jueves, septiembre 18, 2008

“Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer”, de David Foster Wallace

Ithaca, Nueva York, 21 de febrero de 1962 - Claremont, California, 12 de septiembre de 2008




Fragmento



Probablemente tendría que darme cuenta de esta y ciertamente de otras señales de humillación inminente en el momento en que la niña se acerca mientras estoy simulando una partida imaginaria en que ambas partes emplean la defensa india de dama, me tira de la manga y me pregunta si quiero jugar. Me tira muy fuerte, me llama señor y pone unos ojos del tamaño de bandejas para bocadillos. En retrospectiva, se me ocurre que aquella niña era un poco demasiado alta para tener nueve años, tenía un aspecto fatigado, los hombros caídos, de una forma característica de chicas mucho mayores, una especie de mala postura mental. Por muy buena que fuera en el ajedrez, no era una niña feliz. No creo que entre ambas cosas haya una relación directa.

Deirdre coge una silla y me dice que habitualmente loe gusta jugar con las negras y me informa de que en muchas culturas el negro es tanático o mórbido, pero también es el equivalente espiritual de lo que representa el blanco en Estados Unidos y que en esas otras culturas el blanco es el color mórbido. Le digo que yo ya lo sé. Empezamos. Adelanto algunos peones y Deirdre saca un caballo. La madre de Deirdre mira la partida de pie desde detrás de la silla de la niña.* Al cabo de pocos segundos ya sé que odio a esta madre. Es como una especie de madre explotadora de estrella del ajedrez. Deirdre parece buena chica. He jugado antes con niños precoces y por lo menos Deirdre no grita ni sonríe con petulancia. En todo caso, parece un poco triste de que yo no le dé un poco más de juego.

Mi primer presentimiento de peligro viene en el cuarto movimiento, cuando hago un fianchetto y Deirdre se da cuenta de que lo que estoy haciendo es un fianchetto y usa el término de forma correcta llamándome nuevamente señor. La segunda señal ominosa es que no para de llevar la manita inconscientemente a un lado del tablero después de cada movimiento, señal de que ha jugado con reloj. Ella contraataca con una maniobra habilísima del caballo de rey, me atrapa la reina en el duodécimo movimiento y después de eso ya es mera cuestión de tiempo. No importa. Ni siquiera empecé a jugar al ajedrez hasta los veintimuchos. En el movimiento 17 tres personas desesperadamente ancianas y por lo visto emparentadas entre sí vienen tambaleándose y miran cómo sacrifico una torre y empieza la matanza verdadera. No importa. Ni Deirdre ni su repulsiva madre sonríen cuando se termina. Yo sonrío por todos. Ninguno de nosotros dice nada de volver a jugar mañana.






* Las únicas sillas de la biblioteca son unas sillas de cuero con brazos y asientos muy bajos, de manera que solamente la nariz y los ojos de Deirdre asoman por encima de la mesa mientras la tengo sentada delante, añadiendo un toque surrealista Kilroyiano a la humillación.










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