito, con seso, ¿entiendes?», porque si yo quería era capaz ahí mismo de imponer un tren que tendría al muchacho vomitando en menos de cinco minutos, con los pulmones revueltos, fracasado, incrédulo. En la primera curva desapareció el sol, y alcé la cabeza hasta la virgen del cerro, y se veía dulcemente ajena, incorruptible. Decidí ser inteligente, y disminuyendo bruscamente el ritmo del pedaleo, dejé que Pizarnick tomara la delantera. Pero el chico estaba corriendo con la biblia en el sillón: aflojó hasta ponérseme a la par, y pasó fuerte a la cabeza un muchacho rubio del Stade Francais. Ladeé el cuello hacia la izquierda y le sonreí a Pizarnick. 

—¿Quién es? —le dije. 

El muchacho no me devolvió la mirada. 

—¿Qué?» —jadeó. 

—¿Quién es? —repetí—. El que pasó adelante. 

Parecía no haberse percatado que íbamos quedando unos metros atrás. 

—No lo conozco —dijo. ¿Viste qué máquina era?

—Una Legnano —repuse. ¿En qué piensas? 

Pero esta vez no conseguí respuesta. Comprendí que había estado todo el tiempo pensando si ahora que yo había perdido la punta, debía pegarse al nuevo líder. Si siquiera me hubiese preguntado, yo le habría prevenido; lástima que su biblia transmitía con solo una antena. Una cuesta más pronunciada, y buenas noches los pastores. Pateó y pateó hasta arrimársele al rucio, y casi con desesperación miró para atrás tanteando la distancia. Yo busqué por los costados a algún otro competidor para meterle conversa, pero estaba solo a unos veinte metros de los cabecillas, y al resto de los rivales recién se les asomaba las narices en la curvatura. Me amarré con los dedos el repiqueteo del corazón, y con una sola mano ubicada en el centro fui maniobrando la manigueta. ¡Cómo podía estar tan solo, de pronto! ¿Dónde estaban el rucio y Pizarnick? ¿Y González, y los cabros del club, y los del Audax Italiano? ¿Por qué comenzaba ahora a faltarme el aire, por qué el espacio se arrumaba sobre los techos de Santiago, aplastante? ¿Por qué el sudor hería las pestañas y se encerraba en los ojos para nublar todo? Ese corazón mío no estaba latiendo así de fuerte para meterle sangre a mis piernas, ni para arderme las orejas, ni para hacerme más duro el trasero en el sillín, y más coces los enviones. Ese corazón mío me estaba traicionando, le hacía el asco a la empinada, me estaba botando sangre por las narices, instalándome vapores en los ojos, me iba revolviendo las arterias, me rotaba en el diafragma, me dejaba perfectamente entregado a un ancla, a mi cuerpo hecho una soga, a mi falta de gracia, a mi sucumbimiento.

—¡Pizarnick! —grité—. ¡Para, carajo, que me estoy muriendo!

Pero mis palabras ondulaban entre sien y sien, entre los dientes de arriba y los de abajo, entre la saliva y las carótidas. Mis palabras eran un perfecto círculo de carne: yo jamás había dicho nada. Nunca había conversado con nadie sobre la tierra. Había estado todo el tiempo repitiendo una imagen en las vitrinas, en los espejos, en las charcas invernales, en los ojos espesos de pintura negra de las muchachas. Y tal vez ahora —pedal con pedal, pisa y pisa, revienta y revienta— le viniera entrando el mismo silencio a mamá —y yo iba subiendo y subiendo y bajando y bajando— la misma muerte azul de la asfixia —pega y pega rota y rota— la muerte de narices sucias y sonidos líquidos en la garganta —y yo torbellino serpenteo turbina engranaje corcoveo— la muerte blanca y definitiva —¡a mí nadie me revolcaba, madre!— y el jadeo de cuántos tres cuatro cinco diez ciclistas que me irían pasando, o era yo que alcanzaba a los punteros, y por un instante tuve los ojos entreabiertos sobre el abismo y debí apretar así duramente fuertemente las pestañas para que todo Santiago no se lanzase a flotar y me ahogara llevándome alto y luego me precipitara, astillándome la cabeza contra una calle empedrada, sobre basureros llenos de gatos, sobre esquinas canallas. Envenenado, con la mano libre hundida en la boca, mordiéndome luego las muñecas, tuve el último momento de claridad: una certeza sin juicio, intraducible, cautivadora, lentamente dichosa, de que sí, que muy bien, que perfectamente hermano, que este final era mío, que mi aniquilación era mía, que bastaba que yo pedaleara más fuerte y ganara esa carrera para que se la jugara a mi muerte, que hasta yo mismo podía administrar lo poco que me quedaba de cuerpo, esos dedos palpitantes de mis pies, afiebrados, finales, dedos ángeles pezuñas tentáculos, dedos garras bisturíes, dedos apocalípticos, dedos definitivos, deditos de mierda, y tirar el timón a cualquier lado, este u oeste, norte o sur, cara y sello, o nada, o tal vez permanecer siempre nortesudesteoestecarasello, moviéndome inmóvil, contundente. Entonces me llené la cara con esta mano y me abofeteé el sudor y me volé la cobardía; ríete imbécil me dije, ríete poco hombre, carcajéate porque estás solo en la punta, porque nadie mete finito como tú la pata para la curva del descenso.

Y de un último encumbramiento que me venía desde las plantas llenando de sangre linda, bulliciosa, caliente, los muslos y las caderas y el pecho y la nuca y la frente, de un coronamiento, de una agresión de mi cuerpo a Dios, de un curso irresistible, sentí que la cuesta aflojaba un segundo y abrí los ojos y se los aguanté al sol, y entonces sí las llantas se despidieron humosas y chirriantes, las cadenas cantaron, el manubrio se fue volando como una cabeza de pájaro, agudo contra el cielo, y los rayos de la rueda hacían al sol mil pedazos y los tiraban por todas partes, y entonces oí, ¡oí Dios mío!, a la gente avivándome sobre camionetas, a los muchachitos que chillaban al borde de la curva del descenso, al altoparlante dando las ubicaciones de los cinco primeros puestos; y mientras venía la caída libre, salvaje sobre el nuevo asfalto, uno de los organizadores me baldeó de pé a pá riéndose, y veinte metros adelante, chorreando, riendo, fácil, alguien me miró, una chica colorina, y dijo «mojado como un joven pollo», y ya era hora de dejarme de pamplinas, la pista se resbalaba, y era otra vez tiempo de ser inteligente, de usar el freno, de ir bailando la curva como un tango o un vals a toda orquesta.

Ahora el viento que yo iba inventando (el espacio estaba sereno y transparente) me removía la tierra de las pupilas, y casi me desnuco cuando torcí el cogote para ver quién era el segundo. El Rucio, por supuesto. Pero a menos que tuviera pacto con el diablo podría superarme en el descenso, y nada más que por un motivo bien simple que aparece técnicamente explicado en las revistas de deportes y que puede resumirse así: yo nunca utilizaba el freno de mano, me limitaba a plantificar el zapato en las llantas cuando se esquinaban las curvas. Vuelta a vuelta, era la única fiera compacta de la ciudad con mi bicicleta. Los fierros, las latas, el cuero, el sillín, los ojos, el foco, el manubrio, eran un mismo argumento con mi lomo, mi vientre, mi rígido montón de huesos.

Atravesé la meta y me descolgué de la bici sobre la marcha. Aguanté los palmoteos en el hombro, los abrazos del entrenador, las fotos de los cabros de Estadio, y liquidé la Coca-Cola de una zampada. Después tomé la máquina y me fui bordeando la cuneta rumbo al departamento.

Una vacilación tuve frente a la puerta, una última desconfianza, tal vez la sombra de una incertidumbre, el pensamiento de que todo hubiera sido una trampa, un truco, como si el destello de la Vía Láctea, la multiplicación del sol en las calles, el silencio, fueran la sinopsis de una película que no se daría jamás, ni en el centro, ni en los biógrafos de barrio, ni en la imaginación de ningún hombre.

Apreté el timbre, dos, tres veces, breve y dramático. Papá abrió la puerta, apenitas, como si hubiera olvidado que vivía en una ciudad donde la gente va de casa en casa golpeando portones, apretando timbres, visitándose.

—¿Mamá? —pregunté.

El viejo amplió la abertura, sonriendo.

—Está bien —me pasó la mano por la espalda e indicó el dormitorio—. Entra a verla.

Carraspeé que era un escándalo y me di vuelta en la mitad del pasillo.

—¿Qué hace?
—Está almorzando —repuso papá.

Avancé hasta el lecho, sigiloso, fascinado por el modo elegante con que iba echando las cucharadas de sopa entre los labios. Su piel estaba lívida y las arrugas de la frente se le habían metido un centímetro más adentro, pero cuchareaba con gracia, con ritmo, con… hambre.

Me senté en la punta del lecho, absorto.

—¿Cómo te fue? —preguntó, pellizcando una galleta de soda.

Esgrimí una sonrisa de película.

—Bien, mamá. Bien.

El chal rosado tenía un fideo cabello de ángel sobre la solapa. Me adelanté a retirarlo. Mamá me suspendió la mano en el movimiento, y me besó dulcemente la muñeca.

—¿Cómo te sientes, vieja?

Me pasó ahora la mano por la nuca, y luego me ordenó las mechas sobre la frente.

—Bien, hijito. Hazle un favor a tu madre, ¿quieres?

La consulté con las cejas.

—Ve a buscar un poco de sal. Esta sopa está desabrida.

Me levanté, y antes de dirigirme al comedor, pasé por la cocina a ver a mi padre.

—¿Hablaste con ella? ¿Está animada, cierto?

Lo quedé mirando mientras me rascaba con fruición el pómulo.

—¿Sabes lo que quiere, papá? ¿Sabes lo que mandó a buscar?

Mi viejo echó una bocanada de humo.

—Quiere sal, viejo. Quiere sal. Dice que está desabrida la sopa, y que quiere sal.

Giré de un envión sobre los talones y me dirigí al aparador en busca del salero. Cuando me disponía a retirarlo, vi la ponchera destapada en el centro de la mesa. Sin usar el cucharón, metí hasta el fondo un vaso y, chorreándome sin lástima, me instalé el líquido en el fondo de la barriga. Sólo cuando vino la resaca, me percaté que estaba un poco picadito. Culpa del viejo de mierda que no aprende nunca a ponerle la tapa de la cacerola al ponche. Me serví otro trago, qué iba a hacerle.



1968












 

lunes, octubre 14, 2024

«acto fósil», de Francisco Martínez Farfán

Dos poemas



(1955-2024)

 
Y si estuve al fondo de algo que nunca supe;
y si fui sólo el declive de ciertas hojas
que respiré siempre en el estupor de algo que estaba
demasiado lejos. Y jugamos.
Soy el sobreviviente estrella. Un rostro cada día
después del sueño, todavía con la sorpresa del filamento
oportuno, del equívoco.
Pero ese sumidero, por favor, es muy pronto:
alguien está encontrado allí,
en el olor del saltamontes, donde hay un puente,
un cerdo ahogado en el lecho del río, no caer.


                                   *   *   *


Y si uno pudiera guardar esas extrañas rejas que decapitan flores
y levantara piedras para oler la humedad de lo que ha quedado,
y viera luego cómo se levanta el resplandor de un día de sombras
nítidas, de lepra que se abre en la roca para dejar escapar
un vapor resucitado.
Y si llegara otra vez ese día de sudor, ese turbio paseo
de un domingo sobre la tierra en que la hierba se inclinaba en una sola
dirección y el agua sucia abundaba y marcaba las márgenes del río
como un lomo de perro muerto, la fe de la rama
la templanza del fruto.
Si volviera, si entrara ese dedo de estaño a señalar y no pudiera creer
porque ha pasado demasiado tiempo: demasiadas palabras en la criba,
suficientes jirones que el viento meridiano del sur al fin se acerca y lanza
contra algo que no puede defenderse, algo blanco que come del miedo
aún aspirando el olor de la hierba hendida.
Y si sólo fuera esto que se repite, que se rige
por la desolación de no tener otra voz
para ser mirado, esto que sin saber fue más allá de todo límite
y no supo regresar porque había un espanto, y uno corre siempre
hacia la memoria, hacia la historia donde pueda olvidar mejor.





2010