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En vano imploro al sueño el frescor de sus aguas.
¡Auriga de la noche! (¿Quién llora a los perdidos?).
Vuelva la luna sobre su piel el viento, mientras
que de la sombra emerge la claridad de un trino.
Tambalean las sombras como un carro mortuorio
que desgaja a la ruta el collar de sus piedras;
e inexplicablemente crujen todas las cosas,
flexibles, como un arco palpitante de flechas.
Amor de cien mujeres no bastará a la angustia
que destila en mi sangre su ardoroso zumbido;
y si de hallar hubiera sostén a esa esperanza,
piadosa me sería la voz de un precipicio.
Volcó la luna sobre su piel el viento. Suave
fulguración de nieve resbala en los balcones;
y al suplicarle al sueño me aniquile, los pájaros
dispersan un manojo de luz en sus acordes.
en Defensa del ídolo, 1934
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