martes, agosto 23, 2022

«Adiós a Zalo Reyes», de Ricardo Martínez



(1952-2022)
 
Si acerca de algo hay unanimidad sobre la historia del Festival de Viña es que su edición de 1981, de la que se han cumplido más de cuatro décadas, debe ser considerada como la más importante. En dicha ocasión llegaron a Chile Julio Iglesias, José Luis «El Puma» Rodríguez, Ray Conniff, Maureen McGovern y K.C. & the Sunshine Band, así como Ángela Carrasco, Leonardo Favio y Hernaldo. Chile estaba representado en escena y en el jurado por el Jappening con Ja, Gloria Simonetti y Raquel Argandoña con su recordado escote metálico. Son los años de la plata dulce, del memorable dólar fijo en 39 pesos, de los estelares de Canal 7 (conducidos por el propio Antonio Vodanovic y dirigidos por el propio Sergio Riesenberg, responsables del mismo Festival) y los musicales del Canal 13 (con el trío compuesto por César Antonio Santis en la conducción, Gonzalo Bertrán en la dirección y Horacio Saavedra en la orquesta), que aprovechaban el tipo de cambio. Años en que la cartelera anual de estrellas internacionales en nuestra televisión no se restringe a los seis días del festival. Por aquellos días se puede ver en cualquier programa nocturno, en una noche cualquiera, a Neil Sedaka, Gloria Gaynor o Barry White (además de los hombres nuclear –Lee Majors– o increíble –Lou Ferrigno–). El Festival de Viña se propone entonces poner un broche de oro a esos años dorados de la televisión con un espectáculo que tanto por masa crítica de estrellas como por días de duración no pueda ser igualado por ninguno de los estelares de la pantalla chica.

Y en medio de la batahola de dinero al aire contratan al mismísimo Julio Iglesias para que haga un programa satélite del Festival llamado «Viña en el Mar», donde se ve a Iglesias vestido como siempre de lino blanco, mocasines albos y sin calcetines, a bordo de un yate que es como el glamour del beau-monde de las revistas del corazón.

Canal 9 (actual Chilevisión) se propone responder a este exhibicionismo de la TV estatal con un programa en paralelo en el segmento de la tarde al que bautiza, no sin ironía cáustica, «El Festival en Bote», el que se realiza sobre la cubierta de una de esas lanchas que dan paseos por la bahía de Valpo y que se toman a la entrada de la Plaza Sotomayor.

¿El conductor del programa?

Boris González Reyes, Zalo.

El asunto es que en una de las ediciones estaba invitado Ricardo Ceratto, jurado argentino, y se cayó al agua y Zalo, héroe, se lanzó a rescatarlo. Yo siempre creí que esto era una Leyenda Urbana y hasta una vez fui a la Biblioteca Nacional a buscar los diarios de la época para ver si era verdad, sin poder hallar la referencia: no aparecía nada. Ahora, Sebastián Esnaola conductor de radio Cooperativa acaba de encontrar un registro que muestra que NO era una Leyenda Urbana.




Dos años más tarde el dólar ha multiplicado su precio y no están los tiempos para traer a Viña a luminarias internacionales, de modo que la producción del canal estatal y el Municipio de la Ciudad Jardín contratan al mismo Zalo para un par de noches.

Zalo se sube al escenario y la descose: cuenta chistes, agarra para el pistoleo a la audiencia, hace imitaciones y covers.

¿Resultado?

Se lleva para la casa la recién estrenada Antorcha y la consabida Gaviota de Plata.

Será su primera y única vez sobre dicho escenario.

Criado en la música al seguimiento de Lucho Gatica, en Zalo Reyes confluyeron musicalmente al menos tres líneas de fuerza. La del temprano bolero de los cuarentas del propio Gatica; la del bolero extremo llamado música cantinera o rockolera, porque era la de los Wurlitzers de las cantinas de los «puertos choros» de Ecuador, Perú y Chile, en que aparecen nombres como Lorenzo Valderrama, Lucho Barrios, Ramón Aguilera o Rosamel Araya, y, finalmente de ese género que legó Chile a la Balada Romántica Latinoamericana, el bolero + ensemble de rock de Los Ángeles Negros, los Galos, los Golpes o Capablanca y que tiene descendencia latina en Los Pasteles Verdes en Perú, Los Terrícolas en Venezuela y más tardíamente en Los Bukis y Los Temerarios en México.

Enlazando este triple nudo de fuego, Zalo Reyes fue quien logró en Chile catapultar dichos sonidos hacia la televisión desde fines de los setenta, cuando ella pasó del blanco y negro a los colores.

Y lo hizo entendiendo que no bastaba solo con una voz que le ganaría el mote de «El Gorrión de Conchalí» –otra vez otra ironía, esta vez con Édith Piaf–, sino que, con una puesta en escena a lo Tom Jones, un humor a lo stand up, una energía a lo James Brown y, sobre todo, un histrionismo teatral a lo Domenico Modugno y una presencia escénica –aunque menos colorinche– a lo Juan Gabriel.

Zalo hizo de todo en esa TV que encontraba en él al representante de lo popular urbano que le era tan esquivo: conductor de secciones como «Este es mi barrio» de Sábados Gigantes, jovencito de la película en Troncal Negrete (… jamás nunca / jamás nunca desmerecer…), estrella fija en El Festival de la Una.

Dignificando a ese porcentaje enorme de la población que malvivía bajo la línea de la pobreza, quebró el acartonamiento de los medios y se catapultó como un embajador de la cultura popular chilena traspasando clases sociales y, ahora, épocas.

Su partida es la partida de ese Chile orillero, de los extramuros de manzanas barriales sin vereda de enfrente, de la intersección oblicua y tensionada entre lo urbano y lo rural.

Por eso, por ser el emblema de una chilenidad histórica y de raíces musicales profundas, su despedida ha sido tan apoteósica en su vieja comuna de Conchalí. Con él se va el más grande héroe del pop nacional, el nombre que en Chile equivale a un Sandro en Argentina, a un Roberto Carlos en Brasil o el mismo Juan Gabriel en México



Inédito, 23 de agosto, 2022




















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