martes, agosto 30, 2022

“Metástasis de la ciudad”, de Yanko González Cangas





a Los Buenos Días de omar lara

 

 

Arrodillado en el frontis

(y en la mitad una soga)

me puse un día una ciudad.

 

Podados los postes la abotono

y refriego con la uña.

Una mancha de humedad

 

(y en la mitad una soga).

Frecuento algunos claros

            donde

escaleras ladeadas cosen

dos orillas.

Hace frío mucho que hace frío

y acurrucado no luzco bien.

En la costanera se detiene mi foto

(y en la mitad una soga).

Se ha esparcido mi mal

por su trazado he repetido.

 

Hay una lluvia intensa.

No he pensado.

Hace mucho que no pienso

 

y.




en Metales pesados, 2016




























lunes, agosto 29, 2022

“La santa explota en dádivas”, de Rosabetty Muñoz





La santa explota en dádivas

el día de su consagración definitiva.

Henchida de gozo,

le brotan dones

se deshace en amor.

Nosotros los pobrecitos

            agrupados

a la sombra de su extensión

para recibir los excesos.

Y ella, enrojecida,

en los segundos anteriores

presenta la fusión

con el rey de sus amores.

Se prodiga

en un derrame obsequioso

para regar las poblaciones

            incluso

este oscuro pueblo de la patria.




en La santa, historia de su elevación, 1998


























domingo, agosto 28, 2022

«Revientacaballos», de Eleonora González Capria

Cinco poemas






CANADÁ


Me imaginaba todos los días
hembra o macho si pardo o negro
con o sin crías manso
me imaginaba muerta.
Salí siempre a las horas avisadas
de luz pálida y sombra larga
sola en silencio de abeja y arándano
lleno el bolsillo con las entrañas frescas de los peces.

Hablaban todo el tiempo de la manada de lobos
que en el pueblo había cazado un alce
ahí sobre el puente, la carne que tembló
hasta quedarse quieta y los autos que pasaban.
Alguien lo había filmado y después lo vieron,
se oía claro el grito, clara la súplica.

En el bosque después del incendio
seguía latiendo un tronco blanco
de espasmo en la madera ardida
y en el glaciar
me llené los pies de barro buscando.

Cuando era chica si preguntaban por el miedo
yo respondía: oso.
Pero quedaba lejos, estaba a salvo, se reían.

Todas las noches desde casa interrogaban
si había cruzado al fin al oso.
Preparé el espíritu para encontrarlo, dije,
pero él no quiso verme.






LA GRAN OLA


Mi abuelo naufragó adentro de un barco,
en una habitación del hospital
entre la una y las siete.
Por el ojo de buey se vio a sí mismo
nadando a mar abierto
sobre las garras blancas de las olas.
Papá volvió ya amaneciendo al comedor a oscuras
con la ropa mojada y un vacío en los brazos:
los hombres de la familia son todos marinos
y nosotras vivimos siempre
envueltas por el agua.

Cruzamos el océano esa tarde
en el vientre plateado de los peces.

La casa era una lancha
otras veces un puerto.
El cuerpo de mi abuelo no flotaba
y hubo que traerlo a tierra.






NO SOMOS MAMÍFEROS


Hacemos otra vez de cuenta 
que no hay nadie en la sala 
y en el sueño 
que me explicabas yo era un pez. 
Decís: tenía tu misma cara 
y el tiempo se medía en peces 
y había carpas doradas de escama 
iridiscente que de pronto eran joyas 
y al final ya no estabas. Dónde estabas. 

Me llevo las puntas frías 
de los dedos a la boca. 
Esto es aire entre nosotros, 
un continente entero. 
Una mano sostiene 
una bandeja con copas de colores, 
tornasoladas, y se distingue un brazo. 
No llego a preguntarte si los peces 
a veces tienen sed. 
Alguien grita tu nombre al fondo, 
señal de que no somos invisibles. 






PARTE SACRIFICIAL


Pero quién va querer todo ese músculo 
envuelto en pata, esa dureza 
en el pie donde no hay dedos 
cómo se cuenta 
un día así cuando termina 
tres tuyos y al final son solo uno.

No me importa que observe 
vibre o no sea terso bajo la mano ese ojo 
y de qué sirven cuatro ancas 
si alguna falla de mal pisada 
de trastabillar apenas 
por una piedra desdejada en el camino

las otras tres también 
tienen que partirse 
a la fuerza de rama que se rompe, 

si todo lo que el potrillo es vértigo 
contra la fuerza gravitatoria 
se desmorona. 

Antes del fuego 
miro al costado, 
yo no quería.






RABDOMANCIA


No había caminos que llevaran
de tu casa a la mía.
Un paredón al fondo y después tierra,
corriente abajo
troncos hinchados de agua mala.
Las termitas se habían devorado todo.
Los adoquines, los ladrillos,
los marcos, las paredes, los retratos.

Quedaba nada más un picaporte
que giraba en el aire
limado por rosarios de mínimas tenazas.

Pero de algún lugar 
brotaban más termitas,
pensé de un manantial oculto entre las piedras,
y de la sed y sola me las tomé a dos manos,
y al oeste las nubes, y en el medio
yo, y después la nada.





Publicado por Caleta Oliva, 2021




























viernes, agosto 26, 2022

«Un augurio», de Robert Bringhurst

Traducción de Juan Carlos Villavicencio






El cuervo precedió a la paloma
en la salida del arca y durante siete días voló en círculos
sobre el mar, esperando donde posarse, y siete más
en círculos, esperando a la paloma.




en An Augury, 1984












An Augury

The raven preceded the dove / out of the ark and for seven days circled / water, waiting for a perch, and for seven more / circled, waiting for the dove.








jueves, agosto 25, 2022

“La mano disecada” [1], de Guy de Maupassant





Hará cosa de ocho meses, un amigo mío, Louis R., había reunido cierta noche a varios compañeros de colegio, bebíamos ponche y fumábamos hablando de literatura, de pintura, y contando de vez en cuando algunas aventuras picantes, como suele ocurrir en las reuniones de gente joven. De pronto se abre de par en par la puerta y entra como un huracán uno de mis buenos amigos de la infancia. «Adivinen de dónde vengo», exclama al punto. «Apostaría que de Mabille[2]», responde uno: «No, estás demasiado contento, acabas de conseguir un préstamo, de enterrar a tu tío o de llevar el reloj de péndulo a casa de mi tía[3]», añade otro; «vienes de emborracharte, responde un tercero, y como has olido a ponche en casa de Louis has subido para volver a empezar». «Se equivocan, vengo de P…, en Normandía, adonde fui a pasar ocho días y de donde traigo a un gran criminal amigo mío que quiero presentarles». Tras estas palabras, sacó del bolsillo una mano disecada; los músculos, extremadamente potentes, de aquella mano horrible, negra, seca, muy larga y crispada, estaban sujetos por dentro y por fuera por una tira de piel apergaminada; las uñas, amarillas y estrechas, seguían en la punta de los dedos; todo aquello olía a crimen a una legua. «Figúrense, dijo mi amigo, el otro día vendían los trastos de un viejo brujo muy conocido en toda la comarca; iba al sabbat todos los sábados en un palo de escoba, practicaba magia blanca y negra, daba a las vacas leche azul y les hacía llevar la cola como la del compañero de San Antonio [4]. Lo cierto es que ese granuja sentía gran aprecio por esta mano, que, según él, era la de un célebre criminal ajusticiado en 1736 por haber tirado de cabeza a un pozo a su esposa legítima, cosa que no me parece ningún error, y por haber colgado luego del campanario de la iglesia al cura que los había casado. Después de la doble hazaña, se había ido a correr mundo, y en su carrera, tan breve como bien aprovechada, había desvalijado a doce viajeros, ahumado a una veintena de monjes en su convento y convertido en serrallo un monasterio de monjas». — «Pero ¿qué vas a hacer con ese horror?», exclamamos nosotros. — «Ya lo verán, haré un tirador de campanilla para espantar a mis acreedores». — «Amigo mío, le dijo Henri Smith, un inglés muy alto y muy flemático, creo que esa mano es simplemente carne india conservada mediante un procedimiento nuevo, te aconsejo que hagas con ella un caldo». — «Nada de burlas, caballeros, dijo con la mayor sangre fría un estudiante de medicina al que le faltaba muy poco para estar borracho, y tú, Pierre, si me permites un consejo, haz enterrar cristianamente ese despojo humano, no vaya a ser que su propietario venga a reclamártelo; además, vete a saber si esa mano no tiene malos hábitos, porque ya conoces el refrán: “El que ha matado, matará”». — «Y el que ha bebido, beberá», añadió el anfitrión, escanciando acto seguido un gran vaso de ponche al estudiante, que se lo bebió de un trago para caer desvanecido bajo la mesa. La ocurrencia fue acogida con risas formidables, y Pierre, alzando su vaso y saludando con la mano, dijo: «Bebo por la próxima visita de tu amo».

 

Al día siguiente, como pasaba delante de su puerta, entré en su casa; eran las dos de la tarde, y lo encontré leyendo y fumando. «¿Cómo estás?», le dije. — «Muy bien», me respondió. — «¿Y tu mano?» — «Has debido de verla en mi campanilla, donde la puse ayer noche cuando volví. Pero, a propósito, figúrate que algún imbécil, sin duda para jugarme una mala pasada, ha estado tirando de la campanilla a medianoche; he preguntado quién andaba allí, pero como nadie me respondía, he vuelto a acostarme y a dormirme». — En ese momento llamaron, era el propietario de la casa, personaje grosero y muy impertinente que entró sin saludar. «Señor, le dijo a mi amigo, le ruego que quite inmediatamente la carroña que ha colgado del cordón de la campanilla, porque en otro caso me veré obligado a echarle». — «Caballero, replicó Pierre muy serio, está usted insultando a una mano que no lo merece; ha de saber que perteneció a un hombre muy bien educado». El propietario dio media vuelta y salió como había entrado. Pierre fue tras sus pasos, descolgó la mano y la ató a la campanilla que colgaba en su alcoba. «Así está mejor, dijo; esta mano, como el “morir habernos” de los trapenses, me hará pensar en cosas serias todas las noches al acostarme». Al cabo de una hora le dejé y volví a mi domicilio.

 

Dormí mal la noche siguiente, estaba agitado y nervioso; varias veces me desperté sobresaltado, y hubo un momento incluso en que imaginé que un hombre se había introducido en mi casa y me levanté para mirar en los armarios y debajo de la cama; por fin, hacia las seis de la mañana, cuando empezaba a dormirme, un violento golpe propinado en mi puerta me hizo saltar del lecho; era el criado de mi amigo, que venía a medio vestir, pálido y tembloroso. «¡Ay, señor!, exclamó sollozando, han asesinado a mi pobre amo». La casa estaba llena de gente; todos discutían, se agitaban, era un movimiento incesante, todos peroraban, contaban y comentaban el suceso de mil maneras. A duras penas conseguí llegar hasta el dormitorio; la puerta estaba custodiada, dije mi nombre y me dejaron entrar. Había cuatro agentes de policía de pie en el centro, con un cuaderno en la mano; analizaban todo, hablaban en voz baja de vez en cuando y tomaban notas; dos doctores charlaban junto a la cama sobre la que Pierre se hallaba tendido sin conocimiento. No estaba muerto, pero tenía un aspecto horrible. Sus ojos estaban desmesuradamente abiertos, sus pupilas dilatadas parecían estar clavadas con un espanto indecible en algo terrorífico y desconocido, sus dedos estaban crispados, a partir de la barbilla su cuerpo estaba cubierto con una sábana que yo levanté. Llevaba en el cuello las marcas de cinco dedos que se habían hundido profundamente en la carne, y algunas gotas de sangre manchaban su camisa. En ese momento me sorprendió una cosa: miré por azar la campanilla de su alcoba, y la mano disecada ya no estaba. Los médicos se la habían llevado, sin duda para no impresionar a las personas que entrasen en el cuarto del herido, porque la mano era realmente horrible. No pregunté qué se había hecho de ella.

 

Recorto ahora de un periódico del día siguiente el relato del crimen con todos los detalles que la policía pudo conseguir. Esto era lo que podía leerse:

 

«Ayer se cometió un atentado horrible en la persona de un joven, el señor Pierre B…, estudiante de derecho que pertenece a una de las mejores familias de Normandía. El joven había vuelto a casa hacia las diez de la noche; se despidió de su criado, el señor Bouvin, diciéndole que se sentía cansado y que iba a acostarse. Hacia medianoche, este hombre fue despertado de pronto por la campanilla de su amo que alguien agitaba con furia. Sintió miedo, encendió una vela y esperó; la campanilla estuvo callada cerca de un minuto, luego empezó de nuevo con tal fuerza que el criado, loco de terror, echó a correr y fue a despertar al portero; este último corrió para avisar a la policía, y al cabo de un cuarto de hora poco más o menos dos agentes echaban la puerta abajo. Un espectáculo horrible se ofreció a sus ojos, los muebles estaban derribados, todo indicaba que entre la víctima y el malhechor se había producido una lucha terrible. En el centro de la habitación, de espaldas, con los miembros rígidos, la cara lívida y los ojos espantosamente dilatados, yacía sin movimiento el joven Pierre B…, que llevaba en el cuello las huellas profundas de cinco dedos. El informe del doctor Bourdeau, llamado inmediatamente, dice que el agresor debía de estar dotado de una fuerza prodigiosa y tener una mano extraordinariamente flaca y nervuda, porque los dedos que dejaron en el cuello como cinco agujeros de bala casi se habían juntado a través de las carnes. Nada puede hacer sospechar el móvil del crimen, ni quién pueda ser su autor. La justicia informa».

 

Al día siguiente, en el mismo periódico, se leía:

 

«El señor Pierre B…, víctima del espantoso atentado que ayer contábamos, ha recuperado el conocimiento tras dos horas de asiduos cuidados por parte del doctor Bourdeau. Su vida no corre peligro, pero se teme por su razón; sigue sin haber pistas del culpable».

 

En efecto, mi pobre amigo estaba loco; durante siete meses fui a verlo todos los días al hospicio donde lo habíamos internado, pero no recuperó ni una luz de razón. En su delirio se le escapaban palabras extrañas y, como todos los locos, tenía una idea fija, se creía perseguido constantemente por un espectro. Un día vinieron a buscarme a toda prisa diciéndome que estaba peor, lo encontré en la agonía. Permaneció muy tranquilo durante dos horas, luego, incorporándose de pronto en la cama a pesar de nuestros esfuerzos, exclamó agitando los brazos y presa de un terror espantoso; «¡Agárrala, agárrala! ¡Socorro, me estrangula, socorro!» Dio dos vueltas a la habitación aullando y luego cayó muerto de bruces contra el suelo.

 

Como él era huérfano, me encargué de llevar su cuerpo a la pequeña aldea de P…, en Normandía, donde estaban enterrados sus padres. De ese mismo pueblo venía yo la noche en que él nos había encontrado bebiendo ponche en casa de Louis R. y nos había presentado su mano disecada. Su cuerpo fue encerrado en un ataúd de plomo, y cuatro días después me paseaba tristemente con el viejo cura que le había dado sus primeras clases por el pequeño cementerio donde cavaban su tumba. Hacía un tiempo magnífico, el cielo completamente azul derramaba luz; los pájaros cantaban en las zarzas del talud adonde muchas veces, niños los dos, habíamos ido a comer moras. Creía estar viéndole escapar a lo largo de la tapia y colarse por el pequeño agujero que yo conocía de sobra, allá lejos, en el extremo del terreno donde se entierra a los pobres; luego volvíamos a casa, con las mejillas y los labios negros del jugo de las moras que habíamos comido; y miré las zarzas, estaban cubiertas de moras, cogí una de forma maquinal y me la llevé a la boca; el cura había abierto su breviario y murmuraba en voz baja sus oremus, y yo oía al final de la avenida la azada de los enterradores cavando la tumba. Repentinamente nos llamaron, el cura cerró su libro y fuimos a ver qué querían de nosotros. Habían encontrado un ataúd, saltaron la tapa de un golpe de azada, y entonces vimos un esqueleto desmesuradamente largo, tumbado sobre la espalda, que con su ojo hueco aún parecía mirarnos y desafiarnos; sentí malestar, no sé por qué, casi tuve miedo. «Vaya, exclamó uno de los hombres, fíjense, este granuja tiene una muñeca cortada, ahí está la mano». Y recogió junto al cuerpo una gran mano disecada que nos presentó. «Cuidado, dijo el otro riendo, parece que te mira y que va a saltarte al cuello para que le devuelvas su mano». — «Vamos, amigos míos, dijo el cura, dejen a los muertos en paz y cierren otra vez el ataúd, cavaremos en otra parte la tumba del pobre señor Pierre».

 

Al día siguiente todo había terminado y tomé el camino de París después de haberle dejado cincuenta francos al viejo cura para misas por el descanso del alma de aquel cuya sepultura habíamos turbado de aquella manera.



1875




Notas

[1] La main D’Écorché. Fue el primer relato publicado por Maupassant; lo editó en el Almanach lorrain de Pont-à-Mousson en 1875. Iba firmado con un nombre que Maupassant utilizaba en su grupo de remeros, Joseph Prunier, primero de los pseudónimos que empleó. No volvió a aparecer en vida del autor, aunque la misma anécdota, reelaborada de forma diferente, constituye el eje de “La mano” (pág. 331, Le Gaulois, diciembre de 1883). Maupassant tenía en su cuarto una mano disecada, que fue propiedad del poeta inglés Swinburne; la vio por primera vez en la casa de ese poeta, llamado el «Inglés de Étretat» en una de sus crónicas (Le Gaulois, 29 de noviembre de 1882), y posiblemente la compró tras la muerte del escritor en la subasta del mobiliario, si es que no fue regalo de Swinburne. Siendo todavía adolescente, Maupassant salvó de ahogarse al poeta; Swinburne vivía con su amante, Powell, en una villa llamada «La chaumière de Dolmancé», nombre de un personaje de La filosofía en el tocador, novela del marqués de Sade.

[2] Local de baile fundado en 1840 por el bailarín Mabille, que se convirtió en uno de los lugares de diversión más frecuentados de París. Estaba situado en la avenida des Veuves (la actual avenida Montaigne), y desapareció en 1875.

[3] Alusión al Monte de Piedad, o casa de empeños, que en el argot francés se conoce como tante, «tía».

[4] San Antonio tuvo en el desierto por compañero a un cerdo.




en Cuentos completos de terror, locura y muerte, 2011

























miércoles, agosto 24, 2022

“Mi subida al Everest”, de José Saramago





Sea por causa de la presión atmosférica, o efecto de alguna molestia gástrica, el hecho es que hay días en que nos ponemos a mirar el transcurso pasado de nuestra vida y lo vemos vacío, inútil, como un desierto de esterilidades sobre el que brilla un gran sol autoritario que no nos atrevemos a mirar de frente. Cualquier rincón nos serviría entonces para ocultar la vergüenza de no haber alcanzado un altozano desde el que se mostrase otro paisaje más fértil. Nunca como en estas ocasiones se adquiere conciencia cabal de lo difícil que resulta este oficio de vivir, aparentemente inmediato y que ni siquiera parece requerir aprendizaje.

 

Es en estos momentos cuando hacemos proyectos decididos de exaltación personal y nos disponemos a modificar el mundo. El espejo es de mucho auxilio para componer la actitud adecuada al modelo que vamos a seguir. 

 

Pero sube la presión, el bicarbonato equilibra la acidez y la vida sigue su marcha, rengueando, como si llevara un clavo en el talón y una invencible pereza al arrancar. En definitiva, el mundo será realmente transformado, pero no por nosotros.

 

Pese a todo, ¿no estaré cometiendo una grave injusticia?, ¿no habrá en el desierto una súbita ascensión que de lejos precipite aún el vértigo impar que es el lastre denso que nos justifica? En otras palabras, y más sencillas: ¿no seremos todos nosotros transformadores del mundo?, ¿un determinado y breve minuto de nuestra existencia, no será nuestra prueba, en vez de todos esos sesenta o setenta años que nos han correspondido en suerte? Malo será que vayamos a encontrar ese minuto en un pasado  lejano, o no tendremos ojos, quizá, de momento, para ascensiones más próximas. Pero es posible que haya ahí una elección deliberada, de acuerdo con el lugar desde donde hablamos de nuestro desierto personal o con los oídos que no escuchan. Hoy, por ejemplo, sea cual fuera la razón, estoy viendo, a distancia de treinta y muchos años, un árbol gigantesco, todo él proyectado en altura, que parecía, en la pradera circular y lisa, el puntero de un gran reloj de sol. Era un fresno de coraza rugosa, toda hendida en la base, que iba desarrollando a lo largo del tronco una sucesión de ramificaciones prominentes, como escalones que prometían una subida fácil. Pero eran, al menos, treinta metros de altura.

 

Veo a un chiquillo descalzo dar la vuelta al árbol por centésima vez. Oigo los latidos de su corazón y noto húmedas las palmas de sus manos, y un vago olor a savia caliente que asciende de la hierba.

 

El muchacho levanta la cabeza y ve allá, en lo alto, la cima del árbol, que se mece lentamente como si estuviera pintando el cielo de azul.

 

Los dedos del pie descalzo se afirman en la corteza del fresno mientras el otro pie oscila buscando el impulso que hará llegar la mano ansiosa a la primera rama.

 

Todo el cuerpo se ciñe contra el tronco áspero, y el árbol oye, sin duda, el sordo latir del corazón que se le entrega. Hasta el nivel de los otros árboles ya conquistados, la agilidad y el dominio se alimentan del hábito, pero, a partir de esa altura, el mundo se prolonga súbitamente, y todas las cosas, familiares hasta entonces, se van volviendo extrañas, pequeñas; es como un abandono de todo -y todo abandona al muchacho que trepa.

 

Diez metros, quince metros. El horizonte gira lentamente, y se bambolea cuando el tronco, cada vez más delgado, se entrega al viento.

 

Hay un vértigo que amenaza y no se decide nunca. Los pies arañados son como garras que se prenden en las ramas y no quieren dejarlas, mientras las manos, estremecidas, buscan la altura, y el cuerpo se retuerce a merced de un tronco movedizo. Resbala el sudor y, de repente, un sollozo seco irrumpe a la altura de los nidos y los cantos de las aves. Es el sollozo del miedo a no tener valor. Veinte metros. La tierra está definitivamente lejos. Las casas, minúsculas, son insignificantes, y la gente parece que hubiera desaparecido toda, y que de toda quedase sólo aquel muchacho que trepa árbol arriba -precisamente porque trepa.

 

Los brazos pueden ya ceñir el tronco: las manos se unen ya al otro lado. La cima está próxima y oscila como un péndulo invertido.

 

Todo el cielo azul se adensa por encima de la última hoja. El silencio cubre la respiración jadeante y el susurro del viento en las ramas. Es este el gran día de la victoria.

 

No recuerdo si el muchacho llegó a la cima del árbol. Una niebla persistente cubre esa memoria. Pero tal vez sea mejor así: no haber alcanzado entonces el pináculo es una buena razón para seguir subiendo. Como un deber que nace de dentro y porque el sol aún va alto.




en Las maletas del viajero, 1986

























martes, agosto 23, 2022

«Adiós a Zalo Reyes», de Ricardo Martínez



(1952-2022)
 
Si acerca de algo hay unanimidad sobre la historia del Festival de Viña es que su edición de 1981, de la que se han cumplido más de cuatro décadas, debe ser considerada como la más importante. En dicha ocasión llegaron a Chile Julio Iglesias, José Luis «El Puma» Rodríguez, Ray Conniff, Maureen McGovern y K.C. & the Sunshine Band, así como Ángela Carrasco, Leonardo Favio y Hernaldo. Chile estaba representado en escena y en el jurado por el Jappening con Ja, Gloria Simonetti y Raquel Argandoña con su recordado escote metálico. Son los años de la plata dulce, del memorable dólar fijo en 39 pesos, de los estelares de Canal 7 (conducidos por el propio Antonio Vodanovic y dirigidos por el propio Sergio Riesenberg, responsables del mismo Festival) y los musicales del Canal 13 (con el trío compuesto por César Antonio Santis en la conducción, Gonzalo Bertrán en la dirección y Horacio Saavedra en la orquesta), que aprovechaban el tipo de cambio. Años en que la cartelera anual de estrellas internacionales en nuestra televisión no se restringe a los seis días del festival. Por aquellos días se puede ver en cualquier programa nocturno, en una noche cualquiera, a Neil Sedaka, Gloria Gaynor o Barry White (además de los hombres nuclear –Lee Majors– o increíble –Lou Ferrigno–). El Festival de Viña se propone entonces poner un broche de oro a esos años dorados de la televisión con un espectáculo que tanto por masa crítica de estrellas como por días de duración no pueda ser igualado por ninguno de los estelares de la pantalla chica.

Y en medio de la batahola de dinero al aire contratan al mismísimo Julio Iglesias para que haga un programa satélite del Festival llamado «Viña en el Mar», donde se ve a Iglesias vestido como siempre de lino blanco, mocasines albos y sin calcetines, a bordo de un yate que es como el glamour del beau-monde de las revistas del corazón.

Canal 9 (actual Chilevisión) se propone responder a este exhibicionismo de la TV estatal con un programa en paralelo en el segmento de la tarde al que bautiza, no sin ironía cáustica, «El Festival en Bote», el que se realiza sobre la cubierta de una de esas lanchas que dan paseos por la bahía de Valpo y que se toman a la entrada de la Plaza Sotomayor.

¿El conductor del programa?

Boris González Reyes, Zalo.

El asunto es que en una de las ediciones estaba invitado Ricardo Ceratto, jurado argentino, y se cayó al agua y Zalo, héroe, se lanzó a rescatarlo. Yo siempre creí que esto era una Leyenda Urbana y hasta una vez fui a la Biblioteca Nacional a buscar los diarios de la época para ver si era verdad, sin poder hallar la referencia: no aparecía nada. Ahora, Sebastián Esnaola conductor de radio Cooperativa acaba de encontrar un registro que muestra que NO era una Leyenda Urbana.




Dos años más tarde el dólar ha multiplicado su precio y no están los tiempos para traer a Viña a luminarias internacionales, de modo que la producción del canal estatal y el Municipio de la Ciudad Jardín contratan al mismo Zalo para un par de noches.

Zalo se sube al escenario y la descose: cuenta chistes, agarra para el pistoleo a la audiencia, hace imitaciones y covers.

¿Resultado?

Se lleva para la casa la recién estrenada Antorcha y la consabida Gaviota de Plata.

Será su primera y única vez sobre dicho escenario.

Criado en la música al seguimiento de Lucho Gatica, en Zalo Reyes confluyeron musicalmente al menos tres líneas de fuerza. La del temprano bolero de los cuarentas del propio Gatica; la del bolero extremo llamado música cantinera o rockolera, porque era la de los Wurlitzers de las cantinas de los «puertos choros» de Ecuador, Perú y Chile, en que aparecen nombres como Lorenzo Valderrama, Lucho Barrios, Ramón Aguilera o Rosamel Araya, y, finalmente de ese género que legó Chile a la Balada Romántica Latinoamericana, el bolero + ensemble de rock de Los Ángeles Negros, los Galos, los Golpes o Capablanca y que tiene descendencia latina en Los Pasteles Verdes en Perú, Los Terrícolas en Venezuela y más tardíamente en Los Bukis y Los Temerarios en México.

Enlazando este triple nudo de fuego, Zalo Reyes fue quien logró en Chile catapultar dichos sonidos hacia la televisión desde fines de los setenta, cuando ella pasó del blanco y negro a los colores.

Y lo hizo entendiendo que no bastaba solo con una voz que le ganaría el mote de «El Gorrión de Conchalí» –otra vez otra ironía, esta vez con Édith Piaf–, sino que, con una puesta en escena a lo Tom Jones, un humor a lo stand up, una energía a lo James Brown y, sobre todo, un histrionismo teatral a lo Domenico Modugno y una presencia escénica –aunque menos colorinche– a lo Juan Gabriel.

Zalo hizo de todo en esa TV que encontraba en él al representante de lo popular urbano que le era tan esquivo: conductor de secciones como «Este es mi barrio» de Sábados Gigantes, jovencito de la película en Troncal Negrete (… jamás nunca / jamás nunca desmerecer…), estrella fija en El Festival de la Una.

Dignificando a ese porcentaje enorme de la población que malvivía bajo la línea de la pobreza, quebró el acartonamiento de los medios y se catapultó como un embajador de la cultura popular chilena traspasando clases sociales y, ahora, épocas.

Su partida es la partida de ese Chile orillero, de los extramuros de manzanas barriales sin vereda de enfrente, de la intersección oblicua y tensionada entre lo urbano y lo rural.

Por eso, por ser el emblema de una chilenidad histórica y de raíces musicales profundas, su despedida ha sido tan apoteósica en su vieja comuna de Conchalí. Con él se va el más grande héroe del pop nacional, el nombre que en Chile equivale a un Sandro en Argentina, a un Roberto Carlos en Brasil o el mismo Juan Gabriel en México



Inédito, 23 de agosto, 2022




















lunes, agosto 22, 2022

Homenaje a Zalo Reyes: La historia del Gorrión





(1952-2022)


Ya son más de 40 años de carrera, de un hombre que se arraigó en el pueblo a punta de canciones, dichos, historias alegres y tristes, mitos propios de una estrella reconocida, el hombre que a partir de los éxitos «Una lágrima y un recuerdo» (1978) y «Con una lágrima en la garganta» (1979) ganó el favor popular chileno, encarnó un fenómeno de masas en 1982 y 1983 y fue uno de los cantantes más exitosos de esa década, con los impactos radiales «Motivo y razón» (1982), «Amor sin trampas» (1985), «Un ramito de violetas» (1985), «Mi prisionera» (1988) y «María Teresa y Danilo» (1988).

Zalo Reyes es un heredero de la genealogía de cantantes populares chilenos que empieza con los boleros de los años ’60, hermanados con la llamada «canción cebolla», y que sigue con los conjuntos melódicos de la edad de Los Ángeles Negros, Los Galos y Los Golpes. Esa sintonía con el gusto popular le ha permitido además mantenerse activo al lado de figuras de la experiencia de Luis Alberto Martínez o los mismos Golpes y Los Galos y, distanciado de la gran industria musical hace ya más de una década, acceder al reconocimiento generacional de un público joven en el nuevo siglo.



El Hijo de la Lágrima

El productor musical argentino Roberto Livi lo recordaba años y décadas después de ocurrido. Cuando en el verano de 1983 vino como invitado al jurado del Festival de Viña, escuchó una canción que le era familiar, y no sólo interpretada por un cantante en el escenario, sino coreada por miles en el anfiteatro. Era una canción que él mismo había escrito años antes. Se llamaba «Con una lágrima en la garganta».

Dos palabras bastaban para explicar ese furor: Zalo Reyes. Y el de ese verano era la cúspide de un recorrido iniciado una década antes. Boris Leonardo González Reyes, hijo de un taxista, era el menor entre cuatro hermanos de una familia de la capitalina comuna popular de Conchalí. A los quince años ya cantaba como aficionado, en el tiempo del éxito de Los Golpes, Los Galos, Punto Seis, Capablanca o un ya consagrado José Alfredo Fuentes. Pero su real escuela inicial fue el estilo de Germaín de la Fuente, el cantante de Los Ángeles Negros.

Zalo Reyes actuaba hacia 1976 en quintas de recreo, y fue allí donde lo vieron los productores de las grabadoras IRT y EMI Odeón, Roberto Inglez y Jorge Oñate, y con esta última firmó contrato. Su primer single, «Una lágrima y un recuerdo» (1978), es una canción del autor José Barette popularizada por el grupo mexicano Miramar, de la que Reyes refiere haber vendido más de sesenta mil copias. Y el segundo fue la consagración: «Con una lágrima en la garganta» (1979), del aludido Roberto Livi.

Las dos figuran en el LP Canto por amor (1979) y conservan ese sonido de bolero tocado por un conjunto electrónico de los 70, con melodía de órgano y con los arpegios de guitarra eléctrica patentados por cantantes argentinos como Leo Dan o Yaco Monti. El cantante recuerda haber hecho esas primeras grabaciones con músicos de rock, y la época coincide además con la participación de Zalo Reyes en el canto final del LP Misa de los Andes (1976), grabado por Congreso con diversos invitados.

En efecto, el director artístico de EMI era Fernando González, guitarrista de Congreso, y entre los músicos que trabajaban para el sello figuraban Tilo González, baterista del mismo grupo, y Jorge Soto, tecladista de Tumulto y Sol y Medianoche. A ese tiempo dedica Zalo Reyes una de sus canciones inéditas, donde homenajea a rockeros chilenos de los 70. «Arena Movediza, Influjo, Tumulto, Feed Back / El Sol y Medianoche, Panzer, tantos más / Son los amigos que esta tarde compartieron / Y fue la noche en que tu viejo se fue al cielo / Cantar contigo una canción de amor, siempre fuiste rockero / Toda tu vida se te vio feliz, del rock hiciste el tiempo / Yo no me olvido de Gran Avenida, tampoco Quintero».



Zalo Reyes fue a Viña

«Troncal Negrete» se llamaba un programa de humor de Televisión Nacional ambientado en una cancha de fútbol de barrio, con el comediante Ronco Retes y la actriz Schlomit Baytelman en el reparto. Y a comienzos de los ’80 el galán de esas canchas era un joven Zalo Reyes, que pasó luego a ser habitual en los programas «El Festival de la Una» y «Sábados gigantes», como cantante y también animador.

En un país con toque de queda y obligado a ver tele como entretención, la pantalla surtió efecto y el carisma avasallador del cantante hizo el resto. Zalo Reyes ya era un asunto de interés nacional en 1982, año en que actuó en programas estelares de los dos canales principales como «Noche de gigantes», conducido por Don Francisco, y «Permitido», uno de los shows de la dupla entre el animador Antonio Vodanovic y el productor Sergio Riesenberg, cumbres de la distracción oficial de la época.

Y no había nadie como Reyes. Él acuñó la expresión de los «ruciecitos de ojos azules» dedicada a la «gente linda», los que se dividían en «la Plaza Italia para arriba y nosotros los de la Plaza Italia para abajo» que en la época se divertía en la discoteca Gente, pero el padre Hasbún le dio su bendición en TV con comentarios como «Zalo Reyes es un hombre inspirado, pero sobre todo es un hombre transpirado». Con sus nuevos ingresos compró un Camaro rojo, pero no por eso «se cambió ni de casa ni de barrio», como consta en la sabiduría popular, y acuñó a su vez la expresión «¿Cuándo vai pa’ la casa?».

La casa quedaba en la calle Pioneros del Espacio, a la altura del 4.000 de la capitalina avenida Vivaceta: Zalo Reyes era «El Gorrión de Conchalí». Y la cumbre del fenómeno llegó en febrero de 1983, cuando actuó en el Festival de Viña. Su notoriedad fue tal que se ganó hasta una crítica del antipoeta N. Parra, mientras la revista de oposición Hoy informaba que le había sido prohibido imitar a Pinochet en su actuación. Aun así arrasó, y sin un gran repertorio de éxitos, como él mismo recuerda.

–Mira: Zalo Reyes fue a Viña. Se ganó la Gaviota y la Antorcha. Zalo Reyes fue sin «Ramito de violetas». Fue sin «Mi prisionera». Fue sin «María Teresa y Danilo». Fue sin «Motivo y razón». Fue sin «El rey de tus sueños». Y te digo una cosa. Zalo Reyes fue a Viña y nunca me he pegado una repetida –dice el propio Zalo Reyes en retrospectiva, y es cierto. La de 1983 iba a ser su única actuación en el Festival, aunque su mayor catálogo de sucesos radiales aún estaba por venir, el impacto fue tal que su gente lo recibió en un colmado Estadio Santa Laura, al que llego nada menos que en un helicóptero, situación que hasta el día de hoy ningún artista ha vuelto a repetir.

La personalidad de Zalo tuvo una rápida respuesta en la TV de aquellos años. A las cualidades vocales se sumaba la de entretenedor, bailarín y carismático lo que despertó en los grandes «monstruos» de la época, canal 13 y TVN el apetito de tenerlo en sus filas, primero fue «Sábados gigantes» quien en 1985 le dio la misión de co-animar con Don Francisco el afamado bloque «Los Barrios», al año siguiente, tuvo su propio programa llamado «Humor de Reyes» con Zalo en Canal 13, con motivo del mundial de fútbol de aquel año, al año siguiente la poderosa grúa de TVN lo contrató para coanimar junto al popular Enrique Maluenda en dos secciones en el también afamado programa «Festival de la Una», Chilevisión no se quedó atrás y fijo sus ojos en Zalo primero para coanimar junto a Julio Videla «Cordialmente» para luego dejar sólo a Zalo en la animación del también popular programa de aquellos años.



Yo tengo un motivo y una razón: Los Éxitos

La colección más nutrida de canciones de Zalo Reyes es de los ’80. En «Embustera», del LP Zalo Reyes (1982), y en «Motivo y razón», del LP Motivo y razón (1982), están los mismos arpegios de guitarra eléctrica de sus primero éxitos, pero los sintetizadores ya suenan como imitación de orquesta: Zalo Reyes empieza a cambiar la banda de quinta de recreo por el grupo de programa de TV.

El disco siguiente, Amor sin trampas (1985), contiene baladas como «Amor sin trampas», del autor argentino Víctor Yunes, y otro de los impactos del cantante en «Un ramito de violetas», original de la cantautora española Evangelina Sobredo, quien la había grabado en 1974: es el momento en que Zalo Reyes introduce el célebre verso «Te mandaba un rami-vi to-vo de-ve vi-oletas» en su jerigonza personal.

Tras el compilado Lo mejor de… Zalo Reyes (1984) y el álbum El rey de tus sueños (1986), que incluye «La canción del títere» y «El rey de tus sueños» entre otras, Zalo Reyes marcó un nuevo doble impacto con la balada «Mi prisionera», del autor argentino Alejandro Vezzani, y con la caribeña «María Teresa y Danilo», del dúo salsero Hansel & Raúl, incluidas en el disco De corazón (1988).

El cantante grabó para el sello EMI sólo hasta el siguiente disco, Dolor de amor (1991), con canciones de Víctor Yunes y Gogo Muñoz como «Amor, es nuestro aniversario» y «El corazón en la garganta». Luego se apartó de la industria disquera para, como él mismo distingue, trabajar con estudios de grabación en vez de sellos, en una postura crítica del negocio musical que mantiene hasta hoy.

«Murió Ramón Aguilera: nuestro Ramón Aguilera que le cantó a las madres. Así somos: el sentimiento más grande del mundo, el amor por la madres, despreciado –acusa Zalo Reyes como ejemplo, y tiene otro caso a modo de paradoja–. «'Olvidarte nunca', de Los Golpes. El cantante se llamaba Rubén Alegre: lo olvidaron siempre y cantaba triste. Somos así».



Ahora lo llaman KITSCH

Han sido precisamente cantantes como los boleristas Ramón Aguilera y Luis Alberto Martínez y conjuntos melódicos populares como Los Galos o Los Golpes los compañeros de oficio de Zalo Reyes durante su etapa actual, en la que su principal actividad es actuar en vivo, sitios como Los casinos o La Tuna son sus escenarios: Zalo Reyes sigue siendo un entretenedor, en un restaurante en vez de un estudio de TV. En 2005 fue de gira a Noruega, Dinamarca y Suecia y actuó con DJ Méndez, y ha sido descubierto además por nuevas audiencias, seguidoras de Shamanes Crew, Guachupe o Villa Cariño, en lugares como Sala Murano, Centro Mori o las fiestas kitsch de la discoteca Blondie.

En 2006 de la mano de una de las principales productoras en Chile, «Fénix», y de Daniel Guerrero, llegaría el último gran hit, «Acorralado entre mis lágrimas» (el malo), viene a completar su transversal y variado repertorio, que el 4 de noviembre de ese año, cerró con éxito aquel desafío, con más de 4 mil personas en el Movistar Arena, con 12 músicos en escena, que reconfirmó que Zalo vino para quedarse como referente de la música popular en el país.

Su catálogo de los ’70 y ’80 fue reeditado en el disco Lo mejor de Zalo Reyes (1995) y en las series de compilados Colección inmortales (2004) e Íconos kitsch (2006), además de Zalo Reyes en vivo (2016). Esta última es la recopilación más completa de las tres reeditada por Master Media, y coincide con la puesta en boga de las citadas fiestas en tributo a figuras pop chilenas del pasado. Igual que un Tom Jones en Inglaterra o un Sandro en Argentina, Zalo Reyes en Chile ha hecho buenas migas con una nueva generación.

«Claro, porque es gente en vivo y la juventud se acerca a la música de sus padres. Y es bonito, te hacen cantar en la hora peak, con respeto, te pagan bien, y tres temitas, no más. Esos son los jóvenes, no tiene nada que ver con la tele. Yo tengo trabajo siempre, en provincia estoy lleno de trabajo (prefiero las redes sociales, en Facebook tengo 19.000 seguidores y con eso soy feliz)» –dice. En contraste, es notoria su ausencia en la explotación de nostalgia propio de la TV del nuevo siglo. Zalo Reyes no apareció en el programa «Rojo VIP» (2005) como varios coetáneos, no es «opinólogo» y no es jurado en concursos de talentos de la TV, de los que también desconfía, por eso se da el lujo de decirle NO a la TV actual, televisión que siempre lo busca encontrando una respuesta negativa de parte del artista.

En 2013 la presentación de Zalo en el prestigioso festival «Viva Dichato», marcó el más alto peak de sintonía, siendo superado sólo por el fenómeno de Los Atletas de la Risa. Después en 2014 igual de exitosa fue la presentación en el Festival de Música Electrónica Misteryland, presentación que dejó a Zalo impactado: «Cuando llegué al Misteryland me dije a mí mismo, ‘¿Qué hago yo acá? ¡Son miles de lolos que no me conocen!’». En Youtube circulan videos de aquella noche donde los jóvenes exclamaron al viento, «¡Olé, olé olé olé… Zaloo… Zalooo!». Eso demuestra que es un artista que traspasó generaciones y qué mayor mérito tiene al automarginarse de la televisión por encontrarla muy distinta a lo que él representa.

En 2015, en un colmado Teatro Caupolicán, Zalo Reyes recibió el «Copihue de Oro», entregado por el diario La Cuarta, como reconocimiento del pueblo a un cantante popular con trayectoria. Y más allá de la pregunta, lo que importa es la respuesta: Zalo Reyes habla en tercera persona, como hablan Carlos Caszely , Martín Vargas, Alexis Sánchez. Como hablan los grandes.





en ZaloReyes.cl










 

domingo, agosto 21, 2022

“Muerte de Alfonsisa Storni”, de Óscar Castro





I. El llamado


Todos los barcos perdidos 

tocaban negras sirenas, 

cuando Alfonsina se erguía, 

sola, entre el mar y la tierra. 

El Atlántico soplaba

su caracol de tormentas;

y capitanes fantasmas, 

las manos en las viseras, 

surgían ante Alfonsina, 

rígidos, sobre cubierta: 

en sus pechos transparentes 

el cielo ponía estrellas;

bajo sus cuencas profundas 

la noche se anocheciera. 

“Te aguardamos, capitana 

-con voz de vientos dijeran-; 

falta nos hacen tus ojos 

para ver en las tinieblas. 

Perdidos vamos, y mudos, 

por un país de salmuera;

la Cruz del Sur te daremos 

por insignia marinera”.

Alfonsina estaba sola 

sobre las rocas enhiestas.

 

El llamado galopaba 

por el latir de sus venas. 

El viento la ve avanzar 

y aúlla por detenerla. 

Caminos de espacio fresco 

recorre un segundo apenas. 

Y luego, el mar en sus ojos, 

el mar en su cabellera; 

el mar mojando sus pechos, 

subiendo por sus caderas; 

el mar para conservarla, 

cerrando sus verdes puertas. 

Alfonsina está en el mar, 

isla menuda y eterna. 

 

 

II. AIfonsina en el mar

 

En mensaje de magnolias 

la espuma fue a la ribera.

Con luz de lámparas verdes 

el mar alumbró la fiesta. 

(Fiesta del agua que se abre, 

fiesta de un cuerpo que llega). 

Peces de escamas fulgentes 

guiaron a la viajera. 

Ostras abrieron sus cofres 

repletos de grandes perlas. 

Rojos corales cantaron 

pregones de sangre fresca. 

Sonámbula va Alfonsina 

por calles mudas y quietas. 

El agua lustra el asombro 

de sus pupilas abiertas. 

El mar agita las frágiles 

algas de su cabellera. 

Hondo país del silencio, 

país de rosas secretas, 

de misteriosas ciudades, 

de altas paredes siniestras; 

dársena definitiva 

de las perdidas goletas; 

joyel de las maravillas 

que nunca tuvo la tierra. 

AIfonsina con sus manos 

abrió la invisible puerta. 

El mar la tuvo por fin, 

después de siglos de espera. 

El mar que para llamarla 

pulsó guitarras de ausencia.

Novia del mar, Alfonsina, 

el mar está poseyéndola. 

 

 

III. EI retorno

 

Un ángel que se inclina, doblando la cerviz, 

y el cuerpo de Alfonsina sobre la playa gris. 

Nada más. El océano, su profundo latir, 

y el pulso de Alfonsina sin poderlo seguir. 

Un claror tiritaba sobre rosas de frío. 

La barca de Alfonsina por un lejano río... 

Iba llegando el alba, lento barco de malva, 

el cuerpo de Alfonsina era blanco en el alba.

No sería más blanco un almendro polar 

que Alfonsina vestida con espuma de mar.

Sobre celestes plumas, la cabeza de Dios 

se despertó: Alfonsina, sin mirada y sin voz,

atrajo hacia la tierra su profunda pupila.

Y dijo Dios: “Por fin solitaria y tranquila, 

tú, la sufriente, estás, ancla sin su navío,

la piel del infinito siente tu escalofrío”.

Junto al cuerpo yacente pusiéronse a rezar 

el ángel de la aurora y el centauro del mar.

Y Alfonsina sentía, su alta sien en el cielo,

un traslúcido soplo de planetas en vuelo.

¡Y más allá de todo, más allá de ese soplo, 

Dios esculpía estrellas con un celeste escoplo!




en Obra reunida, 2004