viernes, septiembre 19, 2008

"Al sur de la frontera, al oeste del sol", de Haruki Murakami

Fragmento




Al principio, como es habitual en dos niños de once o doce años de diferente sexo y que acaban de conocerse, nuestra relación fue poco fluida, incómoda. Pero en cuanto descubrimos que ambos éramos hijos únicos, nuestra conversación cobró de inmediato viveza e intimidad. Porque era la primera vez que tanto ella como yo conocíamos a otro hijo único. Así que empezamos a hablar con entusiasmo sobre lo que esa situación representaba. Teníamos mucho que decirnos al respecto. No sucedía todos los días, pero sí eran muchas las veces que volvíamos a casa andando. Y mientras recorríamos el trayecto de poco más de un kilómetro con lentitud (ella cojeaba y sólo podía andar despacio) hablábamos de todo. Así descubrimos que los dos teníamos muchas cosas en común. A ambos nos gustaba leer. Y escuchar música. A ambos nos encantaban los gatos. A ambos nos costaba expresar nuestros sentimientos. La lista de comidas que no nos gustaban era bastante larga. No nos importaba lo más mínimo estudiar las materias que nos interesaban, pero odiábamos a muerte las asignaturas que nos aburrían. Si alguna diferencia había entre nosotros era que Shimamoto se esforzaba mucho más que yo en protegerse a sí misma. Ella, aunque detestara una asignatura, la estudiaba con ahínco y sacaba notas bastante buenas; yo, no. Ella, aunque le dieran para comer algo que detestaba, se aguantaba y se lo comía todo; yo, no. En otras palabras, el muro de defensa que había levantado a su alrededor era mucho más alto y sólido que el mío. Pero el ser que se escondía detrás se me parecía de una manera asombrosa.

Enseguida me acostumbré a estar con ella a solas. Para mí era una experiencia nueva. A su lado no me sentía intranquilo, como me pasaba con las demás niñas. Me gustaba volver a casa con ella. Shimamoto cojeaba ligeramente de la pierna izquierda. A medio camino, a veces nos sentábamos en un banco del parque y descansábamos. Pero eso jamás me pareció una molestia. Al contrario, disfrutaba de aquel tiempo añadido.

Empezamos a pasar mucho tiempo juntos, aunque no recuerdo que nadie se riera de nosotros por ello. Entonces no caí en la cuenta, pero ahora incluso me extraña un poco. A esa edad, los niños suelen burlarse de las parejas de compañeros de diferente sexo que se llevan bien. Tal vez se debiera a la personalidad de Shimamoto. Había en ella algo que producía una ligera tensión en quienes se encontraban a su alrededor. La envolvía un aire que hacía pensar a los demás: «A esa niña no se le pueden decir estupideces». Incluso los profesores la trataban con miramiento. Tal vez se debiese a su cojera. En cualquier caso, todo el mundo parecía creer que no era propio burlarse de Shimamoto y a mí eso me favorecía.

A causa de su pierna coja, Shimamoto apenas asistía a clases de gimnasia. Cuando íbamos de excursión o a la montaña, se quedaba en casa. En verano tampoco venía al campamento de natación. Durante el festival de deportes anual, parecía sentirse un poco fuera de lugar. Pero, aparte de eso, llevaba una vida escolar de lo más normal. Apenas mencionaba su cojera. Que yo recuerde, no lo hizo ni una sola vez. Incluso cuando volvíamos juntos de la escuela, jamás la oí decir: «Me sabe mal hacerte andar tan despacio», ni nada por el estilo; tampoco en su rostro se traslucía esa preocupación. Pero yo sabía muy bien que le importaba y que, precisamente porque le importaba, jamás tocaba el tema. No le gustaba ir de visita a casa de los demás porque tenía que quitarse los zapatos en el recibidor. Sus zapatos derecho e izquierdo tenían diferente forma, el grosor de la suela era distinto, y odiaba que los demás se fijaran en ello. Creo que esos zapatos se los hacían a medida. Me di cuenta al ver cómo, al regresar a casa, se apresuraba a descalzarse y a guardarlos tan rápido como podía en el mueble zapatero.

En la sala de estar tenían un equipo estéreo último modelo y yo iba a menudo a su casa a escuchar música. Era un equipo magnífico. Sin embargo, la colección de discos de su padre no estaba en consonancia con tan maravilloso aparato y el número de elepés no pasaba de quince. Además, en su mayor parte, eran discos de música clásica ligera, para principiantes. Pero yo escuchaba una vez tras otra aquellos quince discos. De modo que, incluso ahora, recuerdo a la perfección cada una de sus notas.

Era Shimamoto quien se encargaba de poner la música. Sacaba los discos de la funda, los colocaba en el plato del tocadiscos sosteniéndolos entre ambas manos con cuidado de no tocar los surcos con los dedos y, tras limpiar el cabezal con un cepillito, hacía descender la aguja sobre el disco. Cuando acababan de sonar, los rociaba con un pulverizador para quitarles el polvo y los secaba con un paño de fieltro. Después los metía en la funda y los devolvía al lugar asignado en la estantería. Llevaba a cabo esta sucesión de acciones que le había enseñado su padre, una tras otra, con una expresión terriblemente seria. Entrecerraba los ojos, incluso contenía el aliento. Yo siempre contemplaba ese ritual sentado en el sofá. Cuando el disco se encontraba de nuevo en el estante, Shimamoto se volvía hacia mí y me dedicaba una pequeña sonrisa. Y yo cada vez pensaba lo mismo. Que no era un simple disco lo que Shimamoto tenía entre las manos, sino un frasco de cristal que encerraba una frágil alma humana.

En casa no teníamos ni tocadiscos ni discos. Mis padres no eran del tipo de personas al que le entusiasmase escuchar música. Así que yo siempre estaba en mi habitación pegado a una pequeña radio AM de plástico escuchando música. Rock and roll y cosas así. Sin embargo, no tardó en gustarme también la música clásica ligera que oía en casa de Shimamoto. Aquellas melodías me hablaban de «otro mundo», y lo que me atraía de aquel «otro mundo» era, quizá, que Shimamoto pertenecía a él. Así, dos veces por semana, nos sentábamos en el sofá y, mientras saboreábamos el té que nos había traído su madre, pasábamos la tarde escuchando las oberturas de Rossini, la Pastoral de Beethoven y Peer Gynt. Su madre siempre me acogía complacida. Se alegraba de que, después de cambiar de escuela, su hija hubiera hecho amigos tan pronto. Yo era, además, un niño muy formal e iba siempre correctamente vestido: eso debía de agradarle. No obstante, a decir verdad, ella a mí no me gustaba demasiado. No es que hubiera una razón concreta. Siempre era amable conmigo. Pero en su manera de hablar percibía una ligera irritación que me inquietaba.

De toda la colección de discos, mi preferido era el de los conciertos de piano de Liszt. El primero en una cara, el segundo en la otra. Las razones por las que me gustaba eran dos: que la funda del disco era preciosa; y que no conocía a nadie —exceptuando, por supuesto, a Shimamoto— que hubiera escuchado esos conciertos. Esto me producía una auténtica emoción. Yo conocía un mundo que los demás ignoraban. Sólo a mí me estaba permitido el acceso a un jardín secreto. Para mí, escuchar a Liszt representaba acceder a un plano superior de la existencia humana. Además era una música muy bella. Al principio, la encontraba exagerada, artificiosa y me sonaba un poco inconexa. Pero conforme la iba escuchando empezó a adquirir cohesión dentro de mi conciencia, al igual que va definiéndose poco a poco una imagen borrosa. Cuando escuchaba concentrado y con los ojos cerrados, podía ver cómo, del eco de esa música, nacían diversas espirales. Surgía una espiral y, de esa espiral, surgía otra distinta. Y la segunda espiral se entrelazaba con una tercera. Y esas espirales, vistas por supuesto con los ojos del presente, poseían una cualidad conceptual y abstracta. Lo que yo deseaba, más que nada en el mundo, era poder hablarle a Shimamoto de la existencia de esas espirales. Pero no era algo que pudiera contarse a otra persona con las palabras que yo usaba por entonces. Para expresarme con propiedad hubiera necesitado un lenguaje muy distinto, desconocido. Y ni siquiera sabía si lo que sentía era digno de ser expresado con palabras.










1 comentario:

Vivi Geeregat dijo...

Qué buen cuento escogiste,Carlomagno; tan transparente, me gustó.

Un abrazo
desde el punto cardinal de siempre



p.d: ¿quedaste de casero?