Me desperté con la ridícula sensación de que tal vez ya
estaba muerto, pero en ese momento no pude determinar si ya estaba muerto de veras,
si había estado muerto, o si por lo contrario no lo estaba. La muerte —había
aprendido- no era nada, y si estabas muerto —esto también lo había aprendido—
se paraban todas las consideraciones. Así que esto no casaba, ya que todavía
las tenía: consideraciones, pensamientos y recuerdos. Y aún estaba en alguna
parte; un poco mas tarde resultaría incluso que podía andar, mirar, comer (el
sabor dulce de esas pelotitas de masa hechas con leche materna y miel que toman
los portugueses en el desayuno permanecía todavía, horas mas tarde, en mi
boca). Podía pagar incluso con dinero de curso legal. Esto último fue, por lo
que a mí respecta, lo más convincente. Te despiertas en una habitación en la
que no te has dormido, tu cartera esta, como corresponde,
en una silla junto a tu cama. Sabía también que estaba en Portugal, aunque la
noche anterior me había acostado como siempre en Ámsterdam, pero con lo que no
había contado es conque hubiera dinero portugués en mi cartera. La habitación
misma la había reconocido inmediatamente. Al fin y a la postre allí se había
desarrollado uno de los episodios mas importantes de mi vida, en la medida en
que se pueda decir tal cosa de mi vida. Pero me desvío. Desde mi época de
profesor sé que hay que contar todo al menos dos veces, y así dejar abierta la
probabilidad de que surja orden en lo que parece caos. Por eso vuelvo a la
primera hora de aquella mañana, el momento en el que abrí los ojos, que
obviamente aún tenía. Alguien había dicho: «sentiremos las corrientes de aire
entre las grietas de la construcción causal». Pues aquella mañana había una
considerable corriente de aire en mí, aunque la primera visión fue la de un
techo con unas cuantas vigas extremadamente sólidas que corrían paralelas; una
estructura tal que, por su pureza funcional, evocaba reposo y seguridad, algo
de lo que todo ser humano — por muy equilibrado que sea— tiene necesidad cuando
vuelve del negro dominio del sueño. Funcionales eran esas vigas porque
sostenían con su fuerza el piso superior, y pura era la estructura a causa de
las distancias absolutamente iguales de las vigas entre sí. Así que esto tenía
que haberme producido tranquilidad, pero ni hablar. Lo primero es que no eran
mis vigas, y lo segundo es que resonaba desde arriba, en esta habitación, ese
sonido de lascivia humana tan doloroso para mí. Sólo había dos posibilidades: o
no era mi habitación, o no era yo, y en este caso tampoco eran mis ojos ni mis
oídos, ya que no sólo las vigas eran mas estrechas que las de mi dormitorio en el
Keizersgracht, sino que además allí no vivía nadie encima de mí que me pudiera
molestar con su invisible pasión. Permanecí tumbado y muy quieto, aunque sólo
fuera para hacerme a la idea de que quizá mis ojos no fueran mis ojos, lo que,
naturalmente, es una complicada manera de decir que yacía allí quieto como la
muerte porque tenía un miedo de muerte de ser alguien diferente. Ésta es la
primera vez que intento contarlo y no es sencillo. No me atrevía a moverme, ya
que si era otra persona, no sabía cómo debía hacerlo. Algo así. Mis ojos —así
seguía llamándolos provisionalmente— miraban las vigas que no eran mis vigas, y
mis oídos o los de ese eventual otro escuchaban el crescendo erótico de arriba coincidiendo con la sirena de una
ambulancia en la calle, que tampoco emitía ya su sonido habitual. Me toqué los
ojos y noté que al hacerlo los cerraba. Ciertamente, uno no se puede tocar los
ojos, siempre se baja antes el telón que está hecho para esto; lo único que
ocurre entonces es que, naturalmente, uno no se puede ver la mano con la que
toca esos ojos velados. Bolas, eso tocaba. Si uno es osado puede incluso
apretarlas un poco. Me avergüenza decir que, después de tantos años sobre la
Tierra, todavía no sé de lo que consta un ojo en realidad. Córnea, retina, el iris
y la pupila que en todo criptograma se convierten en flor y en alumna, ya
sabía; pero la materia propiamente dicha, esa masa viscosa de jalea coagulada o
gelatina, eso siempre me ha aterrorizado. Siempre se reían de mí cuando hablaba
sobre gelatina, pero el duque de Cornwall, sin embargo, grita cuando arranca
los ojos del conde de Gloucester en El
rey Lear: «Out! vil e jelly!», y precisamente era en esto en lo que pensaba
cuando apretaba esas bolas sin vista que eran o no eran mis ojos. Permanecí
durante largo tiempo así tendido e intenté recordar la noche anterior. No hay
nada excitante en las noches de un soltero como yo, si es que yo era aquel de
quien se trataba. A veces se puede ver un perro intentando morderse su propio
rabo. Entonces se forma una especie de ciclón perruno que concluye con la
aparición del perro como perro saliendo de esa tormenta. Vacío, eso es lo que
se ve entonces en los ojos del perro, y vacío era lo que yo sentía en esa cama
extraña. Porque, suponiendo que yo no fuera yo y, por consiguiente,
fuera alguien diferente (decir «nadie», pensé, sería ir demasiado lejos),
entonces debería pensar, sin embargo, que los recuerdos de ese otro eran mis
recuerdos; todo el mundo dice al fin y al cabo «mis recuerdos» para significar
sus recuerdos.
Desgraciadamente siempre he tenido un gran dominio de
mí mismo, de otro modo quizá hubiera gritado, y quienquiera que fuese ese otro disponía
también de esta misma cualidad y se mantenía tranquilo. Resumiendo, aquel que
yacía allí decidió hacer caso omiso de sus o de mis especulaciones y entregarse
a la tarea del recuerdo, y visto que él —quienquiera que fuese— se decía a sí
mismo «yo» en esa habitación de Lisboa que por descontado reconocía
endiabladamente bien, me acordé de lo siguiente: la noche de un soltero que
prepara su condumio en Ámsterdam, lo que en mi caso significa la apertura de
una lata de judías blancas. «Lo mejor sería que las comieras aún frías,
directamente de la lata», me dijo una vez una vieja amiga, y no andaba
descaminada. El sabor es incomparable. Ahora tengo que explicar, naturalmente,
todo lo que hago y soy, pero mejor lo aplazamos un poco hasta otra ocasión. Por
lo demás, soy filólogo especializado en latín y griego, en otro tiempo profesor
de lenguas muertas o, como decían mis alumnos, muerto profesor de lenguas. Debo
de haber tenido entonces unos treinta años. Mi apartamento esta lleno de libros
que me permiten vivir allí, entre ellos. Así pues, éste es el decorado, y así
debió de haber sido anoche: un hombre más bien bajo, con el cabello rojizo, que
ahora amenaza con volverse blanco, si es que por lo menos tiene aún esa
oportunidad. Parezco comportarme como un ratón de biblioteca inglés del siglo
pasado, vivo en un viejo sillón Chesterfield sobre el que hay un antiquísimo
tapiz persa que evita la visión de sus salientes entrañas, y leo bajo una
lámpara de pie con pantalla que se encuentra junto a la ventana. Leo siempre.
Mis vecinos de enfrente, al otro lado del canal, alguna vez han dicho que
siempre se alegran cuando regreso de mis viajes, ya que me consideran como una
especie de faro. La mujer ha llegado a confesarme que a veces me observa con
unos prismáticos.
—Cuando vuelvo a mirar después de una hora, usted sigue
sentado igual que antes; a veces pienso sencillamente que esta usted muerto.
—Lo que usted llama muerte es en realidad
concentración, señora — dije, ya que soy muy bueno truncando conversaciones no
deseadas. Pero ella quería saber a toda costa lo que estaba leyendo. Éstos son
momentos muy gratos, pues esta conversación tuvo lugar en De Klepel [1], el café
de nuestro barrio, y yo tengo una voz potente, algunos llegan incluso a decir
que agresiva—. Ayer por la noche estuve leyendo los Caracteres de Teofrasto, señora, y después leí algo de las Dionisíacas de Nono —entonces se hace el
silencio durante un instante en el café, y todo el mundo me vuelve a dejar
tranquilo.
Nota
[1] Klepel es la palabra utilizada en neerlandés para designar el
badajo de la campana; en un sentido figurado también puede significar lengua.
en La historia siguiente, 2008
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