La celda del doctor Lecter está considerablemente alejada de las demás, no tiene al otro lado del pasillo más que un armario y es excepcional por otras circunstancias. El exterior consiste en una reja de barrotes por cuya parte interna, a mayor distancia de la que alcanza un brazo humano, hay una segunda barrera, una resistente red de nailon tendida desde el suelo al techo y de pared a pared. Detrás de la red, Starling vio una mesa atornillada al suelo en la que se apilaban libros de tapas blandas y papeles, y una silla recta, también atornillada. Y al doctor Aníbal Lecter reclinado en su catre, absorto en la lectura de la edición italiana de Vogue. Sujetaba las páginas sueltas con la mano derecha y las iba poniendo una a una a su lado con la izquierda. El doctor Lecter tiene seis dedos en la mano izquierda. Clarice Starling se detuvo cerca de los barrotes, más o menos a la distancia que equivaldría a la de un pequeño vestíbulo.
--Doctor Lecter. -Su propia voz le sonó muy aceptable.
El alzó la vista de la lectura. Durante un exagerado segundo Clarice tuvo la impresión de que la mirada del recluso zumbaba, pero no era más que su sangre lo que oía.
--Me llamo Clarice Starling. ¿Puedo hablar con usted?
-La distancia y el tono de su voz implicaban cortesía.
Con un dedo apoyado sobre los labios fruncidos, el doctor Lecter reflexionó. Al cabo de un rato, cuando lo juzgó adecuado, se levantó, avanzó con suavidad por su jaula y se detuvo a escasos pasos de la red, cosa que hizo sin mirarla, como si hubiese calculado la distancia. Clarice observó que era de baja estatura y aspecto pulcro; en las manos y brazos del doctor observó fuerza nervuda, como la suya.
--Buenos días -dijo él como si hubiese salido a abrir la puerta. Su cultivada voz poseía una leve aspereza metálica, debida seguramente al desuso.
Los ojos del doctor Lecter son de un castaño granate y reflejan la luz con destellos de rojo. A veces los puntos de luz parecen volar como chispas hacia el centro de la pupila. Esos ojos tenían presa a Starling por entero. Ella se acercó con cautela a los barrotes. El vello de los antebrazos se le erizó y rozó la cara interna de las mangas.
--Doctor, la configuración de perfiles psicológicos nos plantea serios problemas. He venido a solicitar su ayuda.
--El plural alude a Ciencias del Comportamiento de Quántico. Será usted de la plantilla de Jack Crawford, supongo.
--Sí, efectivamente.
--¿Puedo ver sus credenciales?
Clarice no se esperaba eso.
--Ya las he enseñado en..., la oficina.
--¿Quiere decir que se las ha enseñado al eminente doctor Frederick Chilton?
--Sí.
--¿Ha visto usted las de él?
--No.
--Las académicas son sumamente pobres, se lo aseguro. ¿Ha conocido a Alan? ¿No es encantador? ¿Con cuál de los dos preferiría charlar?
--En conjunto diría que con Alan.
--Podría ser usted una periodista, autorizada a entrar aquí por el propio Chilton para cobrar. Creo que tengo derecho a examinar sus credenciales.
--De acuerdo. -Clarice elevó la mano y le mostró su tarjeta de identificación plastificada.
--A esta distancia no puedo leer. Envíemela, por favor.
--No puedo.
--Porque es dura.
--Sí.
--Hable con Barney.
Llegó el enfermero a deliberar.
--Doctor Lecter, voy a permitir que le pasen eso. Pero si no lo devuelve cuando yo se lo pida, si tenemos que molestar a todo el mundo, si tenemos que atarle para recuperarlo, me enfadaré. Y si me enfado con usted, tendrá que permanecer atado hasta que se me pase el mal humor. Alimentos por el tubo, pañales cambiados dos veces al día, ya sabe, sesión completa. Y le retendré la correspondencia una semana. ¿Entendido?
--Ciertamente, Barney.
La tarjeta se deslizó junto con la bandeja y el doctor Lecter la acercó a la luz.
--¿Una estudiante? Aquí dice «estudiante». ¿Jack Crawford envía a una estudiante a entrevistarme? -Golpeó la tarjeta contra su blanca y pequeña dentadura y aspiró su olor.
--Doctor Lecter -dijo Barney.
--Desde luego. -Lecter depositó la tarjeta en la bandeja y Barney tiró de ella hacia afuera.
--Todavía estoy en la academia, sí -dijo Starling-, pero no estamos hablando del FBI; estamos hablando de psicología. ¿Es capaz usted de discernir, prescindiendo de títulos y diplomas, si estoy capacitada para hablar de este tema?
--Hummmm -replicó el doctor Lecter-. La verdad..., eso ha sido muy astuto. Barney, ¿cree que la agente Starling podría disponer de una silla?
--El doctor Chilton no me dijo nada respecto de una silla.
--¿Y qué le dicen sus modales, Barney?
--¿Quiere una silla? -le preguntó Barney a Clarice-. Podríamos haber traído una, pero él nunca..., es decir, generalmente nadie suele quedarse tanto rato.
--Sí, por favor -contestó Starling.
Barney sacó una silla plegable del armario de limpieza situado frente a la celda, la instaló y les dejó a solas.
--Bueno -dijo Lecter sentándose de lado ante su mesa para dar la cara a Clarice-, ¿qué le ha dicho Miggs?
--¿Quién?
--Múltiple Miggs, el de esa celda de ahí. Le siseó algo. ¿Qué le ha dicho?
--Me ha dicho: «Te huelo el coño».
--Ya. Yo no lo he conseguido. Usa usted crema hidratante Evyan y a veces lleva L'Air du Temps, pero hoy no. Hoy ha venido deliberadamente sin perfume. ¿Qué impresión le ha producido lo que le ha dicho Miggs?
--Pienso que por razones que desconozco se muestra hostil. Una lástima. Él se muestra hostil con la gente y la gente reacciona tratándole con hostilidad. Es un círculo vicioso.
--¿Siente usted hostilidad hacia él?
--Lamento que tenga perturbadas sus facultades mentales. Dejando eso aparte, no me afecta más que un ruido. ¿Cómo ha averiguado lo del perfume?
--Una vaharada de su bolso cuando ha sacado la tarjeta. Ese bolso que lleva es precioso.
--Gracias.
--Ha traído el mejor bolso que tiene, ¿verdad?
--Sí. -Era cierto. Había ahorrado bastante para comprarse aquel bolso, clásico y de todo llevar, que era el accesorio de mayor calidad de su armario.
--Es de calidad muy superior a sus zapatos.
--Tal vez algún día se pongan a la altura.
--No lo dudo.
--¿Los dibujos de las paredes los ha hecho usted, doctor?
--¿Cree que he llamado a un decorador?
--El que está encima del lavabo es una ciudad europea, ¿no es así?
--Florencia. El Palazzo Vecchio y el Duomo vistos desde el Belvedere.
--¿Lo dibujó de memoria? ¿Todos esos detalles?
--La memoria, agente Starling, es lo único que tengo para sustituir la vista que ofrece una ventana.
--¿El otro es una Crucifixión? La cruz central está vacía.
--Es el Gólgota tras el descendimiento. Tiza y rotulador sobre papel parafinado. Representa lo que consiguió el ladrón al que se le prometió el paraíso cuando se llevaron al cordero pascual.
--¿Y qué fue?
--Que le rompiesen las piernas, naturalmente, como a su compañero, el que se burló de Cristo. ¿Desconoce acaso el Evangelio de san Juan? Entonces contemple a Duccio; pinta crucifixiones de extrema exactitud. ¿Cómo está Will Graham? ¿Qué aspecto tiene?
--No conozco a Will Graham.
--Pero sabe quién es. El delfín de Jack Crawford. El anterior a usted. ¿Cómo le ha quedado la cara?
--Nunca he visto a Will.
--Eso, con todos mis respetos, agente Starling, se llama «hurtar el cuerpo».
Palpitaciones de silencio; luego se lanzó.
--Permítame que le diga que más bien lo que pretendo es ir por todas y embestir. He traído...
--No. Eso no, eso es una equivocación que denota una gran estupidez. En una fase de preludio no emplee nunca el humor. Mire, entender un comentario ocurrente y replicar en el mismo tono hace que el sujeto del análisis efectúe una transposición súbita y distanciada que es totalmente opuesta al clima que se ha creado. Y procedemos partiendo del clima que establecemos. Iba usted muy bien; se había mostrado cortés y receptiva a la cortesía; revelando la embarazosa verdad del comentario de Miggs había establecido un clima de confianza, y de pronto introduce un petulante retruécano a propósito de su cuestionario. Así no haremos nada.
--Doctor Lecter, usted es una eminencia en el campo de la psiquiatría clínica. ¿Me cree tan tonta como para hacerle objeto de una técnica cuyos resortes conoce usted a la perfección? No me subestime tanto. Lo que le pido es que responda al cuestionario, y a partir de ahí usted haga lo que quiera. ¿Tanto le costaría echarle un vistazo?
--Agente Starling. ¿ha leído alguno de los estudios publicados recientemente por Ciencias del Comportamiento?
--Sí.
--Yo también. El FBI se niega estúpidamente a enviarme el Boletín de Aplicación de la Ley, pero lo consigo a través de una librería de lance; John Jay me envía el Anuario, y también recibo las revistas de psiquiatría. Están dividiendo a los asesinos reincidentes en dos grupos: organizados y desorganizados. ¿Qué opina de ello?
--Que es... elemental; evidentemente lo que pretenden...
--Simplista es el término adecuado. En realidad, casi toda la psicología es pueril, agente Starling, y la que se practica en Ciencias del Comportamiento se halla al nivel de la frenología. La psicología, para empezar, cuenta con un material de muy pobre calidad. Vaya a la facultad de psicología de cualquier universidad y observe a los estudiantes y al profesorado: pedantes aficionados a los seriales radiofónicos y fanáticos con graves carencias de personalidad. Los cerebros más subdesarrollados de toda la institución universitaria. Organizados y desorganizados; debió de ocurrírsele al bedel.
--¿Con que criterio modificaría usted esta clasificación?
--No lo haría.
--Hablando de publicaciones, leí sus artículos sobre adicción quirúrgica y expresión facial de lado derecho e izquierdo.
--Sí. Eran de primer orden -declaró el doctor Lecter.
--Efectivamente. Esa fue mi opinión y también la de Jack Crawford.
--Fue él quien me indicó que los leyera. Por este motivo está ansioso de que usted...
--¿Crawford el estoico, ansioso? Debe estar hasta el cuello de trabajo para tener que echar mano de los alumnos de la academia.
--Así es, y quiere...
--El trabajo se lo da Buffalo Bill.
--Supongo.
--No. «Supongo» no. Sabe usted perfectamente, agente Starling, que se trata de Buffalo Bill. Creí que Jack Crawford la enviaba para preguntarme precisamente por ese caso.
--No.
--Luego usted no está trabajando en nada relacionado con ese asunto.
--No, he venido porque necesitamos su...
--¿Qué sabe usted acerca de Buffalo Bill?
--Nadie sabe gran cosa.
--¿Todo lo que se sabe ha salido en los periódicos?
--Creo que sí. Doctor Lecter, no he visto ningún tipo de información confidencial sobre ese caso. Mi tarea se limita...
--¿Cuántas mujeres ha empleado Buffalo Bill?
--La policía ha descubierto cinco.
--¿Todas desolladas?
--Parcialmente, sí.
--La prensa nunca ha explicado el motivo de ese nombre. ¿Sabe usted por qué se le llama Buffalo Bill?
--Sí.
--Dígamelo.
--Si echa un vistazo a este cuestionario, se lo diré.
--Lo haré, palabra. Ahora dígame, ¿por qué?
--Empezó como un chiste de mal gusto en la sección de homicidios de Kansas City.
--¿Y...?
--Le llaman Buffalo Bill porque arranca la piel a las chicas que se tira. -Starling descubrió que acababa de canjear la sensación de tener miedo por la de sentirse ruin. De escoger entre las dos, prefería tener miedo.
--Páseme el cuestionario.
Starling depositó la sección azul en la bandeja y la empujó. Permaneció sentada y quieta mientras Lecter la ojeaba sin excesivo interés.
--Doctor Lecter. -Su propia voz le sonó muy aceptable.
El alzó la vista de la lectura. Durante un exagerado segundo Clarice tuvo la impresión de que la mirada del recluso zumbaba, pero no era más que su sangre lo que oía.
--Me llamo Clarice Starling. ¿Puedo hablar con usted?
-La distancia y el tono de su voz implicaban cortesía.
Con un dedo apoyado sobre los labios fruncidos, el doctor Lecter reflexionó. Al cabo de un rato, cuando lo juzgó adecuado, se levantó, avanzó con suavidad por su jaula y se detuvo a escasos pasos de la red, cosa que hizo sin mirarla, como si hubiese calculado la distancia. Clarice observó que era de baja estatura y aspecto pulcro; en las manos y brazos del doctor observó fuerza nervuda, como la suya.
--Buenos días -dijo él como si hubiese salido a abrir la puerta. Su cultivada voz poseía una leve aspereza metálica, debida seguramente al desuso.
Los ojos del doctor Lecter son de un castaño granate y reflejan la luz con destellos de rojo. A veces los puntos de luz parecen volar como chispas hacia el centro de la pupila. Esos ojos tenían presa a Starling por entero. Ella se acercó con cautela a los barrotes. El vello de los antebrazos se le erizó y rozó la cara interna de las mangas.
--Doctor, la configuración de perfiles psicológicos nos plantea serios problemas. He venido a solicitar su ayuda.
--El plural alude a Ciencias del Comportamiento de Quántico. Será usted de la plantilla de Jack Crawford, supongo.
--Sí, efectivamente.
--¿Puedo ver sus credenciales?
Clarice no se esperaba eso.
--Ya las he enseñado en..., la oficina.
--¿Quiere decir que se las ha enseñado al eminente doctor Frederick Chilton?
--Sí.
--¿Ha visto usted las de él?
--No.
--Las académicas son sumamente pobres, se lo aseguro. ¿Ha conocido a Alan? ¿No es encantador? ¿Con cuál de los dos preferiría charlar?
--En conjunto diría que con Alan.
--Podría ser usted una periodista, autorizada a entrar aquí por el propio Chilton para cobrar. Creo que tengo derecho a examinar sus credenciales.
--De acuerdo. -Clarice elevó la mano y le mostró su tarjeta de identificación plastificada.
--A esta distancia no puedo leer. Envíemela, por favor.
--No puedo.
--Porque es dura.
--Sí.
--Hable con Barney.
Llegó el enfermero a deliberar.
--Doctor Lecter, voy a permitir que le pasen eso. Pero si no lo devuelve cuando yo se lo pida, si tenemos que molestar a todo el mundo, si tenemos que atarle para recuperarlo, me enfadaré. Y si me enfado con usted, tendrá que permanecer atado hasta que se me pase el mal humor. Alimentos por el tubo, pañales cambiados dos veces al día, ya sabe, sesión completa. Y le retendré la correspondencia una semana. ¿Entendido?
--Ciertamente, Barney.
La tarjeta se deslizó junto con la bandeja y el doctor Lecter la acercó a la luz.
--¿Una estudiante? Aquí dice «estudiante». ¿Jack Crawford envía a una estudiante a entrevistarme? -Golpeó la tarjeta contra su blanca y pequeña dentadura y aspiró su olor.
--Doctor Lecter -dijo Barney.
--Desde luego. -Lecter depositó la tarjeta en la bandeja y Barney tiró de ella hacia afuera.
--Todavía estoy en la academia, sí -dijo Starling-, pero no estamos hablando del FBI; estamos hablando de psicología. ¿Es capaz usted de discernir, prescindiendo de títulos y diplomas, si estoy capacitada para hablar de este tema?
--Hummmm -replicó el doctor Lecter-. La verdad..., eso ha sido muy astuto. Barney, ¿cree que la agente Starling podría disponer de una silla?
--El doctor Chilton no me dijo nada respecto de una silla.
--¿Y qué le dicen sus modales, Barney?
--¿Quiere una silla? -le preguntó Barney a Clarice-. Podríamos haber traído una, pero él nunca..., es decir, generalmente nadie suele quedarse tanto rato.
--Sí, por favor -contestó Starling.
Barney sacó una silla plegable del armario de limpieza situado frente a la celda, la instaló y les dejó a solas.
--Bueno -dijo Lecter sentándose de lado ante su mesa para dar la cara a Clarice-, ¿qué le ha dicho Miggs?
--¿Quién?
--Múltiple Miggs, el de esa celda de ahí. Le siseó algo. ¿Qué le ha dicho?
--Me ha dicho: «Te huelo el coño».
--Ya. Yo no lo he conseguido. Usa usted crema hidratante Evyan y a veces lleva L'Air du Temps, pero hoy no. Hoy ha venido deliberadamente sin perfume. ¿Qué impresión le ha producido lo que le ha dicho Miggs?
--Pienso que por razones que desconozco se muestra hostil. Una lástima. Él se muestra hostil con la gente y la gente reacciona tratándole con hostilidad. Es un círculo vicioso.
--¿Siente usted hostilidad hacia él?
--Lamento que tenga perturbadas sus facultades mentales. Dejando eso aparte, no me afecta más que un ruido. ¿Cómo ha averiguado lo del perfume?
--Una vaharada de su bolso cuando ha sacado la tarjeta. Ese bolso que lleva es precioso.
--Gracias.
--Ha traído el mejor bolso que tiene, ¿verdad?
--Sí. -Era cierto. Había ahorrado bastante para comprarse aquel bolso, clásico y de todo llevar, que era el accesorio de mayor calidad de su armario.
--Es de calidad muy superior a sus zapatos.
--Tal vez algún día se pongan a la altura.
--No lo dudo.
--¿Los dibujos de las paredes los ha hecho usted, doctor?
--¿Cree que he llamado a un decorador?
--El que está encima del lavabo es una ciudad europea, ¿no es así?
--Florencia. El Palazzo Vecchio y el Duomo vistos desde el Belvedere.
--¿Lo dibujó de memoria? ¿Todos esos detalles?
--La memoria, agente Starling, es lo único que tengo para sustituir la vista que ofrece una ventana.
--¿El otro es una Crucifixión? La cruz central está vacía.
--Es el Gólgota tras el descendimiento. Tiza y rotulador sobre papel parafinado. Representa lo que consiguió el ladrón al que se le prometió el paraíso cuando se llevaron al cordero pascual.
--¿Y qué fue?
--Que le rompiesen las piernas, naturalmente, como a su compañero, el que se burló de Cristo. ¿Desconoce acaso el Evangelio de san Juan? Entonces contemple a Duccio; pinta crucifixiones de extrema exactitud. ¿Cómo está Will Graham? ¿Qué aspecto tiene?
--No conozco a Will Graham.
--Pero sabe quién es. El delfín de Jack Crawford. El anterior a usted. ¿Cómo le ha quedado la cara?
--Nunca he visto a Will.
--Eso, con todos mis respetos, agente Starling, se llama «hurtar el cuerpo».
Palpitaciones de silencio; luego se lanzó.
--Permítame que le diga que más bien lo que pretendo es ir por todas y embestir. He traído...
--No. Eso no, eso es una equivocación que denota una gran estupidez. En una fase de preludio no emplee nunca el humor. Mire, entender un comentario ocurrente y replicar en el mismo tono hace que el sujeto del análisis efectúe una transposición súbita y distanciada que es totalmente opuesta al clima que se ha creado. Y procedemos partiendo del clima que establecemos. Iba usted muy bien; se había mostrado cortés y receptiva a la cortesía; revelando la embarazosa verdad del comentario de Miggs había establecido un clima de confianza, y de pronto introduce un petulante retruécano a propósito de su cuestionario. Así no haremos nada.
--Doctor Lecter, usted es una eminencia en el campo de la psiquiatría clínica. ¿Me cree tan tonta como para hacerle objeto de una técnica cuyos resortes conoce usted a la perfección? No me subestime tanto. Lo que le pido es que responda al cuestionario, y a partir de ahí usted haga lo que quiera. ¿Tanto le costaría echarle un vistazo?
--Agente Starling. ¿ha leído alguno de los estudios publicados recientemente por Ciencias del Comportamiento?
--Sí.
--Yo también. El FBI se niega estúpidamente a enviarme el Boletín de Aplicación de la Ley, pero lo consigo a través de una librería de lance; John Jay me envía el Anuario, y también recibo las revistas de psiquiatría. Están dividiendo a los asesinos reincidentes en dos grupos: organizados y desorganizados. ¿Qué opina de ello?
--Que es... elemental; evidentemente lo que pretenden...
--Simplista es el término adecuado. En realidad, casi toda la psicología es pueril, agente Starling, y la que se practica en Ciencias del Comportamiento se halla al nivel de la frenología. La psicología, para empezar, cuenta con un material de muy pobre calidad. Vaya a la facultad de psicología de cualquier universidad y observe a los estudiantes y al profesorado: pedantes aficionados a los seriales radiofónicos y fanáticos con graves carencias de personalidad. Los cerebros más subdesarrollados de toda la institución universitaria. Organizados y desorganizados; debió de ocurrírsele al bedel.
--¿Con que criterio modificaría usted esta clasificación?
--No lo haría.
--Hablando de publicaciones, leí sus artículos sobre adicción quirúrgica y expresión facial de lado derecho e izquierdo.
--Sí. Eran de primer orden -declaró el doctor Lecter.
--Efectivamente. Esa fue mi opinión y también la de Jack Crawford.
--Fue él quien me indicó que los leyera. Por este motivo está ansioso de que usted...
--¿Crawford el estoico, ansioso? Debe estar hasta el cuello de trabajo para tener que echar mano de los alumnos de la academia.
--Así es, y quiere...
--El trabajo se lo da Buffalo Bill.
--Supongo.
--No. «Supongo» no. Sabe usted perfectamente, agente Starling, que se trata de Buffalo Bill. Creí que Jack Crawford la enviaba para preguntarme precisamente por ese caso.
--No.
--Luego usted no está trabajando en nada relacionado con ese asunto.
--No, he venido porque necesitamos su...
--¿Qué sabe usted acerca de Buffalo Bill?
--Nadie sabe gran cosa.
--¿Todo lo que se sabe ha salido en los periódicos?
--Creo que sí. Doctor Lecter, no he visto ningún tipo de información confidencial sobre ese caso. Mi tarea se limita...
--¿Cuántas mujeres ha empleado Buffalo Bill?
--La policía ha descubierto cinco.
--¿Todas desolladas?
--Parcialmente, sí.
--La prensa nunca ha explicado el motivo de ese nombre. ¿Sabe usted por qué se le llama Buffalo Bill?
--Sí.
--Dígamelo.
--Si echa un vistazo a este cuestionario, se lo diré.
--Lo haré, palabra. Ahora dígame, ¿por qué?
--Empezó como un chiste de mal gusto en la sección de homicidios de Kansas City.
--¿Y...?
--Le llaman Buffalo Bill porque arranca la piel a las chicas que se tira. -Starling descubrió que acababa de canjear la sensación de tener miedo por la de sentirse ruin. De escoger entre las dos, prefería tener miedo.
--Páseme el cuestionario.
Starling depositó la sección azul en la bandeja y la empujó. Permaneció sentada y quieta mientras Lecter la ojeaba sin excesivo interés.
--¿Cree usted, agente Starling -dijo él dejando el cuestionario en la bandeja-, que realmente puede hacer mi disección con este insuficiente y romo bisturí?
--No. Lo que creo es que usted puede prestar una inestimable colaboración y ayudarnos a profundizar en este estudio.
--¿Y qué razón habría de inducirme a hacer tal cosa?
--La curiosidad.
--¿Curiosidad de qué?
--De saber por qué está usted aquí. De averiguar lo que le sucedió.
--No me sucedió nada, agente Starling. Yo sucedí. No acepto que se me reduzca a un conjunto de influencias. En favor del conductismo han eliminado ustedes el bien y el mal, agente Starling. Han dejado a todo el mundo en cueros, han barrido la moral, ya nadie es culpable de nada. Míreme, agente Starling. ¿Es capaz de afirmar que yo soy el mal? ¿Soy la maldad, agente Starling?
--Creo que ha sido usted destructivo, lo cual para mí equivale a lo mismo.
--¿Solamente la maldad es destructiva? Si las cosas son tan simples, según tal razonamiento las tormentas son la maldad. Y el fuego, que también existe, y el granizo. Los que así piensan lo echan todo en un mismo saco que lleva por nombre «obra de Dios».
--Todo acto deliberado...
--Para entretenerme colecciono noticias de derrumbamientos de iglesias. ¿Se ha enterado del que acaba de producirse en Sicilia? ¡Maravilloso¡ Se desplomó la fachada aplastando a sesenta y cinco beatas que asistían a misa mayor. ¿Fue eso maldad? Si acordamos que sí, ¿quién la causó? Si Él está ahí arriba, créame, agente Starling, se regocija. El tifus y los cisnes, todo procede del mismo sitio.
--No soy capaz de explicar su personalidad, doctor, pero sé quién puede hacerlo.
El la interrumpió levantando la mano. Era una mano de hermosas proporciones, notó Clarice, con un dedo medio perfectamente duplicado. Se trata de la forma menos frecuente de polidactilia que existe. Cuando Lecter volvió a hablar, lo hizo con suavidad y en un tono agradable.
--Cuánto le gustaría a usted evaluarme, agente Starling. Con lo ambiciosa que es, ¿verdad? ¿Sabe en qué me hace pensar con ese bolso tan caro y esos zapatos baratos? Me hace pensar en una pueblerina. Una pueblerina aseada y resuelta a triunfar que ha adquirido un poco de buen gusto. Sus ojos parecen gemas de poco precio que fulguran con brillo superficial en cuanto consigue anticipar una pequeña respuesta. Y es usted inteligente, ¿me equivoco? Desesperada por no parecerse a su madre. Una mejor nutrición le ha hecho aumentar de estatura, pero no hace más de una generación que salió de las minas, agente Starling. ¿Pertenece a los Starling de Virginia occidental o los Starling peones agrícolas de Oklahoma, agente? Eligió a cara o cruz entre la universidad y las oportunidades que le ofrecía el Cuerpo Femenino del Ejército, ¿verdad? Permítame que le diga algo muy concreto sobre usted, señorita Starling, alumna de la academia del FBI. En la habitación que ahora comparte con otra alumna, tiene usted un rosario de cuentas de oro y cada vez que contempla lo pegajosas que las ha puesto el desuso, nota un feo nudo en la garganta, ¿no es así? Aquellos tediosos gracias, gracias, aquella obligación de tener que realizar aquel sincero manoseo, aquel ponerse sentimental al desgranar cada cuenta. Tedioso. Tedioso. Aburriiiido. Ser inteligente estropea muchas cosas, ¿no cree? Y el buen gusto desconoce la bondad. Cuando piense en esta conversación, recordará al mudo animal herido en el rostro cuando se deshizo de él. Si el rosario se ha puesto pegajoso, ¿cuántas otras cosas sufrirán la misma suerte con cada paso adelante que dé? Piensa en eso por las noches, ¿no es verdad? -preguntó el doctor Lecter con su tono más amable. Starling levantó la cabeza para mirarle de frente.
--Es usted muy perspicaz, doctor Lecter. No voy a negar nada de lo que ha dicho. Pero voy a hacerle una pregunta que tendrá que contestar ahora mismo, tanto si quiere como si no: ¿tiene usted la fortaleza suficiente para aplicar esa potente perspicacia sobre sí mismo? Es difícil de afrontar. Lo acabo de descubrir en estos últimos minutos. ¿Qué le parece? Contémplese a sí mismo y escriba la verdad. ¿Qué tema más adecuado o complejo podría usted encontrar? ¿O es que tiene miedo de sí mismo?
--Qué rigurosa es usted, agente Starling.
--Creo que bastante.
--Y no soportaría considerarse vulgar. Eso sí le dolería. Pues mire, no tiene nada de vulgar, agente Starling. Lo único que tiene es miedo de serlo. ¿Qué grosor tienen las cuentas de su rosario? ¿Siete milímetros?
--Siete.
--Permítame que le haga una sugerencia. Compre unas cuentas de ágata ojo de tigre y ensártelas mezclándolas alternativamente con las de oro del rosario. En grupos de dos o tres o una y dos, como le parezca que queda mejor. El ojo de tigre entona con el color de sus ojos y hará resaltar los reflejos de su cabello. ¿Le han enviado alguna vez una tarjeta el día de san Valentín?
--Sí.
--Ya hace días que estamos en cuaresma. Para san Valentín falta sólo una semana... Hmmmm... ¿Espera usted alguna tarjeta?
--Nunca se sabe.
--Tiene razón; nunca se sabe... He estado pensando en la fiesta de san Valentín. Me recuerda algo gracioso. Ahora que caigo en la cuenta, yo podría hacerla muy feliz el día de san Valentín, Clarice Starling.
--¿De qué modo, doctor Lecter?
--Enviándole una tarjeta maravillosa. Tendré que pensar en ello. Ahora tenga la bondad de disculparme. Adiós, agente Starling.
--¿Y el cuestionario?
--Una vez un individuo que confeccionaba el censo intentó evaluarme. Me comí su hígado guisado con alubias, plato que regué con un gran vaso de Amarone. Vuelva a la escuela, pequeña Starling. -Aníbal Lecter, cortés hasta el final, no le dio la espalda. Retrocedió hasta el catre, en el cual volvió a tumbarse, y se tornó tan remoto como un cruzado de piedra tendido en su sepulcro.
Starling se sintió repentinamente vacía, como si acabase de dar sangre. Tardó más de lo necesario en meter los papeles en la cartera porque por un momento pensó que las piernas no la iban a sostener. Starling estaba empapada de fracaso, aquel fracaso que tanto detestaba. Plegó la silla y la apoyó en la puerta del armario de limpieza. Tendría que volver a pasar por delante de Miggs. Barney a lo lejos parecía estar leyendo. Podía llamarle para que viniera a buscarla. Miggs a hacer puñetas. Era lo mismo que pasar ante los albañiles de una obra o cruzarse con algún mozo de reparto, cosa que en la ciudad ocurría todos los días. Empezó a alejarse por el pasillo. A su lado, muy cerca, la voz de Miggs siseó:
--Me he mordido la muñeca para matarme. ¿Has visto cómo sangra?
Hubiera debido llamar a Barney pero, sobresaltada, miró hacia el interior de la celda, vio que Miggs chasqueaba los dedos y antes de que pudiera volverse de espaldas notó una salpicadura caliente en la mejilla y en el hombro. Se alejó de la celda, advirtió que se trataba de esperma y no de sangre, y Lecter la llamaba, le oyó perfectamente. La voz del doctor Lecter a sus espaldas, con su cortante aspereza más pronunciada que antes.
--Agente Starling.
El doctor se había puesto de pie y la llamaba. Clarice revolvió en el bolso en busca de un pañuelo.
--Agente Starling -a sus espaldas.
Ella había recuperado la frialdad de su autodominio y avanzaba con firmeza hacia la reja. Clarice se detuvo. Se hallaba nuevamente ante la celda de Lecter contemplando el insólito espectáculo de ver al doctor agitado. Clarice sabía que él lo olería. Tenía un olfato capaz de olerlo todo.
--Lamento mucho lo que le ha sucedido. La descortesía me parece una actitud de una fealdad indecible.
Era como si el cometer asesinatos le hubiese purgado de groserías de menor importancia. O tal vez, pensó Starling, le excitaba verla marcada de aquella manera. No lograba averiguarlo. Las chispas de los ojos del doctor revoloteaban hacia el fondo oscuro de sus pupilas como luciérnagas dentro de una gruta. Clarice levantó la cartera.
--Por favor, conteste a esto.
Seguramente había llegado tarde; él volvía a estar calmado.
--No. Pero voy a hacer que se sienta feliz de haber venido. Le voy a dar otra cosa. Le voy a dar lo que usted aprecia más de todo, Clarice Starling.
--¿Qué es, doctor Lecter?
--Un ascenso, naturalmente. Encaja a la perfección, cuánto me alegro. La fiesta de san Valentín me ha hecho pensar en ello.
La sonrisa que iluminaba su pequeña y blanca dentadura podía deberse a cualquier cosa. Habló en voz tan baja que ella apenas si le oyó:
--Busque sus tarjetas de san Valentín en el coche de Raspail. ¿Me ha oído? Busque sus tarjetas de san Valentín en el coche de Raspail. Más vale que se vaya; no creo que Miggs pueda conseguirlo otra vez tan pronto, ni aun a pesar de estar loco, ¿no le parece?
--No. Lo que creo es que usted puede prestar una inestimable colaboración y ayudarnos a profundizar en este estudio.
--¿Y qué razón habría de inducirme a hacer tal cosa?
--La curiosidad.
--¿Curiosidad de qué?
--De saber por qué está usted aquí. De averiguar lo que le sucedió.
--No me sucedió nada, agente Starling. Yo sucedí. No acepto que se me reduzca a un conjunto de influencias. En favor del conductismo han eliminado ustedes el bien y el mal, agente Starling. Han dejado a todo el mundo en cueros, han barrido la moral, ya nadie es culpable de nada. Míreme, agente Starling. ¿Es capaz de afirmar que yo soy el mal? ¿Soy la maldad, agente Starling?
--Creo que ha sido usted destructivo, lo cual para mí equivale a lo mismo.
--¿Solamente la maldad es destructiva? Si las cosas son tan simples, según tal razonamiento las tormentas son la maldad. Y el fuego, que también existe, y el granizo. Los que así piensan lo echan todo en un mismo saco que lleva por nombre «obra de Dios».
--Todo acto deliberado...
--Para entretenerme colecciono noticias de derrumbamientos de iglesias. ¿Se ha enterado del que acaba de producirse en Sicilia? ¡Maravilloso¡ Se desplomó la fachada aplastando a sesenta y cinco beatas que asistían a misa mayor. ¿Fue eso maldad? Si acordamos que sí, ¿quién la causó? Si Él está ahí arriba, créame, agente Starling, se regocija. El tifus y los cisnes, todo procede del mismo sitio.
--No soy capaz de explicar su personalidad, doctor, pero sé quién puede hacerlo.
El la interrumpió levantando la mano. Era una mano de hermosas proporciones, notó Clarice, con un dedo medio perfectamente duplicado. Se trata de la forma menos frecuente de polidactilia que existe. Cuando Lecter volvió a hablar, lo hizo con suavidad y en un tono agradable.
--Cuánto le gustaría a usted evaluarme, agente Starling. Con lo ambiciosa que es, ¿verdad? ¿Sabe en qué me hace pensar con ese bolso tan caro y esos zapatos baratos? Me hace pensar en una pueblerina. Una pueblerina aseada y resuelta a triunfar que ha adquirido un poco de buen gusto. Sus ojos parecen gemas de poco precio que fulguran con brillo superficial en cuanto consigue anticipar una pequeña respuesta. Y es usted inteligente, ¿me equivoco? Desesperada por no parecerse a su madre. Una mejor nutrición le ha hecho aumentar de estatura, pero no hace más de una generación que salió de las minas, agente Starling. ¿Pertenece a los Starling de Virginia occidental o los Starling peones agrícolas de Oklahoma, agente? Eligió a cara o cruz entre la universidad y las oportunidades que le ofrecía el Cuerpo Femenino del Ejército, ¿verdad? Permítame que le diga algo muy concreto sobre usted, señorita Starling, alumna de la academia del FBI. En la habitación que ahora comparte con otra alumna, tiene usted un rosario de cuentas de oro y cada vez que contempla lo pegajosas que las ha puesto el desuso, nota un feo nudo en la garganta, ¿no es así? Aquellos tediosos gracias, gracias, aquella obligación de tener que realizar aquel sincero manoseo, aquel ponerse sentimental al desgranar cada cuenta. Tedioso. Tedioso. Aburriiiido. Ser inteligente estropea muchas cosas, ¿no cree? Y el buen gusto desconoce la bondad. Cuando piense en esta conversación, recordará al mudo animal herido en el rostro cuando se deshizo de él. Si el rosario se ha puesto pegajoso, ¿cuántas otras cosas sufrirán la misma suerte con cada paso adelante que dé? Piensa en eso por las noches, ¿no es verdad? -preguntó el doctor Lecter con su tono más amable. Starling levantó la cabeza para mirarle de frente.
--Es usted muy perspicaz, doctor Lecter. No voy a negar nada de lo que ha dicho. Pero voy a hacerle una pregunta que tendrá que contestar ahora mismo, tanto si quiere como si no: ¿tiene usted la fortaleza suficiente para aplicar esa potente perspicacia sobre sí mismo? Es difícil de afrontar. Lo acabo de descubrir en estos últimos minutos. ¿Qué le parece? Contémplese a sí mismo y escriba la verdad. ¿Qué tema más adecuado o complejo podría usted encontrar? ¿O es que tiene miedo de sí mismo?
--Qué rigurosa es usted, agente Starling.
--Creo que bastante.
--Y no soportaría considerarse vulgar. Eso sí le dolería. Pues mire, no tiene nada de vulgar, agente Starling. Lo único que tiene es miedo de serlo. ¿Qué grosor tienen las cuentas de su rosario? ¿Siete milímetros?
--Siete.
--Permítame que le haga una sugerencia. Compre unas cuentas de ágata ojo de tigre y ensártelas mezclándolas alternativamente con las de oro del rosario. En grupos de dos o tres o una y dos, como le parezca que queda mejor. El ojo de tigre entona con el color de sus ojos y hará resaltar los reflejos de su cabello. ¿Le han enviado alguna vez una tarjeta el día de san Valentín?
--Sí.
--Ya hace días que estamos en cuaresma. Para san Valentín falta sólo una semana... Hmmmm... ¿Espera usted alguna tarjeta?
--Nunca se sabe.
--Tiene razón; nunca se sabe... He estado pensando en la fiesta de san Valentín. Me recuerda algo gracioso. Ahora que caigo en la cuenta, yo podría hacerla muy feliz el día de san Valentín, Clarice Starling.
--¿De qué modo, doctor Lecter?
--Enviándole una tarjeta maravillosa. Tendré que pensar en ello. Ahora tenga la bondad de disculparme. Adiós, agente Starling.
--¿Y el cuestionario?
--Una vez un individuo que confeccionaba el censo intentó evaluarme. Me comí su hígado guisado con alubias, plato que regué con un gran vaso de Amarone. Vuelva a la escuela, pequeña Starling. -Aníbal Lecter, cortés hasta el final, no le dio la espalda. Retrocedió hasta el catre, en el cual volvió a tumbarse, y se tornó tan remoto como un cruzado de piedra tendido en su sepulcro.
Starling se sintió repentinamente vacía, como si acabase de dar sangre. Tardó más de lo necesario en meter los papeles en la cartera porque por un momento pensó que las piernas no la iban a sostener. Starling estaba empapada de fracaso, aquel fracaso que tanto detestaba. Plegó la silla y la apoyó en la puerta del armario de limpieza. Tendría que volver a pasar por delante de Miggs. Barney a lo lejos parecía estar leyendo. Podía llamarle para que viniera a buscarla. Miggs a hacer puñetas. Era lo mismo que pasar ante los albañiles de una obra o cruzarse con algún mozo de reparto, cosa que en la ciudad ocurría todos los días. Empezó a alejarse por el pasillo. A su lado, muy cerca, la voz de Miggs siseó:
--Me he mordido la muñeca para matarme. ¿Has visto cómo sangra?
Hubiera debido llamar a Barney pero, sobresaltada, miró hacia el interior de la celda, vio que Miggs chasqueaba los dedos y antes de que pudiera volverse de espaldas notó una salpicadura caliente en la mejilla y en el hombro. Se alejó de la celda, advirtió que se trataba de esperma y no de sangre, y Lecter la llamaba, le oyó perfectamente. La voz del doctor Lecter a sus espaldas, con su cortante aspereza más pronunciada que antes.
--Agente Starling.
El doctor se había puesto de pie y la llamaba. Clarice revolvió en el bolso en busca de un pañuelo.
--Agente Starling -a sus espaldas.
Ella había recuperado la frialdad de su autodominio y avanzaba con firmeza hacia la reja. Clarice se detuvo. Se hallaba nuevamente ante la celda de Lecter contemplando el insólito espectáculo de ver al doctor agitado. Clarice sabía que él lo olería. Tenía un olfato capaz de olerlo todo.
--Lamento mucho lo que le ha sucedido. La descortesía me parece una actitud de una fealdad indecible.
Era como si el cometer asesinatos le hubiese purgado de groserías de menor importancia. O tal vez, pensó Starling, le excitaba verla marcada de aquella manera. No lograba averiguarlo. Las chispas de los ojos del doctor revoloteaban hacia el fondo oscuro de sus pupilas como luciérnagas dentro de una gruta. Clarice levantó la cartera.
--Por favor, conteste a esto.
Seguramente había llegado tarde; él volvía a estar calmado.
--No. Pero voy a hacer que se sienta feliz de haber venido. Le voy a dar otra cosa. Le voy a dar lo que usted aprecia más de todo, Clarice Starling.
--¿Qué es, doctor Lecter?
--Un ascenso, naturalmente. Encaja a la perfección, cuánto me alegro. La fiesta de san Valentín me ha hecho pensar en ello.
La sonrisa que iluminaba su pequeña y blanca dentadura podía deberse a cualquier cosa. Habló en voz tan baja que ella apenas si le oyó:
--Busque sus tarjetas de san Valentín en el coche de Raspail. ¿Me ha oído? Busque sus tarjetas de san Valentín en el coche de Raspail. Más vale que se vaya; no creo que Miggs pueda conseguirlo otra vez tan pronto, ni aun a pesar de estar loco, ¿no le parece?
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