lunes, mayo 21, 2012

“La metafísica policiaca”, de Umberto Eco







No es casual que el libro comience como si fuese una novela policíaca (y siga engañando al lector ingenuo hasta el final, y hasta es posible que el lector ingenuo no se dé cuenta de que se trata de una novela policíaca donde se descubre bastante poco y donde el detective es derrotado). Creo que a la gente no le gustan las novelas policíacas porque haya asesinatos, ni porque en ellas se celebre el triunfo final del orden (intelectual, social, legal y moral) sobre el desorden de la culpa. La novela policíaca constituye una historia de conjetura, en estado puro. Pero también una detección médica, una investigación científica e, incluso, una interrogación metafísica, son casos de conjetura. En el fondo, la pregunta fundamental de la filosofía (igual que la del psicoanálisis) coincide con la de la novela policíaca: ¿quién es el culpable? Para saberlo (para creer que se sabe) hay que conjeturar que todos los hechos tienen una lógica, la lógica que les ha impuesto el culpable. Toda historia de investigación y conjetura nos cuenta algo con lo que convivimos desde siempre (cita seudo-heideggeriana). A estas alturas se habrá comprendido por qué mi historia inicial (¿quién es el asesino?) se ramifica en tantas otras historias, todas ellas historias de otras conjeturas, todas ellas alrededor de la estructura de la conjetura como tal.

Un modelo abstracto de esa estructura es el laberinto. Pero hay tres tipos de laberinto. Uno es el griego, el de Teseo. Ese laberinto no permite que nadie se pierda: entras y llegas al centro, y luego vuelves desde el centro a la salida. Por eso en el centro está el Minotauro; si no, la historia no tendría sal, sería un mero paseo. El terror, en todo caso, surge porque no se sabe dónde llegaremos ni qué hará el Minotauro. Pero si desenrollamos el laberinto clásico, acabamos encontrando un hilo: el hilo de Ariadna. El laberinto clásico es el hilo de Ariadna de sí mismo.

Luego está el laberinto manierista: si lo desenrollamos, acabamos encontrando una especie de árbol, una estructura con raíces y muchos callejones sin salida. Hay una sola salida, pero podemos equivocarnos. Para no perdernos, necesitamos un hilo de Ariadna. Este laberinto es un modelo de trial-and-error process.

Por último, está la red, o sea la que Deleuze-Guattari llaman rizoma. En el rizoma, cada calle puede conectarse con cualquier otra. No tiene centro, ni periferia, ni salida, porque es potencialmente infinito. El espacio de la conjetura es un espacio rizomático. El laberinto de mi biblioteca sigue siendo un laberinto manierista, pero el mundo en que Guillermo se da cuenta de que vive ya tiene una estructura rizomática: o sea que es estructurable pero nunca está definitivamente estructurado.

Un muchacho de diecisiete años me dijo que no entendió nada de las discusiones teológicas, pero que funcionaban como prolongaciones del laberinto espacial (como si fuesen música thrilling en una película de Hitchcock). Creo que sucedió algo por el estilo: hasta el lector ingenuo barruntó que se encontraba ante una historia de laberintos, y no de laberintos espaciales. Podríamos decir que, paradójicamente, las lecturas más ingenuas eran las más «estructurales». El lector ingenuo entró en contacto directo, sin la mediación de los contenidos, con el hecho de que es imposible que exista una historia.


en Apostillas a El nombre de la rosa, 1985






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