martes, septiembre 30, 2008

«Hoy murió Carlos Faz», de Enrique Lihn






Porque un joven ha muerto
pido que me demuestren, una vez más, el valor de la vida,
            antes de que este cielo de octubre me haga bajar los ojos
            hacia una tierra en ruinas
y el canto de los pájaros y el canto de los niños se confundan
            en un mismo lamento en lo alto del coro
y las flores de octubre sean los incensarios que me envuelven
            con su perfume húmedo y oscuro.

Tú y yo lo conocíamos,
no tenía el deseo de morir, ni la necesidad, ni el deber
            de morir,
era como nosotros o mejor que nosotros:
un hombre entre los hombres, alguien que día a día hizo lo suyo:
reflejar el mundo,
amar a la mujer, intimar con el hombre,
dar cuerda a su reloj,
transfigurar el mundo.

Obsérvense sus cuadros;
he aquí los espejos que retienen el aire del ausente,
            su imagen en imágenes,
lo que de él permanece despierto en su vigilia absoluta
            de objeto
            en su fácil vigilia;
allí todo está en orden, en un orden secreto que no irrita,
en un orden que asombra: caprichoso y exacto, hostil y delicado,
vivo, vivo,
luminoso como una sola estrella.






1955





en La pieza oscura, 1963









Contribución a Dscntxt de Luis Hernández,
en homenaje a Tauro Berastegui







lunes, septiembre 29, 2008

Homenaje a Tauro Berastegui

Fallecido este 28 de septiembre de 2008




Sé que hay muchos que lo vivieron más que yo, por lo que no hablaré de la maravilla de ser humano que me fui a encontrar. Vox populi aquello. Tauro se me apareció alguna vez hace un par de años con una sonrisa de villano que sabe lo que hace y lo disfruta. La barra de un bar es siempre un buen espacio para forjar un crimen, lo que devino en nuestra amistad, por ende. Greg Ostin fue un personaje que representó alguna vez y revivió ahí, entre la risa y la ebriedad. Fue un monstruo, pero lo quisimos y decidimos trabajar juntos y volver a pararlo sobre un escenario, como Gepetos que quisieron lo mejor para su hijo. Notable error el nuestro, porque el albino siempre fue un rebelde, lo que secretamente nos llenó de orgullo. Ayer murió mi hermano Tauro ("tuyo, nuestro, mío, de mí para ti", diría Greg o Tauro o él) y nada remedia el dolor y la ausencia que no parará de imponerse más. A los poetas se nos carga algo de videntes y tomo las palabras de Miguel Hernández como reflejo exacto que me quita las palabras a esta hora:


Temprano levantó la muerte el vuelo,
temprano madrugó la madrugada,
temprano estás rodando por el suelo.

No perdono a la muerte enamorada,
no perdono a la vida desatenta,
no perdono a la tierra ni a la nada.



No perdono. Menos la visión –y el profundo abrazo– que unieron más nuestros destinos, aunque sea un poco... demasiado poco. Falta en este mundo más de esa nostalgia y esa pasión que Tauro se llevó ahora. Grabados quedan el tatuaje y el dolor esperando un nuevo encuentro, que tenemos que hablar de muchas cosas, / compañero del alma, compañero.

Yo te saludo y extraño ya, hermano mío.



Fragmento final de El Retorno de Greg (2007)


GREG: Nadie responde... y nada vuelve a su lugar... Greg Ostin fue lanzado al vil asfalto, a la calle, solos mi traje blanco, mi barba y yo. Ahora sigo deambulando. Sigo... sucediendo, buscando por las calles mi propia mirada ausente, por ahora atrapada en un recuerdo perdido. Cautivo de mis ojos retorno ciego a descubrir amaneceres de otros sueños, decidido a sumergirme en otros viajes, renaciendo con temor, con lágrimas perdidas de ese ayer, de ese mí, de lo que fui y de lo que fue…Si alguna vez me ven por ahí, salúdenme... Soy yo... Greg... Greg Ostin, el que salía en televisión, con mis chicas... Mi Harley, mi pelo al vento… Si alguna vez me ves por las calles no me desconozcas... ayúdame a volver.. soy de ti... no me olvides... no me olvides, otra vez".

(Salida muy triste de Greg con la música final [sólo piano] de Hulk, El hombre increíble.)




Juan Carlos Villavicencio








domingo, septiembre 28, 2008

"La sangre y la esperanza", de Nicomedes Guzmán

Tres fragmentos



I

“Bajo, de una estatura que traicionaban apenas unos cuantos edificios de dos pisos, arrugado, polvoriento, el barrio era como un perro viejo abandonado por el amo. Si las lluvias y las nieves de aquellos años tuvieron para él azotes de inclemencia, el buen sol supo resarcirlo en su desamparo con las profundas caricias de sus manos afectuosamente calientes. Y hasta buscó, a la llegada de los crepúsculos, en los ojos turnios y legañosos de sus ventanas, el reflejo de sus largas barbas, antes de despedirse del mundo y de los hombres”.


II

“Los días caían perezosos, con lágrimas de neblinas y de lluvias. El otoño se alzaba aún a la vera de la vida con el fatalismo doloroso de todos los abandonados. Y era como si en la voz de las campanas, precisas para decir su palabra matutina, desperdigara, a veces, el otoño, sus desamparados pasos de ciego sin lazarillo.

Ahora atardecía. El barrio pobre era como una flor caída en pétalos de bruma. Cuchillos de cobre atravesaban el aire, hiriendo los tejados. Las paredes desconchadas y los vidrios de las ventanas sangraban al contacto de sus certeros filos.”


III

“La cesantía en la zona del salitre era pavorosa. La capital parecía estremecerse bajo el paso de la humanidad mísera y hambrienta que los trenes arrojaban sobre su cuerpo duro y frío. Los harapos hacían muecas en las calles, muecas con sebo y piojos, con llantos de niños y tetas exangües de hembras aniquiladas. Los suburbios, bajo el otoño, frente a la mirada turbia del tiempo, arrugaban el ceño, esturaban su osamenta crujiente, abierto el pecho franco a las cabezadas locas de los días. Al rescoldo rebelde de su corazón, los albergues mostraban su cuerpo horrible de falso hogar.”





1943





Fragmentos escogidos por el propio Nicomedes Guzmán para el prólogo de su obra Una moneda al río y otros cuentos, publicada en 1954.









sábado, septiembre 27, 2008

"Cosas que suelen ocurrir en eternos instantes", de Rodrigo Lira




in memoriam A. R.



            Roberto cae se estrella en el suelo de baldosas
y muere.
Roberto resbala por ocho pisos de caja-escala
se desliza por el aire de ocho pisos de distancia v
e
r
t
i
c
a
l
desciende en el aire la gravedad lo llama
abajo se va raudo eternamente por ocho pisos
de distancia entre la espiral de la escalera
mientras duerme el ascensor en la vigilia iluminada
por tubos de neón blanco la caja del edificio en la avenida
que lleva el nombre del que fundara siglos ha la ciudad dondese
edificio levanta sus ocho pisos de altura mientras duerme la gente
del edificio en esa noche de domingo
`la noche más nocturna y cansada
de la semana
¿o es la noche del sábado?
No sé, es en todo caso
un fin de semana, y la primavera se asoma en este tiempo
en que Roberto se deja caer
y parece que no grita
¿O es que nadie le oye?
¿O es que todos lo oyen y prefieren colectivamente olvidar ese grito
que se mezcla con los sueños
de los dormidos?

Abajo viene Roberto down he came, he comes
en la noche iluminada por la Luna
llena de fin de agosto,
a lo lejos plañen
maullidos, se escucha
el ruido del aire
por la caja escala al rozar la ropa
y en las manos de roberto hay diversas
sustancias químicas
chemicals
en su sangre y su sudor







(de un manuscrito que data del verano de 1979)









viernes, septiembre 26, 2008

“Con Ezra Pound”, de Miguel Serrano





Hace años, en Venecia, frente a esa estatua de piedra, que no hablaba –hubo un tiempo en que las rocas hablaron- empecé a dejar correr palabras y palabras, y, entre otras cosas, dije: “En setecientos años más el laurel florecerá de nuevo. Sea feliz, en setecientos años más usted volverá a perder…”.

Sabía que Ezra Pound era seguidor del dios de los perdedores en este mundo, en el período oscuro del Hierro, llamado por los indúes Kaliyuga. Él era también un acólito del maltratado y desprestigiado Lucifer, puede que, sin saberlo, del Lucibel de los cátaros, Apolo, Abraxas, Krishna, Siva y también Quenós, de los selnam; el portador, o Anunciador de la luz, de la Estrella de la Mañana, la que avisa la llegada del nuevo sol y se retira luego, a la espera de un mundo más noble, más puro, donde se fueron los héroes y los gigantes.

Comencé a narrarle a Pound mi peregrinación a Montsegur y le hablé de la Sierra Maladetta, por donde Bertrand de Born, trovador que él amara y tradujera, se dejó morir por congelación, según nos cuenta Otto Rahn, en su libro “La Corte de Lucifer”. Fue en ese momento cuando la roca hizo un gesto, y una luz de alegría la envolvió. Es que Ezra Pound había escalado Montsegur. También él era un herético y un guerrero.

Tuve una idea, algo así como si un secreto me fuera revelado: Ezra Pound se hallaba incorporado en una tradición luciferina que venía de los orígenes. A través de sus manos, sin que él fuera totalmente consciente del suceso, pasaba el Cordón Dorado de esta tradición viril y guerrera. El interés de Pound, en su juventud, por el Poema del Cid, por el Cantar de Roldán, por Parsifal, por las canciones y la civilización de los trovadores del Languedoc, le hizo representante en nuestro tiempo de los que combatieron por un mundo no asentado en la usura, así como los templarios lucharon una vez por organizar las bases de un sistema económico más espiritual y justo. De no haber sido destruido prematuramente este intento, pudo llevar a la Tierra en la Era de Piscis a un desarrollo muy distinto, en otra dirección, redescubriendo una técnica espiritualizada, capaz de transfigurar la Tierra, sin destruirla en el cataclismo que se ve venir, como efecto de una tecnología burda, mecanicista, enredada en los engranajes satánicos de la usura y de la sociedad de consumo, del racionalismo y del materialismo colectivista del universo de masas.

Ezra Pound apoyó en la Segunda Guerra Mundial al fascismo italiano y al nazismo alemán, creyendo ver en ellos un sistema económico social no asentado en la usura, también con una tecnología y ciencia diferentes, un organismo que encuentra sus raíces metafísicas en una Tierra purificada y vital. Ahora bien, se sabe, porque hay documentos que lo prueban, que la organización de las SS del Hitlerismo (SS es abreviatura de la palabra alemana Schutzstaffel, originalmente Grupo de Protección) estaba inspirado en la Orden Templaria. En sus capas dirigentes secretas poseía un tipo de iniciación esotérica, además de varios centros de instrucción en castillos distribuidos en distintas zonas, a la manera de Gendarmerías templarias. Las SS pretendían construir ciudades en los confines de Europa, en el Cáucaso, en la Rochelle, en el Mediodía de Francia, puede que en Montsegur, al finalizar la Guerra, liberándolas de impuestos y donde el dinero no tuviese valor y el comercio constituyera un vínculo espiritual como en la antigüedad. Hoy se pretende desconocer el sistema social y económico nuevo, mejor dicho viejísimo, que intentaron establecer el fascismo y el nazismo y se llama tendenciosamente fascista a cualquier régimen autoritario o dictadura, que no sea de tendencia marxista, que se entronice en el poder en algún punto de la Tierra.

Por ese tipo de razones, Ezra Pound se puso al lado de Italia y Alemania en la gran guerra y contra su propio país de nacimiento, en el que vio el símbolo de lo opuesto, de una economía, una técnica, un sistema de vida basados en la usura, como él mismo dijera. Ezra Pound perdió, y fue encerrado en una jaula de hierro, en Pisa, como bestia feroz, y se le mantuvo a la intemperie, al frío y al sol. Luego se le llevó a un sanatorio de locos en los Estados Unidos de América, donde permaneció trece años, los mejores de la vida de un hombre. ¡Al más grande poeta de su tiempo, que diera a conocer a Joyce, que ayudara a escribir a Elliot, tradujera a Confucio e interpretara el I Ching! Lo mismo se hizo en Noruega, y por idéntica razón, con Knut Hamsun. También su Guía, perdedor en una batalla de extraterrestres, fue torturado, calumniado y, por último, encadenado en los hielos del Polo Norte, donde un día hiciera florecer la Última Tule. Los perdedores son siempre transformados aquí en los demonios históricos legendarios; lo es Ravana, derrotado por Rama; lo es Luzbel.

Si Ezra Pound se equivocó, ¡bien! Ya lo dice Platón: “Todas las grandes cosas se edifican en el peligro”. Y Heidegger: “Quien pensó en gran escala, debió errar en gran escala”.







en El cordón dorado, 1978










jueves, septiembre 25, 2008

«¡Estos sí que son pájaros raros! Jaivas que 'vuelan'». Entrevista a Los Jaivas, de Paty A. Politzer

Extractos




Dos días de la mejor música para «volar» tuvieron los llamados hippies santiaguinos durante las últimas horas de 1972. El escenario fue el estadio municipal de La Reina y los protagonistas del recital, los dos mejores conjuntos de la onda, Los Blops y Los Jaivas.

El recital hizo noticia por la concentración de pájaros raros, vagos y marihuaneros que se produjo. El aire del lugar, aunque bastante alejado del centro, no era en absoluto puro, sino que apestaba a mucha yerba. […] Cuando comenzaba a oscurecerse, la soledad no se hacía tan pesada y entonces los que se separaban del grupo no lo hacían ya para bailar, sino para aprovechar mejor aún la oscuridad.


EL PITO COTIDIANO

El pito de marihuana es para Los Jaivas, como para la mayoría de los llamados hippies, algo cotidiano. Les resulta algo tan normal como para cualquier moro fumarse un simple Hilton.

–Uno experimenta cosas en la mente –explica el Gato Alquinta–. Hay como un trabajo en la mente que se hace sólo con yerba. Yo no podría hacerlo sin yerba.
¿Han trabajado con ácido?
Sí, pero por lo menos para eso quedó ya como una vieja experiencia –cuenta Eduardo.

¿No tienen miedo al acostumbramiento?
Hay una gran diferencia entre la yerba y el ácido con otras drogas, que a mí personalmente no me interesan –señala El Gato. No quiero estar en el paraíso con una inyección o algo parecido. Me interesa la música, y la yerba o el ácido me llevan hacia allá, hacia donde yo quiero ir, las puedo controlar.

¿El ácido también es algo cotidiano para ustedes?
No, el ácido no. El ácido no produce acostumbramiento, por el contrario, ese tipo de cosas van disminuyendo el efecto a medida que uno las conoce. Después de un tiempo uno puede tomar una gran cantidad de ácido y se queda tal como antes. Lo mismo sucede con la yerba, es totalmente controlable –explica Verónica, la compañera de Eduardo Parra, quien se integró por unos instantes a la conversación.



LA MÚSICA

Los Jaivas nacieron hace más de diez años, pero antes era muy diferente. Su nombre era «High Bass», llevaban el pelito bastante más corto y usaban un impecable uniforme con camisa blanca y humita, chaqueta azul, pantalones negros y unos zapatitos del mismo color y muy bien lustrados. ¡Parece increíble, pero es la pura y santa verdad!

Su punto de unión fue la música. Pero en aquellos días sus interpretaciones estaban muy lejos de lo que hoy los ha hecho conocidos en Chile y en el extranjero. El Gato Alquinta y Mario Mutis eran los guitarristas y tocaban temas de los Chalchaleros, Atahualpa Yupanqui, etc. «Queríamos formar un conjunto y para eso necesitábamos instrumentos. Empezamos a trabajar en fiestas de colegios y luego en las universidades. Tocábamos de todo, tangos, cumbias, etc. Nos iba muy bien, nos contrataban casi en todas partes y por ahí se nos fue olvidando nuestro objetivo primero que era el de hacer música. De todos modos a todas las cosas que interpretábamos les poníamos de nuestra cosecha». De repente, El Gato se acordó de esa primera intención. «Las fiestas ya no tenían mucho sentido y empezamos a sentir algo raro en el ambiente». Entonces El Gato propuso violentamente el cambio. «Además ya teníamos un buen equipo de instrumentos japoneses», cuentan Los Jaivas, o mejor dicho «High Bass», como los llamaban en esos días.

En la música «jaiva» se mezclan los instrumentos electrónicos con las quenas, los charangos, el bongó, las tumbadoras, el cultrún, la trutuca y muchos más. Según ellos todos esos instrumentos están en sus creaciones, porque forman parte de la música, de la cultura de este continente.



POLÍTICA

¿Cómo se definen políticamente?
No podemos decir que no somos políticos, porque eso es imposible, pero no nos definimos por ningún partido. Pero reconocemos que la realidad con que nos enfrentamos ahora es muy distinto. La represión contra los jóvenes ha disminuido mucho.

¿Van a votar en marzo?

En esta pregunta comienzan las contradicciones. Algunos responden de inmediato que no y los otros se muestran dudosos. Las razones son un poco tiradas de las mechas. Es mejor Allende que Alessandri, pero no vale la pena votar. No deberían existir fronteras y todos deberían amarse. Y, así, otras respuestas que revelan auténtica inconsciencia de la realidad que vivimos.

¿No creen que hay que luchar para que las cosas cambien?
Yo no creo que haya que luchar. Yo no voy a pelear por nadie. Yo no quiero que nadie pelee y por lo tanto yo no peleo (?) [sic]

Conversar con Los Jaivas no es como para quedar con el ánimo muy bueno. Resulta difícil dar un diagnóstico. Insistimos en que musicalmente ganan algunos aplausos, pero su aporte a los valores de la juventud no es precisamente para ponerlo en un marco. En momentos en que el pueblo construye, en momentos en que lo mejor de la juventud chilena se sacrifica en los trabajos voluntarios, Los Jaivas resultan una flor exótica, trasplantada incluso, que tiene poco o nada que ver con nuestro país, que en el fondo, imita la «onda» hippie europeizante, el modo pretendidamente «libre» de vivir, pero en los hechos, falsamente libre, y sí prisionero de las formas más decadentes de escapar del mundo que ha difundido la burguesía. No por casualidad los festivales de marihuana se realizan en La Reina, y los jóvenes capturados son principalmente lolos ociosos y bien alimentados, que no conocen ni de lejos la epopeya de la juventud que trabaja y estudia por Chile, tenga o no el pelo largo, pero que vive con los pies firmes en esta tierra.




en revista Ramona, 1972.












miércoles, septiembre 24, 2008

“El delincuente”, de Antón Chéjov







Ante el juez está un mujik pequeño y extremadamente escuálido, vestido con una camisa de abigarradas colores y con unos calzones remendados. Su rostro velludo, comido de picaduras, y sus ojos apenas visibles bajo las espesas y colgantes cejas, tienen una expresión de gravedad taciturna. Sobre la cabeza lleva todo un gorro de pelo enmarañado que no ha sido peinado hace tiempo y que le da un aspecto de severa araña. Está descalzo.

—¡Denis Grigoriev! —empieza a decir el juez— ¡Acércate y contesta a mis preguntas!... El día siete de este mes de julio, el guardavía, Iván Semion Akinfov, en su recorrido matinal de la línea y en la versta ciento cuarenta y uno ce sorprendió destornillando la tuerca del riel. ¡He aquí la tuerca!.. Cuando se detuvo, estabas en posesión de dicha tuerca. ¿Fue o no fue así?
—¿Qué?...
—¿Ocurrió todo según lo explica Akinfov?
—¡Claro que ocurrió!
—Bien... ¿Y para qué destornillabas esa tuerca?
—¿Qué?...
—¡Basta de ques y contesta a lo que se te pregunta! ¿Para qué destornillabas la tuerca?
—¡Si no hubiera habido necesidad..., no la habría destornillado!... —dijo Denis con voz ronca y mirando de reojo el techo.
—¿Y para qué necesitabas la tuerca?
—¿La tuerca?... Con las tuercas nosotros hacemos pesos.
—¿Y quiénes son "nosotros"?
—¿Nosotros?... ¡Pues la gente!... ¡Los mujiks de Klim!...
—¡Oye, hermano! ¡No te hagas el idiota y contesta juiciosamente! ¡No vengas aquí mintiendo con eso de los pesos!
—¡Desde mi nacimiento que no he mentido..., y ahora resulta que miento!... —masculla Denis parpadeando—. ¿Acaso, señoría, puede uno hacer algo sin peso?... ¿Acaso se va a ir el gancho a fondo..., si uno quiere colgarle algo..., o si no lleva peso? ¡Que miento!... —Denis sonríe sarcástico—. ¿Acaso va a estar mecido el diablo en el cebo para tenerlo tieso?... ¡Hay peces..., como el okuñ o la schuka, que están muy hondos!..., ¡Flotar..., solo flota el schilispei..., pero en nuestro río no hay schilispei!... ¡Ese es un pez que le gusta ir muy ancho!...
—¿Y para qué me cuentas todo eso de los schilispei?
—¿Qué?... ¿Pues no me lo está usted preguntando?... ¡Si hasta los mismos señores pescan así!... ¡Si ni el más mocoso iría a pescar sin peso!... ¡Claro que el que no sepa... se iría a pecar sin peso!... ¡A un tonto no le vale ninguna ley!
—Dices entonces que desatornillaste esta tuerca para utilizarla como peso.
—¿Y cómo no? ¡No la iba a coger para jugar!
—Para peso podías, haber cogido una bala, un poco de plomo o un clavo cualquiera...
—¡El plomo no anda tirado por el camino... y un clavo no sirve! Mejor que la tuerca, ¿qué va uno a encontrar?... Pesa y tiene un agujero.
—¡Miren cómo se hace el tonto! Parece enteramente que ha nacido ayer o que se ha caído de un guindo... ¿Es que no comprendes, cabeza de chorlito, las consecuencias que podía haber traído ese destornillamiento?... ¿Que de no haber reparado en él el guardavía, podía haber descarrilado el tren y podía haber habido muertes?... ¡Tú hubieras sido entonces el que matara a esa gente!
—¡Dios nos libre, señoría!... ¿Para qué matar?... ¿Acaso no está uno bautizado o es uno un criminal? A Dios gracias, buen caballero, ya lleva uno vivido bastante..., y de eso de matar... ¡ni siquiera le ha pasado a uno por la cabeza! ¡Dios nos libre!... ¡Virgen Santísima!...
—¿Y por qué entonces, según tú, ocurren los descarrilamientos?... Se destornillan dos o tres tuercas ¡y ya tienes ahí el descarrilamiento!...

Denis sonríe con sarcasmo e incredulidad y mira al juez guiñando los ojos.

—¡Vaya!... ¡Tantos años que lleva el pueblo destornillando tuercas y Dios guardándole a uno, y ahora que si el descarrilamiento..., que si matar a la gente!... Si yo..., pongo por caso..., hubiera levantado un riel..., o plantado un tronco en mitad de la vía..., entonces puede ser que el tren se hubiera desmandado..., pero que porque uno... una tuerca...
—¿Pero no comprendes que con las tuercas se sujetan los rieles?
—¡Eso ya lo comprende uno!... ¡Por eso no las destornillamos todas! ¡Dejamos muchas!... ¡No lo hace uno así..., a lo tonto!... ¡Comprendemos!...

Y Denis, que bosteza, traza una cruz sobre su boca.

—El año pasado, en este lugar, descarriló el tren —dice el juez— y ahora queda aclarado el porqué.
—¿Cómo manda usted?...
—Digo que ahora se explica porqué el año pasado hubo aquí un descarrilamiento. ¡Ahora lo entiendo!
—¡Pa'eso son ustedes instruidos! ¡Pa'entenderlo todo, bienhechores nuestros!... ¡Ya sabe el Señor a quién da conocimiento!... Ahora que... usted aquí juzga el porqué y el porqué no..., mientras que el guardavía, que es un mujik tal como uno que no tiene comprensión..., te agarra por el cuello y te lleva... ¡Primero hay que juzgar a la gente, luego llevársela!... ¡Cuando se dice mujik... es porque así tiene uno la inteligencia!... ¡Y puede apuntar también que me pegó dos veces en la cara y una en d pecho!
—En tu casa, cuando se hizo el registro, se encontró otra tuerca más. ¿Cuándo y en qué sitio la destornillaste?
—¿Qué tuerca dice usted?... ¿La que estaba debajo del baulillo colorado?
—No sé dónde estaba; lo que sé es que la encontraron. ¿Cuándo la destornillaste?
—Yo no la destornillé. Me la dio Ignaschka, el hijo de Semion el tuerto... ¡Hablo de la que estaba debajo del baulillo..., que la que estaba en el patio, en el trineo, la destornillé con Mitrofan!...
—¿Qué Mitrofan?
—Mitrofan Petrov. ¿Acaso no le ha oído usted nombrar?... Hace las redes y se las vende a los señores. Necesita muchas tuercas de esas... ¡Cada red le lleva por lo menos diez!...
—¡Oye!... El artículo mil ochenta y uno del Código penal dice: "Todo desperfecto cometido intencionadamente contra el ferrocarril, cuando constituya peligro para dicho medio de locomoción, ejecutado por el culpable con conocimiento de que sus consecuencias pueden resultar una catástrofe." ¿Comprendes?... ¡Tú eso lo sabias! ¡No podías dejar de saber a qué conducen esos destornillamientos!... "Está castigado con el destierro y los trabajos forzados".
—¡Claro! ¡Usted tiene que saber eso mejor!... ¡Uno tiene más cerrada la mollera! ¿Acaso entiende uno de algo?
—¡Lo entiendes perfectamente! ¡Estás mintiendo y fingiendo!
—¿Y pa'qué iba a mentir?... Pregunte por toda la aldea si no me cree..., ¿qué pez le va a uno a picar sin el peso?...
—Bien... ¿Es que vas a empezar a contarme más cosas de los schilispei? —sonríe el juez.
—¡Si en nuestras tierras no hay schilispei!... ¡Si cuando uno va a pescar con mariposas a flor de agua y sin peso... lo más que saca es un pez golav... y pa’eso... muy rara vez!
—Bueno, cállate ya.

Se hace un silencio. Denis se apoya tan pronto en un pie como en otro, mita a la mesa forrada de paño verde y parpadea mucho como si en lugar de una tela fuera el sol lo que tiene delante. El juez escribe deprisa.

—¿Puedo irme? —pregunta Denis después de un cono silencio.
—No. Tengo que ponerte bajo vigilancia y mandarte al calabazo.

Denis cesa de parpadear y arqueando las espesas cejas mira interrogativamente al funcionario.

—¿Cómo al calabozo, señoría?... ¡No tengo tiempo!... ¡He de ir a la feria!... ¡Egor tiene que pagarme tres rublos por el tocino!
—¡Calla y no me molestes!
—¡Al calabozo!... ¡Si al menos hubiera motivo, uno iría, pero así porque sí!... ¿Por qué culpa?... ¡Si no he robado y si al paraca... no me he pegado!... Porque si su señoría se refiere al tributo... no tiene que creer al starasta... ¡No tiene alma de cristiano ese starasta!...
—¡Pero si estoy codo el tiempo callado!... —masculla Denis—. ¡Lo que pasa es que el starasta le ha metido un embuste y esto yo..., hasta por juramento!... ¡Mire..., somos tres hermanos: Kuzma Grigoriev, Egor Grigoriev y yo, Denis Grigoriev!...
—Me inoportunas... ¡Eh!... ¡Semion! —llama en voz bajad juez— ¡Llevárselo!
—¡Somos tres hermanos!... —masculla Denis cuando dos robustos soldados le sacan del cuarto—, ¡Pero el hermano no tiene que pagar por el hermano!... ¡Kuzma no paga y tú, Denis, vas a tener que responder por él!... ¡Vaya jueces!... ¡Lástima que haya muerto el difunto señor general, que en paz descanse!.. . ¡Si no... ya hubiera hecho él ver a los jueces! ¡Hay que saber juzgar... y no juzgar así porque sí!... ¡Bueno que le azoten a uno... pero que sea por algo..., por alguna acción! ¡Por conciencia!...










martes, septiembre 23, 2008

"Descripción de un personaje de ascendencia chilena", de Charles Baudelaire

Fragmento de La Fanfarlo





Samuel Cramer, que en el pasado firmó con el nombre de Manuela de Monteverde algunas locuras románticas –en los buenos tiempos del Romanticismo-, es el producto contradictorio de un pálido alemán y de una oscura chilena. Agregue a este doble origen una educación francesa y una cultura literaria, y estará usted menos sorprendido –cuando no satisfecho y edificado- por las extrañas complicaciones de su carácter.

Samuel tiene la frente pura y noble, los ojos brillantes como gotas de café, la nariz atrevida y burlona, los labios impúdicos y sensuales, el mentón cuadrado y déspota, la cabellera pretenciosamente rafaelesca. Es a la vez un gran haragán, un ambicioso triste y un ilustre desdichado, pues en toda su vida no ha tenido sino mitades de ideas. El sol de la pereza, que resplandece sin cesar en su interior, evapora y carcome esa mitad de genio con que el cielo lo ha dotado.

Entre todos esos grandes hombres a medias que he conocido en esta terrible vida parisina, Samuel fue, más que ningún otro, el hombre de las grandes obras fallidas. Criatura enfermiza y extravagante, su poesía resplandece mucho más en su persona que en sus obras; y que, hacia la una de la mañana, entre el resplandor de un fuego de carbón encendido y el tic-tac de un reloj, se me ha aparecido siempre como el dios de la impotencia –dios moderno y hermafrodita-, impotencia tan colosal y enorme que llega a ser épica.






1847






El título de este fragmento fue dado por Jorge Teillier y Armando Roa en la antología La invención de Chile, publicada en 1994.









lunes, septiembre 22, 2008

“Insomnio junto al alba”, de Omar Cáceres







En vano imploro al sueño el frescor de sus aguas.
¡Auriga de la noche! (¿Quién llora a los perdidos?).
Vuelva la luna sobre su piel el viento, mientras
que de la sombra emerge la claridad de un trino.

Tambalean las sombras como un carro mortuorio
que desgaja a la ruta el collar de sus piedras;
e inexplicablemente crujen todas las cosas,
flexibles, como un arco palpitante de flechas.

Amor de cien mujeres no bastará a la angustia
que destila en mi sangre su ardoroso zumbido;
y si de hallar hubiera sostén a esa esperanza,
piadosa me sería la voz de un precipicio.

Volcó la luna sobre su piel el viento. Suave
fulguración de nieve resbala en los balcones;
y al suplicarle al sueño me aniquile, los pájaros
dispersan un manojo de luz en sus acordes.






en Defensa del ídolo, 1934










domingo, septiembre 21, 2008

“Desnuda”, de Roque Dalton






Amo tu desnudez
porque desnuda me bebes con los poros
como hace el agua cuando entre sus paredes me sumerjo.

Tu desnudez derriba con su calor los límites,
me abre todas las puertas para que te adivine,
me toma de la mano como un niño perdido
que en ti dejara quietas su edad y sus preguntas.

Tu piel dulce y salobre que respiro y que sorbo
pasa a ser mi universo, el credo que me nutre,
la aromática lámpara que alzo estando ciego
cuando junto a las sombras los deseos me ladran.

Cuando te desnudas con los ojos cerrados
cabes en una copa vecina de mi lengua,
cabes entre mis manos como el pan necesario,
cabes bajo mi cuerpo más cabal que su sombra.

El día en que te mueras te enterraré desnuda
para que limpio sea tu reparto en la tierra,
para poder besarte la piel en los caminos,
trenzarte en cada río los cabellos dispersos.

El día en que te mueras te enterraré desnuda
como cuando naciste de nuevo entre mis piernas.










sábado, septiembre 20, 2008

“Marilyn, la flor exótica”, de Guillermo Cabrera Infante







Conocía a Marilyn Monroe mucho antes de ser Marilyn Monroe”, me dijo Sam Shaw. “Ocurrió en la filmación de Viva Zapata!”. Sam Shaw fue el fotógrafo que hizo famosa a Marilyn con una sola foto y, con ella, se hizo famoso él mismo. Sam fue un gran fotógrafo (y no sólo de estrellas), pero era mejor persona: uno de los hombres más buenos y generosos que he conocido –un verdadero Uncle Sam-. Ya Marilyn Monroe había hecho Los años peligrosos (muchos lo fueron para ella) y estaba por filmar La jungla de asfalto, donde algunos la notaron más a ella que a la principal Jean Hagen. “Todos dicen que fue hecha por los estudios. Marilyn se hizo a sí misma”, me dijo Sam. “La operación plástica en su nariz fue idea suya. Ella no fue Kim Novak, inventada por la Columbia y su mandamás Harry Cohn”.

Pero The Asphalt Jungle fue producida por la Metro. Como curiosa simetría esta película fue dirigida por John Huston, quien la dirigió en su última aparición, Vidas rebeldes, cuyo título en inglés, The Misfits (Los contrahechos, en traducción literal), se podía muy bien aplicar a ella tanto como a su protagonista Montgomery Clift. Marilyn, según dijo Billy Wilder que la conocía bien, “era una original”. Lo que ella creía que lo debía a sus maestros Lee Strassberg y señora, sólo lo debía a su afán de llegar a ser una actriz seria. (¡Por favor!). “Marilyn”, según decía Billy Wilder, “era una gran comedianta pero una pobre actriz dramática”.

Esa filmación de Viva Zapata! la reunió con Sam Shaw. Sam había ido a fotografiar no sólo a Marlon Brando sino también a Anthony Quinn, que era su amigo íntimo. “Ella”, decía Sam, “resultaba un poco, cómo decirlo, desmesurada”. Para ser como había sido hasta hace poco modelo de fotografías, sus tetas se salían de las blusas y su culo era enorme. Después, cuando le llegó la fama, lo exhibía, lo movía y lo mostraba orgullosa. Marilyn no era deforme, sino todo lo contrario: muy bien formada, pero ella creaba lo que se dice el canon de la rubia que era demasiado. Tenía razón Sam. Marilyn Monroe pronto tuvo imitadoras. La más famosa y bella y misteriosa (mientras Marilyn era toda ella evidente) fue, por supuesto, Kim Novak. Pero esa es, de veras, otra historia.

Además la forma de caminar de Marilyn, como si estuviera muy segura de sus piernas pero no supiera caminar con tacones, se hizo evidente en Niagara. Luego todas las actrices de Hollywood que vinieron después, rubias o no, intentarían caminar como ella. “Pero Marilyn”, decía Sam, “fue el artículo genuino”. El artículo femenino, añado yo. Su persona, en el sentido de máscara, era toda suya, hasta la voz entre susurrante y sugestiva. Además Marilyn tenía un agudo sentido del humor, demostrado aun en esa manifestación impresa de la fama, la entrevista –que ella decía odiar-. Un periodista le preguntó qué se ponía para dormir y ella susurró: “La radio”. En otra ocasión le preguntaron cómo se vestía para acostarse y ella dijo: “Solamente Chanel número 5”. Su franqueza llegaba hasta la intimidad de su profesión. Durante la filmación de Bus Stop le dijeron que la llamaba a su oficina un rijoso jerarca y al acudir a la cita ella comentó a sus íntimos, “no se vayan, que vuelvo en seguida. Él no dura más de cinco minutos”.

La publicidad de Niagara llegó a compararla con la famosa caída de agua: MM “era un espectáculo natural”. Sólo que Marilyn aparecía en vibrantes colores y añadía a su melena rubia un vestido tan apretado que hace falta un topólogo para describirla.

Es precisamente en La tentación vive arriba en que Marilyn se convierte en la Monroe, diciendo cosas como aquella explicación de por qué guarda sus panties en la nevera, “es por la calor”, dice ella feminista y Jacinto Benavente le explica: “Es que el calor es masculino”. Aquí hay otras revelaciones que muestran el carácter y la compasión de Marilyn. Al salir de ver, acompañada por el triple feo de Tom Ewell, El monstruo de la Laguna Negra, se compadece de la suerte del monstruo “tan solo como está sin ninguna compañía”. (Como mi nieto Jacobito a quien le exhibí un video de King Kong y al acabar suspiró: “¡El pobre mono!”). Entrando en calor en la calle Marilyn tiene un encuentro memorable con el aparato de ventilación del subway, que expira un aire tibio como la noche. La Monroe lo encuentra delicioso (nosotros también) y se baña en esta invertida ducha seca, que le alza la falda para revelar sus piernas perfectas y Ewell y el espectador comprueban que ha sacado sus pantaloncitos, por lo menos, del refrigerador. Esta revelación de sus partes por el aire que sopla un Eolo subterráneo, nos convierte a todos en mirones deleitados. También muestra que Marilyn siempre está sofocada –cuando no está fogosa-. Como en Luces de Candilejas que se deja llevar por el viento (bochornoso por partida doble) cantando A Tropical Heat Wave, una ola de calor tropical, y más aún: ella queda en la zona tórrida. En Cómo casarse con un millonario está más refrescada, pero todavía tiene sofocos y aunque todos la miramos, ella no nos ve. O no nos ve bien: es una cegata que, al negarse a usar gafas, comete todos los gafes –y de paso enamora a más de uno-. (Entre ellos el espectador convertido en mirón). No es la pícara puritana sino la inocente que nos hace a todos culpables de escoptofilia, enfermedad muchas veces mortal –como Diana cazadora-. Es la diosa a quien Norman Mailer llamó “el ángel dulce del sexo”. Pero ella es Diana convertida por sus flechazos en Cupido. La Monroe está en nuestra mitología pero es más que un mito: es un icono.

Sam Shaw fue el culpable de haber convertido a Marilyn Monroe en mito y a la vez propagador del mito en la iconografía del siglo XX. Fue Sam el creador de Marilyn como imago mundi (la imagen del mundo) o por lo menos propagó su doble. Una réplica de veinte metros de altura colgaba ese verano fogoso por encima de los paseantes en Times Square, y se veía todavía en el septiembre ardiente cuando trató de calmarse la canícula con el aire acondicionado que no todos –como se ve en La tentación vive arriba– tenían en su casa.

Hoy Marilyn Monroe está muerta y Sam Shaw también, pero siempre tendremos la imagen en que ambos coincidieron una tarde de verano en Manhattan. Lo que Marilyn ofreció fue una pose, pero Sam Shaw la hizo, con su modestia de siempre, imperecedera. Ustedes como los voyeurs de ayer podrán verla inmarcesible. Si se mira bien se podrá discernir, entre el dulce viento y la amarga victoria del olvido, que Marilyn parece una flor exótica. Lo era cuando estaba viva, lo es todavía en su imagen: en la imagen que reveló Sam Shaw.





Fotografía: Sam Shaw










viernes, septiembre 19, 2008

"Al sur de la frontera, al oeste del sol", de Haruki Murakami

Fragmento




Al principio, como es habitual en dos niños de once o doce años de diferente sexo y que acaban de conocerse, nuestra relación fue poco fluida, incómoda. Pero en cuanto descubrimos que ambos éramos hijos únicos, nuestra conversación cobró de inmediato viveza e intimidad. Porque era la primera vez que tanto ella como yo conocíamos a otro hijo único. Así que empezamos a hablar con entusiasmo sobre lo que esa situación representaba. Teníamos mucho que decirnos al respecto. No sucedía todos los días, pero sí eran muchas las veces que volvíamos a casa andando. Y mientras recorríamos el trayecto de poco más de un kilómetro con lentitud (ella cojeaba y sólo podía andar despacio) hablábamos de todo. Así descubrimos que los dos teníamos muchas cosas en común. A ambos nos gustaba leer. Y escuchar música. A ambos nos encantaban los gatos. A ambos nos costaba expresar nuestros sentimientos. La lista de comidas que no nos gustaban era bastante larga. No nos importaba lo más mínimo estudiar las materias que nos interesaban, pero odiábamos a muerte las asignaturas que nos aburrían. Si alguna diferencia había entre nosotros era que Shimamoto se esforzaba mucho más que yo en protegerse a sí misma. Ella, aunque detestara una asignatura, la estudiaba con ahínco y sacaba notas bastante buenas; yo, no. Ella, aunque le dieran para comer algo que detestaba, se aguantaba y se lo comía todo; yo, no. En otras palabras, el muro de defensa que había levantado a su alrededor era mucho más alto y sólido que el mío. Pero el ser que se escondía detrás se me parecía de una manera asombrosa.

Enseguida me acostumbré a estar con ella a solas. Para mí era una experiencia nueva. A su lado no me sentía intranquilo, como me pasaba con las demás niñas. Me gustaba volver a casa con ella. Shimamoto cojeaba ligeramente de la pierna izquierda. A medio camino, a veces nos sentábamos en un banco del parque y descansábamos. Pero eso jamás me pareció una molestia. Al contrario, disfrutaba de aquel tiempo añadido.

Empezamos a pasar mucho tiempo juntos, aunque no recuerdo que nadie se riera de nosotros por ello. Entonces no caí en la cuenta, pero ahora incluso me extraña un poco. A esa edad, los niños suelen burlarse de las parejas de compañeros de diferente sexo que se llevan bien. Tal vez se debiera a la personalidad de Shimamoto. Había en ella algo que producía una ligera tensión en quienes se encontraban a su alrededor. La envolvía un aire que hacía pensar a los demás: «A esa niña no se le pueden decir estupideces». Incluso los profesores la trataban con miramiento. Tal vez se debiese a su cojera. En cualquier caso, todo el mundo parecía creer que no era propio burlarse de Shimamoto y a mí eso me favorecía.

A causa de su pierna coja, Shimamoto apenas asistía a clases de gimnasia. Cuando íbamos de excursión o a la montaña, se quedaba en casa. En verano tampoco venía al campamento de natación. Durante el festival de deportes anual, parecía sentirse un poco fuera de lugar. Pero, aparte de eso, llevaba una vida escolar de lo más normal. Apenas mencionaba su cojera. Que yo recuerde, no lo hizo ni una sola vez. Incluso cuando volvíamos juntos de la escuela, jamás la oí decir: «Me sabe mal hacerte andar tan despacio», ni nada por el estilo; tampoco en su rostro se traslucía esa preocupación. Pero yo sabía muy bien que le importaba y que, precisamente porque le importaba, jamás tocaba el tema. No le gustaba ir de visita a casa de los demás porque tenía que quitarse los zapatos en el recibidor. Sus zapatos derecho e izquierdo tenían diferente forma, el grosor de la suela era distinto, y odiaba que los demás se fijaran en ello. Creo que esos zapatos se los hacían a medida. Me di cuenta al ver cómo, al regresar a casa, se apresuraba a descalzarse y a guardarlos tan rápido como podía en el mueble zapatero.

En la sala de estar tenían un equipo estéreo último modelo y yo iba a menudo a su casa a escuchar música. Era un equipo magnífico. Sin embargo, la colección de discos de su padre no estaba en consonancia con tan maravilloso aparato y el número de elepés no pasaba de quince. Además, en su mayor parte, eran discos de música clásica ligera, para principiantes. Pero yo escuchaba una vez tras otra aquellos quince discos. De modo que, incluso ahora, recuerdo a la perfección cada una de sus notas.

Era Shimamoto quien se encargaba de poner la música. Sacaba los discos de la funda, los colocaba en el plato del tocadiscos sosteniéndolos entre ambas manos con cuidado de no tocar los surcos con los dedos y, tras limpiar el cabezal con un cepillito, hacía descender la aguja sobre el disco. Cuando acababan de sonar, los rociaba con un pulverizador para quitarles el polvo y los secaba con un paño de fieltro. Después los metía en la funda y los devolvía al lugar asignado en la estantería. Llevaba a cabo esta sucesión de acciones que le había enseñado su padre, una tras otra, con una expresión terriblemente seria. Entrecerraba los ojos, incluso contenía el aliento. Yo siempre contemplaba ese ritual sentado en el sofá. Cuando el disco se encontraba de nuevo en el estante, Shimamoto se volvía hacia mí y me dedicaba una pequeña sonrisa. Y yo cada vez pensaba lo mismo. Que no era un simple disco lo que Shimamoto tenía entre las manos, sino un frasco de cristal que encerraba una frágil alma humana.

En casa no teníamos ni tocadiscos ni discos. Mis padres no eran del tipo de personas al que le entusiasmase escuchar música. Así que yo siempre estaba en mi habitación pegado a una pequeña radio AM de plástico escuchando música. Rock and roll y cosas así. Sin embargo, no tardó en gustarme también la música clásica ligera que oía en casa de Shimamoto. Aquellas melodías me hablaban de «otro mundo», y lo que me atraía de aquel «otro mundo» era, quizá, que Shimamoto pertenecía a él. Así, dos veces por semana, nos sentábamos en el sofá y, mientras saboreábamos el té que nos había traído su madre, pasábamos la tarde escuchando las oberturas de Rossini, la Pastoral de Beethoven y Peer Gynt. Su madre siempre me acogía complacida. Se alegraba de que, después de cambiar de escuela, su hija hubiera hecho amigos tan pronto. Yo era, además, un niño muy formal e iba siempre correctamente vestido: eso debía de agradarle. No obstante, a decir verdad, ella a mí no me gustaba demasiado. No es que hubiera una razón concreta. Siempre era amable conmigo. Pero en su manera de hablar percibía una ligera irritación que me inquietaba.

De toda la colección de discos, mi preferido era el de los conciertos de piano de Liszt. El primero en una cara, el segundo en la otra. Las razones por las que me gustaba eran dos: que la funda del disco era preciosa; y que no conocía a nadie —exceptuando, por supuesto, a Shimamoto— que hubiera escuchado esos conciertos. Esto me producía una auténtica emoción. Yo conocía un mundo que los demás ignoraban. Sólo a mí me estaba permitido el acceso a un jardín secreto. Para mí, escuchar a Liszt representaba acceder a un plano superior de la existencia humana. Además era una música muy bella. Al principio, la encontraba exagerada, artificiosa y me sonaba un poco inconexa. Pero conforme la iba escuchando empezó a adquirir cohesión dentro de mi conciencia, al igual que va definiéndose poco a poco una imagen borrosa. Cuando escuchaba concentrado y con los ojos cerrados, podía ver cómo, del eco de esa música, nacían diversas espirales. Surgía una espiral y, de esa espiral, surgía otra distinta. Y la segunda espiral se entrelazaba con una tercera. Y esas espirales, vistas por supuesto con los ojos del presente, poseían una cualidad conceptual y abstracta. Lo que yo deseaba, más que nada en el mundo, era poder hablarle a Shimamoto de la existencia de esas espirales. Pero no era algo que pudiera contarse a otra persona con las palabras que yo usaba por entonces. Para expresarme con propiedad hubiera necesitado un lenguaje muy distinto, desconocido. Y ni siquiera sabía si lo que sentía era digno de ser expresado con palabras.










jueves, septiembre 18, 2008

“Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer”, de David Foster Wallace

Ithaca, Nueva York, 21 de febrero de 1962 - Claremont, California, 12 de septiembre de 2008




Fragmento



Probablemente tendría que darme cuenta de esta y ciertamente de otras señales de humillación inminente en el momento en que la niña se acerca mientras estoy simulando una partida imaginaria en que ambas partes emplean la defensa india de dama, me tira de la manga y me pregunta si quiero jugar. Me tira muy fuerte, me llama señor y pone unos ojos del tamaño de bandejas para bocadillos. En retrospectiva, se me ocurre que aquella niña era un poco demasiado alta para tener nueve años, tenía un aspecto fatigado, los hombros caídos, de una forma característica de chicas mucho mayores, una especie de mala postura mental. Por muy buena que fuera en el ajedrez, no era una niña feliz. No creo que entre ambas cosas haya una relación directa.

Deirdre coge una silla y me dice que habitualmente loe gusta jugar con las negras y me informa de que en muchas culturas el negro es tanático o mórbido, pero también es el equivalente espiritual de lo que representa el blanco en Estados Unidos y que en esas otras culturas el blanco es el color mórbido. Le digo que yo ya lo sé. Empezamos. Adelanto algunos peones y Deirdre saca un caballo. La madre de Deirdre mira la partida de pie desde detrás de la silla de la niña.* Al cabo de pocos segundos ya sé que odio a esta madre. Es como una especie de madre explotadora de estrella del ajedrez. Deirdre parece buena chica. He jugado antes con niños precoces y por lo menos Deirdre no grita ni sonríe con petulancia. En todo caso, parece un poco triste de que yo no le dé un poco más de juego.

Mi primer presentimiento de peligro viene en el cuarto movimiento, cuando hago un fianchetto y Deirdre se da cuenta de que lo que estoy haciendo es un fianchetto y usa el término de forma correcta llamándome nuevamente señor. La segunda señal ominosa es que no para de llevar la manita inconscientemente a un lado del tablero después de cada movimiento, señal de que ha jugado con reloj. Ella contraataca con una maniobra habilísima del caballo de rey, me atrapa la reina en el duodécimo movimiento y después de eso ya es mera cuestión de tiempo. No importa. Ni siquiera empecé a jugar al ajedrez hasta los veintimuchos. En el movimiento 17 tres personas desesperadamente ancianas y por lo visto emparentadas entre sí vienen tambaleándose y miran cómo sacrifico una torre y empieza la matanza verdadera. No importa. Ni Deirdre ni su repulsiva madre sonríen cuando se termina. Yo sonrío por todos. Ninguno de nosotros dice nada de volver a jugar mañana.






* Las únicas sillas de la biblioteca son unas sillas de cuero con brazos y asientos muy bajos, de manera que solamente la nariz y los ojos de Deirdre asoman por encima de la mesa mientras la tengo sentada delante, añadiendo un toque surrealista Kilroyiano a la humillación.










miércoles, septiembre 17, 2008

"Nadie es profeta en su espejo", de Jorge Díaz

Fragmento



ÉL.- Lo único que sé es que consigo molestarte.
ELLA.- ¡No sabes nada! ¡No tienes ni idea! ¡Eres un ingenuo! ¡Ni siquiera me has visto la cara que tengo debajo del maquillaje! Eres más que ingenuo: eres un estúpido.
ÉL.- Después de una hora de charla de algo me habré dado cuenta, ¿no?
ELLA.- ¡De nada! Soy yo la que te conoce... y muy bien, por cierto.
ÉL.- (Sarcástico) Ah, ya, volvemos a la intuición “femenina”.
ELLA.- (Seria, sin afectación gay) No, a donde tendremos que volver es a nuestra juventud.
ÉL.- (Irónico) ¿Y hasta dónde habrá que retroceder?
ELLA.- Invierno de 1968. Alameda a la altura de República.
ÉL.- No te entiendo.
ELLA.- Los guanacos nos meaban sin misericordia con su chorro helado, ¿recuerdas?
ÉL.- (Desconcertado) ¿Qué es lo que tengo que recordar?
ELLA.- A un melenudo, ciego de rabia, enfrentándose a los pacos. En forma suicida les arrojó un cóctel molotov a la cara.
ÉL.- ¿Quién era ese loco?
ELLA.- Tú. ¿Ya se te olvidó?
ÉL.- (Incómodo) Todos los días pasaban cosas así. Fue un año muy violento.
ELLA.- Ese día fue diferente.
ÉL.- ¿Por qué?
ELLA.- Los pacos te tenían rodeado. Mientras otros compañeros los hostigaban, alguien te sacó a la rastra entre el humo. El mismo que luego te llevó a su buhardilla de Bellavista.
ÉL.- Tuve que esconderme. Me habían fotografiado con la molotov en las manos y me andaban buscando. Luego supe que registraron mi casa.
ELLA.- No te buscaban sólo por la molotov, ¿no es cierto?
ÉL.- No, me buscaban por una expropiación.
ELLA.- Asalto a mano armada a los burgueses capitalistas dueños de la Avícola “El Pollo Nuestro”. Te libraste por un pelo.
ÉL.- Gracias a ese amigo que me escondió una semana en su pieza pude pasar a la clandestinidad. ¿Cómo se llamaba? ¿Te acuerdas?
ELLA.- José María.
ÉL.- No, no era José María.
ELLA.- Le llamaban Chema.
ÉL.- ¡Eso. El Chema! (Desconcertado) ¿Cómo sabes todo eso? ¿Tú también ibas a la Universidad?
ELLA.- No, nunca fui a la Universidad, a estudiar, quiero decir. Pero me gustaba ir a correr delante de los pacos, a hacer rayados, a reírme y a desahogarme. Nunca nadie me preguntó si era estudiante. Tenía amigos. Nos reuníamos en la Federación de Estudiantes.
ÉL.- Claro, allí se organizaban todos los despelotes. Chema me llevó varias noches disfrazado de cura. (Se ríe) Y él se disfrazaba de monja de la caridad. (ÉL se queda petrificado mirándola a ELLA) ¡Tú!
ELLA.- Entonces sólo me disfrazaba para escapar de las redadas.
ÉL.- (Asombrado) ¿Tú eres el Chema?
ELLA.- José María Torres, nacido en Valparaíso en plena celebración del Año Nuevo. Ya ves, desde que nací fui escandaloso.








Madrid, 1990








martes, septiembre 16, 2008

“La molicie”, de Julio Ramón Ribeyro







Mi compañero y yo luchábamos sistemáticamente contra la molicie. Sabíamos muy bien que ella era poderosa y que se adueñaba fácilmente de los espíritus de la casa. Habíamos observado cómo, agazapada, en las comidas fuertes, en los muelles sillones y hasta en las melodías lánguidas de los boleros, aprovechaba cualquier instante de flaqueza para tender sobre nosotros sus brazos tentadores y sutiles y envolvernos suavemente, como la emanación de un pebetero.

Había, pues, que estar en guardia contra sus asechanzas; había que estar a la expectativa de nuestras debilidades. Nuestra habitación estaba prevenida, diríase exorcizada contra ella. Habíamos atiborrado los estantes de libros, libros raros y preciosos que constantemente despertaban nuestra curiosidad y nos disponían al estudio. Habíamos coloreado las paredes con extraños dibujos que día a día renovábamos para tener siempre alguna novedad o, por lo menos, la ilusión de una perpetua mudanza. Yo pintaba espectros y animales prehistóricos, y mi compañero trazaba con el pincel transparentes y arbitrarias alegorías que constituían para mí un enigma indescifrable. Teníamos, por último, una pequeña radiola en la cual en momentos de sumo peligro poníamos cantigas gregorianas, sonatas clásicas o alguna fustigante pieza de jazz que comunicara a todo lo inerte una vibración de ballet.

A pesar de todas esas medidas no nos considerábamos enteramente seguros. Era a la hora de despertarnos, cuando las golondrinas (¿eran las golondrinas o las alondras?) nos marcaban el tiempo desde los tejados, el momento en que se iniciaba nuestra lucha. Nos provocaba correr la persiana, amortiguar la luz y quedarnos tendidos sobre las duras camas; dulcemente mecidos por el vaivén de las horas. Pero estimulándonos recíprocamente con gritos y consejos, saltábamos semidormidos de nuestros lechos y corríamos a través del corredor caldeado hasta la ducha, bajo cuya agua helada recibíamos la primera cura de emergencia. Ella nos permitía pasar la mañana con ciertas reservas, metidos entre nuestros libros y nuestras pinturas. A veces, cuando el calor no era muy intenso salíamos a dar un paseo entre las arboledas; viendo a la gente arrastrarse penosamente por las calzadas, huyendo también de la molicie, como nosotros. Después del almuerzo, sin embargo, sobrevenían las horas más difíciles y en las cuales la mayoría de nuestros compañeros sucumbían. Del comedor pasábamos al salón y embotados por la cuantiosa comida caíamos en los sillones. Allí pedíamos café, antes de que los ojos se nos cerraran, y gracias a su gusto amargo y tostado, febrilmente sorbido, podíamos pensar lo elemental para mantenernos vivos. Repetíamos el café, fumábamos, hojeábamos por centésima vez los diarios, hasta que la molicie hacía su ingreso por las tres grandes ventanas asoleadas. Poco a poco disminuía el ritmo de los coloquios; las partidas de ajedrez se suspendían, el humo iba desvaneciéndose, el radio sonaba perezosamente y muchos quedaban inmóviles en los sillones, un alfil en la mano, los ojos entrecerrados, la respiración sofocada, la sangre viciada por un terrible veneno. Entonces, mi compañero y yo huíamos torpemente por las escaleras y llegábamos exhaustos a nuestro cuarto, donde la cama nos recibía con los brazos abiertos y nos hacía brevemente suyos.

A esta hora, tal vez, fuimos en alguna oportunidad presas de la molicie. Recuerdo especialmente un día en que estuve tumbado hasta la hora de la merienda sin poder moverme, y más aún, hasta la hora de la cena, hora en que pude levantarme y arrastrarme hasta el comedor como un sonámbulo. Pero esto no volvió a repetirse por el momento. Aún éramos fuertes. Aún éramos capaces de rechazar todos los asaltos y llenar la tarde de lecturas comunes; de glosas y de disputas, muchas veces bizantinas, pero que tenían la virtud de mantener nuestra inteligencia alerta.

A veces, hartos de razonar, nos aproximábamos a la ventana que se abría sobre un gran patio, al cual los edificios volvían la intimidad de sus espaldas. Veíamos, entonces, que la molicie retozaba en el patio, bajo el resplandor del sol y, reptando por las paredes, hacía suyos los departamentos y las cosas. Por las ventanas abiertas veíamos hombres y mujeres desnudos, indolentemente estirados sobre los lechos blancos, abanicándose con periódico. A veces alguno de ellos se aproximaba a su ventana y miraba el patio y nos veía a nosotros. Luego de hacernos un gesto vago, que podía interpretarse como un signo de complicidad en el sufrimiento, regresaba a su lecho, bebía lentos jarros de agua y, envuelto en sus sábanas como en su sudario, proseguía su descomposición. Este cuadro al principio nos fortalecía porque revelaba en nosotros cierta superioridad. Mas, pronto aprendimos a ver en cada ventana como el reflejo anticipado de nuestro propio destino y huíamos de ese espectáculo como de un mal presagio. Habíamos visto sucumbir, uno por uno, a todos los desconocidos habitantes de aquellos pisos, sucumbir insensiblemente, casi con dulzura, o más bien, con voluptuosidad. Aun aquellos que ofrecieron resistencia —aquel, por ejemplo, que jugaba solitarios o aquel otro que tocaba la flauta— habían perecido estrepitosamente.

La poca gente que disponía de recursos —nosotros no estábamos en esa situación— se libraban de la molicie abandonando la ciudad. Cuando se produjeron los primeros casos improvisaron equipajes y huyeron hacia las sierras nevadas o hacia las playas frescas, latitudes en las cuales no podía sobrevivir el mal. Nosotros en cambio, teníamos que afrontar el peligro, esperando la llegada del otoño para que se extendiera su alfombra de hojas secas sobre los maleficios del estío. A veces, sin embargo, el otoño se retrasaba mucho, y cuando llegaban los primeros cierzos, la mayoría de nosotros estábamos incurablemente enfermos, completamente corrompidos para toda la vida.

Las siete de la noche era la hora más benigna. Diríase que la molicie hacia una tregua y abandonando provisoriamente la ciudad, reunía fuerzas en la pradera, preparándose para el asalto final. Este se producía después de la cena, a las once de la noche, cuando la brisa crepuscular había cesado y en el cielo brillaban estrellas implacablemente lúcidas. A esta hora eran también, sin embargo, múltiples las posibilidades de evasión. Los adinerados emigraban hacia los salones de fiesta en busca de las mujerzuelas para hallar, en el delirio, un remedio a su cansancio. Otros se hartaban de vino y regresaban ebrios en la madrugada, completamente insensibles a las sutilezas de la molicie. La mayoría, en cambio se refugiaba en los cinematógrafos del barrio, después de intoxicarse de café. Los preparativos para la incursión al cine eran siempre precedidos de una gran tensión, como si se tratara de una medida sanitaria. Se repasaban los listines, se discutían las películas y pronto salía la gran caravana cortando el aire espeso de la noche. Muchos, sin embargo, no tenían dinero ni para eso y mendigaban plañideramente una invitación, o la exigían con amenazas a las que eran conducidos fácilmente por el peligro en que se hallaban. En las incómodas butacas veíamos tres o cuatro cintas consecutivas, con un interés excesivo, y que en otras circunstancias no tendría explicación. Nos reíamos de los malos chistes, estábamos a punto de llorar en las escenas melodramáticas, nos apasionábamos con héroes imaginarios y había en el fondo de todo ello como una cruel necesidad y una común hipocresía. A la salida frecuentábamos paseos solitarios, aromados por perfumes fuertes, y esperábamos en peripatéticas charlas que el alba plantara su estandarte de luz en el oriente, signo indudable de que la molicie se declaraba vencida en aquella jornada.

Al promediar la estación la lucha se hizo insostenible. Sobrevinieron unos días opacos, con un cielo gris cerrado sobre nosotros como una campana neumática. No corría un aliento de aire y el tiempo detenido husmeaba sórdidamente entre las cosas. En estos días, mi compañero y yo, comprendimos la vanidad de todos nuestros esfuerzos. De nada nos valían ya los libros, ni las pinturas, ni los silogismos, porque ellos a su vez estaban contaminados. Comprendimos que la molicie era como una enfermedad cósmica que atacaba hasta a los seres inorgánicos, que se infiltraba hasta en las entidades abstractas, dándoles una blanda apariencia de cosas vivas e inútiles. La residencia, piso por piso, había ido cediendo sus posiciones. La planta inferior, ocupada por la despensa y la carbonería, fue la primera en suspender la lucha. Las materias corruptibles que guardaba —pilas de carbón vegetal, víveres malolientes— fueron presas fáciles del mal. Luego el mal fue subiendo, inflexiblemente, como una densa marea que sepultara ciudades y suspendiera cadáveres. Nosotros, que ocupábamos el último piso, organizamos una encarnizada resistencia. Nuestro reducto fue un pequeño y anónimo cantar de gesta. Abriendo los grifos dejamos correr el agua por los pasillos e infiltrarse en las habitaciones. En una heroica salida regresamos cargados de frutas tropicales y de palmas, para morder la pulpa jugosa o abanicarnos con las hojas verdes. Pero pronto el agua se recalentó, las palmas se secaron y de las frutas sólo quedaron los corazones oxidados. Entonces, desplomándonos en nuestras camas, oyendo cómo nuestro sudor rebotaba sobre las baldosas, decidimos nuestra capitulación. Al principio llevamos la cuenta de las horas (un campanario repicaba cansadamente muy cerca nuestro, ¿quién lo tañería?), la cuenta de los días, pero pronto perdimos toda noción del tiempo. Vivíamos en un estado de somnolencia torpe, de embrutecimiento progresivo. No podíamos proferir una sola palabra. Nos era imposible hilvanar un pensamiento. Éramos fardos de materia viva, desposeídos de toda humanidad.

¿Cuánto tiempo duraría aquel estado? No lo sé, no podría decirlo. Sólo recuerdo aquella mañana en que fuimos removidos de nuestros lechos por un gigantesco estampido que conmovió a toda la ciudad. Nuestra sensibilidad, agudizada por aquel impacto, quedó un instante alerta. Entonces sobrevino un gran silencio, luego una ráfaga de aire fresco abrió de par en par las ventanas y unas gotas de agua motearon los cristales. La atmósfera de toda la habitación se renovó en un momento y un saludable olor de tierra humedecida nos arrastró hacia la ventana. Entonces vimos que llovía copiosa, consoladoramente. También vimos que los árboles habían amarilleado y que la primera hoja dorada se desprendía y después de un breve vals tocaba la tierra. A este contacto —un dedo en llaga gigantesca— la tierra despertó con un estertor de inmenso y contagioso júbilo, como un animal después de un largo sueño, y nosotros mismos nos sentimos partícipes de aquel renacimiento y nos abrazamos alegremente sobre el dintel de la ventana, recibiendo en el rostro las húmedas gotas del otoño.







Madrid, 1953










lunes, septiembre 15, 2008

"Eloy", de Carlos Droguett

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Es en la noche, hacia la medianoche tal vez, en medio del campo, está despierto, completamente despierto y seguro de sí mismo, tiene una larga vida por delante, le extraía que hayan venido tantos y piensa que eso mismo es de buen augurio. Cuando vengan para matarme, vendrá uno solo, algún amigo traicionero, un pariente de la Rosa, Sangüesa tal vez, el feroz y cobarde Sangüesa, me buscará cuando yo esté dormido. Se sonreía a solas acordándose, sentado en el suelo, atisbando la noche húmeda y luminosa y acariciando su carabina. La tenía sobre las piernas cruzadas y pasaba la mano despaciosamente por el cañón, acariciaba con suavidad, con una firme y casi hiriente suavidad el cuerpo, la madera, la dura y tensa y firme y suave y salvaje madera de la carabina, como un pescuezo de caballo siempre apegado a sus manos, listo para ir a posarse bajo su brazo, como aquella vez, después, que había saltado por la ventana y adentro, muy adentro, más allá de los innumerables pasadizos y de los rincones solitarios y extensos y de las arboledas lúgubres y húmedas, impregnadas de viento y del agua de la laguna, en la que flotaba ahogado un pantalón de niño y a él se le apegaba el llanto, los gritos, esas lágrimas ribeteadas de sangre que él adivinaba, aunque no había visto, pero es que hay gritos llenos de sangre, horrorosos, desagradables que dan miedo, pensaba mientras había saltado por la ventana y sentía el sudor frío y la carabina agarrada en su mano izquierda le daba miedo al mismo tiempo un poco de seguridad y miedo, porque siempre se enredaba en alguna parte, en el postigo, en los zapatos del viejo, viejo desgraciado tan cobarde, se afligía corriendo despacio bajo los árboles, lloriqueaba como un niño, tenia la cara asustada de un huaina cualquiera, del Toño si estuviera conmigo ahora, del hijo de la Rosa, cuando él en las madrugadas estaba limpiando, precisamente, la carabina y se bajaba de la cama y se metía bajo ella y arrastraba el cajón y trajinando encontraba el bolsón con las balas y bostezando , bostezando de sueño el pobrecito desparramaba las balas en el suelo y con el ruido que hacían se despertaba la Rosa y encendía la vela y la levantaba en la mano paseando la palmatoria por el aire para buscarlos.

Toño, Toño, gritaba asustada y el Toño, asustado también, no contestaba y tenía entre las piernas un montón de balas y él cargaba la carabina en silencio y sonaban como huesitos los fuelles y, entonces, como la Rosa estaba siempre sentada en la cama y había dejado encendida la vela en el suelo y miraba llena de horror de cansancio y miedo y presagios al Toño y lo miraba sobre todo a él, me estás mirando lleno de hoyitos lleno de sangre, Rosa, Rosa, no me mires así, le gritaba y alzaba la carabina para asustarla y se reía en lo oscuro y el Toño le pasaba un montón de balas y se reía con miedo y él gritaba llenos de risa los gritos, Rosa, Rosa, te voy a matar la garganta, y ella se quedaba tiesa sentada en la cama y como muerta, me estás mirando lleno de sangre, crees que los agentes me van a matar, eso crees tú, Rosa, le decía, y el Toño se arrastraba hacia la cama y cogía la palmatoria del suelo y la levantaba, él lo comprendía y se lo agradecía, la levantaba bastante como para que él pudiera tener toda la luz que le iluminara los pechos de la Rosa, su bonita cara tostada, sus ojos hundidos en las ojeras que te he hecho pacientemente noche a noche de tanto quererte y llamarte y meterte miedo labrando mi amor como una tablita. Te voy a matar, le gritaba, y entonces, el Toño le decía, riendo de pie en la oscuridad: Mátala, mátala, bonito, Eloy, y él disparaba justo para que la bala se llevara por delante un trozo iluminado de la vela y el Toño lloraba asustado en la oscuridad y la Rosa gritaba verdaderamente temerosa, no grites tanto por Dios, chillaba él, desilusionado ahora, lleno de desencanto y de tristeza y se sentía nervioso y nadie sabría nunca cuánto los quería a los dos, al mocoso y a la Rosa, porque ahora mismo se hubiera sentido más seguro si los hubiera tenido a su lado, durmiendo ahí en la cama, tal vez llorando de miedo y mirándolo a él sentado en el suelo, fumando en las tinieblas, atisbando la noche por la ventana abierta.









1967








domingo, septiembre 14, 2008

"Poeta chino en Barcelona", de Roberto Bolaño






U
n poeta chino piensa alrededor
de una palabra sin llegar a tocarla,
sin llegar a mirarla, sin
llegar a representarla.
Detrás del poeta hay montañas
amarillas y secas barridas por
el viento,
ocasionales lluvias,
restaurantes baratos,
nubes blancas que se fragmentan.






en La universidad desconocida, 2007










sábado, septiembre 13, 2008

Entrevista a Claudio Arrau, de Waldemar Verdugo Fuentes

Extractos





Mi trabajo musical -dice Arrau- no es más que la forma mía de vivir, de expresarme en esta época exacta que me ha tocado vivir. Una equivocada interpretación del hecho artístico se encuentra impregnada en muchas experiencias actuales, error que nos ha hecho olvidar esa segunda vida del arte, ese camino que recorre la conciencia y la memoria de los hombres y del cual el arte mismo se ha alimentado primariamente. Una figura musical que no sea una idea que pueda volver a nosotros no pertenece verdaderamente al mundo del arte. Y es éste segundo momento el que inspira cada una de mis presentaciones. Creo que la música es comprendida cuando es escuchada, pero no seguirá viva si no tiene el poder de continuar, de seguir manteniendo vivo su espíritu en aquél a quien va destinada, aquél que la busca. Gozar una obra de Brahms, por ejemplo, o un momento de la misma, es un instante preciso en que se hace perfecto el círculo artístico: es la vigencia del arte a través de la memoria que le proporciona esta segunda vida, aquella que en música se intenta revivir de varias formas, yo por medio de mi piano, como otro lo hace interpretando una ópera o dirijiendo una sinfonía.
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No basta dominar la técnica, es necesario comprender y traducir, de manera personal, los sentimientos que los grandes compositores han plasmado en sus obras.
...
Como mi trabajo lo exige, tenía muchos problemas para viajar entre un país y otro. Cuando subió Salvador Allende al poder en nuestro país, esto se hizo intolerable. Luego, con los militares las cosas continuaron igual, si no peor. Largas esperas para conseguir visas, suspicacias...y ya no estoy en edad para esas diferencias políticas tan ajenas a mí. Había países en los cuales ya no podía trabajar porque simplemente nos negaban visa a los chilenos, era muy desagradable y además implicaba causar molestias a quienes me rodean; no era justo que por un pasaporte no pudiera trabajar en lugares donde me ofrecían trabajo.

Me duele mucho que en Chile se piense que he cometido una traición, y espero ir personalmente a dar una explicación, y decirles que no se debe pensar que soy un mal chileno porque no es así; pues si ahora viajo con un pasaporte norteamericano es porque mi tiempo es corto, y no me puedo dar el lujo de esperar por una visa días y días; pero mi corazón siempre está en mi país. Debes decir a mi gente que, si bien he vivido muy poco en Chile, en verdad nunca he salido de allá, porque mi corazón siempre permanece en mi tierra. Por eso, en mis programas siempre se dice que soy chileno, del Sur, de Chillán. Lo otro es circunstancial y así debe entenderse. Soy de Chile y a mi país brindo espiritualmente cada una de mis presentaciones, esté donde esté.

Los ciclos pianísticos de Arrau se han hecho tradicionales en toda Europa. Y en verdad se le considera el más celebrado intérprete de Beethoven que ha tenido nuestra época: ha tocado sus 32 sonatas y sus 5 conciertos más veces que nadie en la historia. En 1935 fue el primero en interpretar las obras completas para teclado de Bach, a lo largo de doce recitales. En temporadas subsiguientes comenzó con los ciclos completos de sonatas para piano en que incluyó, de manera integral, las de Mozart, Schubert y Weber. Ya en 1941, durante un concierto ofrecido en el Carnegie Hall de New York, se le proclamó uno de los tres pianistas más completos del mundo (los otros dos son el ruso Ashkenzv y Rubinstein) y el único que se mantiene vigente. Actualidad que se le reconoce por su intacto virtuosismo en el teclado, porque la calidad de sus interpretaciones ha ido en constante aumento, lo que le ha obligado a dejar cierto tiempo cada año para actualizar su discografía, que sería muy difícil enumerar en su totalidad.

Hace poco interpretó la difícil sonata "Dante" de Liszt, en el Avery Fisher Hall y, al concluir, las gargantas de tres mil espectadores quedaron como paralizadas un instante, para luego estallar en aclamaciones que ningún otro artista había recibido en la afamada sala. Arrau salió a dar las gracias una y otra vez, pero no volvió a sentarse al piano, pues en sus conciertos nunca hay encores. Es un hombre disciplinado que da a la música y al público la parte más importante de sí mismo, sin improvisaciones, lo que hace cada una de sus presentaciones exactamente como están programadas, siempre preciso, que afirman su compromiso declarado con la época que le ha tocado vivir, "en que es necesario mantener un orden para atacar el desorden", según explica:

Creo que todos aquellos que nos movemos en círculos del intelecto -nos dice-, gentes que se preocupan de ideas, de reminiscencias de pasado, de explicaciones del presente y de simulacros de un utópico futuro, científicos y artistas, sacerdotes y catedráticos, vivimos en un mundo que no pasa por su mejor momento: las ideas y los hombres son atropellados injustamente. Y pienso que este atropello es súbito de las ideas, por lo cual debe existir un compromiso entre el público y el artista por el bien de ambos. La peor marginación a que se puede someter a un hombre es frenarle su espíritu, quitarle su libertad. Acción ante la cual yo no puedo permanecer impávido, por eso te la menciono.

A usted le han entrevistado en todas partes, ¿qué preguntas son las más frecuentes?
Es común que me hagan preguntas que no tienen una respuesta precisa: ¿por qué interpreto música?, ¿por qué el piano?...hay preguntas para las cuales no existe una respuesta exacta, determinada. Creo que el fenómeno musical no tiene explicación porque la música es un arte, y el arte es perfectamente misterioso, indefinible. Los intérpretes musicales, como los escritores o los escultores, podemos hablar de música, literatura o escultura más bien en términos técnicos, y esto dentro de ciertos círculos; podemos denunciar tal o cuál hallazgo, acierto o desacierto, pero no podemos explicar el misterio...Yo interpreto por una necesidad de expresar la música que me inspira, por un deseo consciente de expresar aquella partitura que mi piano anima, no tengo otra explicación.

¿Influye su estado de ánimo cuando ofrece un recital?
Mi estado psíquico al iniciar la interpretación no siempre es grato. Cada vez, y durante estos ya tantos años ante el teclado, me debo enfrentar a un fenómeno de disposición, al eterno problema de decidir mi estado de ánimo para cumplir el propósito de servir como vehículo a una intención más alta que mi ánimo mismo.

¿Nunca pensó en componer su propia música?
Claro que lo pensé, pero toma tiempo y hubiera significado ofrecer menos conciertos. Además, existiendo música tan bella, ¿para qué competir con ella, pudiendo mejor interpretarla y ser feliz recreándola lo mejor que puedo?

El hecho de tocar casi siempre solo, ¿le ha hecho más individualista?
Gracias a Dios que soy individualista a la hora de tocar. Cuando doy conciertos solo, que es casi siempre, tengo que decidir mis propias formas de crear arte, lo que es un desafío constante, y muy incentivador por cierto. Pero en la vida fuera del escenario soy lo menos individualista que se pueda ser.

Usted ha dicho que ser artista es tan difícil como ser santo, ¿por qué?
Para ser santo hay que renunciar a uno mismo y entregarse a Dios. Para ser artista hay que renunciar a uno mismo y entregarse al arte y, si se es creyente, entregarse a Dios también.

¿Usted es creyente?
Sí. Francamente dudo que alguien que haya nacido en un lugar como el Sur de Chile deje de ser creyente. La belleza del lugar a uno lo obliga a creer en un orden superior.

¿De qué manera siente usted que con su piano se relaciona con Dios?
Yo me entrego a Dios no como artista solamente, lo hago como ser humano, o sea en todos los momentos de mi vida, en el escenario y fuera de escena. Entonces me relaciono en todo momento naturalmente con Dios, porque ésa es la actitud de mi corazón.

La aureola de suficiencia de la que algunos artistas se rodean, obviamente, usted no la practica.
Es que esa aureola que tú mencionas la encuentro falsa, y es común en este medio, pero la encuentro tan fuera de lugar...yo no la necesito, me molestaría envanecerme, ser así, "creído", como decimos en Chile. El hombre tiene demasiado qué buscar en sí mismo, en su propio interior, mucho antes de considerar que es alguien de verdad".









Entrevista publicada en Vogue, 1984.