domingo, noviembre 30, 2008

"Los náufragos", de Claudio Sanhueza





Parecíamos figuras inmóviles y lejanas
dentro de una botella arrojada al mar
Peces con la boca cerrada
por temor a ahogarnos
pero yo te relataba cómo el amor de Tristán
se enredaba en el cabello de Isolda hasta perderse
y tus oídos se iban llenando de vino
y flores que no eran mías

Cansados de sonreír temblando violetas
perdimos la noción del viento
Tu mirada se desnudó al primer vaivén de olas
esperando volver con ojos marinos
Mi piel se llenó de relámpagos
como de vértigo una paloma salvaje

No hubo cómo seguir
sin parecer demasiado miserables
Quedamos colgando en boca de la noche
y el tiempo dio vuelta nuestra botella
bebiéndolo todo
desparramándolo todo en cantos de sirenas
llevándonos a despertar
en islas completamente diferentes
con los dientes apretados
heridas de otros cuerpos
y la resaca de una historia que no podía ser la nuestra









2001









sábado, noviembre 29, 2008

“El reloj”, de Pío Baroja







Porque todos sus días, dolores, y sus ocupaciones, molestias,
aún de noche su corazón no reposa.
Eclesiastés



Hay en los dominios de la fantasía bellas comarcas en donde los árboles suspiran y los arroyos cristalinos se deslizan cantando por entre orillas esmaltadas de flores a perderse en el azul mar. Lejos de estas comarcas, muy lejos de ellas, hay una región terrible y misteriosa en donde los árboles elevan al cielo sus descarnados brazos de espectro y en donde el silencio y la oscuridad proyectan sobre el alma rayos intensos de sombría desolación y de muerte.

Y en lo más siniestro de esa región de sombras, hay un castillo, un castillo negro y grande, con torreones almenados, con su galería ojival ya derruida y un foso lleno de aguas muertas y malsanas.

Yo la conozco, conozco esa región terrible. Una noche, emborrachado por mis tristezas y por el alcohol, iba por el camino tambaleándome como un barco viejo al compás de las notas de una vieja canción marinera. Era una canción la mía en tono menor, canción de pueblo salvaje y primitivo, triste como un canto luterano, canción serena de una amargura grande y sombría, de la amargura de la montaña y del bosque. Y era de noche. De repente, sentí un gran terror. Me encontré junto al castillo, y entré en una sala desierta; un alcotán, con un ala rota, se arrastraba por el suelo.

Desde la ventana se veía la luna, que ilumina con su luz espectral el campo yerto y desnudo; en los fosos se estremecía el agua intranquila y llena de emanaciones. Arriba, en el cielo, el brillante Arturus resplandecía y titilaba con un parpadeo misterioso y confidencial. En la lejanía las llamas de una hoguera se agitaban con el viento. En el ancho salón, adornado con negras colgaduras, puse mi cama de helechos secos. El salón estaba abandonado; un braserillo, donde ardía un montón de teas, lo iluminaba. Junto a una pared del salón había un reloj gigantesco, alto y estrecho como un ataúd, un reloj de caja negra que en las noches llenas de silencio lanzaba su tictac metálico con la energía de una amenaza.

«¡Ah! Soy feliz -me repetía a mí mismo-. Ya no oigo la odiosa voz humana, nunca, nunca».
Y el reloj sombrío medía indiferente las horas tristes con su tictac metálico.

La vida estaba dominada; había encontrado el reposo. Mi espíritu gozaba con el horror de la noche, mejor que con las claridades blancas de la aurora.

¡Oh! Me encontraba tranquilo, nada turbaba mi calma; allí podía pasar mi vida solo, siempre solo, rumiando en silencio el amargo pasto de mis ideas, sin locas esperanzas, sin necias ilusiones, con el espíritu lleno de serenidades grises, como un paisaje de otoño.

Y el reloj sombrío medía indiferente las horas tristes con su tictac metálico. En las noches calladas una nota melancólica, el canto de un sapo me acompañaba.

-Tú también -le decía al cantor de la noche- vives en la soledad. En el fondo de tu escondrijo no tienes quien te responda más que el eco de los latidos de tu corazón.

Y el reloj sombrío medía indiferente las horas tristes con su tictac metálico.

Una noche, una noche callada, sentí el terror de algo vago que se cernía sobre mi alma; algo tan vago como la sombra de un sueño en el mar agitado de las ideas. Me asomé a la ventana. Allá en el negro cielo se estremecían y palpitaban los astros, en la inmensidad de sus existencias solitarias; ni un grito, ni un estremecimiento de vida en la tierra negra. Y el reloj sombrío medía indiferente las horas tristes con su tictac metálico.

Escuché atentamente; nada se oía. ¡El silencio, el silencio por todas partes! Sobrecogido, delirante, supliqué a los árboles que suspiraban en la noche que me acompañaran con suspiros; supliqué al viento que murmurase entre el follaje, y a la lluvia que resonara en las hojas secas del camino; e imploré de las cosas y de los hombres que no me abandonasen, y pedí a la luna que rompiera su negro manto de ébano y acariciara mis ojos, mis pobres ojos, turbios por la angustia de la muerte, con su mirada argentada y casta.

Y los árboles, y la luna, y la lluvia, y el viento permanecieron sordos. Y el reloj sombrío que mide indiferente las horas tristes se había parado para siempre.










viernes, noviembre 28, 2008

"Un texto de nadie", de Juan Luis Martínez

A propósito de la puesta en obra de este poema por Alberto Zeiss





El único personaje es yo mismo: el payaso descomedido. Y ese único personaje, instalado sobre el alambre, debe hacer penitencia. Caer en la cuenta. Instalar su oscilación para instalar su caída. Proferir su discurso sobre “el molde abollado de una gramática ajada”. Proferir signos abollados: bollos. Mimar versos de golpe rapsódico en una noble línea coral. Suplicar su diaria ración de palabrería y recordar la perfidia radical del objeto: (no olvidar que la perfidia es eterna y temporal, la todavía permanente fragilidad del objeto). La broma dura sólo un instante: el instante de caer en cuenta: el instante de la caída.

(Si andar sobre el alambre sirve para algo, es sólo para andar sobre el alambre. O poner –delicadamente- nuestro puñadito de huevos que ha de fermentar en el vacío).

Hay un algo que avanza, y eso que avanza es el lento y pesado avance de algo sobre algo que podría ser algo como un cuerpo sobre algo que podría ser algo como una alambre. Lo cierto es que algo avanza sobre algo y luego ese algo que avanzaba ya no está más: se fue sin pagar ni un centavo, dejando sólo aquello sobre lo cual avanzara.

(Hay un lamento porque vino a cantar por algo más que un centavo y
ahora algo se queda llorando por algo menos o por el mismo centavo).

Aquello que estaba ya no está más o está en otro lugar, boqueando su canción de muerte. (Y aquello que se ha quedado se ha quedado boqueando también su propia canción de muerte).

Ese algo que ya no está más, se ha llevado algo de ese algo que se ha quedado y también a la inversa, es decir, que ese algo que se ha quedado, se ha quedado con algo de ese algo que ya no está más. Lo cierto, otra vez, es que ese algo que aquí estuvo vino a corregir la bajada, llamándola “caída”. Y ahora se va publicando, apenas, su impublicable salto en el vacío. (Boqueando la misma canción o cantando otra cualquiera:

Helada la risotada,
la carcajada.
Ninguna coma
ningún amor:
Ninguna,
ninguna canción de amor
).

(Mientras esto que fue escrito antes es representado ahora que iba a ser después que iba a ser ahora y que ahora ya no es. Mientras esto que fue escrito por alguien, alguna vez, es representado también ahora o después por alguien que puede ser el mismo que lo escribió u otro cualquiera o no ser representado por nadie).

Aquí, en estas mismas líneas, quizás no ahora, sino antes o quizás después, también hay algo que todavía avanza hacia otro lugar o desde otro lugar, avanza hasta aquí o hacia ningún lugar. Y entonces lo que se cree que podría suceder aquí, sucedería en cualquier otro lugar, menos aquí.

En otro lugar y también aquí mismo se ha dicho lo que se dice aquí:
(hay algo que avanza y eso que avanza es el lento y pesado avance de algo que podría ser algo como un cuerpo sobre algo que podría ser algo como un alambre).

Lo cierto, si hay algo cierto aquí, es que algo que avanza sobre algo, primero está aquí, y luego ese algo que era visto o sentido y se sabía que avanzaba o simplemente por haber avanzado ya no está más, o sólo porque aquel que esto veía o sentía está ya en otro lugar y aquello que avanzaba y que creemos que ya no está más, sigue estando en el mismo lugar sin haber avanzado ni un ápice.

(Ahora, otra vez, aquí mismo, sobre el alambre vacío de su palabra vacía, él se va por el alambre del vacío hacia alcanzar el vacío de su propia palabra hasta donde no haya más palabra ni alambre ni vacío: el lugar del no-lugar: El Magnífico Lugar de los Lugares).

El único personaje es yo mismo: la pobre palabreja convertida en sujeto por obra y gracia de sí misma. Destruyendo en sí misma su gracia de sujeto.

Destruyéndose palabra por palabra en la palabra. Yéndose cortada por el alambre cortado. Yéndose de sí misma hacia el vacío de sí misma. (Descerco de la lengua hasta llegar al silencio sobre la cuerda floja y cantar y repetir- en silencio- una vez más, otra vez la misma canción:

Ninguna coma,
Ningún amor
todo parece una broma;
ninguna coma
ningún amor,
ninguna,
ninguna canción de amor
).

Si hubo que decir algo, fue porque siempre hubo que decir algo, si hubo que decir que hubo un escrito sobre la Mente también hubo que decir que también hubo un escrito sobre el Cuerpo. Ahora se dice por decir algo que hay otro texto que podría ser un Lamento. (Salvo que después de nombrado ya no es más un lamento). Es leído entonces no como un lamento sino como una crítica: (crítica que si fuera crítica de sí misma, hablaría de un cuerpo, ¿acaso de un cuerpo ilegible?: entonces se descubre al final lo que iba a ser el principio y se descubre en la propia ilegibilidad de la mente).

Lejos de donde algo pudiera oírse, una voz anónima frasea una canción sin nombre:

Ninguna frase, ninguna coma
ningún texto, ningún autor
ningún delito, ningún rencor
ninguna, ninguna canción de amor.

Si alguna vez hubo alguno
que pretendió ser autor
ya nadie recuerda su nombre
y menos la canción que no escribió.

Y aunque todo parezca una broma
Es que quizás ya está muerto
O realmente nunca existió.








en Descontexto Nº4, 2002.


jueves, noviembre 27, 2008

“La noche de los feos”, de Mario Benedetti






1

Ambos somos feos. Ni siquiera vulgarmente feos. Ella tiene un pómulo hundido. Desde los ocho años, cuando le hicieron la operación. Mi asquerosa marca junto a la boca viene de una quemadura feroz, ocurrida a comienzos de mi adolescencia. Tampoco puede decirse que tengamos ojos tiernos, esa suerte de faros de justificación por los que a veces los horribles consiguen arrimarse a la belleza. No, de ningún modo. Tanto los de ella como los míos son ojos de resentimiento, que sólo reflejan la poca o ninguna resignación con que enfrentamos nuestro infortunio.

Quizá eso nos haya unido. Tal vez unido no sea la palabra más apropiada. Me refiero al odio implacable que cada uno de nosotros siente por su propio rostro.

Nos conocimos a la entrada del cine, haciendo cola para ver en la pantalla a dos hermosos cualesquiera. Allí fue donde por primera vez nos examinamos sin simpatía pero con oscura solidaridad; allí fue donde registramos, ya desde la primera ojeada, nuestras respectivas soledades. En la cola todos estaban de a dos, pero además eran auténticas parejas: esposos, novios, amantes, abuelitos, vaya uno a saber. Todos -de la mano o del brazo- tenían a alguien. Sólo ella y yo teníamos las manos sueltas y crispadas.

Nos miramos las respectivas fealdades con detenimiento, con insolencia, sin curiosidad. Recorrí la hendidura de su pómulo con la garantía de desparpajo que me otorgaba mi mejilla encogida. Ella no se sonrojó. Me gustó que fuera dura, que devolviera mi inspección con una ojeada minuciosa a la zona lisa, brillante, sin barba, de mi vieja quemadura.Por fin entramos. Nos sentamos en filas distintas, pero contiguas. Ella no podía mirarme, pero yo, aun en la penumbra, podía distinguir su nuca de pelos rubios, su oreja fresca bien formada. Era la oreja de su lado normal.

Durante una hora y cuarenta minutos admiramos las respectivas bellezas del rudo héroe y la suave heroína. Por lo menos yo he sido siempre capaz de admirar lo lindo. Mi animadversión la reservo para mi rostro y a veces para Dios. También para el rostro de otros feos, de otros espantajos. Quizá debería sentir piedad, pero no puedo. La verdad es que son algo así como espejos. A veces me pregunto qué suerte habría corrido el mito si Narciso hubiera tenido un pómulo hundido, o el ácido le hubiera quemado la mejilla, o le faltara media nariz, o tuviera una costura en la frente.

La esperé a la salida. Caminé unos metros junto a ella, y luego le hablé. Cuando se detuvo y me miró, tuve la impresión de que vacilaba. La invité a que charláramos un rato en un café o una confitería. De pronto aceptó.

La confitería estaba llena, pero en ese momento se desocupó una mesa. A medida que pasábamos entre la gente, quedaban a nuestras espaldas las señas, los gestos de asombro. Mis antenas están particularmente adiestradas para captar esa curiosidad enfermiza, ese inconsciente sadismo de los que tienen un rostro corriente, milagrosamente simétrico. Pero esta vez ni siquiera era necesaria mi adiestrada intuición, ya que mis oídos alcanzaban para registrar murmullos, tosecitas, falsas carrasperas. Un rostro horrible y aislado tiene evidentemente su interés; pero dos fealdades juntas constituyen en sí mismas un espectáculos mayor, poco menos que coordinado; algo que se debe mirar en compañía, junto a uno (o una) de esos bien parecidos con quienes merece compartirse el mundo.

Nos sentamos, pedimos dos helados, y ella tuvo coraje (eso también me gustó) para sacar del bolso su espejito y arreglarse el pelo. Su lindo pelo.

"¿Qué está pensando?", pregunté.

Ella guardó el espejo y sonrió. El pozo de la mejilla cambió de forma.

"Un lugar común", dijo. "Tal para cual".

Hablamos largamente. A la hora y media hubo que pedir dos cafés para justificar la prolongada permanencia. De pronto me di cuenta de que tanto ella como yo estábamos hablando con una franqueza tan hiriente que amenazaba traspasar la sinceridad y convertirse en un casi equivalente de la hipocresía. Decidí tirarme a fondo.

"Usted se siente excluida del mundo, ¿verdad?".
"Sí", dijo, todavía mirándome.
"Usted admira a los hermosos, a los normales. Usted quisiera tener un rostro tan equilibrado como esa muchachita que está a su derecha, a pesar de que usted es inteligente, y ella, a juzgar por su risa, irremisiblemente estúpida".
"Sí".Por primera vez no pudo sostener mi mirada.
"Yo también quisiera eso. Pero hay una posibilidad, ¿sabe?, de que usted y yo lleguemos a algo"."¿Algo cómo qué?".
"Como querernos, caramba. O simplemente congeniar. Llámele como quiera, pero hay una posibilidad".

Ella frunció el ceño. No quería concebir esperanzas.

"Prométame no tomarme como un chiflado".
"Prometo".
"La posibilidad es meternos en la noche. En la noche íntegra. En lo oscuro total. ¿Me entiende?".
"No".
"¡Tiene que entenderme! Lo oscuro total. Donde usted no me vea, donde yo no la vea. Su cuerpo es lindo, ¿no lo sabía?".

Se sonrojó, y la hendidura de la mejilla se volvió súbitamente escarlata.

"Vivo solo, en un apartamento, y queda cerca".

Levantó la cabeza y ahora sí me miró preguntándome, averiguando sobre mí, tratando desesperadamente de llegar a un diagnóstico.

"Vamos", dijo.

2

No sólo apagué la luz sino que además corrí la doble cortina. A mi lado ella respiraba. Y no era una respiración afanosa. No quiso que la ayudara a desvestirse.

Yo no veía nada, nada. Pero igual pude darme cuenta de que ahora estaba inmóvil, a la espera. Estiré cautelosamente una mano, hasta hallar su pecho. Mi tacto me transmitió una versión estimulante, poderosa. Así vi su vientre, su sexo. Sus manos también me vieron.

En ese instante comprendí que debía arrancarme (y arrancarla) de aquella mentira que yo mismo había fabricado. O intentado fabricar. Fue como un relámpago. No éramos eso. No éramos eso.

Tuve que recurrir a todas mis reservas de coraje, pero lo hice. Mi mano ascendió lentamente hasta su rostro, encontró el surco de horror, y empezó una lenta, convincente y convencida caricia. En realidad mis dedos (al principio un poco temblorosos, luego progresivamente serenos) pasaron muchas veces sobre sus lágrimas.

Entonces, cuando yo menos lo esperaba, su mano también llegó a mi cara, y pasó y repasó el costurón y el pellejo liso, esa isla sin barba de mi marca siniestra.

Lloramos hasta el alba. Desgraciados, felices. Luego me levanté y descorrí la cortina doble.











miércoles, noviembre 26, 2008

"Discurso del caballo de ajedrez", de Juan Cameron




Para Angel Bobba Cabrera


En este cuadro estuve ayer                nada ha cambiado
           estoy allí y no estoy al mismo tiempo
En este cuadro boté a un peón en el mero impulso de saltar
del negro al blanco y del blanco al negro como afuera en los días
En éste mi sombra proyectó al otro y debió despejarse mi camino
pues mi camino iba en un sentido único
                            a salto de mata esquivaba el obstáculo
                            con la vana presencia de mi gesto
En éste estuve altivo y humillado
en éste pasté los días y bebí el más dulce jugo de cebada
Aquí pisé a una dama                 es tan fácil decirlo ahora
pero esa dama mi Dios          ya no era mía

En ese escaque aquel fui iluminado
(me consagré a la luz     vi como iba)
En ese foco el yugo al que confieso pecados palaciegos y mi herida
En ese cuadro negro estuve opaco agazapado fiera sin sentido
y en ese oscuro cuadro me ilumino en casa del saber
           con la pavesa inclinada hacia lo alto
y aquí -justo al lado de aquel donde me veis ahora-
huí al paso de la torre y me fui hacia la otra esquina según mi cabalgar
del blanco al negro y del negro al blanco pero siempre mi vista
           hacia esa meta

No hay nunca un desandar (no volveré a mis pasos todavía)
A veces es un pasto fresco o tibio
a veces el sonido de herradura me hace fuerte en mi andar sobre
           la piedra en la copia feliz del Paraíso

Pero en ese
en ese cuadro de la esquina oscura
maté por la ilusión de defenderme de una clara amenaza ya sabida
por esta desmemoria que me impulsa hacia el otro sentido de la luz:
la sombra iluminada
el blanco oscurecido o la penumbra
porque nada es en sí de un solo tono que absorbe los colores en
                            un fondo
o los lanza hacia el cielo en arco iris
Lo aprendí de mis saltos
                            de este andar discontinuo

Aquí mandé                                                                 allí amé
aquí obedecí                                                        allí fui odiado
y aquí estoy en la cresta de la ola
y en ese (tras de esquivar al vano alfil y su trayecto)
en ese cuadro cerca del noreste
                               atrapé al cabecilla deste truco
Lo arrinconé dudoso de su fuerza
mas no pude seguir
                             soy un herbívoro
y la sangre no cuenta en mi memoria
Lo atrapé mas no pude cazarle
                                no se gana
se observa cada triunfo y la jornada termina simplemente
           en su derrota
para empezar de nuevo
de blanco a negro                   de negro a blanco
como todas las piezas deste juego.










en Versos atribuidos al joven Francisco María Arouet
y otros textos desclasificados
, 1999.









martes, noviembre 25, 2008

“La migala”, de Juan José Arreola






La migala discurre libremente por la casa, pero mi capacidad de horror no disminuye.

El día en que Beatriz y yo entramos en aquella barraca inmunda de la feria callejera, me di cuenta de que la repulsiva alimaña era lo más atroz que podía depararme el destino. Peor que el desprecio y la conmiseración brillando de pronto en una clara mirada.

Unos días más tarde volví para comprar la migala, y el sorprendido saltimbanqui me dio algunos informes acerca de sus costumbres y su alimentación extraña. Entonces comprendí que tenía en las manos, de una vez por todas, la amenaza total, la máxima dosis de terror que mi espíritu podía soportar. Recuerdo mi paso tembloroso, vacilante, cuando de regreso a la casa sentía el peso leve y denso de la araña, ese peso del cual podía descontar, con seguridad, el de la caja de madera en que la llevaba, como si fueran dos pesos totalmente diferentes: el de la madera inocente y el del impuro y ponzoñoso animal que tiraba de mí como un lastre definitivo. Dentro de aquella caja iba el infierno personal que instalaría en mi casa para destruir, para anular al otro, el descomunal infierno de los hombres.

La noche memorable en que solté a la migala en mi departamento y la vi correr como un cangrejo y ocultarse bajo un mueble, ha sido el principio de una vida indescriptible. Desde entonces, cada uno de los instantes de que dispongo ha sido recorrido por los pasos de la araña, que llena la casa con su presencia invisible.

Todas las noches tiemblo en espera de la picadura mortal. Muchas veces despierto con el cuerpo helado, tenso, inmóvil, porque el sueño ha creado para mí, con precisión, el paso cosquilleante de la araña sobre mi piel, su peso indefinible, su consistencia de entraña. Sin embargo, siempre amanece. Estoy vivo y mi alma inútilmente se apresta y se perfecciona.

Hay días en que pienso que la migala ha desaparecido, que se ha extraviado o que ha muerto. Pero no hago nada para comprobarlo. Dejo siempre que el azar me vuelva a poner frente a ella, al salir del baño, o mientras me desvisto para echarme en la cama. A veces el silencio de la noche me trae el eco de sus pasos, que he aprendido a oír, aunque sé que son imperceptibles.

Muchos días encuentro intacto el alimento que he dejado la víspera. Cuando desaparece, no sé si lo ha devorado la migala o algún otro inocente huésped de la casa. He llegado a pensar también que acaso estoy siendo víctima de una superchería y que me hallo a merced de una falsa migala. Tal vez el saltimbanqui me ha engañado, haciéndome pagar un alto precio por un inofensivo y repugnante escarabajo.

Pero en realidad esto no tiene importancia, porque yo he consagrado a la migala con la certeza de mi muerte aplazada. En las horas más agudas del insomnio, cuando me pierdo en conjeturas y nada me tranquiliza, suele visitarme la migala. Se pasea embrolladamente por el cuarto y trata de subir con torpeza a las paredes. Se detiene, levanta su cabeza y mueve los palpos. Parece husmear, agitada, un invisible compañero.

Entonces, estremecido en mi soledad, acorralado por el pequeño monstruo, recuerdo que en otro tiempo yo soñaba en Beatriz y en su compañía imposible.










lunes, noviembre 24, 2008

"seré la otra anclando...", de Julieta Marchant








he construido un jardín como quien hace
los gestos correctos en el lugar errado
errado, no de error, sino de lugar otro
diana bellessi



seré la otra anclando el cuerpo en ésta
el patio trasero de lo propio las ventanas entreabiertas
yo abriendo una puerta que de cerca es el dibujo
de una puerta trazada por alguien que se me parece
la ilusión de los mapas que sólo son habitables por el silencio
y por las manos que los dibujan y se aquietan
cuál será el gesto preciso o de dónde vendrán los jardines
quién será capaz alguna vez
la primera piedra fue lanzada por alguien que ya nadie recuerda
la imagen de los árboles quemándose la otra corriendo
el fuego de los márgenes y lo oblicuo haciéndose curvo
correr es devolverse dice una voz que buscarse entre la maleza
dice los gestos vacíos no hay espacio dice acá no
lo otro es simplemente una palabra desarmándose
el eco de algo que tuvo sentido alguna vez quién
será capaz de caminar hacia el bosque sin desviarse
con el sonido de los pasos de lo negro que viene detrás quién
hará del jardín lo propio desde adentro armándose entre la ceniza
el viento levantando la tierra una mujer extranjera se voltea
alguien llama esta puerta es sólo un trazo nada más que un esbozo
de árboles ardiendo un montón de escombros a la distancia







2007








domingo, noviembre 23, 2008

“Apología del ocio”, de Robert Louis Stevenson





BOSWELL: Cuando no hacemos nada, nos aburrimos.
JOHNSON: Esa sucede, señor, porque como los demás están ocupados, nos falta compañía; si ninguno hiciera nada, no nos aburriríamos; nos divertiríamos los unos a los otros.


E
n estos tiempos en que todos estamos obligados bajo pena de lesa respetabilidad a entrar en alguna profesión lucrativa y a trabajar en ella con entusiasmo, un grito del partido opuesto, el de los que se contentan con tener lo suficiente, con mirar a su alrededor y gozar mientras tanto, puede sonar un poco a bravata o fanfarronería. Sin embargo no debería ser así. Lo que suele llamarse ociosidad, que no consiste en no hacer nada, sino en hacer mucho de lo que no está reconocido en los formularios dogmáticos de la clase dominante; tiene derecho a mantener su posición al igual que la industriosidad. Es cosa admitida que la presencia de gentes que rehúsan entrar en las profesiones que se premian con peniques, es a la vez un insulto y un desánimo para aquellos que lo hacen. Un buen muchacho (como vemos muchos) toma su determinación, vota por su oficio, y según la enfática expresión americana, “va por ellos”. Mientras éste avanza trabajosamente por el camino, no es difícil comprender su resentimiento al ver algunas personas echadas tranquilamente en el prado al lado del camino, con un pañuelo en las orejas y un vaso al alcance de la mano. Alejandro fue tocado en su punto más débil ante la indiferencia de Diógenes. ¿De qué servía a estos bárbaros la gloria de haber conquistado Roma, si al entrar a la Casa del Senado se encontraron allí a los Padres, sentados y silenciosos, indiferentes en absoluto de su éxito? Es duro haber trabajado tanto y escalado altas colinas, y cuando todo ha sido realizado, encontrar a la humanidad indiferente a los logros conseguidos. De ahí que los físicos condenen a los no físicos; los financistas sólo toleran superficialmente a aquéllos que poco saben acerca de la bolsa; la gente culta desprecia a los incultos; y que la gente que tiene metas se alíe para menospreciar a quienes no las tienen. Pero aunque esta es una de las dificultades del tema, no es la mayor. A nadie se le puede meter en prisión por hablar contra la industria, pero sí puede ser enviado a Coventry por hablar como un loco. La mayor dificultad, en la mayoría de los temas, es tratarlos bien. Por tanto, recuerden por favor que esto es una apología. Es cierto que hay mucho que argumentar juiciosamente en favor de la diligencia. Sólo hay una cosa que decir contra ella, y es lo que diré en esta ocasión. Exponer un argumento no significa necesariamente estar sordo a los otros, y que un hombre haya escrito un libro de viajes sobre Montenegro, no quiere decir que nunca haya estado en Richmond.

Seguramente está fuera de toda duda que la gente suele estar un poco ociosa durante la juventud. Pues aunque pueda hallarse un Lord Macaulay que escapa de la escuela con todos los honores sin mengua de su ingenio, la mayoría de los muchachos pagan tan caro medallas y condecoraciones, que nunca más tienen un penique en el bolsillo y comienzan su vida en bancarrota. Y lo mismo sucede cuando un muchacho se educa a sí mismo, o mientras otros lo educan. Debió haber sido un viejo caballero insensato el que se dirigió a Johnson en Oxford con estas palabras: “Joven, aplíquese diligentemente a los libros ahora y adquiera una buena cantidad de conocimientos; ya que con el paso de los años advertirá que el andar entre los libros es una tarea bastante penosa”. El viejo caballero parece no haber tenido en cuenta que, aparte de los libros, también hay otras cosas no menos trabajosas, y que algunas llegan acaso a hacerse imposibles cuando el hombre se ve obligado a usar anteojos y no puede caminar sin la ayuda de un bastón. Los libros están bien en su estilo, pero son apenas un pálido sucedáneo de la vida. Es una pena estar como la dama de Shalott, mirándose al espejo, de espaldas al clamor y al bullicio de la realidad. Y si un hombre se entrega demasiado a la lectura, como nos lo recuerda la vieja anécdota, no le quedará tiempo para pensar.

Si recordamos los tiempos de nuestra educación, estoy seguro de que no serán las intensas, vívidas e instructivas horas de travesuras las que deploremos; serán más bien los deslustrados períodos entre el sueño y la vela de las clases. Por mi parte, asistí a una buena cantidad de clases en mi tiempo. Todavía puedo recordar que el girar de una peonza es un caso de estabilidad cinética. Recuerdo también que la enfiteusis no es una enfermedad, ni el estilicidio un crimen. Pero aunque no renuncio a estas migajas de ciencia, no las sitúo en el mismo lugar que otras cosas sueltas que aprendí mientras vagaba en la calle. No es este el momento para extenderme sobre ese poderoso lugar de educación -la calle- que fue la escuela favorita de Dickens y de Balzac, y que cada año otorga títulos a tantos desconocidos en el Arte de la Vida. Basta con decir esto: el muchacho que no aprende en la calle, es porque no tiene capacidad para aprender. No es preciso estar siempre en la calle para vagabundear, pues, si se lo prefiere, se puede ir al campo atravesando los suburbios; puede sentarse al lado de unas lilas y fumar innumerables pipas arrullado por el golpear del agua sobre las piedras. Un pájaro cantará en la enramada. Mientras tanto, podrá sumirse en agradables pensamientos, ver las cosas en una nueva luz. Si no es esto educación, ¿qué lo es? Podemos imaginar a Don Mundanal Prudencio, acercándose al muchacho y sosteniendo la siguiente conversación:

-Vamos muchacho, ¿qué haces aquí?
-A decir verdad, señor, paso el rato.
-¿No es acaso tu hora de clase? ¿No deberías ahora hallarte sumido en tus libros con diligencia, de modo que puedas obtener conocimientos?
-¡Si usted me lo permite, así también aprendo!
-Aprendes ¿qué? Contéstame, ¿matemáticas?
-No, ciertamente.
-¿Metafísica?
-Tampoco.
-¿Alguna lengua?
-No, ninguna.
-¿Comercio?
-No, comercio tampoco.
-¿Qué cosa, pues?
-En efecto, señor, como pronto llegará para mí el momento de hacer mi peregrinaje, deseo saber qué hacen los que están en casos similares al mío, y dónde están los peores abismos y espesuras del camino. Además, quiero saber qué cosas me habrán de ser útiles para el camino. Más aún, estoy aquí, al lado del arroyo, para aprender una canción que mi maestro me enseñó y que se llama Paz o Contento.

Aquí el señor Mundanal Prudencio no pudo contener su enojo y blandiendo su bastón de modo amenazador, se expresó de este modo:

-¡Aprendiendo! ¡Qué va! Si por mí fuera, todos estos bandidos serían azotados por el verdugo!

Y siguió su camino, arreglándose la corbata entre crujidos de almidón, como un pavo cuando extiende sus plumas.

Ahora bien, esta opinión del señor Prudencio es la opinión común. Un hecho, por ejemplo, no es considerado un hecho, sino meras habladurías, si no cae dentro de alguna de las categorías anotadas. Una investigación debe ir orientada en una dirección reconocida y con un nombre definido. De otro modo, no se estará investigando sino haraganeando, y el asilo será algo demasiado cómodo para nosotros. Se supone que todo conocimiento se encuentra en el fondo de un pozo, o a una distancia inusitada. Sainte Beuve, al envejecer, empezó a considerar toda experiencia como contenida en un gran libro único, en el que estudiamos unos pocos años antes de partir. Y le daba igual si se leía el capítulo XX, sobre el cálculo diferencial, o el capítulo XXXIX, sobre el oír tocar la banda en el jardín. De hecho, una persona inteligente, teniendo abiertos los ojos y atentos los oídos, sin dejar de sonreír, adquirirá una educación más verdadera que muchos otros que viven en heroicas vigilias. Hay, en verdad, cierto árido y frío conocimiento propio de las cimas de las ciencias formales y laboriosas; pero es mirando alrededor como se podrán adquirir los cálidos y palpitantes hechos de la vida. Mientras otros llenan su memoria con una baraúnda de palabras, la mitad de las cuales olvidarán antes de que termine la semana, nuestro vagabundo aprenderá tal vez un arte útil como tocar el violín, apreciar un buen cigarro o hablar con propiedad y facilidad a toda clase de personas. Muchos que se han aplicado a los libros con diligencia y lo saben todo a propósito de esta u otra rama de la sabiduría aceptada, terminan sus estudios con un aire de búhos viejos, y se muestran secos, rancios y dispépticos en los aspectos mejores y más brillantes de la vida. Algunos llegan a amasar grandes fortunas sin que por ello dejen de ser vulgares y patéticamente estúpidos hasta el final de sus días. Mientras tanto, ahí va nuestro ocioso, que empezó su vida a la par con ellos, y que nos muestra, si ustedes me lo conceden, una figura bien distinta. Ha tenido tiempo para cuidar de su salud y de su espíritu; ha pasado buena parte de su tiempo al aire libre, que es lo más saludable tanto para el cuerpo como para la mente; y si nunca ha leído lo más oscuro y recóndito del libro, se ha hundido en él y lo ha ojeado con excelentes resultados. ¿No estaría acaso el estudiante dispuesto a entregar algunas raíces hebreas, y el hombre de negocios algunas de sus coronas, por compartir algunos conocimientos que el ocioso posee sobre la vida en general y sobre el Arte de Vivir? El ocioso, incluso, tiene otras y más importantes cualidades que estas. Me refiero a su sabiduría. Él, que con tanto detenimiento ha contemplado las pueriles satisfacciones de los otros en sus entretenimientos, mirará los propios con una muy irónica indulgencia. Su voz no se oirá entre el coro de los dogmáticos. Tendrá siempre una gran comprensión por todo tipo de gentes y opiniones. Del mismo modo que no halla verdades irrefutables, tampoco se identificará con flagrantes falsedades. Su camino lo lleva siempre por vías laterales, no demasiado frecuentadas, pero muy llanas y placenteras, que a menudo se las llama el Belvedere del Sentido Común. Desde allí contemplará un paisaje, si no noble, al menos agradable. Mientras otros contemplan el Este y el Oeste, el Demonio y la Aurora, él observará contento una suerte de hora matutina que se posa sobre todas las cosas sublunares, con un ejército de sombras que se cruzan rápidamente y en todas direcciones acercándose al luminoso día de la eternidad. Las sombras y las generaciones, los eruditos doctores y las clamorosas guerras, se hunden al cabo y para siempre en el silencio y el vacío. Pero, por encima de todo esto, un hombre puede ver, a través de las ventanas del Belvedere, un paisaje verde y pacífico. Muchas habitaciones alumbradas; la buena gente que ríe, bebe, y hace el amor como se hacía antes del Diluvio y la revolución francesa; y al viejo pastor que cuenta sus historias bajo el espino.

El celo extremado, trátese de la escuela o del colegio, de la iglesia o del mercado, es síntoma de deficiente vitalidad; y una capacidad para el ocio implica un apetito universal y un fuerte sentimiento de identidad personal. Hay un buen número de muertos-vivos, gentes gastadas, apenas conscientes de que están vivos, salvo por el ejercicio que les demanda una ocupación convencional. Lléveselos al campo, o embárqueselos, y se los verá cómo claman por su escritorio o sus estudios. Carecen de curiosidad; no pueden abandonarse a los excitantes imprevistos; y no derivan ningún placer en el ejercicio de sus facultades como tales; y a menos que la necesidad los espolee, no se moverán de su lugar; no vale la pena hablar con esta gente: no pueden estar ociosos, su naturaleza no es lo suficientemente generosa; y pasan aquellas horas que no dedican furiosamente a hacer dinero, en un estado de coma. Cuando no tienen que ir a la oficina, cuando no están hambrientos o sedientos, el mundo que respiran alrededor suyo está vacío. Si deben esperar una hora el tren, caen en un estúpido trance con los ojos abiertos. Al verlos, uno supone que no hay nada que mirar en el mundo, ni nadie con quién hablar. Se creerá que sufren de parálisis o de enajenación; y, sin embargo, se trata de gentes que trabajan duro en sus oficios, y que tienen una mirada rápida para descubrir un error en la escritura o un cambio en la bolsa. Han estado en el colegio y en la universidad, pero siempre han tenido los ojos fijos en las medallas; han recorrido el mundo y han tratado con gente de mérito, pero todo el tiempo han estado sumidos en sus propios asuntos. Como si el alma humana no fuera de por sí suficientemente pequeña, han empequeñecido y estrechado las suyas, mediante una vida dedicada al trabajo y carente en absoluto de juego. Al llegar a los cuarenta, ahí los tenemos, con una atención distraída, la mente vacía de toda diversión, y ningún pensamiento qué frotar con otro mientras esperan el tren. Antes de “echarse los pantalones largos”, hubieran trepado a los vagones; a los veinte, seguramente habrían mirado a las muchachas; pero ahora la pipa se ha consumido, el rapé se agotó, y mi hombre se halla tieso sentado en una silla, con ojos lastimosos. Esta forma de éxito no me parece atractiva en lo más mínimo.

Pero no es sólo la propia persona la que sufre con sus malos hábitos, sino también su mujer y sus hijos, sus amigos y conocidos, e inclusive la gente que se sienta con él en el tren o el carruaje. La perpetua devoción a lo que un hombre llama sus asuntos, sólo puede sostenerse a costa de la perpetua negligencia hacia muchas otras cosas; y no es de manera alguna cierto que el trabajo de un hombre sea lo más importante. Desde una mirada imparcial, resulta claro que los papeles más sabios, más virtuosos y más benéficos que pueden representarse en el Teatro de la Vida son representados por actores gratuitos, y que estos aparecen ante el mundo en general como períodos de ocio; pues en dicho Teatro, no sólo los caballeros paseantes, las doncellas que cantan, los diligentes violinistas de la orquesta, sino también aquéllos que observan y aplauden desde las graderías cumplen con la misma eficacia su cometido en bien del resultado final. No hay duda de que dependemos en buena medida del consejo de nuestros abogados y agentes de bolsa, del guarda y de los conductores que nos llevan rápidamente de un lugar a otro, del policía que se pasea por las calles para darnos protección; pero ¿hay un pensamiento de gratitud en nuestro corazón para algunos otros benefactores que nos hacen sonreír cuando nos los topamos, o sazonan nuestras comidas con su buena compañía? El coronel Newcome ayudaba a sus amigos a malbaratar su fortuna; Fred Bayham tenía la fea manía de pedir camisas prestadas; y, sin embargo, era preferible estar con ellos que con Mr. Barnes; y aunque Falstaff no fue ni sabio ni sobrio, conozco a más de un Barrabás sin cuya presencia el mundo no habría perdido mucho. Hazlitt comenta que se sintió más obligado para con Northcote, quien por lo demás no le prestó jamás nada que pudiera llamarse un servicio, que respecto a su círculo de ostentosos amigos; ya que consideraba que un buen compañero es, enfáticamente, el más grande benefactor. Sé que hay personas que no pueden sentirse agradecidas a menos que el favor que se les haga se haya logrado al costo del dolor y las dificultades. Pero esto no es más que una mezquindad. Un hombre nos envía seis cuartillas repletas de los chismes más entretenidos, o un artículo que nos hace pasar media hora divertida y provechosa. ¿Pensamos que el servicio habría sido mayor si los hubiera escrito con sangre, o en pacto con el demonio? Seríamos más considerados con nuestro corresponsal, en caso de que hubiera estado maldiciéndonos por nuestra falta de oportunidad? Aquello que hacemos por placer es más benéfico que lo que hacemos por obligación, pues, al igual que la piedad, resulta dos veces bendito. Un beso puede hacer felices a dos, pero una broma a veinte. Pero donde quiera que se encuentre un sacrificio, o el favor se conceda con dolor, la gente generosa lo recibe con confusión. Ningún deber se valora menos entre nosotros que el deber de ser felices. Siendo felices sembramos anónimamente beneficios para el mundo, que permanecen desconocidos aún para nosotros mismos, o que cuando se les revela a nadie sorprenden tanto como a nosotros mismos. El otro día, un muchacho andrajoso y descalzo corría calle abajo detrás de una piedra, con tal aire de felicidad que contagiaba a todo el que se encontraba de su buen humor; una de estas personas, cuyos negros pensamientos habían desaparecido como por arte de magia, detuvo al muchacho y le dio algunas monedas a tiempo que comentaba: “ya ves lo que sucede con sólo parecer contento”. Si antes había parecido contento, ahora seguramente debía parecer mistificado. Por mi parte, no puedo dejar de justificar el que se anime a los niños a sonreír antes que a llorar. No deseo pagar por ver otras lágrimas que las del teatro. Encontrar un hombre feliz o una mujer feliz es mejor que encontrarnos con un billete de cinco libras. Él o ella son focos que irradian buenos sentimientos; y cuando entran a un salón, sucede algo así como si se hubiera encendido una vela de más. No nos importa si pueden o no demostrar la proposición cuarenta y siete; hacen algo más que eso: demuestran, prácticamente, el gran teorema de lo Vivible que es la Vida. Consecuentemente, si una persona sólo puede ser feliz permaneciendo ociosa, ociosa debe permanecer. Es un precepto revolucionario; pero debido al hambre y a los asilos, uno del que no puede abusarse fácilmente; y dentro de límites prácticos, se trata de una de las más incontrovertibles verdades del Corpus Moral. Contemplemos uno de esos tipos industriosos por un momento. Siembra afanes y malas digestiones; hace rentar una gran cantidad de actividad, y recibe como beneficio una buena suma de desgaste nervioso. Una de dos: o se retira del mundo y de toda compañía, como un recluso en su buhardilla, con zapatillas y un pesado tintero, o se mete entre la gente ácida y afanosamente, sintiendo contracciones en su sistema nervioso, para descargar su malhumor antes de volver al trabajo. No me interesa qué tanto o qué tan bien trabaja, este sujeto es dañino para las vidas de los otros. Se viviría mejor si él hubiese muerto. Preferirían en la oficina pasarse sin sus servicios, antes que tener que tolerar su malhumor. Emponzoña la vida en la fuente. Es mejor verse empobrecido por un sobrino bribón, que soportar día a día a un tío receloso.

¿Y para qué, Dios mío, tantos afanes? ¿Cuál es la causa por la que amargan sus vidas y las de otros? Que un hombre pueda publicar tres o treinta artículos al año, que pueda o no terminar su gran pintura alegórica, son asuntos de poca importancia para el mundo. Las filas de la vida están llenas; y aunque unos cuantos caigan, habrá siempre otros que vengan a llenar la brecha. Cuando se le dijo a Juana de Arco que debía estar en casa realizando oficios de mujer, ella respondió que había muchas para hilar y lavar; y lo mismo podría afirmarse de cualquiera, aunque tuviera las más raras habilidades; cuando la naturaleza es tan “descuidada de la vida individual”, ¿por qué habríamos de imaginar que la nuestra tiene excepcional importancia? Supongamos que Shakespeare hubiera sido golpeado en la cabeza alguna noche oscura en la cota de caza de sir Thomas Lucy; ¿marcharía el mundo mejor o peor, dejaría el cántaro de ir a la fuente, la hoz al grano y el estudiante al libro? Y ni de la pérdida del más sabio nos habríamos dado cuenta. Entre las obras existentes no hay muchas, si se miran las alternativas, que valgan lo que una libra de tabaco para un hombre de medios limitados. Esta es solamente una reflexión que serenará nuestra vanidad terrena. Ni siquiera el estanquero podrá encontrar vanagloria personal en lo que acabo de expresar; pues aunque el tabaco resulte un excelente sedante, las cualidades requeridas para venderlo no son raras ni preciosas en sí mismas. iAy! Esto puede tomárselo como se quiera, pero pocas son las funciones individuales verdaderamente indispensables. Atlas fue solamente un individuo con una prolongada pesadilla; y, con todo, es fácil ver comerciantes que labran una gran fortuna y que terminan en los tribunales por quiebra; escribientes que pasan su vida escribiendo pequeños artículos, hasta que su temperamento se convierte en una cruz para quienes están a su lado, como si se tratara de Faraones, que en vez de construir pirámides, construyeran alfileres; y muchachos que trabajan hasta el agotamiento, para ser transportados luego en una carroza fúnebre adornada de plumas blancas. ¿No suponemos que en el oído de éstos, alguien habría susurrado la promesa de un destino sobresaliente? ¿Y que la bola en que su destino se jugó, era el centro y ombligo del universo? Y, sin embargo, no hay tal. Las metas por las que ellos entregaron su inapreciable juventud, en lo que les toca, pueden ser quiméricas o perjudiciales; las glorias y las riquezas que esperan, pueden no llegar jamás, o llegar cuando les son indiferentes; y ellos mismos y el mundo que habitan son tan insignificantes, que la mente se hiela con sólo pensarlo.










sábado, noviembre 22, 2008

"Entropía", de Edmundo Paz Soldán





Llegué a La Paz para el congreso de literatura nacional. Una mujer entrada en años y carnes me esperaba en el aeropuerto de El Alto blandiendo un letrero con mi nombre. Me dijo que era del comité de recepción, me llevaría al hotel que me habían reservado. Le agradecí pensando que había mejores maneras de gastar el presupuesto de la asociación.

Bajamos a la ciudad acompañados por una tenue llovizna. El chofer era tuerto y escuchaba música a través de sus audífonos; colegí que era clásica gracias a unos acordes que resonaban en el taxi de tanto en tanto. El chofer sonreía como si se hallara en contacto con la música de las esferas, con el centro palpitante de ese vasto y eterno universo en descomposición que nos había tocado habitar. De eso yo quería hablar: de entropía y literatura.

Llegamos a la puerta del hotel Normandie. El taxista bajó mi maleta, luego partió sin que la mujer se despidiera de mí. Ingresé a grandes zancadas para guarecerme de la lluvia. El vestíbulo era penumbroso, poco dado a la hospitalidad. Ahora sí, el presupuesto se hallaba más acorde a lo esperado. No debía quejarme: como invitado especial, me pagaban las tres noches en un cuarto con cama doble.

El recepcionista era un anciano rengo y algo jorobado que parecía salido de una mala película de horror. Se equivocó al escribir mi nombre y no le corregí. Me dijo que el ascensor no funcionaba y que para mala fortuna sólo le quedaba una habitación disponible en el último piso, el séptimo. Una forma de templar mi carácter, pensé.

No había botones; subí cargando mi maleta. Los escalones rechinaban. Una vez en mi piso, descansé para recobrar el aliento. Mi habitación estaba hacia la derecha, al final del pasillo. Cuando llegaba a ella observé que el cuarto de al lado tenía la puerta abierta, y que de éste provenía el bullicio de unos niños. Esperaba que me dejaran trabajar.

La habitación era polvorienta, la cama tenía resortes vencidos por el peso de demasiados habitantes de paso en ese hotel, el televisor no funcionaba y no había agua caliente en la ducha. Ya no se trataba sólo de ahorrar; la asociación jamás debía haber contratado el Normandie. Me pregunté si había más invitados al congreso que se quedaban en ese hotel o si yo era el único. Debía quejarme, pedir un cambio. ¿A quién? No tenía un teléfono para llamar. Recién al día siguiente vería a los organizadores. Traté de no hacerme de mala sangre, me convencí de que tanta miseria me ayudaría a concentrarme en la revisión que me faltaba hacerle a mi artículo.

Encendí la lámpara del velador y me eché en la cama. Leí un par de párrafos del artículo y me detuve; el ruido en la habitación contigua era exasperante. Me levanté y me dirigí a quejarme. Toqué la puerta abierta; nadie me respondió. Entré con cautela. Los gritos provenían del baño. Ingresé a la habitación; desde allí, observé a cuatro niños desnudos que jugaban en la tina del baño; los mayores debían llegar a los diez años, parecían mellizos; el menor tenía ojos muy azules y quizás era de cinco. Los cuatro se tiraban agua y juguetes de plástico. Sentada en una silla y con el rostro agotado, una mujer seguía sus movimientos con la mirada ausente. Debía tener unos treinta y cinco años; llevaba un vestido floreado y el pelo negro estaba recogido en un moño.

Golpeé la puerta, los niños se callaron y la mujer levantó la vista y se encontró conmigo. Se incorporó y se me acercó. Los niños volvieron al bullicio, uno de ellos me tiró un vaso de agua y me mojó la chompa. La mujer se le acercó y le dio una bofetada. El niño se puso a llorar y la escupió. --Disculpe –dije mientras salíamos del baño; ella cerró la puerta tras de sí--. Llamé pero nadie me escuchó. Soy su vecino y como la puerta estaba abierta… El ruido no me deja concentrarme.
--Ah, lo siento —dijo ella; noté que el vestido estaba mojado--. La que tiene que disculparse soy yo. Pensé que estaba sola en este piso. Siempre es así cuando llego con mis hijos; me dan las habitaciones más alejadas, los pisos más vacíos. La gente les huye como la peste. No los culpo. --Traviesos, como todos los niños.
--Traviesos es poca cosa. Hacen escapar a cualquiera. De hecho, mi marido me abandonó porque eran demasiado para él. Y la ironía es que él creció en una familia grande y siempre había soñado con cuatro hijos. Yo sólo quería uno. Cinthia, para servirla. Me extendió la mano.
--Rafael. Encantado. No será para tanto. Los niños tienen tanta energía, a mí me encantan. Mis sobrinos…
--No los soporto –dijo ella, cortante--. No hay empleada que me dure. Y no hay quién me quiera ayudar: han hecho escapar a mi hermana, a mi mamá. Soy de Cochabamba. Vine a La Paz a ver si mi ex-marido quiere quedarse con dos. Yo ya no puedo. Tan comodón, el imbécil.

Le deseé suerte y volví a mi habitación compadeciéndome de ella y sintiéndome culpable por haberme molestado. Era cierto que otra gente cargaba cruces más pesadas que la mía. Bueno, en realidad yo no cargaba ninguna cruz: había optado por el retiro monástico de la vida intelectual, dedicada a los libros. A veces idealizaba esa vida que no tenía, una pareja que me acompañara en todo, unos hijos que me despertaran por la mañana. Luego descubría, de manera contundente, que se podía hacer cualquier cosa con la familia menos idealizarla. Ése era el tema de mi presentación: cómo aparecía la familia en varias novelas contemporáneas: como un universo en entropía, inevitablemente condenado a la ruptura, a la disgregación.

A la mañana siguiente fui al congreso, en un teatro en El Prado. Escuché una mesa dedicada a la ciudad en la narrativa nacional, descubrí que para los presentadores “nacional” significaba “de La Paz”, constaté que no había provincianismo más intolerable que el de los capitalinos. En un descanso entre presentaciones se me acercó uno de los organizadores, un académico prestigioso con fama de mujeriego y bigotes de foca, para darme la bienvenida y preguntarme qué tal me había parecido el hotel. Me iba a quejar, pero decidí no hacerlo: me di cuenta que quería quedarme para seguir hablando con Cinthia. Había algo en ella que me atraía, quizás el hecho de que su vida parecía tan opuesta a la mía.

Hubo más presentaciones, luego un almuerzo en un restaurante cercano, y más presentaciones a la hora de la siesta. Agotado, me escabullí alrededor de las cuatro. Quería echarme un rato y mi hotel no se encontraba muy lejos. Me fui caminando por las inclinadas pendientes de las calles paceñas.

La puerta de la habitación de Cinthia estaba cerrada cuando llegué. Ingresé a mi cuarto, me eché. Había un silencio completo en el piso; me dije que mis vecinos no estaban. Me dormí. Al rato, unos ruidos me despertaron. Los niños habían llegado; había algarabía en el pasillo. Escuché una llave abriendo la puerta, luego pasos y saltos y carcajadas. Y un llanto: el de Cinthia. Me levanté de inmediato, fui a tocarle la puerta. Ella me abrió la puerta: tenía los ojos llorosos. Le pregunté si podía ayudarla en algo.

--Ya no hay nada que hacer –dijo--. Las cartas están echadas.
--No la entiendo.
--Mi ex-marido, el muy idiota, dice que su nueva mujer no quiere saber de los chicos, pero sé que es una excusa. Y ellos, Juan y Pedro, los mayorcitos, estaban muy ilusionados.
--Los escuché riendo. No parecen muy tristes.
--Se ríen de todo, incluso cuando están tristes. Los conozco, mascaritas. Y ya no me da el cuero. Ya ni sé quién soy. Pruebe usted a dedicar diez años de su vida, desde que despierta hasta que se duerme, a cuatro niños inagotables. No, ni siquiera cuando se duerma podrá descansar.
--Usted es joven. Estoy seguro que podrá encontrar a alguien que la acompañe…
--¿En el desafío de criarlos? ¿En la locura de criarlos? Uno tras otro, todos mis novios se han escapado. No los culpo, yo haría lo mismo. ¿O se está usted ofreciendo de voluntario? Se rió.
--Yo también soy de Cochabamba –dije--. No sé, cuando volvamos puedo ayudarla a conseguir una empleada. Alguien que se dedique exclusivamente a ellos. Mi hermana conoce a gente…
--Se lo agradezco –me dijo, la voz agobiada--. Usted sí que tiene el corazón en su lugar. No todos podemos.

Le dejé mi celular para que me llamara. Como sospechaba que no lo haría, le pedí su número. Me lo dio.

Esa noche tuve un sueño intranquilo. Me vi subiendo por una torre infinita, llena de pasadizos oscuros y opresivos. Escuchaba ruidos y carcajadas de niños, luego sollozos de una mujer con un rostro que no pertenecía al de su madre. Hubo un momento en que me detuve y sentí que no podía avanzar más. Desperté con una sensación de ahogo.

Al día siguiente, sábado, estuve toda la mañana y la tarde en el congreso. Quise escaparme varias veces pero no me animé: me atenazaba la culpa de ser el invitado especial. Como tal, debía quedarme a escuchar las ponencias. Fui una presencia ausente: mi mente se hallaba en el hotel Normandie, revoloteaba buscando maneras de ayudar a Cinthia. Era capaz de ofrecerle que uno de sus hijos se viniera a vivir conmigo por un tiempo. Pero, ¿qué haría con él? No me imaginaba buscando maneras de entretener a un chiquillo de siete años. Como mis sobrinos, los niños estaban para vivir en casas lejanas, tocarles la cabeza y contarles un chiste y tenerlos en brazos un rato como tío adorable, y luego partir con la conciencia tranquila.

Cinthia debía necesitar unas horas a solas, para ir al cine o simplemente pasear por la ciudad. Al volver al hotel le ofrecería quedarme con los niños por la noche. Eso la aliviaría en algo.

Llegué a las siete al Normandie. No había ruidos en la habitación de Cinthia. Entré a la mía. Me puse a leer en la cama mientras la esperaba. Repasé la ponencia que iba a leer al día siguiente.

Eran las ocho y Cinthia no había llegado. Me preocupé. Seguí leyendo.

A las nueve, escuché unos pasos en el cuarto de Cinthia. ¿Podía ser que ella hubiera estado allí todo el tiempo? Me levanté, fui a tocarle la puerta. Para mi sorpresa, la encontré entreabierta. Entré.

La encontré sentada en el sillón de su cuarto, el vestido floreado del día en que la conocí. Tenía el pelo negro en desorden y un hilillo de sangre en una mejilla; uno de sus hijos la rasguñó, pensé. Respiraba entrecortadamente, como si acabara de correr. La saludé. Me miró sin mirarme, no profirió palabra alguna. Con un leve movimiento de la cabeza, me señaló el cuarto de baño.

Me apoyé en el vano de la puerta. Tres de los niños se encontraban en la tina llena de agua, desnudos, silenciosos como nunca lo habían estado. El color del agua era rojizo. Uno de ellos, Juan o Pedro, estaba tirado de espaldas en el piso; la cabeza se hallaba en un ángulo extraño con relación al cuerpo, como si el cuello estuviera quebrado.

Me fijé en las manos de Cinthia. Eran fuertes. Aun así, no debía haber sido fácil. Los niños debían haberse resistido, sobre todo los mayores. Seguro comenzó por el más pequeño, el de ojos azules. Y los gritos… ¿quién podía haberlos escuchado, en ese séptimo piso de un hotel con pocos huéspedes? Yo no estaba, atendía un maldito congreso.

El destino me había puesto en esa habitación para escuchar los ruidos, evitar la inevitable entropía. Había fallado a mi cita. De todos modos, era imposible no fallar.

Vi a Cinthia tirada sobre el sillón, intenté compadecerme y no pude. Llamé a la policía.

Esa misma noche abandoné el hotel y me fui de La Paz. Nunca más volví a analizar libros, descifrar su sentido.










Inédito




viernes, noviembre 21, 2008

“Realeza”, de Álvaro Bisama






D
os o tres de la mañana.
Zalo Reyes canta un viejo hit de Tom Jones –“It’s not inusual”, aquella canción que Tim Burton revisitó en clave camp para Marte ataca- frente a un auditorio de chicos góticos, brit pop, post punk, clones gay y una que otra adolescente maquillada de animé.

Estamos en la Blondie. Zalo Reyes luce gordo. Zalo Reyes luce sudado. Zalo Reyes efectivamente parece Tom Jones y la Blondie es una versión menor o más Ed Wood de Las Vegas. Faltan las máquinas tragamonedas, pero está el frenesí, la idea desaforada y genial de salir de noche a adquirir un glamour pop imposible de sostener de día. Zalo Reyes es la música –aquí y ahora- perfecta para eso.

No está mal.

Un héroe cebolla de los 80 frente a un público que lo considera de culto.

Efecto residual, colateral de la moda: la Blondie propaga cierta dignidad en el kitsch, en la caricatura. Reyes es eso: el retorno de las radios AM como una revancha del suburbio, como un camino hacia el corazón cuma de la ciudad. Es música que suena mal, pero emociona. Aquí Reyes es un héroe: el lado B triunfa en su ley, adquiere dignidad, se convierte en una estética por derecho propio. Tal vez tenga que ver con que Reyes no sale en la tele, no aparece en los rankings, no está a la cabeza de ninguna moda. No. Reyes tiene o tuvo problemas con la ley, habla en tercera persona de sí mismo –como Martín Vargas: otro ídolo de brillante decadencia- y está hecho mierda como sólo los verdaderos héroes se pueden hacer mierda, de a poco, a costa de dosis constantes de bohemia, idiotez y locura.

Si estuviéramos en otro país, Zalo Reyes sería una especie de emblema patrio, le levantaríamos altares. Aquí, por el contrario, languidece en cierto silencio mediático que se quiebra cuando resucita en lugares como éste y salva la noche.

Ésta es su revancha.

Zalo Reyes se agita entre las pistas grabadas, baila como un fauno, pronuncia el inglés de manera cavernaria pero sexual, mientras aprieta a una ninfa postmoderna y dark que ha subido como groupies improvisada al escenario. El Gorrión de Conchalí es un águila en celo. Así, pega su cuerpo al de la chica y la agarra de las caderas: piernas contra pierna, sudor contra sudor, mejilla contra mejilla. En el medio de todo, su voz quebrada y aflautada calentando el aire mientras exclama “así se baila mijitaaa!!!” y el público lo celebra. La Blondie arde, baila con él. Corea sus canciones. La cara sudada de Zalo Reyes brilla con la luz negra de los candelabros, entremedio de un paisaje de gárgolas de cartón piedra, detalles medievales o religiosos que son el ambiente perfecto para una fiesta pagana como ésta.

Esos monstruos protegen el lugar. Lo preservan de todo mal. Reyes debe hacer un pacto con ellos, los dioses de este espectáculo menor, domarlos. Y lo hace. Zalo Reyes conoce todo el vudú que la ciudad necesita. Está más allá de la dictadura del buen gusto, más allá de la dictadura de la moda.

Su música viene de más allá: del extrarradio, es el asalto de la voz de quienes no tienen voz, la música de las fiestas privadas de una intimidad que no ha sido narrada jamás. Zalo Reyes compone y canta la banda sonora de las emociones reprimidas, de amores secretos, de despedidas atroces frente a la línea de fuego.

Y funciona. Sobrevive. Vive.

Reyes es la música de la ciudad. Música de rincones, de habitaciones oscuras. La música que escuchan las mujeres y hombres solos en Recoleta, en Conchalí o en San Bernardo, mientras acunan a sus bebés o esperan la llegada de sus hijos adolescentes de la fiesta de la otra cuadra. Es música de penumbras, nocturna.

Zalo Reyes lo sabe. Ni siquiera la bohemia ha podido destruir eso. Su voz está quebrada, rasgada por las cuchillas del tiempo, pero conserva su dignidad de realeza oscura. La gente que acá lo nota lo agradece y lo venera. Más rato bailarán los éxitos Indie de la temporada. Por ahora, lo único verdadero que tienen es Zalo Reyes, el cantante de las madres, un ícono incombustible quemándose frente a ellos, brillando en medio de tanta oscuridad buscada.







en Postales urbanas, 2006
















jueves, noviembre 20, 2008

"Nadie está solo", de José Agustín Goytisolo





En este mismo instante
hay un hombre que sufre,
un hombre torturado
tan sólo por amar
la libertad. Ignoro
dónde vive, qué lengua
habla, de qué color
tiene la piel, cómo
se llama, pero
en este mismo instante,
cuando tus ojos leen
mi pequeño poema,
ese hombre existe, grita,
se puede oír su llanto
de animal acosado,
mientras muerde sus labios
para no denunciar
a los amigos. ¿Oyes?
Un hombre solo
grita maniatado, existe
en algún sitio. ¿He dicho solo?
¿No sientes, como yo,
el dolor de su cuerpo
repetido en el tuyo?
¿No te mana la sangre
bajo los golpes ciegos?
Nadie está solo. Ahora,
en este mismo instante,
también a ti y a mí
nos tienen maniatados.











Colaboración a Dscntxt de Ignacia Viñes










miércoles, noviembre 19, 2008

“El silencio de los inocentes”, de Thomas Harris

Capítulo 3




La celda del doctor Lecter está considerablemente alejada de las demás, no tiene al otro lado del pasillo más que un armario y es excepcional por otras circunstancias. El exterior consiste en una reja de barrotes por cuya parte interna, a mayor distancia de la que alcanza un brazo humano, hay una segunda barrera, una resistente red de nailon tendida desde el suelo al techo y de pared a pared. Detrás de la red, Starling vio una mesa atornillada al suelo en la que se apilaban libros de tapas blandas y papeles, y una silla recta, también atornillada. Y al doctor Aníbal Lecter reclinado en su catre, absorto en la lectura de la edición italiana de Vogue. Sujetaba las páginas sueltas con la mano derecha y las iba poniendo una a una a su lado con la izquierda. El doctor Lecter tiene seis dedos en la mano izquierda. Clarice Starling se detuvo cerca de los barrotes, más o menos a la distancia que equivaldría a la de un pequeño vestíbulo.

--Doctor Lecter. -Su propia voz le sonó muy aceptable.

El alzó la vista de la lectura. Durante un exagerado segundo Clarice tuvo la impresión de que la mirada del recluso zumbaba, pero no era más que su sangre lo que oía.

--Me llamo Clarice Starling. ¿Puedo hablar con usted?
-La distancia y el tono de su voz implicaban cortesía.

Con un dedo apoyado sobre los labios fruncidos, el doctor Lecter reflexionó. Al cabo de un rato, cuando lo juzgó adecuado, se levantó, avanzó con suavidad por su jaula y se detuvo a escasos pasos de la red, cosa que hizo sin mirarla, como si hubiese calculado la distancia. Clarice observó que era de baja estatura y aspecto pulcro; en las manos y brazos del doctor observó fuerza nervuda, como la suya.

--Buenos días -dijo él como si hubiese salido a abrir la puerta. Su cultivada voz poseía una leve aspereza metálica, debida seguramente al desuso.

Los ojos del doctor Lecter son de un castaño granate y reflejan la luz con destellos de rojo. A veces los puntos de luz parecen volar como chispas hacia el centro de la pupila. Esos ojos tenían presa a Starling por entero. Ella se acercó con cautela a los barrotes. El vello de los antebrazos se le erizó y rozó la cara interna de las mangas.

--Doctor, la configuración de perfiles psicológicos nos plantea serios problemas. He venido a solicitar su ayuda.
--El plural alude a Ciencias del Comportamiento de Quántico. Será usted de la plantilla de Jack Crawford, supongo.
--Sí, efectivamente.
--¿Puedo ver sus credenciales?

Clarice no se esperaba eso.

--Ya las he enseñado en..., la oficina.
--¿Quiere decir que se las ha enseñado al eminente doctor Frederick Chilton?
--Sí.
--¿Ha visto usted las de él?
--No.
--Las académicas son sumamente pobres, se lo aseguro. ¿Ha conocido a Alan? ¿No es encantador? ¿Con cuál de los dos preferiría charlar?
--En conjunto diría que con Alan.
--Podría ser usted una periodista, autorizada a entrar aquí por el propio Chilton para cobrar. Creo que tengo derecho a examinar sus credenciales.
--De acuerdo. -Clarice elevó la mano y le mostró su tarjeta de identificación plastificada.
--A esta distancia no puedo leer. Envíemela, por favor.
--No puedo.
--Porque es dura.
--Sí.
--Hable con Barney.

Llegó el enfermero a deliberar.

--Doctor Lecter, voy a permitir que le pasen eso. Pero si no lo devuelve cuando yo se lo pida, si tenemos que molestar a todo el mundo, si tenemos que atarle para recuperarlo, me enfadaré. Y si me enfado con usted, tendrá que permanecer atado hasta que se me pase el mal humor. Alimentos por el tubo, pañales cambiados dos veces al día, ya sabe, sesión completa. Y le retendré la correspondencia una semana. ¿Entendido?
--Ciertamente, Barney.

La tarjeta se deslizó junto con la bandeja y el doctor Lecter la acercó a la luz.

--¿Una estudiante? Aquí dice «estudiante». ¿Jack Crawford envía a una estudiante a entrevistarme? -Golpeó la tarjeta contra su blanca y pequeña dentadura y aspiró su olor.
--Doctor Lecter -dijo Barney.
--Desde luego. -Lecter depositó la tarjeta en la bandeja y Barney tiró de ella hacia afuera.
--Todavía estoy en la academia, sí -dijo Starling-, pero no estamos hablando del FBI; estamos hablando de psicología. ¿Es capaz usted de discernir, prescindiendo de títulos y diplomas, si estoy capacitada para hablar de este tema?
--Hummmm -replicó el doctor Lecter-. La verdad..., eso ha sido muy astuto. Barney, ¿cree que la agente Starling podría disponer de una silla?
--El doctor Chilton no me dijo nada respecto de una silla.
--¿Y qué le dicen sus modales, Barney?
--¿Quiere una silla? -le preguntó Barney a Clarice-. Podríamos haber traído una, pero él nunca..., es decir, generalmente nadie suele quedarse tanto rato.
--Sí, por favor -contestó Starling.

Barney sacó una silla plegable del armario de limpieza situado frente a la celda, la instaló y les dejó a solas.

--Bueno -dijo Lecter sentándose de lado ante su mesa para dar la cara a Clarice-, ¿qué le ha dicho Miggs?
--¿Quién?
--Múltiple Miggs, el de esa celda de ahí. Le siseó algo. ¿Qué le ha dicho?
--Me ha dicho: «Te huelo el coño».
--Ya. Yo no lo he conseguido. Usa usted crema hidratante Evyan y a veces lleva L'Air du Temps, pero hoy no. Hoy ha venido deliberadamente sin perfume. ¿Qué impresión le ha producido lo que le ha dicho Miggs?
--Pienso que por razones que desconozco se muestra hostil. Una lástima. Él se muestra hostil con la gente y la gente reacciona tratándole con hostilidad. Es un círculo vicioso.
--¿Siente usted hostilidad hacia él?
--Lamento que tenga perturbadas sus facultades mentales. Dejando eso aparte, no me afecta más que un ruido. ¿Cómo ha averiguado lo del perfume?
--Una vaharada de su bolso cuando ha sacado la tarjeta. Ese bolso que lleva es precioso.
--Gracias.
--Ha traído el mejor bolso que tiene, ¿verdad?
--Sí. -Era cierto. Había ahorrado bastante para comprarse aquel bolso, clásico y de todo llevar, que era el accesorio de mayor calidad de su armario.
--Es de calidad muy superior a sus zapatos.
--Tal vez algún día se pongan a la altura.
--No lo dudo.
--¿Los dibujos de las paredes los ha hecho usted, doctor?
--¿Cree que he llamado a un decorador?
--El que está encima del lavabo es una ciudad europea, ¿no es así?
--Florencia. El Palazzo Vecchio y el Duomo vistos desde el Belvedere.
--¿Lo dibujó de memoria? ¿Todos esos detalles?
--La memoria, agente Starling, es lo único que tengo para sustituir la vista que ofrece una ventana.
--¿El otro es una Crucifixión? La cruz central está vacía.
--Es el Gólgota tras el descendimiento. Tiza y rotulador sobre papel parafinado. Representa lo que consiguió el ladrón al que se le prometió el paraíso cuando se llevaron al cordero pascual.
--¿Y qué fue?
--Que le rompiesen las piernas, naturalmente, como a su compañero, el que se burló de Cristo. ¿Desconoce acaso el Evangelio de san Juan? Entonces contemple a Duccio; pinta crucifixiones de extrema exactitud. ¿Cómo está Will Graham? ¿Qué aspecto tiene?
--No conozco a Will Graham.
--Pero sabe quién es. El delfín de Jack Crawford. El anterior a usted. ¿Cómo le ha quedado la cara?
--Nunca he visto a Will.
--Eso, con todos mis respetos, agente Starling, se llama «hurtar el cuerpo».

Palpitaciones de silencio; luego se lanzó.

--Permítame que le diga que más bien lo que pretendo es ir por todas y embestir. He traído...
--No. Eso no, eso es una equivocación que denota una gran estupidez. En una fase de preludio no emplee nunca el humor. Mire, entender un comentario ocurrente y replicar en el mismo tono hace que el sujeto del análisis efectúe una transposición súbita y distanciada que es totalmente opuesta al clima que se ha creado. Y procedemos partiendo del clima que establecemos. Iba usted muy bien; se había mostrado cortés y receptiva a la cortesía; revelando la embarazosa verdad del comentario de Miggs había establecido un clima de confianza, y de pronto introduce un petulante retruécano a propósito de su cuestionario. Así no haremos nada.
--Doctor Lecter, usted es una eminencia en el campo de la psiquiatría clínica. ¿Me cree tan tonta como para hacerle objeto de una técnica cuyos resortes conoce usted a la perfección? No me subestime tanto. Lo que le pido es que responda al cuestionario, y a partir de ahí usted haga lo que quiera. ¿Tanto le costaría echarle un vistazo?
--Agente Starling. ¿ha leído alguno de los estudios publicados recientemente por Ciencias del Comportamiento?
--Sí.
--Yo también. El FBI se niega estúpidamente a enviarme el Boletín de Aplicación de la Ley, pero lo consigo a través de una librería de lance; John Jay me envía el Anuario, y también recibo las revistas de psiquiatría. Están dividiendo a los asesinos reincidentes en dos grupos: organizados y desorganizados. ¿Qué opina de ello?
--Que es... elemental; evidentemente lo que pretenden...
--Simplista es el término adecuado. En realidad, casi toda la psicología es pueril, agente Starling, y la que se practica en Ciencias del Comportamiento se halla al nivel de la frenología. La psicología, para empezar, cuenta con un material de muy pobre calidad. Vaya a la facultad de psicología de cualquier universidad y observe a los estudiantes y al profesorado: pedantes aficionados a los seriales radiofónicos y fanáticos con graves carencias de personalidad. Los cerebros más subdesarrollados de toda la institución universitaria. Organizados y desorganizados; debió de ocurrírsele al bedel.
--¿Con que criterio modificaría usted esta clasificación?
--No lo haría.
--Hablando de publicaciones, leí sus artículos sobre adicción quirúrgica y expresión facial de lado derecho e izquierdo.
--Sí. Eran de primer orden -declaró el doctor Lecter.
--Efectivamente. Esa fue mi opinión y también la de Jack Crawford.
--Fue él quien me indicó que los leyera. Por este motivo está ansioso de que usted...
--¿Crawford el estoico, ansioso? Debe estar hasta el cuello de trabajo para tener que echar mano de los alumnos de la academia.
--Así es, y quiere...
--El trabajo se lo da Buffalo Bill.
--Supongo.
--No. «Supongo» no. Sabe usted perfectamente, agente Starling, que se trata de Buffalo Bill. Creí que Jack Crawford la enviaba para preguntarme precisamente por ese caso.
--No.
--Luego usted no está trabajando en nada relacionado con ese asunto.
--No, he venido porque necesitamos su...
--¿Qué sabe usted acerca de Buffalo Bill?
--Nadie sabe gran cosa.
--¿Todo lo que se sabe ha salido en los periódicos?
--Creo que sí. Doctor Lecter, no he visto ningún tipo de información confidencial sobre ese caso. Mi tarea se limita...
--¿Cuántas mujeres ha empleado Buffalo Bill?
--La policía ha descubierto cinco.
--¿Todas desolladas?
--Parcialmente, sí.
--La prensa nunca ha explicado el motivo de ese nombre. ¿Sabe usted por qué se le llama Buffalo Bill?
--Sí.
--Dígamelo.
--Si echa un vistazo a este cuestionario, se lo diré.
--Lo haré, palabra. Ahora dígame, ¿por qué?
--Empezó como un chiste de mal gusto en la sección de homicidios de Kansas City.
--¿Y...?
--Le llaman Buffalo Bill porque arranca la piel a las chicas que se tira. -Starling descubrió que acababa de canjear la sensación de tener miedo por la de sentirse ruin. De escoger entre las dos, prefería tener miedo.
--Páseme el cuestionario.

Starling depositó la sección azul en la bandeja y la empujó. Permaneció sentada y quieta mientras Lecter la ojeaba sin excesivo interés.




--¿Cree usted, agente Starling -dijo él dejando el cuestionario en la bandeja-, que realmente puede hacer mi disección con este insuficiente y romo bisturí?
--No. Lo que creo es que usted puede prestar una inestimable colaboración y ayudarnos a profundizar en este estudio.
--¿Y qué razón habría de inducirme a hacer tal cosa?
--La curiosidad.
--¿Curiosidad de qué?
--De saber por qué está usted aquí. De averiguar lo que le sucedió.
--No me sucedió nada, agente Starling. Yo sucedí. No acepto que se me reduzca a un conjunto de influencias. En favor del conductismo han eliminado ustedes el bien y el mal, agente Starling. Han dejado a todo el mundo en cueros, han barrido la moral, ya nadie es culpable de nada. Míreme, agente Starling. ¿Es capaz de afirmar que yo soy el mal? ¿Soy la maldad, agente Starling?
--Creo que ha sido usted destructivo, lo cual para mí equivale a lo mismo.
--¿Solamente la maldad es destructiva? Si las cosas son tan simples, según tal razonamiento las tormentas son la maldad. Y el fuego, que también existe, y el granizo. Los que así piensan lo echan todo en un mismo saco que lleva por nombre «obra de Dios».
--Todo acto deliberado...
--Para entretenerme colecciono noticias de derrumbamientos de iglesias. ¿Se ha enterado del que acaba de producirse en Sicilia? ¡Maravilloso¡ Se desplomó la fachada aplastando a sesenta y cinco beatas que asistían a misa mayor. ¿Fue eso maldad? Si acordamos que sí, ¿quién la causó? Si Él está ahí arriba, créame, agente Starling, se regocija. El tifus y los cisnes, todo procede del mismo sitio.
--No soy capaz de explicar su personalidad, doctor, pero sé quién puede hacerlo.

El la interrumpió levantando la mano. Era una mano de hermosas proporciones, notó Clarice, con un dedo medio perfectamente duplicado. Se trata de la forma menos frecuente de polidactilia que existe. Cuando Lecter volvió a hablar, lo hizo con suavidad y en un tono agradable.

--Cuánto le gustaría a usted evaluarme, agente Starling. Con lo ambiciosa que es, ¿verdad? ¿Sabe en qué me hace pensar con ese bolso tan caro y esos zapatos baratos? Me hace pensar en una pueblerina. Una pueblerina aseada y resuelta a triunfar que ha adquirido un poco de buen gusto. Sus ojos parecen gemas de poco precio que fulguran con brillo superficial en cuanto consigue anticipar una pequeña respuesta. Y es usted inteligente, ¿me equivoco? Desesperada por no parecerse a su madre. Una mejor nutrición le ha hecho aumentar de estatura, pero no hace más de una generación que salió de las minas, agente Starling. ¿Pertenece a los Starling de Virginia occidental o los Starling peones agrícolas de Oklahoma, agente? Eligió a cara o cruz entre la universidad y las oportunidades que le ofrecía el Cuerpo Femenino del Ejército, ¿verdad? Permítame que le diga algo muy concreto sobre usted, señorita Starling, alumna de la academia del FBI. En la habitación que ahora comparte con otra alumna, tiene usted un rosario de cuentas de oro y cada vez que contempla lo pegajosas que las ha puesto el desuso, nota un feo nudo en la garganta, ¿no es así? Aquellos tediosos gracias, gracias, aquella obligación de tener que realizar aquel sincero manoseo, aquel ponerse sentimental al desgranar cada cuenta. Tedioso. Tedioso. Aburriiiido. Ser inteligente estropea muchas cosas, ¿no cree? Y el buen gusto desconoce la bondad. Cuando piense en esta conversación, recordará al mudo animal herido en el rostro cuando se deshizo de él. Si el rosario se ha puesto pegajoso, ¿cuántas otras cosas sufrirán la misma suerte con cada paso adelante que dé? Piensa en eso por las noches, ¿no es verdad? -preguntó el doctor Lecter con su tono más amable. Starling levantó la cabeza para mirarle de frente.
--Es usted muy perspicaz, doctor Lecter. No voy a negar nada de lo que ha dicho. Pero voy a hacerle una pregunta que tendrá que contestar ahora mismo, tanto si quiere como si no: ¿tiene usted la fortaleza suficiente para aplicar esa potente perspicacia sobre sí mismo? Es difícil de afrontar. Lo acabo de descubrir en estos últimos minutos. ¿Qué le parece? Contémplese a sí mismo y escriba la verdad. ¿Qué tema más adecuado o complejo podría usted encontrar? ¿O es que tiene miedo de sí mismo?
--Qué rigurosa es usted, agente Starling.
--Creo que bastante.
--Y no soportaría considerarse vulgar. Eso sí le dolería. Pues mire, no tiene nada de vulgar, agente Starling. Lo único que tiene es miedo de serlo. ¿Qué grosor tienen las cuentas de su rosario? ¿Siete milímetros?
--Siete.
--Permítame que le haga una sugerencia. Compre unas cuentas de ágata ojo de tigre y ensártelas mezclándolas alternativamente con las de oro del rosario. En grupos de dos o tres o una y dos, como le parezca que queda mejor. El ojo de tigre entona con el color de sus ojos y hará resaltar los reflejos de su cabello. ¿Le han enviado alguna vez una tarjeta el día de san Valentín?
--Sí.
--Ya hace días que estamos en cuaresma. Para san Valentín falta sólo una semana... Hmmmm... ¿Espera usted alguna tarjeta?
--Nunca se sabe.
--Tiene razón; nunca se sabe... He estado pensando en la fiesta de san Valentín. Me recuerda algo gracioso. Ahora que caigo en la cuenta, yo podría hacerla muy feliz el día de san Valentín, Clarice Starling.
--¿De qué modo, doctor Lecter?
--Enviándole una tarjeta maravillosa. Tendré que pensar en ello. Ahora tenga la bondad de disculparme. Adiós, agente Starling.
--¿Y el cuestionario?
--Una vez un individuo que confeccionaba el censo intentó evaluarme. Me comí su hígado guisado con alubias, plato que regué con un gran vaso de Amarone. Vuelva a la escuela, pequeña Starling. -Aníbal Lecter, cortés hasta el final, no le dio la espalda. Retrocedió hasta el catre, en el cual volvió a tumbarse, y se tornó tan remoto como un cruzado de piedra tendido en su sepulcro.

Starling se sintió repentinamente vacía, como si acabase de dar sangre. Tardó más de lo necesario en meter los papeles en la cartera porque por un momento pensó que las piernas no la iban a sostener. Starling estaba empapada de fracaso, aquel fracaso que tanto detestaba. Plegó la silla y la apoyó en la puerta del armario de limpieza. Tendría que volver a pasar por delante de Miggs. Barney a lo lejos parecía estar leyendo. Podía llamarle para que viniera a buscarla. Miggs a hacer puñetas. Era lo mismo que pasar ante los albañiles de una obra o cruzarse con algún mozo de reparto, cosa que en la ciudad ocurría todos los días. Empezó a alejarse por el pasillo. A su lado, muy cerca, la voz de Miggs siseó:

--Me he mordido la muñeca para matarme. ¿Has visto cómo sangra?

Hubiera debido llamar a Barney pero, sobresaltada, miró hacia el interior de la celda, vio que Miggs chasqueaba los dedos y antes de que pudiera volverse de espaldas notó una salpicadura caliente en la mejilla y en el hombro. Se alejó de la celda, advirtió que se trataba de esperma y no de sangre, y Lecter la llamaba, le oyó perfectamente. La voz del doctor Lecter a sus espaldas, con su cortante aspereza más pronunciada que antes.

--Agente Starling.

El doctor se había puesto de pie y la llamaba. Clarice revolvió en el bolso en busca de un pañuelo.

--Agente Starling -a sus espaldas.

Ella había recuperado la frialdad de su autodominio y avanzaba con firmeza hacia la reja. Clarice se detuvo. Se hallaba nuevamente ante la celda de Lecter contemplando el insólito espectáculo de ver al doctor agitado. Clarice sabía que él lo olería. Tenía un olfato capaz de olerlo todo.

--Lamento mucho lo que le ha sucedido. La descortesía me parece una actitud de una fealdad indecible.

Era como si el cometer asesinatos le hubiese purgado de groserías de menor importancia. O tal vez, pensó Starling, le excitaba verla marcada de aquella manera. No lograba averiguarlo. Las chispas de los ojos del doctor revoloteaban hacia el fondo oscuro de sus pupilas como luciérnagas dentro de una gruta. Clarice levantó la cartera.

--Por favor, conteste a esto.

Seguramente había llegado tarde; él volvía a estar calmado.

--No. Pero voy a hacer que se sienta feliz de haber venido. Le voy a dar otra cosa. Le voy a dar lo que usted aprecia más de todo, Clarice Starling.
--¿Qué es, doctor Lecter?
--Un ascenso, naturalmente. Encaja a la perfección, cuánto me alegro. La fiesta de san Valentín me ha hecho pensar en ello.

La sonrisa que iluminaba su pequeña y blanca dentadura podía deberse a cualquier cosa. Habló en voz tan baja que ella apenas si le oyó:

--Busque sus tarjetas de san Valentín en el coche de Raspail. ¿Me ha oído? Busque sus tarjetas de san Valentín en el coche de Raspail. Más vale que se vaya; no creo que Miggs pueda conseguirlo otra vez tan pronto, ni aun a pesar de estar loco, ¿no le parece?