No es casual que el libro comience como si fuese una
novela policíaca (y siga engañando al lector ingenuo hasta el final, y hasta es
posible que el lector ingenuo no se dé cuenta de que se trata de una novela
policíaca donde se descubre bastante poco y donde el detective es derrotado).
Creo que a la gente no le gustan las novelas policíacas porque haya asesinatos,
ni porque en ellas se celebre el triunfo final del orden (intelectual, social,
legal y moral) sobre el desorden de la culpa. La novela policíaca constituye
una historia de conjetura, en estado puro. Pero también una detección médica,
una investigación científica e, incluso, una interrogación metafísica, son
casos de conjetura. En el fondo, la pregunta fundamental de la filosofía (igual
que la del psicoanálisis) coincide con la de la novela policíaca: ¿quién es el
culpable? Para saberlo (para creer que se sabe) hay que conjeturar que todos
los hechos tienen una lógica, la lógica que les ha impuesto el culpable. Toda historia
de investigación y conjetura nos cuenta algo con lo que convivimos desde siempre
(cita seudo-heideggeriana). A estas alturas se habrá comprendido por qué mi
historia inicial (¿quién es el asesino?) se ramifica en tantas otras historias,
todas ellas historias de otras conjeturas, todas ellas alrededor de la
estructura de la conjetura como tal.
Un modelo abstracto de esa estructura es el laberinto.
Pero hay tres tipos de laberinto. Uno es el griego, el de Teseo. Ese laberinto
no permite que nadie se pierda: entras y llegas al centro, y luego vuelves
desde el centro a la salida. Por eso en el centro está el Minotauro; si no, la
historia no tendría sal, sería un mero paseo. El terror, en todo caso, surge
porque no se sabe dónde llegaremos ni qué hará el Minotauro. Pero si
desenrollamos el laberinto clásico, acabamos encontrando un hilo: el hilo de
Ariadna. El laberinto clásico es el hilo de Ariadna de sí mismo.
Luego está el laberinto manierista: si lo
desenrollamos, acabamos encontrando una especie de árbol, una estructura con
raíces y muchos callejones sin salida. Hay una sola salida, pero podemos
equivocarnos. Para no perdernos, necesitamos un hilo de Ariadna. Este laberinto
es un modelo de trial-and-error process.
Por último, está la red, o sea la que Deleuze-Guattari
llaman rizoma. En el rizoma, cada calle puede conectarse con cualquier otra. No
tiene centro, ni periferia, ni salida, porque es potencialmente infinito. El
espacio de la conjetura es un espacio rizomático. El laberinto de mi biblioteca
sigue siendo un laberinto manierista, pero el mundo en que Guillermo se da
cuenta de que vive ya tiene una estructura rizomática: o sea que es
estructurable pero nunca está definitivamente estructurado.
Un muchacho de diecisiete años me dijo que no entendió
nada de las discusiones teológicas, pero que funcionaban como prolongaciones
del laberinto espacial (como si fuesen música thrilling en una película de Hitchcock). Creo que sucedió algo por
el estilo: hasta el lector ingenuo barruntó que se encontraba ante una historia
de laberintos, y no de laberintos espaciales. Podríamos decir que, paradójicamente,
las lecturas más ingenuas eran las más «estructurales». El lector ingenuo entró
en contacto directo, sin la mediación de los contenidos, con el hecho de que es
imposible que exista una historia.
en Apostillas a El nombre de la rosa, 1985
No hay comentarios.:
Publicar un comentario