Llegué a La Paz para el congreso de literatura nacional. Una mujer entrada en años y carnes me esperaba en el aeropuerto de El Alto blandiendo un letrero con mi nombre. Me dijo que era del comité de recepción, me llevaría al hotel que me habían reservado. Le agradecí pensando que había mejores maneras de gastar el presupuesto de la asociación.
Bajamos a la ciudad acompañados por una tenue llovizna. El chofer era tuerto y escuchaba música a través de sus audífonos; colegí que era clásica gracias a unos acordes que resonaban en el taxi de tanto en tanto. El chofer sonreía como si se hallara en contacto con la música de las esferas, con el centro palpitante de ese vasto y eterno universo en descomposición que nos había tocado habitar. De eso yo quería hablar: de entropía y literatura.
Llegamos a la puerta del hotel Normandie. El taxista bajó mi maleta, luego partió sin que la mujer se despidiera de mí. Ingresé a grandes zancadas para guarecerme de la lluvia. El vestíbulo era penumbroso, poco dado a la hospitalidad. Ahora sí, el presupuesto se hallaba más acorde a lo esperado. No debía quejarme: como invitado especial, me pagaban las tres noches en un cuarto con cama doble.
El recepcionista era un anciano rengo y algo jorobado que parecía salido de una mala película de horror. Se equivocó al escribir mi nombre y no le corregí. Me dijo que el ascensor no funcionaba y que para mala fortuna sólo le quedaba una habitación disponible en el último piso, el séptimo. Una forma de templar mi carácter, pensé.
No había botones; subí cargando mi maleta. Los escalones rechinaban. Una vez en mi piso, descansé para recobrar el aliento. Mi habitación estaba hacia la derecha, al final del pasillo. Cuando llegaba a ella observé que el cuarto de al lado tenía la puerta abierta, y que de éste provenía el bullicio de unos niños. Esperaba que me dejaran trabajar.
La habitación era polvorienta, la cama tenía resortes vencidos por el peso de demasiados habitantes de paso en ese hotel, el televisor no funcionaba y no había agua caliente en la ducha. Ya no se trataba sólo de ahorrar; la asociación jamás debía haber contratado el Normandie. Me pregunté si había más invitados al congreso que se quedaban en ese hotel o si yo era el único. Debía quejarme, pedir un cambio. ¿A quién? No tenía un teléfono para llamar. Recién al día siguiente vería a los organizadores. Traté de no hacerme de mala sangre, me convencí de que tanta miseria me ayudaría a concentrarme en la revisión que me faltaba hacerle a mi artículo.
Encendí la lámpara del velador y me eché en la cama. Leí un par de párrafos del artículo y me detuve; el ruido en la habitación contigua era exasperante. Me levanté y me dirigí a quejarme. Toqué la puerta abierta; nadie me respondió. Entré con cautela. Los gritos provenían del baño. Ingresé a la habitación; desde allí, observé a cuatro niños desnudos que jugaban en la tina del baño; los mayores debían llegar a los diez años, parecían mellizos; el menor tenía ojos muy azules y quizás era de cinco. Los cuatro se tiraban agua y juguetes de plástico. Sentada en una silla y con el rostro agotado, una mujer seguía sus movimientos con la mirada ausente. Debía tener unos treinta y cinco años; llevaba un vestido floreado y el pelo negro estaba recogido en un moño.
Golpeé la puerta, los niños se callaron y la mujer levantó la vista y se encontró conmigo. Se incorporó y se me acercó. Los niños volvieron al bullicio, uno de ellos me tiró un vaso de agua y me mojó la chompa. La mujer se le acercó y le dio una bofetada. El niño se puso a llorar y la escupió. --Disculpe –dije mientras salíamos del baño; ella cerró la puerta tras de sí--. Llamé pero nadie me escuchó. Soy su vecino y como la puerta estaba abierta… El ruido no me deja concentrarme.
--Ah, lo siento —dijo ella; noté que el vestido estaba mojado--. La que tiene que disculparse soy yo. Pensé que estaba sola en este piso. Siempre es así cuando llego con mis hijos; me dan las habitaciones más alejadas, los pisos más vacíos. La gente les huye como la peste. No los culpo. --Traviesos, como todos los niños.
--Traviesos es poca cosa. Hacen escapar a cualquiera. De hecho, mi marido me abandonó porque eran demasiado para él. Y la ironía es que él creció en una familia grande y siempre había soñado con cuatro hijos. Yo sólo quería uno. Cinthia, para servirla. Me extendió la mano.
--Rafael. Encantado. No será para tanto. Los niños tienen tanta energía, a mí me encantan. Mis sobrinos…
--No los soporto –dijo ella, cortante--. No hay empleada que me dure. Y no hay quién me quiera ayudar: han hecho escapar a mi hermana, a mi mamá. Soy de Cochabamba. Vine a La Paz a ver si mi ex-marido quiere quedarse con dos. Yo ya no puedo. Tan comodón, el imbécil.
Le deseé suerte y volví a mi habitación compadeciéndome de ella y sintiéndome culpable por haberme molestado. Era cierto que otra gente cargaba cruces más pesadas que la mía. Bueno, en realidad yo no cargaba ninguna cruz: había optado por el retiro monástico de la vida intelectual, dedicada a los libros. A veces idealizaba esa vida que no tenía, una pareja que me acompañara en todo, unos hijos que me despertaran por la mañana. Luego descubría, de manera contundente, que se podía hacer cualquier cosa con la familia menos idealizarla. Ése era el tema de mi presentación: cómo aparecía la familia en varias novelas contemporáneas: como un universo en entropía, inevitablemente condenado a la ruptura, a la disgregación.
A la mañana siguiente fui al congreso, en un teatro en El Prado. Escuché una mesa dedicada a la ciudad en la narrativa nacional, descubrí que para los presentadores “nacional” significaba “de La Paz”, constaté que no había provincianismo más intolerable que el de los capitalinos. En un descanso entre presentaciones se me acercó uno de los organizadores, un académico prestigioso con fama de mujeriego y bigotes de foca, para darme la bienvenida y preguntarme qué tal me había parecido el hotel. Me iba a quejar, pero decidí no hacerlo: me di cuenta que quería quedarme para seguir hablando con Cinthia. Había algo en ella que me atraía, quizás el hecho de que su vida parecía tan opuesta a la mía.
Hubo más presentaciones, luego un almuerzo en un restaurante cercano, y más presentaciones a la hora de la siesta. Agotado, me escabullí alrededor de las cuatro. Quería echarme un rato y mi hotel no se encontraba muy lejos. Me fui caminando por las inclinadas pendientes de las calles paceñas.
La puerta de la habitación de Cinthia estaba cerrada cuando llegué. Ingresé a mi cuarto, me eché. Había un silencio completo en el piso; me dije que mis vecinos no estaban. Me dormí. Al rato, unos ruidos me despertaron. Los niños habían llegado; había algarabía en el pasillo. Escuché una llave abriendo la puerta, luego pasos y saltos y carcajadas. Y un llanto: el de Cinthia. Me levanté de inmediato, fui a tocarle la puerta. Ella me abrió la puerta: tenía los ojos llorosos. Le pregunté si podía ayudarla en algo.
--Ya no hay nada que hacer –dijo--. Las cartas están echadas.
--No la entiendo.
--Mi ex-marido, el muy idiota, dice que su nueva mujer no quiere saber de los chicos, pero sé que es una excusa. Y ellos, Juan y Pedro, los mayorcitos, estaban muy ilusionados.
--Los escuché riendo. No parecen muy tristes.
--Se ríen de todo, incluso cuando están tristes. Los conozco, mascaritas. Y ya no me da el cuero. Ya ni sé quién soy. Pruebe usted a dedicar diez años de su vida, desde que despierta hasta que se duerme, a cuatro niños inagotables. No, ni siquiera cuando se duerma podrá descansar.
--Usted es joven. Estoy seguro que podrá encontrar a alguien que la acompañe…
--¿En el desafío de criarlos? ¿En la locura de criarlos? Uno tras otro, todos mis novios se han escapado. No los culpo, yo haría lo mismo. ¿O se está usted ofreciendo de voluntario? Se rió.
--Yo también soy de Cochabamba –dije--. No sé, cuando volvamos puedo ayudarla a conseguir una empleada. Alguien que se dedique exclusivamente a ellos. Mi hermana conoce a gente…
--Se lo agradezco –me dijo, la voz agobiada--. Usted sí que tiene el corazón en su lugar. No todos podemos.
Le dejé mi celular para que me llamara. Como sospechaba que no lo haría, le pedí su número. Me lo dio.
Esa noche tuve un sueño intranquilo. Me vi subiendo por una torre infinita, llena de pasadizos oscuros y opresivos. Escuchaba ruidos y carcajadas de niños, luego sollozos de una mujer con un rostro que no pertenecía al de su madre. Hubo un momento en que me detuve y sentí que no podía avanzar más. Desperté con una sensación de ahogo.
Al día siguiente, sábado, estuve toda la mañana y la tarde en el congreso. Quise escaparme varias veces pero no me animé: me atenazaba la culpa de ser el invitado especial. Como tal, debía quedarme a escuchar las ponencias. Fui una presencia ausente: mi mente se hallaba en el hotel Normandie, revoloteaba buscando maneras de ayudar a Cinthia. Era capaz de ofrecerle que uno de sus hijos se viniera a vivir conmigo por un tiempo. Pero, ¿qué haría con él? No me imaginaba buscando maneras de entretener a un chiquillo de siete años. Como mis sobrinos, los niños estaban para vivir en casas lejanas, tocarles la cabeza y contarles un chiste y tenerlos en brazos un rato como tío adorable, y luego partir con la conciencia tranquila.
Cinthia debía necesitar unas horas a solas, para ir al cine o simplemente pasear por la ciudad. Al volver al hotel le ofrecería quedarme con los niños por la noche. Eso la aliviaría en algo.
Llegué a las siete al Normandie. No había ruidos en la habitación de Cinthia. Entré a la mía. Me puse a leer en la cama mientras la esperaba. Repasé la ponencia que iba a leer al día siguiente.
Eran las ocho y Cinthia no había llegado. Me preocupé. Seguí leyendo.
A las nueve, escuché unos pasos en el cuarto de Cinthia. ¿Podía ser que ella hubiera estado allí todo el tiempo? Me levanté, fui a tocarle la puerta. Para mi sorpresa, la encontré entreabierta. Entré.
La encontré sentada en el sillón de su cuarto, el vestido floreado del día en que la conocí. Tenía el pelo negro en desorden y un hilillo de sangre en una mejilla; uno de sus hijos la rasguñó, pensé. Respiraba entrecortadamente, como si acabara de correr. La saludé. Me miró sin mirarme, no profirió palabra alguna. Con un leve movimiento de la cabeza, me señaló el cuarto de baño.
Me apoyé en el vano de la puerta. Tres de los niños se encontraban en la tina llena de agua, desnudos, silenciosos como nunca lo habían estado. El color del agua era rojizo. Uno de ellos, Juan o Pedro, estaba tirado de espaldas en el piso; la cabeza se hallaba en un ángulo extraño con relación al cuerpo, como si el cuello estuviera quebrado.
Me fijé en las manos de Cinthia. Eran fuertes. Aun así, no debía haber sido fácil. Los niños debían haberse resistido, sobre todo los mayores. Seguro comenzó por el más pequeño, el de ojos azules. Y los gritos… ¿quién podía haberlos escuchado, en ese séptimo piso de un hotel con pocos huéspedes? Yo no estaba, atendía un maldito congreso.
El destino me había puesto en esa habitación para escuchar los ruidos, evitar la inevitable entropía. Había fallado a mi cita. De todos modos, era imposible no fallar.
Vi a Cinthia tirada sobre el sillón, intenté compadecerme y no pude. Llamé a la policía.
Esa misma noche abandoné el hotel y me fui de La Paz. Nunca más volví a analizar libros, descifrar su sentido.
Inédito
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