jueves, mayo 31, 2012

“Sexo explícito”, de Roberto Fontanarrosa







La flaca siempre estuvo buena, siempre. Yo la miraba trotando adelante mío y decía “mamita, si te agarro”. Más la miraba y más me calentaba, me ponía al palo. Y eso que no me había dejado acercarme demasiado. Porque es grandota la guacha, algo desmañada te diría. Pero, incluso eso, ese mismo asunto de moverse así, un poco torpe, un poco zanguanga ¿viste?, ese trotar un poco de costado, era lo que me tenía loco. ¡Treinta cuadras ya había trotado detrás de ella! O más... ¡Qué se yo! Quizás cuarenta, uno no le da bola a esas cosas en esos momentos. Yo, te digo, nunca voy a entender a las hembras.

Porque uno sabe que andan alzadas y hacen todo para demostrarlo. Además despiden ese olor fuertón y andan locas por un poco de sexo pero, después, hay que seguirlas como mil kilómetros para conseguir algo y arriba te muerden, las desgraciadas. Y todos en patota, en montón, corriendo como pelotudos detrás de ella que nos lleva a la rastra, adonde se le canta el orto, como ciego a mear nos lleva. Siempre me ha avergonzado muchísimo eso. Y eso que yo he sido medio travieso, especialmente antes de que me mandaran a la escuela. Pero siempre me dio por el forro esa cosa babosa, infame, de andar hecho un imbécil detrás de una hembra, como una banda de desesperados, dando un espectáculo lamentable. Porque aquello parecía el juego de “siguiendo al líder” ¿te acordás? La flaca cruzaba un baldío y nosotros cruzábamos el baldío; la flaca cruzaba un charco y nosotros nos metíamos en el charco; a ella se le antojaba atravesar un basural y nosotros atravesábamos el basural. Y, lo que es peor, yo veía, con el poco resto de lucidez que me quedaba, que ella nos iba llevando por la avenida Alberdi, a meterse como una boluda en medio de en medio de las cuatro manos que vienen y van echando putas de un lado a otro y que más de una vez ¡qué digo una vez! ¡miles!, han hecho cagar a uno de nosotros. Aparte, te confieso, la preocupación que me estaba alejando de la casa. Saber que se pasaba la hora de comer y que iban a empezar a preocuparse por averiguar a dónde carajo estaba yo. Incluso la responsabilidad. La custodia de esa casa está a mi cargo. El abogado ha depositado la confianza en mí, para que yo me la pase firme ahí detrás de la reja y no para que ande corriendo detrás de una loca que ya más de una vez me hizo lo mismo  y, al final, ni cinco de pelota. Porque esa es otra. Uno puede correr, trotar, trepar, largar los bofes detrás de cualquier histérica, para que después la muy hija de puta no te dé ni la hora. No iba a permitir otro desprecio. Iba a ir hasta las últimas consecuencias, aunque tuviera que seguirla hasta la recalcada concha de la lora, como una vez, hace años, que detrás de una dálmata fui a parar a Capitán Bermúdez. Esta vez no iba a pasar lo mismo. Sentía las patas… ¿sabés cómo tenía las patas? ¡Así tenía las patas! Parecían cuatro hornallas. La boca pastosa por la calentura. ¡Y me picaba todo el cuerpo! Por el sudor, ¿sabés cómo sudaba? Pero no iba a dar el brazo a torcer. Ella se había parado sólo dos veces, en dos esquinas justamente, en plena zona comercial y nosotros nos habíamos arremolinado alrededor suyo como tiburones. Porque a esa altura de le persecución ya éramos como veinte ¡qué sé yo! Treinta. Siempre me pone mal esa multitud, esa falta de medida en la ambición, esa actitud ramplona de unirse a la patota, a veces, por el solo hecho de molestar o de joder un poco. Admito que la flaca le gustaba a cualquiera de la misma manera que me gustaba a mí. Pero había algunos pelotudos que se unían al grupo sin ninguna chance, como quien puede unirse a una murga, a una comparsa, a una procesión, al reverendo pedo.

Había un pekinés, por ejemplo, no te miento, que no medía mas de quince centímetros de altura, que no le llegaba a la flaca ni al garrón, y venía tercero o cuarto, ladrando de vez en cuando, alborotando como si fuera un astro de cine, metiéndose entre las patas de los demás, al pedo, al grandísimo pedo, por hacer número, porque lo importante es competir o porque se creía que era una carrera, el pelotudo.

O porque se pensaba que era una joda y no una ceremonia de preservación de la especie. Había otro cuzco de color naranja, ordinario como papel de cuete, cura de vaya a saber cuántos bastardos desconocidos, al que le faltaba un ojo para colmo, y que pretendía avanzar a la flaca cuadra de por medios y treparse en las ancas. Decía que la flaca le encajó un par de tarascones en el cogote y el idiota se mandó a mudar por allá atrás y se quedó en el molde. Pero no aflojó ¿podés creer? A las dos cuadras ya lo tenía de nuevo al lado mío, jadeando, empecinado, dale y dale el tuerto hacia las cuatro manos de la Avenida, candidato fijo al despanzurre, a quien lo agarra una Scania Babis y lo deja planchado en el pavimento. Y además, en escándalo. Éramos ya una piara de vándalos enceguecidos, irracionales, trotando como zombies entre la gente. Por suerte la flaca tuvo el buen tino de no parar en frente de la iglesia ni en frente de un colegio, cuando salen los pibes. Yo pensaba dentro de mi calentura, en Marquitos y Maite, que estarían preguntando por mí en la casa, buscándome para darme de comer. Yo jamás les daría ese tipo de espectáculos por mi voluntad. Creo que desistiría de servirme a una hembra como la flaca, aún viniendo ella a tentarme en el jardín de la casa, mirá lo que te digo. Por no mostrar frente a ellos lo indecoroso del sexo. Para algo me mandaron a la escuela, supongo. Pero en aquella jauría valía todo. Era como si el mundo exterior hubiese desaparecido para nosotros.

La gente nos miraba pasar con cierto dejo de temor y asco, o se corría contra la pared por miedo a que los atropelláramos ¡cómo sería el embale que llevábamos! Ya, más de una vez, al cruzar alguna calle, yo había escuchado frenadas, bocinazos, el chirrido de las gomas sobre el asfalto, pero no me había dado vuelta ni para mirar. La verdad es que no quería mirar a nadie. Ni a la gente. Es que sufría pensando en que pudiera verme algún amigo en ese trance, babeándome detrás de aquella perra. Que me viera algún amigo del abogado, o de doña Lucía. El arquitecto Constantini, por ejemplo, que diseñó el salón de juegos para los chicos y la pileta, que siempre que va a casa elogia lo cuidado y terso de mi pelaje. Que me viera así, mezclado entre esta banda de descastados, mordiéndome con los demás, atravesando charcos podridos, pisando mierda. Que me viera el primo de Mauricio, sin ir más lejos, el que le llevó al abogado a la Duquesa para cruzarla conmigo.

Dos noches enteras me dejaron con esa histérica encerrado en el patiecito del fondo para ver si pasaba algo. Pero yo sabía que me estaban espiando Florencia, Máxima y la hija de Máxima, ahí cuchicheando, meta chusmear, cagándose de risa de mí. Con esa falta de privacidad, con tanto público, nadie puede tener una relación satisfactoria. Pero hubiera sido terrible que el primo de Mauricio me viera por la calle y le contara al abogado: “Vi a su perro corriendo tras una hembra en celo por la calle Agrelo. Iba acompañado de una grupo de otros quince miserables”. Aunque no creo que le hubiera sido muy fácil reconocerme. Ya te hablé de la mugre que me cubría, del agua sucia que se nos había hecho barro entre las verijas, y las patas, todo, era un asco eso. O los ojos de loco, la expresión, digamos, demencial, porque en un momento me miré reflejado en una vidriera y me asusté de mi cara de extravío, de enajenación. Las pupilas dilatadas, la lengua colgándome afuera con una longitud que yo nunca hubiera imaginado que pudiera llegar a tener. Y allí estaba regalando mi ventaja. Yo sabía que la flaca era difícil, pero viva. Ella podía elegir, no mendigaba. Ella era consciente que tenía atrás un montón de pelotudos sin dignidad ni orgullo que obedecían al mínimo de sus caprichos. Podía echar una mirada y decir “Aquél dálmata, sí. El cuzco, no. Ese terrier también. El rengo, no”.

Y sabía elegir, no era boluda. Podía entonces diferenciar un perro bien cuidado, de otro muy choto. Podía darse cuenta de aquel que estaba bien cuidado, rollizo, fuerte, sano, del otro que no valía un carajo, el perro de la calle, imbécil, subalimentado, que no sabe obedecer ni una voz de mando, que no ha ido a la escuela, que no sabe que “sit” es “sit” ni que “down” es “down” y que no puede ni trotar dos pasos acomodándose al ritmo de caminar del amo. Por otro lado, ella ya me conocía de vista, no hay que olvidar que el año pasado hice la misma peregrinación tras la flaca sin ningún éxito. Y ella sabía que yo tengo mi buena alzada y que podía servirla sin hacer el más grande escándalo ni el ridículo que representa pirobar en plena calle. Ya lo había demostrado con el Negrito, un cuzco infecto de color indefinido, no más alto que una gallina, vecino de mi casa, que intentó trepársele en la primera parada que hizo la flaca cerca de la pinturería de Don Aldo. Aquella imagen de ese perrito ínfimo, viejo para colmo, abrazado a una pata trasera de la Flaca, realizando movimientos pélvicos espasmódicos, la lengua de un rojo, digamos, obsceno, colgándole como una tripa fuera de la boca, era peripatética. Mi competidor era otro. Un símil manto negro que venía tercero, seguramente producto de cien polvos diferentes, con algún gen de dogo argentino por ahí dando vueltas, a juzgar por los ojos colorados de infradotado que tenía, pero despierto, vivo, perspicaz. Un típico espécimen de la calle, que no se ha embrutecido aún del todo con la dieta de basura diferenciada y que tenía olfato intuitivo del perro hecho a la intemperie, piola para eludir patadas y saber adónde uno puede meterse en un lío y adónde no. Ese era el rival a vencer. Tenía buen tamaño y se lo veía fibroso y ágil. Trotaba de muy buen ritmo y su respiración no parecía agitada. Se le veía buen morro y mostraba ese algo canallesco y perverso que suelen adorar las hembras en los perros atorrantes. Y la flaca lo había visto. En cada una de sus sentadas de descanso, ella se hacía la desentendida, pero miraba. Pienso que sus escalas eran más de control que de descanso. Entrecerraba los ojos, preparaba los dientes para mantenernos a raya, y de paso cañazo repasaba el plantel que venía detrás suyo. Yo no sé. Habría hecho una apuesta, tal vez.  Tal vez le había apostado a una amiga del barrio que reuniría una cifra de más de dos dígitos siguiéndola. Se sentiría, digo yo, una diva de la TV. O un líder de la política. Una hembra predestinada. Yo casi no descartaba que, en algún momento, se detuviera, se trepara a un montículo y nos saliera con un discurso sobre los derechos del animal, algún fragmento de Indira Gandhi, alguno eslogan del feminismo, alguna cita de la Madre Teresa de Calcuta, algo de eso. Sin embargo, te digo, salvo el símil manto negro, el resto no era mensurable. Cuarto o quinto venía el bóxer de los Zamorano. Lo vi recién como a las veinte cuadras y se hizo bien el boludo, como si estuviéramos allí por otra cosa, buscando el diario o haciendo aerobic. Él hizo un movimiento así con la cabeza, como un saludo de desentendido para no demostrar interés, como diciendo: ¿Adónde van todos, che?”. Sexto o séptimo venía el engendro de la familia Mendoza Barrios, al que conozco porque es también de Kennel. Un sorete mínimo, buen perro, que suele mear en los mismos lugares donde yo lo hago en la plaza cuando nos sacan a pasear… Esa conducta obsecuente y copiona me revienta. Aunque no pueda decir que lo odie. Lo desprecio, apenas. Por atrás, alejado del lote, pude ver también al caniche de los Ochoa. El Rulo, que casi se muere de moquillo el año pasado. Nos peina el mismo peinador y es insufrible. Anda a los saltos entre la patota, convencido, seguramente, el pelotudo, de que era una caza del zorro. Los demás no contaban. Había una sarta de roñosos, con sarna algunos, llenos de moscas y mataduras. Otros que parece mentira que creyeran que podían tocarle un pelo tan siquiera a esa diosa de la flaca. Pero uno nunca sabe. El gusto de las hembras es inexplicable. El año pasado, ella terminó revolcándose con un misturado mugriento, impresentable, de una raza absolutamente indefinida, que no la largó como por media hora. Y ella tan pancha. Un asco. Un reverendo asco.

Pero yo no estaba dispuesto a aflojar, esta vuelta ya llevaba como cincuenta cuadras y no paraba. Habían aparecido edificios nuevos, olores desconocidos, veredas extrañas y la flaca parecía no detenerse. Yo escuchaba, dentro de mi barullo mental, el zumbido amenazador y cada vez más cercano del tráfico de la avenida. Pero no estaba dispuesto a renunciar, como otras veces. Es más, esa combinación de sexo y peligro me enervaba, jamás, de otra forma, me hubiera juntado con esa pandilla de pordioseros que corrían, jadeaban y ladraban en torno mío. Por un momento pensé, mirá qué cosa, si aquello no sería una trampa de la perrera. Mirá la persecuta. Dudé si la flaca, esa flaca esquiva e inalcanzable, no estaría trabajando para esos hijos de puta y nos estaría llevando a todos a una encerrona. Había allí ya casi una veintena de vagos repugnables que serían un bocado más que apetitoso para los guardias del lazo. Y admito que no me hubiera disgustado verlos a todos rumbo a la cámara de gas. Por mi parte, podía correr el riesgo. El concejal Rivera Collovini, amigo del abogado, ya había rescatado de la muerte al gran danés de los García Jurado cuando esa bestia se escapó de la casa. Bien podía hacer lo mismo por mí, llegado el caso. Máxime que yo no estaba dispuesto a ceder. Ganaría por obcecación. Por preponderancia del trabajo, como dijera Arlt. Por emperrado justamente. Mi único temor era que no apareciera el siberiano del negocio de ventas de kayaks. Las perras morían por los ojos azules. Pero al siberiano lo cuidaban como a una joya y lo tenían siempre atado de un tilo, en el jardincito del negocio. En un momento perdí la cuenta de cuántos éramos. Y no miraba hacia atrás, pero el rumor de pasos sobre el asfalto, por el vaho caliente y fétido del aliento que nos cubría como una nube atómica, calculo que no seríamos menos de cuarenta. ¡Hasta recuerdo un gato! No dentro del grupo, por supuesto, un testigo. Una visión fugaz, que nos miró pasar, sentado, sin inmutarse, desde el umbral de una puerta, cerca del cruce Alberdi. Nadie le dio bola, ni lo miró siquiera. ¡Una jauría que en otras circunstancias lo hubiera destrozado en una fracción de segundos si lo descubría! Solo un terrier chiquito, de esos peludos, se detuvo un momento frente a él como para atacarlo. Era pura parada, yo lo sabía. Jamás se hubiera atrevido a hacerlo por sí solo, sin nuestra ayuda. Pero se paró un instante como diciendo “¡Hey, acá hay un gato!”. Y nos miraba a nosotros que nos alejábamos, y el gato como esperando refuerzos. Ninguno le dio pelota. Había que ser un fundamentalista muy recalcitrante para abandonar el seguimiento de la flaca por un gato. Pero no me extrañó esa actitud del terrier. Se decía que era puto. Ya alguna vez lo había visto yo en actitudes muy sospechosas con un dálmata en la plaza Alberdi y, al parecer, el dálmata le estaba dando cuerda. Además, cuando íbamos detrás de la flaca, en un par de veces que ella se detuvo, un galgo del montón, de esos que no reconocen una liebre de una perdiz, se lo quiso montar al terrier y éste lo dejaba.

Al final, después de amagarle un par de veces al gato, se vino cagando con nosotros. Y el gato ni se inmutó. Hay que reconocerle eso a los gatos. Los huevos que tienen. Y algo más. Son más discretos para la relación sexual. Nada de correr en tropilla detrás de una hembra. Nada de andar dando un espectáculo violento de coger en las esquinas, ante la mirada horrorizada de las viejas o el fingir que no te han visto de los hombres. Ellos hacen lo suyo de noche y en los tejados. Lejos de la vista humana. Se cagan a arañazos, eso sí, y vuelven hechos flecos con sus patrones, pero mantienen un decoro. Me han dicho –y las he visto también- que las gatas gritan como marranas cuando se las cogen, pero esas son cosas de la pasión.

También dicen que los gatos tienen el pito en forma de flecha. Que lo meten y después no lo pueden sacar, y de allí los gritos. Pero nunca le escuché decir eso a ningún veterinario. Admito que los gatos son un error de la naturaleza, pero de allí a tener pito en forma de flecha ya me parece una exageración. Gritan las gatas porque les gusta y en eso no son demasiado recatadas. Uno poco puede afirmar que ha estado lejos del escándalo. Me acuerdo hace años atrás con una doberman, que quedamos abotonados más de una hora frente a un colegio de monjas. Eso es feo, lo admito. Es una experiencia jodida que no deseo ni al peor de mis enemigos.

Eso de tener que esperar tanto tiempo, cada uno mirando hacia latitudes diferentes, dando a entender que no ocurre nada extraño, escuchando, cagado de vergüenza, las preguntas improcedentes de los pibes a sus padres, o temiendo que se acerque alguna vecina caritativa o airada, con un balde de agua o, lo que es peor, un palo de escoba para terminar con ese escándalo.

Quien ha pasado por eso, ya ha pasado por todo. Pero yo no estaba dispuesto a ceder. Cuando vi que llegábamos a la Escuela República de México, me di cuenta que la flaca enfilaba directamente para la Avenida y no parecía dispuesta a detenerse. Se olía gasolina en el aire, y el humo de los escapes. Sin duda quería someternos a una última prueba de valor y destreza. Quería saber hasta dónde estaban dispuestos a arriesgar el cuero por ella y procuraba hacer una selección rigurosa que en nada podía envidiar a las que hacen para seleccionar astronautas. Era el momento de actuar. Era el momento de demostrar personalidad y tomar la iniciativa. Apuré el trote y puse mi hocico a la altura de su anca derecha. Con sólo inclinar la cabeza podía morderla. Sentí el perfume enloquecedor de su cuerpo. Reconozco que perdí la razón. Ella estaba allí, al alcance de mi tacto, como si fuera de control, en un temblequeo nervioso producto del movimiento del andar y el desenfrenado frenesí del deseo. Supe que podía ser mía. Giró la cabeza y me miró, me miró a los ojos. Y no vi nada más. Ni vi ni escuché ni sentí nada más. Sólo que hubo una terrible explosión y todo se me puso negro. Dicen que volé más de quince metros. Esa es la cagada de los trolebuses, son silenciosos. Uno no los escucha venir. Los que los defienden dicen que no hacen ruido y no solucionan. Por mí que se vayan todos a la reputa madre que los remil parió. Ni sé quién me trajo de vuelta a casa. No me puedo mover. Tengo un vendaje que pica una barbaridad y que me agarra las dos patas de atrás y hasta la cintura. Cada tres horas viene el veterinario y me pone una inyección que me duele más que la mierda. Para colmo el abogado se la pasa preguntando, muy caliente, para qué me habían mandado a la escuela. Casi no tengo ganas de comer y, como decía Hernández, por doler me duele hasta el aliento. Escucho decir a la señora que será mejor insistir con la dálmata. Pero que, al menos ya ha pasado el peligro de sacrificarme.




en Uno nunca sabe, 2000








miércoles, mayo 30, 2012

"Crepúsculo del espíritu", de Georg Trakl

Traducción de Juan Carlos Villavicencio




Silencioso en el borde del bosque se encuentra
un oscuro ciervo;
tenue acaba en la colina el viento del anochecer,

enmudece el lamento del mirlo,
y las suaves flautas del otoño
callan entre los juncos.

Sobre una nube negra
recorres ebrio de amapolas
el estanque nocturno,

el firmamento.
Siempre resuena la voz de luna de la hermana
a través de la noche espiritual.









Retrato de Georg Trakl, por Oskar Kokoschka








Geistliche Dämmerung


Stille begegnet am Saum des Waldes / Ein dunkles Wild; / Am Hügel endet leise der Abendwind, // Verstummt die Klage der Amsel, / Und die sanften Flöten des Herbstes / Schweigen im Rohr. // Auf schwarzer Wolke / Befährst du trunken von Mohn / Den nächtigen Weiher, // Den Sternenhimmel. / Immer tönt der Schwester mondene Stimme / Durch die geistliche Nacht.





martes, mayo 29, 2012

“La historia siguiente”, de Cees Nooteboom

Fragmento






Me desperté con la ridícula sensación de que tal vez ya estaba muerto, pero en ese momento no pude determinar si ya estaba muerto de veras, si había estado muerto, o si por lo contrario no lo estaba. La muerte —había aprendido- no era nada, y si estabas muerto —esto también lo había aprendido— se paraban todas las consideraciones. Así que esto no casaba, ya que todavía las tenía: consideraciones, pensamientos y recuerdos. Y aún estaba en alguna parte; un poco mas tarde resultaría incluso que podía andar, mirar, comer (el sabor dulce de esas pelotitas de masa hechas con leche materna y miel que toman los portugueses en el desayuno permanecía todavía, horas mas tarde, en mi boca). Podía pagar incluso con dinero de curso legal. Esto último fue, por lo que a mí respecta, lo más convincente. Te despiertas en una habitación en la que no te has dormido, tu cartera esta, como corresponde, en una silla junto a tu cama. Sabía también que estaba en Portugal, aunque la noche anterior me había acostado como siempre en Ámsterdam, pero con lo que no había contado es conque hubiera dinero portugués en mi cartera. La habitación misma la había reconocido inmediatamente. Al fin y a la postre allí se había desarrollado uno de los episodios mas importantes de mi vida, en la medida en que se pueda decir tal cosa de mi vida. Pero me desvío. Desde mi época de profesor sé que hay que contar todo al menos dos veces, y así dejar abierta la probabilidad de que surja orden en lo que parece caos. Por eso vuelvo a la primera hora de aquella mañana, el momento en el que abrí los ojos, que obviamente aún tenía. Alguien había dicho: «sentiremos las corrientes de aire entre las grietas de la construcción causal». Pues aquella mañana había una considerable corriente de aire en mí, aunque la primera visión fue la de un techo con unas cuantas vigas extremadamente sólidas que corrían paralelas; una estructura tal que, por su pureza funcional, evocaba reposo y seguridad, algo de lo que todo ser humano — por muy equilibrado que sea— tiene necesidad cuando vuelve del negro dominio del sueño. Funcionales eran esas vigas porque sostenían con su fuerza el piso superior, y pura era la estructura a causa de las distancias absolutamente iguales de las vigas entre sí. Así que esto tenía que haberme producido tranquilidad, pero ni hablar. Lo primero es que no eran mis vigas, y lo segundo es que resonaba desde arriba, en esta habitación, ese sonido de lascivia humana tan doloroso para mí. Sólo había dos posibilidades: o no era mi habitación, o no era yo, y en este caso tampoco eran mis ojos ni mis oídos, ya que no sólo las vigas eran mas estrechas que las de mi dormitorio en el Keizersgracht, sino que además allí no vivía nadie encima de mí que me pudiera molestar con su invisible pasión. Permanecí tumbado y muy quieto, aunque sólo fuera para hacerme a la idea de que quizá mis ojos no fueran mis ojos, lo que, naturalmente, es una complicada manera de decir que yacía allí quieto como la muerte porque tenía un miedo de muerte de ser alguien diferente. Ésta es la primera vez que intento contarlo y no es sencillo. No me atrevía a moverme, ya que si era otra persona, no sabía cómo debía hacerlo. Algo así. Mis ojos —así seguía llamándolos provisionalmente— miraban las vigas que no eran mis vigas, y mis oídos o los de ese eventual otro escuchaban el crescendo erótico de arriba coincidiendo con la sirena de una ambulancia en la calle, que tampoco emitía ya su sonido habitual. Me toqué los ojos y noté que al hacerlo los cerraba. Ciertamente, uno no se puede tocar los ojos, siempre se baja antes el telón que está hecho para esto; lo único que ocurre entonces es que, naturalmente, uno no se puede ver la mano con la que toca esos ojos velados. Bolas, eso tocaba. Si uno es osado puede incluso apretarlas un poco. Me avergüenza decir que, después de tantos años sobre la Tierra, todavía no sé de lo que consta un ojo en realidad. Córnea, retina, el iris y la pupila que en todo criptograma se convierten en flor y en alumna, ya sabía; pero la materia propiamente dicha, esa masa viscosa de jalea coagulada o gelatina, eso siempre me ha aterrorizado. Siempre se reían de mí cuando hablaba sobre gelatina, pero el duque de Cornwall, sin embargo, grita cuando arranca los ojos del conde de Gloucester en El rey Lear: «Out! vil e jelly!», y precisamente era en esto en lo que pensaba cuando apretaba esas bolas sin vista que eran o no eran mis ojos. Permanecí durante largo tiempo así tendido e intenté recordar la noche anterior. No hay nada excitante en las noches de un soltero como yo, si es que yo era aquel de quien se trataba. A veces se puede ver un perro intentando morderse su propio rabo. Entonces se forma una especie de ciclón perruno que concluye con la aparición del perro como perro saliendo de esa tormenta. Vacío, eso es lo que se ve entonces en los ojos del perro, y vacío era lo que yo sentía en esa cama extraña. Porque, suponiendo que yo no fuera yo y, por consiguiente, fuera alguien diferente (decir «nadie», pensé, sería ir demasiado lejos), entonces debería pensar, sin embargo, que los recuerdos de ese otro eran mis recuerdos; todo el mundo dice al fin y al cabo «mis recuerdos» para significar sus recuerdos.

Desgraciadamente siempre he tenido un gran dominio de mí mismo, de otro modo quizá hubiera gritado, y quienquiera que fuese ese otro disponía también de esta misma cualidad y se mantenía tranquilo. Resumiendo, aquel que yacía allí decidió hacer caso omiso de sus o de mis especulaciones y entregarse a la tarea del recuerdo, y visto que él —quienquiera que fuese— se decía a sí mismo «yo» en esa habitación de Lisboa que por descontado reconocía endiabladamente bien, me acordé de lo siguiente: la noche de un soltero que prepara su condumio en Ámsterdam, lo que en mi caso significa la apertura de una lata de judías blancas. «Lo mejor sería que las comieras aún frías, directamente de la lata», me dijo una vez una vieja amiga, y no andaba descaminada. El sabor es incomparable. Ahora tengo que explicar, naturalmente, todo lo que hago y soy, pero mejor lo aplazamos un poco hasta otra ocasión. Por lo demás, soy filólogo especializado en latín y griego, en otro tiempo profesor de lenguas muertas o, como decían mis alumnos, muerto profesor de lenguas. Debo de haber tenido entonces unos treinta años. Mi apartamento esta lleno de libros que me permiten vivir allí, entre ellos. Así pues, éste es el decorado, y así debió de haber sido anoche: un hombre más bien bajo, con el cabello rojizo, que ahora amenaza con volverse blanco, si es que por lo menos tiene aún esa oportunidad. Parezco comportarme como un ratón de biblioteca inglés del siglo pasado, vivo en un viejo sillón Chesterfield sobre el que hay un antiquísimo tapiz persa que evita la visión de sus salientes entrañas, y leo bajo una lámpara de pie con pantalla que se encuentra junto a la ventana. Leo siempre. Mis vecinos de enfrente, al otro lado del canal, alguna vez han dicho que siempre se alegran cuando regreso de mis viajes, ya que me consideran como una especie de faro. La mujer ha llegado a confesarme que a veces me observa con unos prismáticos.

—Cuando vuelvo a mirar después de una hora, usted sigue sentado igual que antes; a veces pienso sencillamente que esta usted muerto.
—Lo que usted llama muerte es en realidad concentración, señora — dije, ya que soy muy bueno truncando conversaciones no deseadas. Pero ella quería saber a toda costa lo que estaba leyendo. Éstos son momentos muy gratos, pues esta conversación tuvo lugar en De Klepel [1], el café de nuestro barrio, y yo tengo una voz potente, algunos llegan incluso a decir que agresiva—. Ayer por la noche estuve leyendo los Caracteres de Teofrasto, señora, y después leí algo de las Dionisíacas de Nono —entonces se hace el silencio durante un instante en el café, y todo el mundo me vuelve a dejar tranquilo.




Nota

[1] Klepel es la palabra utilizada en neerlandés para designar el badajo de la campana; en un sentido figurado también puede significar lengua.





en La historia siguiente, 2008









lunes, mayo 28, 2012

"Tres versiones de Judas", de Jorge Luis Borges





There seemed a certainty in degradation.
T. E. Lawrence: Seven Pillars of Wisdom, CIII

En el Asia Menor o en Alejandría, en el segundo siglo de nuestra fe, cuando Basílides publicaba que el cosmos era una temeraria o malvada improvisación de ángeles deficientes, Niels Runeberg hubiera dirigido, con singular pasión intelectual, uno de los coventículos gnósticos. Dante le hubiera destinado, tal vez, un sepulcro de fuego; su nombre aumentaría los catálogos de heresiarcas menores, entre Satornilo y Carpócrates; algún fragmento de su prédicas, exonerado de injurias, perduraría en el apócrifo Liber adversus omnes haereses o habría perecido cuando el incendio de una biblioteca monástica devoró el último ejemplar del Syntagma. En cambio, Dios le deparó el siglo veinte y la ciudad universitaria de Lund. Ahí, en 1904, publicó la primera edición de Kristus och Judas; ahí, en 1909, su libro capital Den hemlige Frälsaren. (Del último hay versión alemana, ejecutada en 1912 por Emili Schering; se llama Der heimliche Heiland.) Antes de ensayar un examen de los precitados trabajos, urge repetir que Nils Runeberg, miembro de la Unión Evangélica Nacional, era hondamente religioso. En un cenáculo de París o aun en Buenos Aires, un literato podría muy bien redescubrir las tesis de Runeberg; esas tesis, propuestas en un cenáculo, serían ligeros ejercicios inútiles de la negligencia o de la blasfemia. Para Runeberg, fueron la clave que descifra un misterio central de la teología; fueron materia de meditación y análisis, de controversia histórica y filológica, de soberbia, de júbilo y de terror. Justificaron y desbarataron su vida. Quienes recorran este artículo, deben asimismo considerar que no registra sino las conclusiones de Runeberg, no su dialéctica y sus pruebas. Alguien observará que la conclusión precedió sin duda a las «pruebas». ¿Quién se resigna a buscar pruebas de algo no creído por él o cuya prédica no le importa?

La primera edición de Kristus och Judas lleva este categórico epígrafe, cuyo sentido, años después, monstruosamente dilataría el propio Nils Runeberg: «No una cosa, todas las cosas que la tradición atribuye a Judas Iscariote son falsas» (De Quincey, 1857). Precedido por algún alemán, De Quincey especuló que Judas entregó a Jesucristo para forzarlo a declarar su divinidad y a encender una vasta rebelión contra el yugo de Roma; Runeberg sugiere una vindicación de índole metafísica. Hábilmente, empieza por destacar la superfluidad del acto de Judas. Observa (como Robertson) que para identificar a un maestro que diariamente predicaba en la sinagoga y que obraba milagros ante concursos de miles de hombres, no se requiere la traición de un apóstol. Ello, sin embargo, ocurrió. Suponer un error en la Escritura es intolerable; no menos tolerable es admitir un hecho casual en el más precioso acontecimiento de la historia del mundo. Ergo, la traición de Judas no fue casual; fue un hecho prefijado que tiene su lugar misterioso en la economía de la redención. Prosigue Runeberg: El Verbo, cuando fue hecho carne, pasó de la ubicuidad al espacio, de la eternidad a la historia, de la dicha sin límites a la mutación y a la carne; para corresponder a tal sacrificio, era necesario que un hombre, en representación de todos los hombres, hiciera un sacrificio condigno. Judas Iscariote fue ese hombre. Judas, único entre los apóstoles intuyó la secreta divinidad y el terrible propósito de Jesús. El Verbo se había rebajado a mortal; Judas, discípulo del Verbo, podía rebajarse a delator (el peor delito que la infamia soporta) y ser huésped del fuego que no se apaga. El orden inferior es un espejo del orden superior; las formas de la tierra corresponden a las formas del cielo; las manchas de la piel son un mapa de las incorruptibles constelaciones; Judas refleja de algún modo a Jesús. De ahí los treinta dineros y el beso; de ahí la muerte voluntaria, para merecer aun más la Reprobación. Así dilucidó Nils Runeberg el enigma de Judas.

Los teólogos de todas las confesiones lo refutaron. Lars Peter Engström lo acusó de ignorar, o de preterir, la unión hipostática; Axel Borelius, de renovar la herejía de los docetas, que negaron la humanidad de Jesús; el acerado obispo de Lund, de contradecir el tercer versículo del capítulo 22 del Evangelio de San Lucas.

Estos variados anatemas influyeron en Runeberg, que parcialmente reescribió el reprobado libro y modificó su doctrina. Abandonó a sus adversarios el terreno teológico y propuso oblicuas razones de orden moral. Admitió que Jesús, «que disponía de los considerables recursos que la Omnipotencia puede ofrecer», no necesitaba de un hombre para redimir a todos los hombres. Rebatió, luego, a quienes afirman que nada sabemos del inexplicable traidor; sabemos, dijo, que fue uno de los apóstoles, uno de los elegidos para anunciar el reino de los cielos, para sanar enfermos, para limpiar leprosos, para resucitar muertos y para echar fuera demonios (Mateo 10: 78; Lucas 9: 1). Un varón a quien ha distinguido así el Redentor merece de nosotros la mejor interpretación de sus actos. Imputar su crimen a la codicia (como lo han hecho algunos, alegando a Juan 12: 6) es resignarse al móvil más torpe. Nils Runeberg propone el móvil contrario: un hiperbólico y hasta ilimitado ascetismo. El asceta, para mayor gloria de Dios, envilece y mortifica la carne; Judas hizo lo propio con el espíritu. Renunció al honor, al bien, a la paz, al reino de los cielos, como otros, menos heroicamente, al placer.[1] Premeditó con lucidez terrible sus culpas. En el adulterio suelen participar la ternura y la abnegación; en el homicidio, el coraje; en las profanaciones y la blasfemia, cierto fulgor satánico. Judas eligió aquellas culpas no visitadas por ninguna virtud: el abuso de confianza (Juan 12: 6) y la delación. Obró con gigantesca humildad, se creyó indigno de ser bueno. Pablo ha escrito: «El que se gloria, gloríese en el Señor» (I Corintios 1: 31); Judas buscó el Infierno, porque la dicha del Señor le bastaba. Pensó que la felicidad, como el bien, es un atributo divino y que no deben usurparlo los hombres.[2]

Muchos han descubierto, post factum, que en los justificables comienzos de Runeberg está su extravagante fin y que Den hemlige Frälsaren es una mera perversión o exasperación de Kristus och Judas. A fines de 1907, Runeberg terminó y revisó el texto manuscrito; casi dos años transcurrieron sin que lo entregara a la imprenta. En octubre de 1909, el libro apareció con un prólogo (tibio hasta lo enigmático) del hebraísta dinamarqués Erik Erfjord y con este pérfido epígrafe: «En el mundo estaba y el mundo fue hecho por él, y el mundo no lo conoció» (Juan 1: 10). El argumento general no es complejo, si bien la conclusión es monstruosa. Dios, arguye Nils Runeberg, se rebajó a ser hombre para la redención del género humano; cabe conjeturar que fue perfecto el sacrificio obrado por él, no invalidado o atenuado por omisiones. Limitar lo que padeció a la agonía de una tarde en la cruz es blasfematorio.[3] Afirmar que fue hombre y que fue incapaz de pecado encierra contradicción; los atributos de impeccabilitas y de humanitas no son compatibles. Kemnitz admite que el Redentor pudo sentir fatiga, frío, turbación, hambre y sed; también cabe admitir que pudo pecar y perderse. El famoso texto «Brotará como raíz de tierra sedienta; no hay buen parecer en él, ni hermosura; despreciado y el último de los hombres; varón de dolores, experimentado en quebrantos» (Isaías 53: 23), es para muchos una previsión del crucificado, en la hora de su muerte; para algunos (verbigracia, Hans Lassen Martensen), una refutación de la hermosura que el consenso vulgar atribuye a Cristo; para Runeberg, la puntual profecía no de un momento sino de todo el atroz porvenir, en el tiempo y en la eternidad, del Verbo hecho carne. Dios totalmente se hizo hombre hasta la infamia, hombre hasta la reprobación y el abismo. Para salvarnos, pudo elegir cualquiera de los destinos que traman la perpleja red de la historia; pudo ser Alejandro o Pitágoras o Rurik o Jesús; eligió un ínfimo destino: fue Judas.

En vano propusieron esa revelación las librerías de Estocolmo y de Lund. Los incrédulos la consideraron, a priori, un insípido y laborioso juego teológico; los teólogos la desdeñaron. Runeberg intuyó en esa indiferencia ecuménica una casi milagrosa confirmación. Dios ordenaba esa indiferencia; Dios no quería que se propalara en la tierra Su terrible secreto. Runeberg comprendió que no era llegada la hora: Sintió que estaban convergiendo sobre él antiguas maldiciones divinas; recordó a Elías y a Moisés, que en la montaña se taparon la cara para no ver a Dios; a Isaías, que se aterró cuando sus ojos vieron a Aquel cuya gloria llena la tierra; a Saúl, cuyos ojos quedaron ciegos en el camino de Damasco; al rabino Simeón ben Azaí, que vio el Paraíso y murió; al famoso hechicero Juan de Viterbo, que enloqueció cuando pudo ver a la Trinidad; a los Midrashim, que abominan de los impíos que pronuncian el Shem Hamephorash, el Secreto Nombre de Dios. ¿No era él, acaso, culpable de ese crimen oscuro? ¿No sería ésa la blasfemia contra el Espíritu, la que no será perdonada (Mateo 12: 31)? Valerio Sorano murió por haber divulgado el oculto nombre de Roma; ¿qué infinito castigo sería el suyo, por haber descubierto y divulgado el horrible nombre de Dios?

Ebrio de insomnio y de vertiginosa dialéctica, Nils Runeberg erró por las calles de Malmö, rogando a voces que le fuera deparada la gracia de compartir con el Redentor el Infierno.

Murió de la rotura de un aneurisma, el primero de marzo de 1912. Los heresiólogos tal vez lo recordarán; agregó al concepto del Hijo, que parecía agotado, las complejidades del mal y del infortunio.






en Ficciones, 1944







[1] Borelius interroga con burla: «¿Por qué no renunció a renunciar? ¿Porqué no a renunciar a renunciar?»

[2] Euclydes da Cunha, en un libro ignorado por Runeberg, anota que para el heresiarca de Canudos, Antonio Conselheiro, la virtud «era una casi impiedad». El lector argentino recordará pasajes análogos en la obra de Almafuerte. Runeberg publicó, en la hoja simbólica Sju insegel, un asiduo poema descriptivo, «El agua secreta»; las primeras estrofas narran los hechos de un tumultuoso día; las últimas, el hallazgo de un estanque glacial; el poeta sugiere que la perduración de esa agua silenciosa corrige nuestra inútil violencia y de algún modo la permite y la absuelve. El poema concluye así: «El agua de la selva es feliz; podemos ser malvados y dolorosos.»

[3] Maurice Abramowicz observa: «Jésus, d'aprés ce scandinave, a toujours le beau rôle; ses déboires, grâce à la science des typographes, jouissent d'une réputabon polyglotte; sa résidence de trentetrois ans parmi les humains ne fut en somme, qu'une villégiature». Erfjord, en el tercer apéndice de la Christelige Dogmatik refuta ese pasaje. Anota que la crucifixión de Dios no ha cesado, porque lo acontecido una sola vez en el tiempo se repite sin tregua en la eternidad. Judas, ahora, sigue cobrando las monedas de plata; sigue besando a Jesucristo; sigue arrojando las monedas de plata en el templo; sigue anudando el lazo de la cuerda en el campo de sangre. (Erlord, para justificar esa afirmación, invoca el último capítulo del primer tomo de la Vindicación de la eternidad, de Jaromir Hladík).










domingo, mayo 27, 2012

“Lluvia sobre los álamos”, de Su Tung P’o







Mi vecino del Este tiene un
Bosquecillo de álamos. Esta noche
La lluvia suena quejumbrosa en
Ellos. Solo en mi ventana, no puedo
Dormir. Los insectos de otoño
Se arraciman, atraídos por mi lámpara.




en Cien poemas chinos, 2001







sábado, mayo 26, 2012

"Paisaje de clínica", de Jorge Teillier






a Rolando Cárdenas

Ha llegado el tiempo
En que los poetas residentes
Escriban acrósticos
A las hermanas de los maníaco-depresivos
Y a las telefonistas.

Los alcohólicos en receso
Miran el primer volantín
Elevado por el joven psicópata.

Sólo un loco rematado
Descendiente de alemanes
Tiene permiso para ir a comprar “El Mercurio”.

Tratemos de descifrar
Los mensajes clandestinos
Que una bandada de tordos
Viene a transmitir a los almendros
Que traspasan los alambres de púa.

William Gray, marino escocés,
Pasado su quinto delirium
Nos dice que fue peor el que sufrió en el Golfo Pérsico
Y recita a Robert Burns
Mientras el “Clanmore”, su barco, ya está en Tocopilla.

Ha llegado el tiempo
En que de nuevo se obedece a las campanas
Y es bueno comprar coca – cola
A los Hermanos Hospitalarios.

El Pintor no cree
En los tréboles de cuatro hojas
Y planea su próximo suicidio
Herborizando entre yuyos donde espera hallar cannabis
Para enviarla como tarjeta de Pascua
A los parientes que lo encerraron.

Los caballos aran preparando el barbecho.
En labor-terapia
Los mongólicos comen envases de clorpromazina.

Saludo a los amigos muertos de cirrosis
Que me alargan la punta florida de las yemas
De la avenida de los ciruelos.

La Virgen del Carmen
Con su sonrisa de yeso azul
Contempla a su ahijado
Que con los nudillos rotos
Dormita al sol atiborrado de Valium 10.

(En el Reino de los Cielos
todos los médicos serán dados de baja).

Aquí por fin puedes tener
Un calendario con todos los días
Marcados de rojo
O de blanco.

Es la hora de dormir –oh abandonado—
Que junto al inevitable crucifijo de la cabecera
Velen por nosostros
Nuestra Señora la Apomorfina
Nuestro señor el Antabus
El Mogadón, el Pentotal, el Electroshock.












en Para un pueblo fantasma, 1978












viernes, mayo 25, 2012

“Mar muerto”, de Augusto D’Halmar







I

He visto el lago Asfaltites. Y es el día, como una losa de plomo, sin epitafio, y por la noche, una noche sin firmamento.




II

Y me lo he imaginado, cuando era viviente mar, y en su superficie se formaba la borrasca y la tempestad en su fondo.




III

Después fue haciéndose en sus profundidades la calma; pero en los bordes todavía rizábanse las olas.




IV

Hasta que un día, o acaso una noche, se durmió, para no despertarse, el Mar Muerto.




V

Y yo he pensado en el amor de mi adolescencia, mi primer amor, en mis amores de hombre y en mi olvido de ahora. Y una impalpable ceniza se ha cernido sobre la lápida de plomo de mi corazón, donde no hay ningún epitafio.



en Palabras para canciones, 1942









jueves, mayo 24, 2012

"Poemas del éxtasis", de Gabriela Mistral

Fragmentos




VIII.- La sombra

Sal por el campo al atardecer y déjame tus huellas sobre la hierba, que yo voy tras ti. Sigue por el sendero acostumbrado, llega a las alamedas de oro, sigue por las alamedas de oro hasta la sierra amoratada. Y camina entregándote a las cosas, palpando los troncos, para que me devuelvan, cuando yo pase, tu caricia. Mírate en las fuentes y guárdenme las fuentes un instante el reflejo de tu cara, hasta que yo pase. Porque a ti yo no podré verte más en la Tierra de los hombres.





IX.- Si viene la muerte

Si te ves herido no temas llamarme. Llámame desde donde te halles, aunque sea el lecho de la vergüenza. Y yo iré, aun cuando estén erizados de espinos los llanos hasta tu puerta.

No quiero que ninguno, ni Dios, te acomode la almohada bajo la cabeza.

Estoy guardando mi cuerpo para resguardar de la lluvia y las nieves tu sepultura. Mi mano quedará sobre tus ojos para que no miren la noche tremenda.










en Desolación, 1922











miércoles, mayo 23, 2012

“Crítica literaria”, de Martín Cinzano







No me gustan tus falsas crónicas, jovenazo:
            cuánta cita      cuánta pretensión
            son como las consignas patéticas de un pedante
            y la verdad no hay en ellas el más leve rastro de México
            ni de nosotras las poetas mexicanas
            ni del verdadero pueblo mexicano
            ni mucho menos de ése tu país del sur
            del que tan poco hablas sino es con un tono francamente
            ambiguo
sentenció la muchacha
            y agregó:
            ojalá no sigas escribiendo      lo digo muy en serio
            por otra parte
            eso de mirarnos el culo en vez de mirarnos las chichis
            NO ES NADA DIVERTIDO, gritó con fuerza
            la muchacha
            y por encima de ella tronó el vozarrón del viento
            y algunos peseros tocaron el claxon
            y un par de transeúntes se detuvieron
            con la esperanza de asistir gratis a un round de box
            en plena calle
Pero sólo se trataba de dos seres enemistados por la escritura
            un episodio tan banal
            nadie se desviaría del camino por algo así
La lluvia de las cinco de la tarde por cierto
ya empezaba a caer con violencia sobre el pavimento de Juárez
            pretexto ideal para correr rápido a casa
meterse en la cama
y olvidarlo todo     



en Perdido, 2011

Fotografía: Graciela Iturbide







martes, mayo 22, 2012

“El gran inquisidor”, de Fedor Dostoievski

Fragmento del Libro V de Los hermanos Karamazov




He aquí que Él ha querido mostrarse, aunque sólo por un momento, al pueblo doliente y miserable, al pueblo corrompido por el pecado, pero al que Él ama ingenuamente. La acción se desarrolla en España, en Sevilla, en la época más terrible de la Inquisición, cuando a diario se encendían las piras y “En magníficos autos de fe se quemaban horrendos herejes”. No es así como Él prometió venir, al final del tiempo, en toda su gloria celestial, súbitamente, “como el relámpago que brilla desde Oriente hasta Occidente”. No, no ha venido así; ha venido a ver a sus niños, precisamente en los lugares donde crepitan las hogueras encendidas para los herejes. En su misericordia infinita, desciende a mezclarse con los hombres bajo la forma que tuvo durante los tres años de su vida pública. Vedlo en las calles radiantes de la ciudad meridional, donde precisamente el día anterior el gran inquisidor ha hecho quemar un centenar de herejes ad majorem Dei gloriam, en presencia del rey, de los cortesanos y los caballeros, de los cardenales y las más encantadoras damas de la corte. Ha aparecido discretamente, procurando que nadie lo vea, y, cosa extraña, todos lo reconocen (…). Atraído por una fuerza irresistible, el pueblo se apiña en torno de Él y sigue sus pasos. El Señor se desliza en silencio entre la muchedumbre, con una sonrisa de infinita piedad. Su corazón se abrasa de amor, en sus ojos resplandecen la luz, la sabiduría, la fuerza. Su mirada, radiante de amor, despierta el amor en los corazones. El Señor tiende los brazos hacia la multitud y la bendice. El contacto con su cuerpo, incluso con sus ropas, cura todos los males. Un anciano que está ciego desde su infancia grita entre la muchedumbre: “¡Señor: cúrame, y así podré verte!” Entonces cae de sus ojos una especie de escama, y el ciego ve. El pueblo derrama lágrimas de alegría y besa el suelo que Él va pisando. Los niños arrojan flores en su camino. Se oyen cantos y gritos de “¡Hosanna!”. La multitud exclama: “¡Es Él, no puede ser nadie más que Él!” Se detiene en el atrio de la catedral de Sevilla, y en este momento llega un grupo de gente que transporta un pequeño ataúd blanco donde descansa una niña de siete años, hija única de un personaje. La muerta está cubierta de flores. De la multitud sale una voz que dice a la afligida madre: “¡Él resucitará a tu hija!”. El sacerdote precede al ataúd y mira hacia la muchedumbre, perplejo y con las cejas fruncidas. De pronto la madre lanza un grito y se arroja a los pies del Señor. “¡Si eres Tú, resucita a mi hija!”. Y le tiende los brazos.

El cortejo se detiene y depositan el ataúd en las losas. El Señor le dirige una mirada llena de piedad y otra vez dice dulcemente: “Talitha koum”. Y la muchacha se levanta. La muerta, después de incorporarse, queda sentada y mira alrededor, sonriendo con un gesto de asombro. En su mano se ve el ramo de rosas blancas que han depositado en su ataúd. Entre la multitud se ven rostros pasmados y se oyen llantos y gritos. En este momento pasa por la plaza el cardenal que ostenta el cargo de gran inquisidor. Es un anciano de casi noventa años, rostro enjuto y ojos hundidos, pero en los que se percibe todavía una chispa de luz. Ya no lleva la suntuosa vestidura con que se pavoneaba ante el pueblo cuando se quemaba a los enemigos de la Iglesia romana: vuelve a vestir su viejo y burdo hábito. A cierta distancia le siguen sus sombríos ayudantes y la guardia del Santo Oficio. Se detiene y se queda mirando desde lejos el lugar de la escena. Lo ha visto todo: el ataúd depositado ante Él, la resurrección de la muchacha... Su semblante cobra una expresión sombría, se fruncen sus pobladas cejas y sus ojos despiden una luz siniestra. Señala con el dedo al que está ante el ataúd y ordena a su escolta que lo detenga. Tanto es su poder y tan acostumbrado está el pueblo a someterse a su autoridad, a obedecerle temblando, que la muchedumbre se aparta para dejar paso a los esbirros. En medio de un silencio de muerte, los guardias del Santo Oficio prenden al Señor y se lo llevan.

Como un solo hombre, el pueblo se inclina hasta tocar el suelo ante el anciano inquisidor, que lo bendice sin pronunciar palabra y continúa su camino. Se conduce al prisionero a la vieja y sombría casa del Santo Oficio y se le encierra en una estrecha celda abovedada. Se acaba el día, llega la noche, una noche de Sevilla, cálida, bochornosa. El aire está saturado de aromas de laureles y limoneros. En las tinieblas se abre de súbito la puerta de hierro del calabozo y aparece el gran inquisidor con una antorcha en la mano. Llega solo. La puerta se cierra tras él. Se detiene junto al umbral, contempla largamente la Santa Faz. Al fin se acerca a Él, deja la antorcha sobre la mesa y dice:
“¿Eres Tú, eres verdaderamente Tú?”

No recibe respuesta. Añade inmediatamente:
“–No digas nada; cállate. Por otra parte, ¿qué podrías decir? Demasiado lo sé. No tienes derecho a añadir ni una sola palabra a lo que ya dijiste en otro tiempo. ¿Por qué has venido a trastornarnos? Porque tu llegada es para nosotros un trastorno, bien lo sabes. ¿Qué ocurrirá mañana? Ignoro quién eres. ¿Eres Tú o solamente su imagen? No quiero saberlo. Mañana te condenaré y morirás en la hoguera como el peor de los herejes. Y los mismos que hoy te han besado los pies, mañana, a la menor indicación mía, se aprestarán a alimentar la pira encendida para ti. ¿Lo sabes?... Tal vez lo sepas.”

Y el anciano queda pensativo, con la mirada fija en el preso (…) y espera un instante la respuesta del Preso. Éste guarda silencio, un silencio que pesa en el inquisidor. El Cautivo le ha escuchado con el evidente propósito de no responderle, sin apartar de él sus ojos penetrantes y tranquilos. El viejo habría preferido que Él dijera algo, aunque sólo fueran algunas palabras amargas y terribles. De pronto, el Preso se acerca en silencio al nonagenario y le da un beso en los labios exangües. Ésta es su respuesta. El viejo se estremece, mueve los labios sin pronunciar palabra. Luego se dirige a la puerta, la abre y dice: “¡Vete y no vuelvas nunca, nunca!”. Y lo deja salir a la ciudad en tinieblas.







1880






Contribución a Dscntxt de Roberto Marconi




lunes, mayo 21, 2012

“La metafísica policiaca”, de Umberto Eco







No es casual que el libro comience como si fuese una novela policíaca (y siga engañando al lector ingenuo hasta el final, y hasta es posible que el lector ingenuo no se dé cuenta de que se trata de una novela policíaca donde se descubre bastante poco y donde el detective es derrotado). Creo que a la gente no le gustan las novelas policíacas porque haya asesinatos, ni porque en ellas se celebre el triunfo final del orden (intelectual, social, legal y moral) sobre el desorden de la culpa. La novela policíaca constituye una historia de conjetura, en estado puro. Pero también una detección médica, una investigación científica e, incluso, una interrogación metafísica, son casos de conjetura. En el fondo, la pregunta fundamental de la filosofía (igual que la del psicoanálisis) coincide con la de la novela policíaca: ¿quién es el culpable? Para saberlo (para creer que se sabe) hay que conjeturar que todos los hechos tienen una lógica, la lógica que les ha impuesto el culpable. Toda historia de investigación y conjetura nos cuenta algo con lo que convivimos desde siempre (cita seudo-heideggeriana). A estas alturas se habrá comprendido por qué mi historia inicial (¿quién es el asesino?) se ramifica en tantas otras historias, todas ellas historias de otras conjeturas, todas ellas alrededor de la estructura de la conjetura como tal.

Un modelo abstracto de esa estructura es el laberinto. Pero hay tres tipos de laberinto. Uno es el griego, el de Teseo. Ese laberinto no permite que nadie se pierda: entras y llegas al centro, y luego vuelves desde el centro a la salida. Por eso en el centro está el Minotauro; si no, la historia no tendría sal, sería un mero paseo. El terror, en todo caso, surge porque no se sabe dónde llegaremos ni qué hará el Minotauro. Pero si desenrollamos el laberinto clásico, acabamos encontrando un hilo: el hilo de Ariadna. El laberinto clásico es el hilo de Ariadna de sí mismo.

Luego está el laberinto manierista: si lo desenrollamos, acabamos encontrando una especie de árbol, una estructura con raíces y muchos callejones sin salida. Hay una sola salida, pero podemos equivocarnos. Para no perdernos, necesitamos un hilo de Ariadna. Este laberinto es un modelo de trial-and-error process.

Por último, está la red, o sea la que Deleuze-Guattari llaman rizoma. En el rizoma, cada calle puede conectarse con cualquier otra. No tiene centro, ni periferia, ni salida, porque es potencialmente infinito. El espacio de la conjetura es un espacio rizomático. El laberinto de mi biblioteca sigue siendo un laberinto manierista, pero el mundo en que Guillermo se da cuenta de que vive ya tiene una estructura rizomática: o sea que es estructurable pero nunca está definitivamente estructurado.

Un muchacho de diecisiete años me dijo que no entendió nada de las discusiones teológicas, pero que funcionaban como prolongaciones del laberinto espacial (como si fuesen música thrilling en una película de Hitchcock). Creo que sucedió algo por el estilo: hasta el lector ingenuo barruntó que se encontraba ante una historia de laberintos, y no de laberintos espaciales. Podríamos decir que, paradójicamente, las lecturas más ingenuas eran las más «estructurales». El lector ingenuo entró en contacto directo, sin la mediación de los contenidos, con el hecho de que es imposible que exista una historia.


en Apostillas a El nombre de la rosa, 1985






domingo, mayo 20, 2012

“Mi Dios es Maradona”*. Entrevista a Didier Drogba, de Jack Bell

2006



Didier Drogba se unió al Chelsea en mayo de 2004 proveniente del Olympique de Marsella de Francia por casi $50 millones. Fue la transferencia más grande en la historia del Chelsea desde que el ucraniano Andriy Shevchenko se trasladó al Stamford Bridge procedente del AC Milan el verano pasado.

Nacido en Abidjan, Costa de Marfil, en 1978, Drogba se trasladó a Francia a temprana edad a vivir con su tío, Michel Goba, un futbolista profesional. Drogba se ha convertido en un goleador impresionante, metiendo 15 en la red para el Chelsea en todas las competiciones de este año y está empatado en el liderato en la English Premier League (EPL) con nueve goles.

Drogba, que va mejorando su inglés, habló con The New York Times por teléfono desde Londres.

Yo estaba leyendo algunos de tus datos biográficos y vi que comenzaste tu carrera futbolística como defensa. ¿Cómo sucedió y cómo llegaste a pasar de la defensa al ataque?
Sucedió cuando tenía 11 años, porque mi tío me dijo que yo estaba marcando demasiados goles para ser lateral derecho. Me dijo que tenía que ir al frente y entonces marcar muchos goles, muchos desde esa posición. Tenía muchas ganas de estar al frente de todos modos. Disfrutaba marcar goles. Hay una sensación distinta cuando se marcan goles.

¿Fue difícil para ti el traslado de Francia a Inglaterra?
Es normal que tome tiempo adaptarse. Viniendo de Francia, con su agradable clima y trasladarse a un país diferente. Me tomó tiempo adaptarme a Inglaterra. Es normal para un jugador de fútbol cuando pasas toda tu vida en un país, entonces tienes que cambiar. Es realmente otro desafío.

¿Qué fue lo más difícil?
Cuando llegas, no entiendes lo te dice la gente, porque no puedes hablar el idioma. Es muy difícil porque el fútbol es muy universal. Es fácil entender lo que está pasando en la cancha, con tu entrenador, tus compañeros de equipo. Pero cuando sales con tu familia a cenar, a hacer compras, a pasear por la ciudad, no siempre es fácil.

Has marcado algunos goles tremendos desde que estás en el Chelsea, entre ellos el maravilloso gol en Barcelona en la Liga de Campeones [2006]. ¿Hay una meta que se tiene en cuenta que lo mejor de ti?
Creo que podemos decir que todos los goles que he metido son muy importantes. Tal vez porque soy fuerte, tal vez porque soy afortunado a veces. Me pareció que la mejor manera para mí para jugar en Inglaterra fue adaptarme. Después de dos años, eso lo entiendo. Que lo más difícil es jugar muchos partidos y no tener tiempo libre. Cuando llegué por primera vez al Chelsea sólo tuve siete días de descanso. El segundo año, sólo tuve 15 días. Y ese año fue difícil comenzar la temporada, porque sólo había un mes de descanso debido al Mundial. Pero me siento bien ahora. Cuando tu cuerpo es lozano puedes dar todo y correr por todas partes.

¿Se ha hablado mucho recientemente y se han escrito un montón de historias en la prensa acerca de la primera temporada de Shevchenko en el Chelsea. Algunas personas piensan que no es feliz y que pronto podría volver a Italia. ¿Crees que es normal para un jugador recién llegado luchar en el Chelsea y en Inglaterra?
Creo que él está pasando por algunas de las mismas cosas que yo pasé. No temo por él, estoy seguro de él. Sé que los ingleses quieren que marques rápido, que corras por todas partes. Pero no es fácil cuando no estás acostumbrado a jugar de esa manera, al estilo inglés. Él vino de Milán, donde juegan fútbol de una manera distinta. Es una diferente cultura en términos de fútbol.

Estaba navegando por internet recientemente y me encontré con una historia acerca de un video juego que incluye a Thierry Henry y a ti, y lo califica como el máximo goleador del mundo. Dijiste algo acerca de ser el mejor. ¿Cuál es la historia?
Fue una broma. Estábamos haciendo un poco de publicidad para este juego y yo estaba bromeando. No hay nada entre él y yo, somos amigos. Y yo no soy de ese tipo de persona que diga que soy el mejor. No corresponde a mí decirlo. Corresponde a los periodistas y a los hinchas de fútbol. El juego es un deporte colectivo, no un deporte individual. Mira un deporte como el tenis: es más fácil decir que Roger Federer es el mejor. Pero en el fútbol, un delantero no puede marcar solo. Necesitas que te llegue la pelota para poder hacer algo. Puedes ser el mejor delantero, pero si no te dan la pelota es difícil hacer algo.

¿Es extraño para ti y para el club estar en el segundo lugar en la EPL?
La temporada que llegué a Inglaterra empezamos así. El Arsenal iba al frente y nosotros estábamos algo así como cinco puntos por detrás. Sé lo que es estar en el segundo lugar, pero, en cierto modo, no es usual para nosotros, para el Chelsea. Pero esto es algo bueno para nosotros. Hemos sido los mejores durante dos años y creo que a la gente no le gusta admitirlo. Todos los partidos que tenemos por jugar son importantes para ganar. Si le ganamos al Arsenal y luego perdemos ante el próximo rival entonces estaremos en problemas.

Ayudaste a liderar a Costa de Marfil en su primera aparición en las fases finales de la Copa del Mundo. ¿Qué tan importante fue para ti?
El Mundial significa mucho, significa todo. Mirando cuatro años atrás, Costa de Marfil no tenía sponsor, ni equipo y el país estaba en problemas. También fue difícil juntar a los jugadores. Tuvimos un difícil grupo de clasificación con Camerún, pero lo que hicimos fue fantástico para nuestro pueblo. Fue una gran hazaña. Para mí, significó mucho jugar para Costa de Marfil. Fue una experiencia fantástica, aunque terminara siendo una desilusión. Fue una gran experiencia y esperamos volver a hacerlo el 2010.

Durante el Mundial hubo algunas historias de Alemania diciendo que querías dejar el Chelsea, que te habían visto almorzando con un funcionario del AC Milan. ¿Había algo de verdad en esas historias?
Al final de cada temporada la gente habla de a quién se está transfiriendo, quién se queda. Yo sabía en mi corazón que iba a ser uno de los más grandes delanteros del mundo. No hay nada malo en ello. Pero siempre estás pensando en ser digno del mejor club y para mí ese club fue el Chelsea y con José [Mourinho]. Él siempre me ha dado confianza y eso es muy importante para mí. ¿Dejar el Chelsea? Simplemente no es tema.

Desde que llegó a Stamford Bridge el club ha seguido fichando a algunos de los mejores jugadores del mundo. ¿Te preocupa tener suficiente tiempo de juego?
La competencia es muy intensa. Todos quieren jugar. Al final todos se encuentran detrás del equipo, incluso los jugadores que no juegan. Cuando ganamos, es el nombre del Chelsea el que gana, no el individuo.







en The New York Times, 2006






* Nota Dscntxt: el título proviene de una declaración de Drogba en la previa a la final de la Champions League 2012, en la que el Chelsea se quedó con la victoria ante el Bayern München.






sábado, mayo 19, 2012

“Lenguaje”, de Andrés Morales






Tanta confusión de las palabras,
tanta Torre de Babel y tanto grito
perdido, en medio de la plaza
o a oscuras en la casa a medianoche.

Tantas cosas que se dicen desdiciendo
repetidas, infinitamente, siempre
o nunca, para entonces, ad aeternum,
vacío de la voz y la grafía.

No me sirve este lenguaje mutilado:

Solo el gesto, la tibieza, algún abrazo.



en Los cantos de la Sibila, 2009