martes, mayo 29, 2012

“La historia siguiente”, de Cees Nooteboom

Fragmento






Me desperté con la ridícula sensación de que tal vez ya estaba muerto, pero en ese momento no pude determinar si ya estaba muerto de veras, si había estado muerto, o si por lo contrario no lo estaba. La muerte —había aprendido- no era nada, y si estabas muerto —esto también lo había aprendido— se paraban todas las consideraciones. Así que esto no casaba, ya que todavía las tenía: consideraciones, pensamientos y recuerdos. Y aún estaba en alguna parte; un poco mas tarde resultaría incluso que podía andar, mirar, comer (el sabor dulce de esas pelotitas de masa hechas con leche materna y miel que toman los portugueses en el desayuno permanecía todavía, horas mas tarde, en mi boca). Podía pagar incluso con dinero de curso legal. Esto último fue, por lo que a mí respecta, lo más convincente. Te despiertas en una habitación en la que no te has dormido, tu cartera esta, como corresponde, en una silla junto a tu cama. Sabía también que estaba en Portugal, aunque la noche anterior me había acostado como siempre en Ámsterdam, pero con lo que no había contado es conque hubiera dinero portugués en mi cartera. La habitación misma la había reconocido inmediatamente. Al fin y a la postre allí se había desarrollado uno de los episodios mas importantes de mi vida, en la medida en que se pueda decir tal cosa de mi vida. Pero me desvío. Desde mi época de profesor sé que hay que contar todo al menos dos veces, y así dejar abierta la probabilidad de que surja orden en lo que parece caos. Por eso vuelvo a la primera hora de aquella mañana, el momento en el que abrí los ojos, que obviamente aún tenía. Alguien había dicho: «sentiremos las corrientes de aire entre las grietas de la construcción causal». Pues aquella mañana había una considerable corriente de aire en mí, aunque la primera visión fue la de un techo con unas cuantas vigas extremadamente sólidas que corrían paralelas; una estructura tal que, por su pureza funcional, evocaba reposo y seguridad, algo de lo que todo ser humano — por muy equilibrado que sea— tiene necesidad cuando vuelve del negro dominio del sueño. Funcionales eran esas vigas porque sostenían con su fuerza el piso superior, y pura era la estructura a causa de las distancias absolutamente iguales de las vigas entre sí. Así que esto tenía que haberme producido tranquilidad, pero ni hablar. Lo primero es que no eran mis vigas, y lo segundo es que resonaba desde arriba, en esta habitación, ese sonido de lascivia humana tan doloroso para mí. Sólo había dos posibilidades: o no era mi habitación, o no era yo, y en este caso tampoco eran mis ojos ni mis oídos, ya que no sólo las vigas eran mas estrechas que las de mi dormitorio en el Keizersgracht, sino que además allí no vivía nadie encima de mí que me pudiera molestar con su invisible pasión. Permanecí tumbado y muy quieto, aunque sólo fuera para hacerme a la idea de que quizá mis ojos no fueran mis ojos, lo que, naturalmente, es una complicada manera de decir que yacía allí quieto como la muerte porque tenía un miedo de muerte de ser alguien diferente. Ésta es la primera vez que intento contarlo y no es sencillo. No me atrevía a moverme, ya que si era otra persona, no sabía cómo debía hacerlo. Algo así. Mis ojos —así seguía llamándolos provisionalmente— miraban las vigas que no eran mis vigas, y mis oídos o los de ese eventual otro escuchaban el crescendo erótico de arriba coincidiendo con la sirena de una ambulancia en la calle, que tampoco emitía ya su sonido habitual. Me toqué los ojos y noté que al hacerlo los cerraba. Ciertamente, uno no se puede tocar los ojos, siempre se baja antes el telón que está hecho para esto; lo único que ocurre entonces es que, naturalmente, uno no se puede ver la mano con la que toca esos ojos velados. Bolas, eso tocaba. Si uno es osado puede incluso apretarlas un poco. Me avergüenza decir que, después de tantos años sobre la Tierra, todavía no sé de lo que consta un ojo en realidad. Córnea, retina, el iris y la pupila que en todo criptograma se convierten en flor y en alumna, ya sabía; pero la materia propiamente dicha, esa masa viscosa de jalea coagulada o gelatina, eso siempre me ha aterrorizado. Siempre se reían de mí cuando hablaba sobre gelatina, pero el duque de Cornwall, sin embargo, grita cuando arranca los ojos del conde de Gloucester en El rey Lear: «Out! vil e jelly!», y precisamente era en esto en lo que pensaba cuando apretaba esas bolas sin vista que eran o no eran mis ojos. Permanecí durante largo tiempo así tendido e intenté recordar la noche anterior. No hay nada excitante en las noches de un soltero como yo, si es que yo era aquel de quien se trataba. A veces se puede ver un perro intentando morderse su propio rabo. Entonces se forma una especie de ciclón perruno que concluye con la aparición del perro como perro saliendo de esa tormenta. Vacío, eso es lo que se ve entonces en los ojos del perro, y vacío era lo que yo sentía en esa cama extraña. Porque, suponiendo que yo no fuera yo y, por consiguiente, fuera alguien diferente (decir «nadie», pensé, sería ir demasiado lejos), entonces debería pensar, sin embargo, que los recuerdos de ese otro eran mis recuerdos; todo el mundo dice al fin y al cabo «mis recuerdos» para significar sus recuerdos.

Desgraciadamente siempre he tenido un gran dominio de mí mismo, de otro modo quizá hubiera gritado, y quienquiera que fuese ese otro disponía también de esta misma cualidad y se mantenía tranquilo. Resumiendo, aquel que yacía allí decidió hacer caso omiso de sus o de mis especulaciones y entregarse a la tarea del recuerdo, y visto que él —quienquiera que fuese— se decía a sí mismo «yo» en esa habitación de Lisboa que por descontado reconocía endiabladamente bien, me acordé de lo siguiente: la noche de un soltero que prepara su condumio en Ámsterdam, lo que en mi caso significa la apertura de una lata de judías blancas. «Lo mejor sería que las comieras aún frías, directamente de la lata», me dijo una vez una vieja amiga, y no andaba descaminada. El sabor es incomparable. Ahora tengo que explicar, naturalmente, todo lo que hago y soy, pero mejor lo aplazamos un poco hasta otra ocasión. Por lo demás, soy filólogo especializado en latín y griego, en otro tiempo profesor de lenguas muertas o, como decían mis alumnos, muerto profesor de lenguas. Debo de haber tenido entonces unos treinta años. Mi apartamento esta lleno de libros que me permiten vivir allí, entre ellos. Así pues, éste es el decorado, y así debió de haber sido anoche: un hombre más bien bajo, con el cabello rojizo, que ahora amenaza con volverse blanco, si es que por lo menos tiene aún esa oportunidad. Parezco comportarme como un ratón de biblioteca inglés del siglo pasado, vivo en un viejo sillón Chesterfield sobre el que hay un antiquísimo tapiz persa que evita la visión de sus salientes entrañas, y leo bajo una lámpara de pie con pantalla que se encuentra junto a la ventana. Leo siempre. Mis vecinos de enfrente, al otro lado del canal, alguna vez han dicho que siempre se alegran cuando regreso de mis viajes, ya que me consideran como una especie de faro. La mujer ha llegado a confesarme que a veces me observa con unos prismáticos.

—Cuando vuelvo a mirar después de una hora, usted sigue sentado igual que antes; a veces pienso sencillamente que esta usted muerto.
—Lo que usted llama muerte es en realidad concentración, señora — dije, ya que soy muy bueno truncando conversaciones no deseadas. Pero ella quería saber a toda costa lo que estaba leyendo. Éstos son momentos muy gratos, pues esta conversación tuvo lugar en De Klepel [1], el café de nuestro barrio, y yo tengo una voz potente, algunos llegan incluso a decir que agresiva—. Ayer por la noche estuve leyendo los Caracteres de Teofrasto, señora, y después leí algo de las Dionisíacas de Nono —entonces se hace el silencio durante un instante en el café, y todo el mundo me vuelve a dejar tranquilo.




Nota

[1] Klepel es la palabra utilizada en neerlandés para designar el badajo de la campana; en un sentido figurado también puede significar lengua.





en La historia siguiente, 2008









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