Fragmento de La Fanfarlo

Samuel Cramer, que en el pasado firmó con el nombre de Manuela de Monteverde algunas locuras románticas –en los buenos tiempos del Romanticismo-, es el producto contradictorio de un pálido alemán y de una oscura chilena. Agregue a este doble origen una educación francesa y una cultura literaria, y estará usted menos sorprendido –cuando no satisfecho y edificado- por las extrañas complicaciones de su carácter.
Samuel tiene la frente pura y noble, los ojos brillantes como gotas de café, la nariz atrevida y burlona, los labios impúdicos y sensuales, el mentón cuadrado y déspota, la cabellera pretenciosamente rafaelesca. Es a la vez un gran haragán, un ambicioso triste y un ilustre desdichado, pues en toda su vida no ha tenido sino mitades de ideas. El sol de la pereza, que resplandece sin cesar en su interior, evapora y carcome esa mitad de genio con que el cielo lo ha dotado.
Entre todos esos grandes hombres a medias que he conocido en esta terrible vida parisina, Samuel fue, más que ningún otro, el hombre de las grandes obras fallidas. Criatura enfermiza y extravagante, su poesía resplandece mucho más en su persona que en sus obras; y que, hacia la una de la mañana, entre el resplandor de un fuego de carbón encendido y el tic-tac de un reloj, se me ha aparecido siempre como el dios de la impotencia –dios moderno y hermafrodita-, impotencia tan colosal y enorme que llega a ser épica.
1847
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