sábado, junio 30, 2007

"El Sur", de Jorge Luis Borges








El hombre que desembarcó en Buenos Aires en 1871 se llamaba Johannes Dahlmann y era pastor de la Iglesia evangélica; en 1939, uno de sus nietos, Juan Dahlmann, era secretario de una biblioteca municipal en la calle Córdoba y se sentía hondamente argentino. Su abuelo materno había sido aquel Francisco Flores, del 2 de infantería de línea, que murió en la frontera de Buenos Aires, lanceado por indios de Catriel; en la discordia de sus dos linajes, Juan Dahlmann (tal vez a impulsos de la sangre germánica) eligió el de ese antepasado romántico o de muerte romántica. Un estuche con el daguerrotipo de un hombre inexpresivo y barbado, una vieja espada, la dicha y el coraje de ciertas músicas, el hábito de estrofas del Martín Fierro, los años, el desgano y la soledad, fomentaron ese criollismo algo voluntario, pero nunca ostentoso. A costa de algunas privaciones, Dahlmann había logrado salvar el casco de una estancia en el Sur, que fue de los Flores; una de las costumbres de su memoria era la imagen de los eucaliptos balsámicos y de la larga casa rosada que alguna vez fue carmesí. Las tareas y acaso la indolencia lo retenían en la ciudad. Verano tras verano se contentaba con la idea abstracta de posesión y con la certidumbre de que su casa estaba esperándolo, en un sitio preciso de la llanura. En los últimos días de febrero de 1939, algo le aconteció.

Ciego a las culpas, el destino puede ser despiadado con las mínimas distracciones. Dahlmann había conseguido, esa tarde, un ejemplar descabalado de Las mil y una noches, de Weil; ávido de examinar ese hallazgo, no esperó que bajara el ascensor y subió con apuro las escaleras; algo en la oscuridad le rozó la frente: ¿un murciélago, un pájaro? En la cara de la mujer que le abrió la puerta vio grabado el horror, y la mano que se pasó por la frente salió roja de sangre. La arista de un batiente recién pintado que alguien se olvidó de cerrar le había hecho esa herida. Dahlmann logró dormir, pero a la madrugada estaba despierto y desde aquella hora el sabor de todas las cosas fue atroz. La fiebre lo gastó y las ilustraciones de Las mil y una noches sirvieron para decorar pesadillas. Amigos y parientes lo visitaban y con exagerada sonrisa le repetían que lo hallaban muy bien. Dahlmann los oía con una especie de débil estupor y le maravillaba que no supieran que estaba en el infierno. Ocho días pasaron, como ocho siglos. Una tarde, el médico habitual se presentó con un médico nuevo y lo condujeron a un sanatorio de la calle Ecuador, porque era indispensable sacarle una radiografía. Dahlmann, en el coche de plaza que los llevó, pensó que en una habitación que no fuera la suya podría, al fin, dormir. Se sintió feliz y conversador; en cuanto llegó, lo desvistieron, le raparon la cabeza, lo sujetaron con metales a una camilla, lo iluminaron hasta-la ceguera y el vértigo, lo auscultaron y un hombre enmascarado le clavó una aguja en el brazo. Se despertó con náuseas, vendado, en una celda que tenía algo de pozo y, en los días y noches que siguieron a la operación, pudo entender que apenas había estado, hasta entonces, en un arrabal del infierno. El hielo no dejaba en su boca el menor rastro de frescura. En esos días, Dahlmann minuciosamente se odió; odió su identidad, sus necesidades corporales, su humillación, la barba que le erizaba la cara. Sufrió con estoicismo las curaciones, que eran muy dolorosas, pero cuando el cirujano le dijo que había estado a punto de morir de una septicemia, Dahlmann se echó a llorar, condolido de su destino. Las miserias físicas y la incesante previsión de las malas noches no le habían dejado pensar en algo tan abstracto como la muerte. Otro día, el cirujano le dijo que estaba reponiéndose y que, muy pronto, podría ir a convalecer a la estancia. Increíblemente, el día prometido llegó.

A la realidad le gustan las simetrías y los leves anacronismos; Dahlmann había llegado al sanatorio en un coche de plaza y ahora un coche de plaza lo llevaba a Constitución. La primera frescura del otoño, después de la opresión del verano, era como un símbolo natural de su destino rescatado de la muerte y la fiebre. La ciudad, a las siete de la mañana, no había perdido ese aire de casa vieja que le infunde la noche; las calles eran como largos zaguanes, las plazas como patios. Dahlmann la reconocía con felicidad y con un principio de vértigo; unos segundos antes de que las registraran sus ojos, recordaba las esquinas, las carteleras, las modestas diferencias de Buenos Aires. En la luz amarilla del nuevo día, todas las cosas regresaban a él.

Nadie ignora que el Sur empieza del otro lado de Rivadavia. Dahlmann solfa repetir que ello no es una convención y que quien atraviesa esa calle entra en un mundo más antiguo y más firme. Desde el coche buscaba entre la nueva edificación, la ventana de rejas, el llamador, el arco de la puerta, el zaguán, el íntimo patio.

En el hall de la estación advirtió que faltaban treinta minutos. Recordó bruscamente que en un café de la calle Brasil (a pocos metros de la casa de Yrigoyen) había un enorme gato que se dejaba acariciar por la gente, como una divinidad desdeñosa. Entró. Ahí estaba el gato, dormido. Pidió una taza de café, la endulzó lentamente; la probó (ese placer le había sido vedado en la clínica) y pensó, mientras alisaba el negro pelaje, que aquel contacto era ilusorio y que estaban como separados por un cristal, porque el hombre vive en el tiempo, en la sucesión, y el mágico animal, en la actualidad, en la eternidad del instante.

A lo largo del penúltimo andén el tren esperaba. Dahlmann recorrió los vagones y dio con uno casi vacío. Acomodó en la red la valija; cuando los coches arrancaron, la abrió y sacó, tras alguna vacilación, el primer tomo de Las mil y una noches. Viajar con este libro, tan vinculado a la historia de su desdicha, era una afirmación de que esa desdicha había sido anulada y un desafío alegre y secreto a las frustradas fuerzas del mal.

A los lados del tren, la ciudad se desgarraba en suburbios; esta visión y luego la de jardines y quintas demoraron el principio de la lectura. La verdad es que Dahlmann leyó poco; la montaña de piedra imán y el genio que ha jurado matar a su bienhechor eran, quién lo niega, maravillosos, pero no mucho más que la mañana y que el hecho de ser. La felicidad lo distraía de Shahrazad y de sus milagros superfluos; Dahlmann cerraba el libro y se dejaba simplemente vivir.

El almuerzo (con el caldo servido en boles de metal reluciente, como en los ya remotos veraneos de la niñez) fue otro goce tranquilo y agradecido.

«Mañana me despertaré en la estancia», pensaba, y era como si a un tiempo fuera dos hombres: el que avanzaba por el día otoñal y por la geografía de la patria, y el otro, encarcelado en un sanatorio y sujeto a metódicas servidumbres. Vio casas de ladrillo sin revocar, esquinadas y largas, infinitamente mirando pasar los trenes; vio jinetes en los terrosos caminos; vio zanjas y lagunas y hacienda; vio largas nubes luminosas que parecían de mármol, y todas estas cosas eran casuales, como sueños de la llanura. También creyó reconocer árboles y sembrados que no hubiera podido nombrar, porque su directo conocimiento de la campaña era harto inferior a su conocimiento nostálgico y
literario.

Alguna vez durmió y en sus sueños estaba el ímpetu del tren. Ya el blanco sol intolerable de las doce del día era el sol amarillo que precede al anochecer y no tardaría en ser rojo. También el coche era distinto; no era el que fue en Constitución, al dejar el andén; la llanura y las horas lo habían atravesado y transfigurado. Afuera la móvil sombra del vagón se alargaba hacia el horizonte. No turbaban la tierra elemental ni poblaciones ni otros signos humanos. Todo era vasto, pero al mismo tiempo era íntimo y, de alguna manera, secreto. En el campo desaforado, a veces no había otra cosa que un toro. La soledad era perfecta y tal vez hostil, y Dahlmann pudo sospechar que viajaba al pasado y no sólo al Sur. De esa conjetura fantástica lo distrajo el inspector, que al ver su boleto, le advirtió que el tren no lo dejaría en la estación de siempre sino en otra, un poco anterior y apenas conocida por Dahlmann. (El hombre añadió una explicación que Dahlmann no trató de entender ni siquiera de oír, porque el mecanismo de los hechos no le importaba.)

El tren laboriosamente se detuvo, casi en medio del campo. Del otro lado de las vías quedaba la estación, que era poco más que un andén con un cobertizo. Ningún vehículo tenían, pero el jefe opinó que tal vez pudiera conseguir uno en un comercio que le indicó a unas diez, doce, cuadras.

Dahlmann aceptó la caminata como una pequeña aventura. Ya se había hundido el sol, pero un esplendor final exaltaba la viva y silenciosa llanura, antes de que la borrara la noche. Menos para no fatigarse que para hacer durar esas cosas, Dahlmann caminaba despacio, aspirando con grave felicidad el olor del trébol.

El almacén, alguna vez, había sido punzó, pero los años habían mitigado para su bien ese color violento. Algo en su pobre arquitectura le recordó un grabado en acero, acaso de una vieja edición de Pablo y Virginia. Atados al palenque había unos caballos. Dahlmann, adentro, creyó reconocer al patrón; luego comprendió que lo había engañado su parecido con uno de los empleados del sanatorio. El hombre, oído el caso, dijo que le haría atar la jardinera; para agregar otro hecho a aquel día y para llenar ese tiempo, Dahlmann resolvió comer en el almacén.

En una mesa comían y bebían ruidosamente unos muchachones, en los que Dahlmann, al principio, no se fijó. En el suelo, apoyado en el mostrador, se acurrucaba, inmóvil como una cosa, un hombre muy viejo. Los muchos años lo habían reducido y pulido como las aguas a una piedra o las generaciones de los hombres a una sentencia. Era oscuro, chico y reseco, y estaba como fuera del tiempo, en una eternidad. Dahlmann registró con satisfacción la vincha, el poncho de bayeta, el largo chiripa y la bota de potro y se dijo, rememorando inútiles discusiones con gente de los partidos del Norte o con entrerrianos, que gauchos de ésos ya no quedan más que en el Sur.

Dahlmann se acomodó junto a la ventana. La oscuridad fue quedándose con el campo, pero su olor y sus rumores aún le llegaban entre los barrotes de hierro. El patrón le trajo sardinas y después carne asada; Dahlmann las empujó con unos vasos de vino tinto. Ocioso, paladeaba el áspero sabor y dejaba errar la mirada por el local, ya un poco soñolienta. La lámpara de kerosén pendía de uno de los tirantes; los parroquianos de la otra mesa eran tres: dos parecían peones de chacra; otro, de rasgos achinados y torpes, bebía con el chambergo puesto. Dahlmann, de pronto, sintió un leve roce en la cara. Junto al vaso ordinario de vidrio turbio, sobre una de las rayas del mantel, había una bolita de miga. Eso era todo, pero alguien se la había tirado.

Los de la otra mesa parecían ajenos a él. Dahlmann, perplejo, decidió que nada había ocurrido y abrió el volumen de Las mil y una noches, como para tapar la realidad. Otra bolita lo alcanzó a los pocos minutos, y esta vez los peones se rieron. Dahlmann se dijo que no estaba asustado, pero que sería un disparate que él, un convaleciente, se dejara arrastrar por desconocidos a una pelea confusa. Resolvió salir; ya estaba de pie cuando el patrón se le acercó y lo exhortó con voz alarmada:

-Señor Dahlmann, no les haga caso a esos mozos, que están medio alegres.

Dahlmann no se extrañó de que el otro, ahora, lo conociera, pero sintió que estas palabras conciliadoras agravaban, de hecho, la situación. Antes, la provocación de los peones era a una cara accidental, casi a nadie; ahora iba contra él y contra su nombre y lo sabrían los vecinos. Dahlmann hizo a un lado al patrón, se enfrentó con los peones y les preguntó qué andaban buscando.

El compadrito de la cara achinada se paró, tambaleándose. A un paso de Juan Dahlmann, lo injurió a gritos, como si estuviera muy lejos. Jugaba a exagerar su borrachera y esa exageración era una ferocidad y una burla. Entre malas palabras y obscenidades, tiró al aire un largo cuchillo, lo siguió con los ojos, lo barajó, e invitó a Dahlmann a pelear. El patrón objetó con trémula voz que Dahlmann estaba desarmado. En ese punto, algo imprevisible ocurrió.

Desde un rincón, el viejo gaucho extático, en el que Dahlmann vio una cifra del Sur (del Sur que era suyo), le tiró una daga desnuda que vino a caer a sus pies. Era como si el Sur hubiera resuelto que Dahlmann aceptara el duelo. Dahlmann se inclinó a recoger la daga y sintió dos cosas. La primera, que ese acto casi instintivo lo comprometía a pelear. La segunda, que el arma, en su mano torpe, no serviría para defenderlo, sino para justificar que lo mataran. Alguna vez había jugado con un puñal, como todos los hombres, pero su esgrima no pasaba de una noción de que los golpes deben ir hacia arriba y con el filo para adentro. «No hubieran permitido en el sanatorio que me pasaran estas cosas», pensó.

-Vamos saliendo -dijo el otro.

Salieron, y si en Dahlmann no había esperanza, tampoco había temor. Sintió, al atravesar el umbral, que morir en una pelea a cuchillo, a cielo abierto y acometiendo, hubiera sido una liberación para él, una felicidad y una fiesta, en la primera noche del sanatorio, cuando le clavaron la aguja. Sintió que si él, entonces, hubiera podido elegir o soñar su muerte, ésta es la muerte que hubiera elegido o soñado.

Dahlmann empuña con firmeza el cuchillo, que acaso no sabrá manejar, y sale a la llanura.







en Ficciones, 1944

















viernes, junio 29, 2007

Sobre el Alcohol, de Varios Autores






El trabajo es la maldición de las clase bebedora.
Oscar Wilde

El problema con el mundo es que todos están con unos tragos de menos.
Humphrey Bogart

Puedo resistir todo excepto la tentación.
Oscar Wilde

Puedes distinguir el vino alemán del vinagre por la etiqueta.
Mark Twain

Cuando leí sobre los perjuicios del alcohol, dejé de leer.
Henny Youngman

La cerveza es una prueba de que Dios nos ama y quiere que seamos felices.
Benjamín Franklin

A veces, un hombre inteligente se ve obligado a emborracharse para pasar el tiempo junto a los estúpidos.
Ernest Hemingway

No soy un gran bebedor. Puedo pasar horas sin tocar una gota.
Noel Conward

Dejar el cigarrillo es la cosa más fácil del mundo. Lo sé porque lo he hecho miles de veces.
Mark Twain

Odio hacer una apología de las drogas, el alcohol, la violencia o la locura, pero a mí siempre me han funcionado.
Hunter S. Thompson

Una vez le di la mano a Pat Boone, y todo mi lado derecho se puso sobrio.
Dean Martin

No me gusta alguna gente que toma drogas. Los tipos de la aduana, por ejemplo.
Mick Miller

Si pudiera vivir de nuevo, lo haría dentro de una taberna.
W. C. Fields

Siento lástima por la gente que no bebe. Se despiertan en la mañana y eso será lo mejor que se sentirán durante todo el día.
Dean Martin

La realidad es una ilusión creada por la falta de alcohol.
N. F. Simpson




Pintura: Diego Velásquez, "Los borrachos", 1618






jueves, junio 28, 2007

"La dorada cometa, el plateado viento", de Ray Bradbury





-¿La forma de un cerdo?-preguntó el mandarín-.

-La forma de un cerdo-respondió el mensajero y partió-.

-Oh, que mal día en un mal año-exclamó el mandarín-, cuando yo era niño la ciudad de Kwan-Si, del otro lado de la montaña, era muy pequeña. Pero ahora ha crecido tanto que le pondrán una muralla.

-Pero, ¿Por qué una muralla a tres kilómetros de distancia enoja y entristece a mi buen padre?-preguntó serenamente la hija del mandarín-.

-Esa muralla-dijo el mandarín-¡Tiene la forma de un cerdo! ¿No entiendes?, la muralla de nuestra ciudad tiene forma de una naranja. ¡El cerdo nos devorará velozmente!

-Ah.

El mandarín y su hija se quedaron pensando.

La vida estaba llena de presagios. En todas partes acechaban demonios. La muerte nadaba en la humedad de un ojo, el giro de un ala de gaviota significaba lluvia, un abanico sostenido así, la teja de un techo, y sí, hasta la muralla de una ciudad era de enorme importancia. Turistas y viajeros, caravanas de músicos, artistas, al llegar a estas dos ciudades, interpretando los signos dirían:

-"¿Una ciudad con forma de una naranja? ¡No, entraré en la ciudad con forma de cerdo y prosperaré, y comeré y engordaré, y tendré suerte y riquezas!".

El mandarín sollozó.

-¡Todo está perdido!. Estos símbolos y signos me aterrorizan. Vendrán días malos para nuestra ciudad.

-Entonces-dijo la hija-, llama a los mamposteros y los constructores de templos. Yo te hablaré desde detrás de la cortina de seda y tú sabrás que decirles.

El desesperado anciano golpeó las manos.

-¡Oh mamposteros! ¡Oh, constructores de ciudades y palacios!

Los hombres que conocían el mármol y el granito, el ónix y el cuarzo llegaron rápidamente. El mandarín los miró intranquilo, atendiendo al susurro que debía llegar de la cortina de seda, detrás de su trono.

-Os he llamado...-dijo el susurro-.

-Os he llamado-dijo el mandarín-, porque nuestra ciudad tiene forma de una naranja, y la vil ciudad de Kwan-Si tiene ahora la forma de un cerdo voraz.

Los mamposteros gimieron y lloraron. La muerte hizo sonar su bastón en el patio del palacio. La pobreza tosió en las sombras de la antesala.

-Y por lo tanto-dijo el susurro, dijo el mandarín-, vosotros, constructores de murallas, ¡traeréis herramientas y piedras y cambiareis la forma de nuestra ciudad!

Los arquitectos y albañiles abrieron la boca. El mandarín mismo abrió la boca ante lo que había dicho. El susurro susurró. El mandarín siguió diciendo:

-¡Y daréis a las murallas la forma de un garrote que golpeará al cerdo y lo hará huir!

Los mamposteros se incorporaron, gritando. Hasta el mandarín, deleitado ante las palabras que habían salido de su boca, aplaudió descendiendo del trono.

-¡De prisa!-gritó-¡A trabajar!

Cuando se fueron los hombres, sonrientes y animados, el mandarín se volvió cariñosamente hacia la cortina de seda.

-Hija-murmuró-, quiero abrazarte.

No hubo respuesta. El mandarín miró del otro lado de la cortina. Ella se había ido.

Cuánta modestia, pensó el mandarín. Se ha escapado dejándome con el triunfo, como si fuera mío.

Las nuevas corrieron por la ciudad, y todos aclamaron al mandarín. Se llevaron piedras a las murallas. Los fuegos artificiales se dejaron a un lado, y los demonios de la muerte y de la pobreza no se detuvieron allí, pues todos trabajaban juntos. Al terminar el mes, habían cambiado la muralla. Era ahora una gran clava para alejar cerdos, jabalíes y hasta leones. El mandarín dormía todas las noches como un zorro feliz.

-Me gustaría ver al mandarín de Kwan-Si cuando oiga las noticias. ¡Qué pandemonio y qué histeria! Querrá arrojarse de lo alto de una montaña. Un poco más de vino, oh hija que piensa como un hijo.

Pero la alegría es como una flor invernal, muere rápidamente. La misma tarde un mensajero entró corriendo en la sala de audiencias:

-¡Oh mandarín, enfermedades, penas, terremotos, plagas de langostas y pozos de agua envenenada!

El mandarín se estremeció.

La ciudad de Kwan-dijo el mensajero-, si tenia forma de cerdo y que hicimos retroceder transformando nuestras murallas en un poderoso garrote, ha cambiado nuestro triunfo en cenizas. ¡Han construido las murallas de la ciudad como una gran hoguera para quemar nuestro garrote!

El corazón del mandarín se encogió como un fruto otoñal en un viejo árbol.

-¡Oh dioses! Los viajeros nos despreciarán, los comerciantes, al leer los símbolos, darán la espalda al garrote, destruido tan fácilmente, e irán hacia el fuego, que todo lo conquista.

-No-dijo un suspiro como un copo de nieve detrás de la cortina de seda-.

-No-dijo el sorprendido mandarín-.

-Dile a los constructores-dijo el susurro que era como una gota de lluvia-que den a nuestras murallas la forma de un lago brillante.

El mandarín lo dijo en voz alta para gran alivio de su corazón.

-Y con ese lago-dijeron el susurro y el viejo-¡Apagaremos el fuego para siempre!

La alegría ilumino a la ciudad que había sido salvada otra vez por el magnífico Emperador de las Ideas. Corrieron a las murallas y las transformaron otra vez, cantando, no tan alto como antes, por supuesto, pues estaban cansados, y no tan rápidamente, pues como habían tardado un mes en modificar la muralla anterior, habían tenido que abandonar los negocios y las cosechas y estaban un poco mas débiles y eran un poco más pobres.

Desde entonces los días se sucedieron horribles y maravillosos, encerrándose unos en otros como un nido de terribles cajas.

-Oh, emperador-gritó entonces el mensajero-¡Kwan-Si ha cambiado sus murallas, y son ahora una boca que se beberá nuestro lago!

-Entonces-dijo el Emperador de pie, muy cerca de la cortina de seda-, ¡que se transformen nuestros muros en una aguja que coserá esa boca!

-¡Emperador!-dijo el mensajero-¡Transformaron sus murallas en una espada para quebrar nuestra aguja!

El emperador se mantenía en pie agarrándose desesperadamente a la cortina de seda.

-¡Entonces cambiad las piedras, que se transformen en una vaina para guardar la espada!

-¡Misericordia!-lloró el mensajero a la mañana siguiente-Trabajaron toda la noche y transformaron la muralla en un rayo que destruirá la vaina.

La enfermedad se extendió por la ciudad como una jauría de perros salvajes. Las tiendas se cerraron. La población, que había trabajado durante meses interminables cambiando las murallas, se parecía a la muerte misma, entrechocando los blancos huesos como instrumentos musicales en el viento. Empezaron a aparecer funerales en las calles, aunque era pleno verano, y tiempo de cosechar y recoger. El mandarín calló tan enfermo que tuvo que instalar la cama junto a la cortina de seda, y allí estaba, impartiendo miserablemente sus ordenes arquitectónicas. La voz de detrás de la cortina era débil también ahora, y lánguida, como el viento en los aleros.

-Kwan-Si es un águila. Nuestras murallas serán un nido para esa águila. Kwan-Si es un sol que quemará el nido. Construyan una luna para eclipsar el sol.

Como una máquina enmohecida la ciudad empezó a detenerse.

Al fin el susurro tras la cortina rogó:

-En nombre de los dioses.¡Llamar a Kwan-Si!

El último día de verano cuatro hombres hambrientos llevaron al mandarín Kwan-Si, pálido y enfermo, a nuestra ciudad. Otros hombres sostuvieron a los dos mandarines, que se miraron débilmente. Sus alientos aleteaban en sus bocas como vientos invernales. Una voz dijo:

-Terminemos esto.

El viejo asintió.

-Esto no puede seguir-dijo la débil voz-. Nuestra gente no hace otra cosa que cambiar la forma de nuestras ciudades todos los días, todas las horas. No les queda tiempo para cazar, pescar, amar, reverenciar a sus antepasados y los hijos de sus antepasados.

-Así es-dijeron los mandarines de las ciudades de la Jaula, la Luna, la Lanza, el Fuego, la Espada y esto, aquello, y otras cosas.

-Llevadnos a la luz del sol-dijo la voz-.

Transportaron a los viejos bajo el sol y sobre una pequeña loma. Unos pocos niños flacos remontaban cometas en la brisa de los últimos días de verano, cometas del color del sol, las ranas y las hierbas, el color del mar y el color de las monedas y el trigo.

La hija del primer mandarín estaba junto a la cama de su padre.

-Mirad-dijo-.

-No hay más que cometas-dijeron los dos viejos-.

-Pero que es una cometa en el suelo-dijo ella-, nada. ¿Qué necesita para sostenerse y ser hermosa y verdaderamente espiritual?

-¡El viento, por supuesto!-dijeron los otros-.

-¿Y que necesitan el cielo y el viento para ser hermosos?

-Una cometa, por supuesto..., muchas cometas para quebrar la monotonía, la uniformidad del cielo.¡Cometas de colores, que vuelen!.

-Sí-dijo la hija del mandarín-. Tú, Kwan-Si, cambiarás por última vez tu ciudad para que parezca nada más ni menos que el viento. Y nosotros tomaremos la forma de una cometa dorada. El viento hará hermosa a la cometa y la llevará a maravillosas alturas. Y la cometa quebrará la uniformidad de la existencia del viento y le dará sentido. Uno no es nada sin el otro. Juntos todo es cooperación y una larga y prolongada vida.

Los dos mandarines se sintieron tan contentos que comieron por primera vez después de muchos días. Recobraron las fuerzas, se abrazaron y se elogiaron uno a otro, llamando a la hija del mandarín un muchacho, un hombre, una columna de piedra, un guerrero y un verdadero e inolvidable hijo. Casi inmediatamente se separaron a sus ciudades llamando y cantando, débiles pero felices.

Pasó el tiempo y las ciudades se llamaron Ciudad de la Cometa Dorada y la Ciudad del Viento Plateado. Y se cosecharon las cosechas y se atendieron otra vez los negocios, y todos engordaron, y la enfermedad huyó como un jacal asustado. Y todas las noches del año, los habitantes de la Ciudad de la Cometa podían oír el buen viento que los mantenía en el aire. Y los de la Ciudad del Viento podían oír como la cometa cantaba, susurraba, se elevaba y los embellecía.

Así sea.-dijo el mandarín junto a la cortina de seda-.





en Las doradas manzanas del sol, 1953.





A un niño que fue y sigue aullando las noches.













miércoles, junio 27, 2007

“Sor Eugenia Evangelista”, de Ricardo Palma (recopilador)

Crónica histórica



A principios de 1737, Pedro de Zubieta, canónigo de la Catedral de Lima, de cincuenta y tres años, volcánico indagador de faltas ajenas, admitió de que siendo cura de la doctrina de Chiquén, había comenzado a confesar a Lorenza de Fuentes, joven y bellísima monja del monasterio de La Concepción, ministerio en que se había ocupado durante cuatro o cinco meses, oyéndola cada quince días y a veces cada ocho. Que habiendo tenido que ausentarse, le escribió algunas cartas, y a su regreso: “había tenido con ella largas conversaciones amorosas y deshonestas en el confesionario; y que no contento con esto, de común acuerdo, habían abandonado la garita y seguido sus charlas mordaces en el locutorio”.

Inculpó también al canónigo sor Eugenia Evangelista, preciosa monjita del monasterio del Prado, de veintitrés años, expresando que hacía diez que se confesaba con él, habiéndose poco a poco apartado del buen camino hasta cogerle las manos y en seguida echarle los brazos con alguna impureza. Otras veces, “después de celebrarle sus partes exteriores que veía y sabía de mí”, dice la monja, “pasaba a celebrarme las interiores que suponía de mi cuerpo”. Preguntóle entonces el delegado del Tribunal a qué partes interiores se refería, según sus palabras, el confesor “que de las partes verendas que suponía en la denunciante y también de las demás ocultas”. Añade que solía en el confesionario leerle algunos versos que le dedicaba, “y en el mismo lugar”, concluye sor Eugenia, “sabiendo que me pretendía un sujeto para pecar, preguntóme el nombre, y diciéndole yo para qué quería enterarse, me contestó que deseaba conocer las superfluidades que nacen en las partes materiales, y para este fin me trajo una. Celebraba las prendas que suponía haber en mí como muy aptas y a propósito para el acto carnal. Me ha referido en dicho lugar varios modos de pecar sensualmente”.

La confesión era como un desnudamiento de la mujer. El sacerdote, con sus palabras obscenas y sugerentes, obligaba a la devota a representarse la parte del cuerpo o el acto a que las mismas corresponden y él hacía ver que se las representaba ya. No puede dudarse que el placer de contemplar lo sexual sin velo alguno es el motivo originario de estas insinuaciones. Como en otros casos, también aquí la visión ha sustituido al tacto.

El sacerdote, a pesar de su ponderada castidad, conserva una gran parte de esta tendencia como elemento constitutivo de lubricidad, puesto al servicio de la preparación del acto sexual. Cuando esta tendencia se manifestaba ante la proximidad femenina, el vividor se servía de la expresión verbal, para darse a conocer a la mujer, y, por ser la expresión oral lo que despertando en aquélla la representación imaginativa, puede hacer surgir en ella la excitación correspondiente y provocar la tendencia recíproca a la exhibición pasiva. Allí donde el beneplácito de la beata aparece rápidamente, el discurso obsceno muere en seguida, pues cede el puesto, inmediatamente, al acto sexual. No así cuando no puede contarse con el pronto asentimiento de la devota y aparecen, en cambio, intensas reacciones defensivas como las que opuso sor Eugenia Evangelista.

En 1737 fueron denunciados otros “elegidos de Dios”: fray Pedro de Aranda, franciscano, cura de la Magdalena, por ser demasiado inclinado a piropear, besar y abrazar a sus penitentes; fray Fernando López de la Flor, franciscano, y el licenciado Clemente de Paz, presbítero, natural de Canarias, género del mismo paño, compulsado por pelar la pava durante el sacramento de la confesión.








en Tradiciones Peruanas, tomo I, 1953





martes, junio 26, 2007

"El péndulo de Foucault", de Umberto Eco

Extracto




Me arrepentí. Al fin y al cabo hacia dos años que vivía con los templarios, y les había tomado cariño. Influenciado por el esnobismo de mis interlocutores, los había presentado como personajes de dibujos animados.

Quizá era culpa de Guillermo de Tiro, historiador infiel. No eran así los caballeros del Temple, barbudos y resplandecientes, con la hermosa cruz roja en el cándido manto, caracoleando a la sombra de su bandera blanca y negra, el Beauceant, entregados, con prodigioso fervor, a su festín de muerte y valentía, y el sudor de que hablaba San Bernardo era quizá un bruñido broncíneo que confería sarcástica nobleza a su terrible sonrisa, mientras festejaban de manera tan cruel el adiós a la vida... Leones en la guerra, como decía Jacques de Vitry, dulces corderillos en la paz, rudos en la lid, devotos en la plegaria, brutales con los enemigos, benévolos con los hermanos, marcados por el blanco y el negro de su estandarte, por su pleno candor con los amigos de Cristo, su sombría fiereza con sus adversarios...

Patéticos campeones de la fe, último ejemplo de una caballería en decadencia, ¿por qué tenía yo que abordarlos como un Ariosto cualquiera, cuando bien hubiera podido ser su Joinville? Recordé las páginas que les dedica el autor de la Historia de San Luis, que había acompañado al Rey Santo a Tierra Santa, escribiente y guerrero al mismo tiempo. Ya hacia ciento cincuenta años que existían los templarios, y las cruzadas se habían ido sucediendo hasta agotar todo ideal. Desaparecidas como fantasmas las figuras heroicas de la reina Melisenda y de Balduino, el rey leproso, consumadas las luchas intestinas de aquel Líbano desde entonces ensangrentado, caída ya una vez Jerusalén, ahogado Barbarroja en Cilicia, derrotado y humillado Ricardo Corazón de León, que regresa a su patria disfrazado, precisamente, de templario, la cristiandad ha perdido su batalla, los moros tienen un sentido muy distinto de la confederación entre potentados autónomos, pero saben unirse en defensa de una civilización, han leído a Avicena, no son ignorantes como los europeos: ¿cómo es posible estar en contacto durante dos siglos con una cultura tolerante, mística y libertina, sin ceder a sus encantos, cuando se la ha podido comparar con la cultura occidental, basta, zafia, bárbara y germánica? Hasta que en 1244 se produce la última y definitiva caída de Jerusalén, la guerra, iniciada ciento cincuenta años antes, está perdida, los cristianos deben dejar de batirse en aquel páramo destinado a la paz y al perfume de los cedros del Líbano pobres templarios, ¿para qué ha servido vuestra epopeya?

Ternura, melancolía, palidez de una gloria senescente, ¿por qué no prestar oídos a las doctrinas secretas de los místicos musulmanes, a la acumulación hierática de tesoros escondidos? Quizá ése sea el origen de la leyenda de los caballeros del Temple que aún obsesiona a las mentes desilusionadas y anhelantes, el relato de un poder sin limites que ya no sabe dónde actuar...

Y, sin embargo, ya en el ocaso del mito llega Luis, el rey santo, el rey que tiene por comensal al Aquinate, él aún cree en la cruzada, a pesar de dos siglos de sueños e intentos fracasados por la estupidez de los vencedores, ¿vale la pena intentarlo una vez más? Vale la pena, dice el Santo Luis los templarios aceptan, le siguen a la derrota, pues es su oficio, ¿cómo se justifica el Temple sin la cruzada?

Luis ataca Damietta desde el mar, la orilla enemiga es un resplandor de lanzas y alabardas y oriflamas, escudos y cimitarras; hermosa gente bello espectáculo, dice Joinville con caballerosidad, las armas de oro batidas por el sol. Luis podría esperar, pero en cambio decide desembarcar a cualquier precio. “Mis fieles, seremos invencibles si sabemos permanecer inseparables en nuestra caridad. Si somos vencidos, seremos mártires. Si triunfamos, nuestra gesta aumentará la gloria de Dios.” Los templarios tienen sus dudas, pero han sido educados para luchar por un ideal y ésa es la imagen que deben dar de sí mismos. Seguirán al rey en su locura mística.

Increíblemente, el desembarco es un éxito, Increíblemente, los sarracenos abandonan Damietta: es tan increíble que el rey vacila en entrar porque duda de que hayan huido. Pero es cierto, la ciudad es suya y suyos son sus tesoros y las cien mezquitas, que Luis convierte enseguida en iglesias del Señor. Ahora se impone una decisión: ¿marchar sobre Alejandría o sobre El Cairo? La decisión sabia hubiera sido dirigirse a Alejandría, para privar a Egipto de un puerto vital. Pero en la expedición había un genio maligno, el hermano del rey, Robert d'Artois, megalómano, ambicioso, sediento de gloria inmediata, como buen segundón. Aconseja dirigirse hacia El Cairo, corazón de Egipto. El Temple, que al principio se había mostrado prudente, ahora muerde el freno.








1988






















lunes, junio 25, 2007

"El reloj de arena, símbolo de muerte en Durero", de Ernst Jünger




Vemos en él a un caballero en un angosto desfiladero; tras él camina el Diablo con aspecto demoniaco. A su lado, como si quisiera cortarle el paso, cabalga la Muerte en figura de dios del tiempo, con sus insignias de destrucción y de retorno: la serpiente y la ampolleta. La Muerte lleva el reloj de arena en la mano derecha y se lo presenta al Caballero.


Lo que en este grabado resulta notable es que el Caballero no parece prestar atención ni al Diablo ni a la Muerte. Absorto en sus pensamientos, cabalga por la hondonada con la visera alzada. No es fácil leer en sus rasgos si es el miedo o es la serenidad lo que lo mueve. Se trata aquí de un movimiento interior, de un profundo cobrar consciencia de la situación fatídica en uno de esos súbitos presagios de muerte que a veces nos asaltan en medio de la vida, cuando se acercan peligros o las preocupaciones nos oprimen.


Con eso concuerda el que veamos al Caballero como hundido en la tierra; de ésta brotan raíces de árboles a la altura de su cabeza. El Caballero cabalga como sobre el fondo de una sepultura; las herraduras del caballo rozan una calavera. Uno de los rasgos geniales -es decir, no intencionados- de este grabado es que sus líneas se despliegan hacia arriba en runas de vida y se pliegan hacia abajo en runas de muerte.


La visión de este grabado infunde confianza. Sentimos que, acá o allá, el Caballero está a la altura de la situación. Desde el angosto desfiladero se distingue allá arriba, muy lejos, el castillo, que parece, más que sede de un caballero, sede de un rey. Pero sin duda ese castillo significará la "Jerusalén celestial", la fortaleza situada más allá del tiempo y fuera de él. En ella hay seguridad en todos los casos, también, y precisamente, cuando se rompe la ampolleta. En ella se basa la imperturbabilidad del Caballero.


Pero es de suponer que, incluso vistas las cosas temporalmente, el Caballero saldrá airoso de aquel angosto desfiladero. A ello apunta el espíritu que reina en el grabado; y si alguien no lo siente, puede verlo en el hecho de que aún está medio llena, aún no se ha vaciado la ampolleta superior del reloj de arena. A todos nos viene bien el caer así, de cuando en cuando, en estrechuras y ser emplazados por los señores del mundo y del tiempo. Ahí son puestos a prueba los corazones.







en El libro del reloj de arena, 1979
Grabado: "El Caballero, la Muerte y el Diablo", Durero, 1513







domingo, junio 24, 2007

"Diapsálmata", de Søren Kierkegaard

Fragmento



¿Qué es un poeta? Es un hombre desgraciado que oculta profundas penas en su corazón, pero cuyos labios están hechos de tal suerte que los gemidos y los gritos, al exhalarse, suenan como una hermosa música. Al poeta le acontece como a los pobres infelices que eran quemados al fuego lento en el interior del toro de Falaris, esto es, que sus gritos no llegaban al oido del tirano causándole espanto, sino que le sonaban como la más suave música. Y, sin embargo, los hombres se arremolinan en torno al poeta y le ruegan: "'¡Canta, canta otra vez!" Que es como si le dijeran: "¡Ojalá que tus labios sigan siendo los de antes! Porque los gritos nos amedentrarían, pero la música es lisonjera". Y también los críticos entran a formar parte del corro y dicen: "Muy bien, puesto que así lo ordenan los cánones de la estética". Claro que un crítico se parece mucho a un poeta, con la sola diferencia que no tiene penas en el corazón ni música en los labios.

Por todo esto, antes de ser poeta e incomprendido de los hombres, yo preferiría ser porquerizo junto al puente de Amager y que los cerdos llegaran a comprenderme.






1843



Contribución a Dscntxt de Germán Estrada Fricke

sábado, junio 23, 2007

“Réquiem por Bird Parker”, de Gregory Corso

esta profecia llegó por correo: en la última matanza de pájaros, un pájaro llegado de la nada sobrevivirá y no se lamentará, y este pájaro será un pájaro lento, un pájaro largo; en alguna parte hay una habitación, una habitación en la cual un viejo saxo descansa en un rincón como un puñado de arroz...


primera voz

oye, amigo, Bird ha muerto / ha encerrado su saxo en algún sitio / pusieron su saxo en un rincón / ¿dónde está el saxo, amigo, dónde?

segunda voz

al diablo con el saxo / ¿dónde está Bird?

tercera voz

se fueBird / estaba aún más ido que el sonido / rompió la barrera con un arrullo/ Bird estaba más alto que la luna / Bird se sostenía por encima de un tejado / como un monje estrambótico
descendió el saxo en las manos, / por encima de todos / mirando desde arriba a aquellos tipos con ojos estrambóticos medio cerrados / diciendo: ¡sí, sí! / como si nada importara en absoluto.

cuarta voz

al principio de la borrachera nocturna / solo en el escenario de su ático / Bird asió una flor negra en su mano negra / sopló en su saxo / llegó hasta el cielo fantásticamente y
a medio camino del humanamente cansado uso de las cosas / Bird lanzó una efímera afirmación / una forzada rata rítmica / y las estrellas no supieron qué hacer / entonces llegó un pájaro de la nada

primera voz

exacto, es lo que yo he oído el pájaro / que arrastraba las alas / aterrizó frente a Bird / miró a Bird directamente a los ojos / Bird dijo “corta” y siguió soplando

segunda voz

pues parece que Bird dio el corte al pájaro

primera voz

sólo durante un rato, amigo / el pájaro de la nada empezó a echar espuma por la boca / haciendo todo tipo de disonancias / “hazlo en otra parte”, le rogó Bird / pero el pájaro de la nada siguió arriba y abajo / como un anciano tacaño con su plan miserable

tercera voz

para entonce Bird se había dado cuenta / de que aquello era una pasada / Bird estaba a punto de marcharse, / cuando de repente el pájaro de la nada / hundió su burbujeante cabeza en el tubo del saxo / y Bird sopló una nota larga y extraña

primera voz

fue su última nota, amigo, / la última / el pájaro que arrastraba las alas / metió la muerte en la garganta de Birdy / todo el edifició tembló cuando Bird dejo caer su saxo / y el cielo se puso negro, aún más negro / y el pájaro de la nada envolvió a Bird / con su alas fangosas / lo hizo caer hasta el fondo

cuarta voz

Bird ha muerto / Bird ha muerto

voces primera , segunda y tercera

sí, sí

cuarta voz

llorad por Bird / pues Bird ha muerto

voces primera , segunda y tercera

sí, sí






viernes, junio 22, 2007

"We tripantu / Año nuevo mapuche (Nueva salida del sol)", de Elicura Chihuailaf







WE TRIPANTU

Meli, meli. Meli,meli
Kiñe trafoy metawe mew
mvley Antv
Pu rvmentu mew mvley pizeñ
ellkawligvn ñi lonko egvn
ka femlu trokifiñ pu witrunko
Nieñmaperkelaeymu kvfvkvfvn
mi piwke
We Tripantu!, pi pu malen
ka ti mulfen nvayu mawvn
Wiñon, pifiñ egvn
fewla pichi wentru ta iñche
Pefimvn ti choyke?
Kvpalmvn make ka triwe
awkantuyiñ awarkuzen awkantun
Meli, meli. Meli, meli
Pvtokyiñ muzay, mvna azy
Wenu Mapu
Mvley pu aliwen ñi mutrung lien
(feymu azkintuley kom ñi Pewma
ka tvfey chi pu lewfv nawpay
Kvyen mu)
Meli, meli. Meli, meli
Eymi iñchu umawtuley Mapu Ñuke
ka puliwen fiskv ko
gaw ta tvfey
Meli, meli. Meli, meli
Ya!, zew mitray ta Antv.





AÑO NUEVO MAPUCHE
(NUEVA SALIDA DEL SOL)


Cuatro, cuatro. Cuatro, cuatro
y el Sol en un cántaro quebrado
Entre las hierbas las aves
esconden sus cabezas
y parece que la vertiente
posee el murmullo de tu corazón
We Tripantu!, dicen las niñas
y el rocío recogerá la lluvia
He vuelto, les digo
ahora soy un niño
¿Han visto al avestruz?
Traigan plantas, traigan flores
juguemos los juegos de los
Antepasados
muzay bebamos, que hermosos
en el cielo
están los árboles con sus troncos
de plata
(en ellos se miran estos Sueños
y los ríos que caen de la Luna )
Cuatro, cuatro. Cuatro, cuatro
Contigo he estado despierto
Madre Tierra
y en la mañana el agua fresca
es una constelación
Cuatro, cuatro. Cuatro, cuatro
¡Ya!, ha descansado el Sol.






Temuko, Región Mapuche, Luna de los Brotes Fríos (Invierno)
22 de Junio de 2007










Fotografía original de Héctor González de Cunco






jueves, junio 21, 2007

"Del inconveniente de haber nacido", de E. M. Cioran

Selección


- «Desde que estoy en el mundo», ese desde me parece cargado de un significado tan espantoso, que se torna insoportable.

- No corremos hacia la muerte; huimos de la catástrofe del nacimiento.

- No hago nada, es cierto. Pero veo pasar las horas ‑lo cual vale más que tratar de llenarlas.

- Nunca estoy a gusto en lo inmediato, sólo me seduce lo que me precede, lo que me aleja de aquí, los innúmeros instantes en que yo no fui: lo no‑nato, en suma.

- Des-hacer, des-crear, es la única tarea que el hombre puede asignarse si aspira, como todo lo indica, a distinguirse del Creador.

- Haber cometido todos los crímenes: salvo el de ser padre.

- Aspirar, en lo más profundo de uno mismo, a estar tan desposeído, a ser tan lamentable como Dios.

- Lo que sé a los sesenta años, ya lo sabía a los veinte. Cuarenta años de un largo, superfluo trabajo de comprobación.

- Estoy, por lo general, tan seguro de que todo está desprovisto de consistencia, de fundamento, de justificación, que aquel que osara contradecirme, aunque fuera el hombre que más estimo, me parecería un charlatán o un imbécil.

- A diferencia de Job, no maldije el día de mi nacimiento; a todos los otros días, en cambio, los he cubierto de anatemas.

- Me gustaría ser libre, inimaginablemente libre. Libre como un ser abortado.

- A medida que los años pasan, decrece el número de seres con quienes puede uno entenderse. Cuando no haya ya nadie a quien dirigirse, seremos al fin tal y como se era antes de sucumbir en un nombre.

- Dos tipos de espíritu: diurnos y nocturnos. No tienen el mismo método ni la misma ética. En pleno día uno se vigila; en la oscuridad se dice todo. Las consecuencias saludables o enojosas de lo que piensa le importan poco al que se interroga durante las horas en que los demás se entregan al sueño. Rumia la mala suerte de haber nacido sin preocuparse del daño que puede hacerle a otro, o a sí mismo. Después de medianoche empieza la embriaguez de las verdades perniciosas.

- Tracios y Bogomiles: no puedo olvidar que he frecuentado los mismos parajes que ellos, ni que unos lloraban por los recién nacidos, y que los otros, para absolver a Dios, hacían responsable a Satanás de la infamia de la Creación.

- Según la regla de San Benito, si un monje se tornaba orgulloso, o solamente contento de su trabajo, debía apartarse de él y abandonarlo.
He aquí un peligro que no teme el que haya vivido en el apetito de la insatisfacción, en la orgía del remordimiento y del asco.

- ¡Qué suerte la de Nietzsche, haber terminado como terminó: en plena euforia!







miércoles, junio 20, 2007

"Éxtasis", de John Donne

© Versión de Juan Carlos Villavicencio,
a partir de traducciones de David Horta Pimentel y otra sin dato editorial




Donde, como una almohada sobre un lecho,
una Preñada ribera se erguía
para que las violetas reclinen sus cabezas,
nos sentamos los dos, cada uno lo mejor del otro.

Firmemente asidas iban nuestras manos
por un fuerte bálsamo que de ellas provenía,
se entrelazaron las miradas, tejiendo
en una doble trenza nuestros ojos.

Rizar así nuestras manos era entonces
el único medio de hacernos uno,
y las imágenes de nuestros ojos
fueron nuestra única propagación.

Como entre dos Ejércitos iguales, el Destino
aplaza la victoria incierta,
nuestras almas (que a conquistar su condición
salieron de los cuerpos) cuelgan entre ella y yo.

Y mientras ahí nuestras almas negociaban,
yacíamos como estatuas sepulcrales,
todo el día, en la misma posición nos mantuvimos,
y no dijimos nada, todo el día.

Si alguien, tan refinado en el amor
que comprenda el lenguaje de las almas,
y que por el buen amor se hiciera todo espíritu
se detuviera a distancia conveniente,

podría (aún sin saber qué alma hablaba,
porque ambas decían, ambas significaban lo mismo)
hallar un nuevo elixir
y partir más puro que cuando aquí llegó.

Este Éxtasis nos ilumina
(dijimos) y nos revela lo que amamos;
vemos así que no era sexo,
vemos que no veíamos la causa:

pero como cada alma contiene
una amalgama de elementos para sí desconocida,
el amor vuelve a mezclar estas almas diluidas,
haciendo de ambas una –ésta y otra–.

Trasplanta una simple violeta
y su fuerza, tamaño y color
–cuanto en ella era escaso y miserable–
crecerá aún y se multiplicará.

Cuando una con otra el amor
vivifica dos almas,
el alma enriquecida que de ahí fluye
controla los defectos de la soledad.

Nosotros, que somos esta alma renovada,
sabemos de qué estamos compuestos y hechos,
pues los Átomos de los que crecemos
son almas a las que ni un cambio puede invadir.

Mas, oh, ¿por qué tanto tiempo, tan distantes,
nuestros cuerpos hemos olvidado?
Ellos son nuestros, aunque ellos no nos constituyan,
Nosotros somos las inteligencias y ellos la esfera;

les debemos gratitud, pues,
desde el inicio, nos acercaron a nosotros mismos;
nos cedieron sus fuerzas, su sentido
y no son para nosotros escoria sino alivio.

No obra así en el hombre la influencia del cielo,
sino que antes imprime el aire,
para que el alma pueda fluir en el alma
aunque primero repare en nuestro cuerpo.

Como nuestra sangre se afana en engendrar espíritus
en lo que puede semejantes a las almas,
pues tales dedos necesitan tejer
ese sutil nudo que nos hace hombres:

así deben descender las almas de los amantes puros
a los afectos y facultades,
que los sentidos puedan alcanzar y aprehender.
De lo contrario, un gran Príncipe yace encarcelado.

Tornemos pues a nuestros cuerpos, para que
débiles puedan contemplar el amor revelado;
los misterios del amor crecen en el alma,
pero aún el cuerpo es su libro.

Y si algún amante, tal como nosotros,
ha escuchado este diálogo de uno,
déjenlo que nos siga atendiendo;
que vea los pequeños cambios
cuando a nuestros cuerpos hayamos retornado.








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martes, junio 19, 2007

“Jack Bauer y Chloe O’Brian, la pareja heroica a velocidad de videojuego”, de Carol Paris



We need Jack to save the world. Jack needs Chloe to save himself
Bill Keveney, on “24"



Construida mediante veinticuatro episodios de una hora cada uno, desarrollando así un día entero, cada temporada de 24 se amolda perfectamente a la ecuación básica de “espacio = a velocidad x tiempo”. Robert Cochran y Joel Surnow, creadores de la serie, explotan un formato en el que el tiempo regula el funcionamiento y la estructuración del argumento.

Ante un mundo inestable, lleno de amenazas terroristas, 24 insiste en la imagen de un país, Estados Unidos, y, por extensión, el mundo, que, habiéndose construido a lo largo de los siglos, podría destruirse en un solo día. Todas las temporadas de 24 se abren con la frase de Bauer “This is the longest day of my life”, especie de invocación cercana a los ritos de iniciación. En el personaje conviven tanto elementos del héroe existencial contemporáneo como ciertas características del modelo heroico clásico que arrastra consigo un pasado conflictivo. Por otra parte, Jack, que es el hombre más buscado de América, aunque cree en los principios básicos que rigen su país, siempre acaba tomándose la ley por su cuenta, contraviniendo muchas de las órdenes que le dan los líderes de la Counter Terrorism Unit (CTU). Así, 24 enfatiza en una individualidad coherente consigo misma, en un héroe épico que acarrea con gran destreza y naturalidad el destino de toda la humanidad, asumiendo el suyo de forma innata. Esta actitud, irreal en tiempos posmodernos, se ve actualizada por la presencia de las nuevas tecnologías; ámbito en el que se inscribe Chloe O"Brian. Joel Surnow contrató a Mary Lynn Rajskub para dicho papel después de ver su excelente interpretación en “Punch-Drunk Love”. La actriz, que ya había encarnado a un personaje llamado Chloe, eso sí, muy diferente a éste, declaró, en una entrevista realizada por Chris Hicks, su sorpresa por haber sobrevivido como personaje a lo largo de tantos capítulos en una serie en la que todo funciona a velocidad relámpago y en la que todos los personajes, menos el de Jack Bauer, son prescindibles. Además, Chloe O’Brian es un personaje poco convencional para lo que representa una serie de acción. Esta analista de sistemas de la CTU que representa el cliché de la nerd informática, aporta una dosis de realismo, y algo también de cómico, que permite rebajar un poco la tensión en la que se mueve la serie. Sólo se le dio una oportunidad para demostrar sus dotes con el revólver en una escena titulada "Rambo Chloe" y que, no obstante, no tardó en ser eliminada. Parece que Chloe no acaba de funcionar como chica de acción. Han pasado ya cinco temporadas y Chloe continua siendo, junto a Bauer, uno de los personajes favoritos de la audiencia. Para focalizar la relación de ambos se ha creado un club de fans: "So, why Jack & Chloe? I see them as two people who depend on and trust each other above all else" (http://dce.pp.fi/fl/24-index.html). Porque la conexión entre ambos personajes se basa en un término, el de “trust”, fundamental en el ideario norteamericano. Compañeros de trabajo, amigos, que conformarían una pareja detectivesca clásica si no fuera porque ello se ve transgredido por la distancia: en 24 no sólo el tiempo juega un papel central, sino también el espacio: si Jack Bauer, como típico hombre de acción, como héroe homérico, se mueve mayoritariamente en espacios exteriores a los de la CTU, Chloe, como nueva Penélope, está protegida y confinada al espacio de la sede. Aunque puede acceder a cualquier punto del país, viajando a través de la información, esto supone un arma de doble filo ya que la tecnología también promueve el encerrar a los cuerpos en el espacio doméstico, perpetuando con ello el tópico de la mujer recluida. Monitores, ordenadores, diagramas, tarjetas SIM; artilugios que permiten que la pareja lleve a cabo su heroicidad, juntos y a la vez separados: por ello los celulares son imprescindibles ya que la comunicación entre ambos se da siempre por vía telefónica. Cabe añadir que entre Bauer y O’Brian se desarrollaría lo que Chris Crawford denomina -en la antología “The Videogame Theory Reader”-, la "Interactivity": esto es, un proceso cíclico en el que dos agentes simultáneamente oyen, piensan y hablan. Del mismo modo, y gracias a Chloe, el súper-agente Bauer puede ir avanzando, de pantalla en pantalla, y a una velocidad trepidante, en su misión. Chloe, además, tiene algo de demiúrgico; se convierte en lo que Crawford también ha bautizado, recientemente, como “storybuilder”; aquél que, con sus órdenes, lleva el devenir de la acción. Normalmente se define a Chloe como “a wiz” en materia de computación, término que significa “experta”, siendo también una abreviación de la palabra “mago”; y es que Chloe se erige como un oráculo que dirige el recorrido de Jack, interactúa con él dándole las coordenadas necesarias para salvar el mundo. Desdibujando la frontera entre el plano bidimensional (el de la imagen) y el tridimensional (el de la acción), 24 se amolda perfectamente a la estructura de un videojuego; y lo sobrepasa, ya que Chloe, -a diferencia de lo que ocurre en el sistema videogame en el que sólo existen 5 comandos y 19 verbos- puede hacer que Jack realice velozmente todos los movimientos posibles, asemejándose con ello al nuevo software creado también por Crawford; el Storytronic, un sistema de videojuego que almacena “interactive storytellings” mediante trabajos artísticos denominados “storyworlds”.

Aunque juega con la clásica noción de “plazo”, 24 genera la ilusión de estar ante una “interactive storytelling”, es decir, ante una narración abierta, precisamente porque dice estar pasando “ahora” y por utilizar el lenguaje del proceso; esto es, las matemáticas, al ir sumando minutos y restándolos de la hora final. En la sexta temporada intuimos que Jack Bauer deberá enfrentarse al gobierno chino; “Then day 6 began”. ¿Descansará el séptimo? Con todo, Jack es un héroe clásico dentro de un mundo tecnofílico, en el que las relaciones humanas se mueven a la velocidad de la era capitalista, donde todos los movimientos están cronometrados; 24 muestra el paso de los segundos mediante insistentes señales sonoras. Partiendo de éstas, Sean Callery creó y comercializó el tema musical “The longest day”: música techno amoldada al frenético ritmo de la serie así como a la velocidad en el que se mueven los cuerpos en las macro discotecas.

En definitiva, 24 no sólo juega con la noción de tiempo real, sino también con la angustia del paso del tiempo. Como afirma Danniel Brenner en su artículo “Marking time with 9/11”: “24 is quintaessential appointment television that lets you know if you are even a minute late; it’s also pertinent television in this new Age of Terror”.








lunes, junio 18, 2007

"Cuesta abajo", de Juan Carlos Villavicencio





a Gardel, obvio

Aún persisten las huellas de lo oculto
tras el tiempo abandonado
por el azar i sus temores.
La tristeza desde sombras asomada
i la ausencia de los aires repetidos:
de nocturnos senderos caminante
el destino las presencias retiraba
i el espejo la locura de creer.

Antes ciego i un futuro las tinieblas
penitentes de los cosmos más australes.
Ahora rueda hacia el abismo
esa hora inexacta que perdura
en la niebla del recuerdo el pasado
que se pierde como dados en la arena.

Persiste el fantasma en un silencio
continuo de dolores i distancias
donde vientos mis pisadas ya perdían
bajo el astro con las manos enlutadas
i ojos brujos mal cerrados para dar.






2001, creo.


domingo, junio 17, 2007

"El Mister Peregrino Fernández", de Osvaldo Soriano




A Peregrino Fernández le decíamos el Mister por­que venía de lejos y decía haber jugado y dirigido en Cali, ciudad colombiana que en aquel pueblo de la Patagonia sonaba tan misteriosa y sugerente como Estrasburgo o Estambul. Después de que nos vio jugar un partido que per­dimos 3 a 2 ó 4 a 3, no recuerdo bien, me llamó aparte en el entrenamiento y me preguntó:


—¿Cuánto le dan por gol?
—Cincuenta pesos —le dije.
—Bueno, ahora va a ganar más de doscientos —me anunció y a mí el corazón me dio un brinco porque apenas tenía diecisiete años.
—Muy agradecido —le contesté. Ya empezaba a creerme tan grande como Sanfilippo.
—Sí, pero va a tener que trabajar más —me dijo enseguida—, porque lo voy a poner de back.
—Cómo que me va a poner de back —le dije, creyendo que se trataba de una broma. Yo había jugado toda mi vida de centro-delantero.
—Usted no es muy alto pero cabecea bien —insis­tió—; el próximo partido juega de back.
—Discúlpeme, nunca jugué en la defensa —dije—. Además, así voy a perder plata.
—Usted suba en el contragolpe y con el cabezazo se va a llenar de oro. Lo que yo necesito es un hombre que se haga respetar atrás. Ese pibe que jugó ayer es un angelito.


El angelito al que se refería era Pedrazzi, que esa temporada llevaba tres expulsiones por juego brusco. Muchos años después, Juan Carlos Lorenzo me dijo que todos los técnicos que han sobrevivido tienen buena fortuna. Peregrino Fernández no la tenía y era terco como una mula. Armó un equipo novedoso, con tres defenso­res en zona y otro —yo— que salía a romper el juego. En ese tiempo eso era revolucionario y empezamos a empatar cero a cero con los mejores y con los peores. Pedrazzi, que jugaba en la última línea, me enseñó a desequilibrar a los delanteros para poder destrozarlos mejor. "¡Tócalo!", me gritaba y yo lo tocaba y después se escuchaba el choque contra Pedrazzi y el grito de dolor. A veces nos expulsaban y yo perdía plata y arruinaba mi carrera de goleador, pero Peregrino Fernández me pro­nosticaba un futuro en River o en Boca.



Cuando subía a cabecear en los córners o en los tiros libres, me daba cuenta hasta qué punto el arco se ve diferente si uno es delantero o defensor. Aun cuando se esté esperando la pelota en el mismo lugar, el punto de vista es otro. Cuando un defensor pasa al ataque está secretamente atemorizado, piensa que ha dejado la de­fensa desequilibrada y vaya uno a saber si los relevos están bien hechos. El cabezazo del defensor es rencoroso, artero, desleal. Al menos así lo percibía yo porque no tenía alma de back y una tarde desgraciada se me ocurrió decírselo a Peregrino Fernández.



El Mister me miró con tristeza y me dijo: —Usted es joven y puede fracasar. Yo no puedo darme ese lujo porque tendría que refugiarme en la selva. Así fue. Al tiempo todos empezaron a jugar igual que nosotros y los mejores volvieron a ser los mejores. Un domingo perdimos 3 a 1 y al siguiente 2 a 0 y después seguimos perdiendo, pero el Mister decía que estábamos ganando experiencia. Yo no encontraba la pelota ni llegaba a tiempo a los cruces y a cada rato andaba por el suelo dando vueltas como un payaso, pero él decía que la culpa era de los mediocampistas que jugaban como damas de beneficencia. Así los llamaba: damas de bene­ficencia. Cuando perdimos el clásico del pueblo por 3 a 0 la gente nos quiso matar y los bomberos tuvieron que entrar a la cancha para defendernos.



Peregrino Fernández desapareció de un día para otro, pero antes de irse dejó un mensaje escrito en la pizarra con una letra torpe y mal hilvanada: "Cuando Soriano esté en un equipo donde no haya tantos tarados va a ser un crack". Más abajo, en caligrafía pequeña, repetía que Pedrazzi era un angelito sin futuro. Yo era su criatura, su creación imaginaria, y se refugió en la selva o en la cordillera antes de admitir que se había equivocado.



No volví a tener noticias de él pero estoy seguro de que con los años, al no verme en algún club grande, debe haber pensado que mi fracaso se debió, simplemente, a que nunca volví a jugar de back. Pero lo que más le debe haber dolido fue saber que Pedrazzi llegó a jugar en el Torino y fue uno de los mejores zagueros centrales de Europa.








sábado, junio 16, 2007

"Ainulindale: La música de los Ainur", de John Ronald Reuel Tolkien (J. R. R. Tolkien)

Fragmento




En el principio estaba Eru, el Único, que en Arda es llamado Ilúvatar; y primero hizo a 1os Ainur, los Sagrados, que eran vástagos de su pensamiento, y estuvieron con él antes que se hiciera alguna otra cosa. Y les habló y les propuso temas de música; y cantaron ante él y él se sintió complacido. Pero por mucho tiempo cada uno de ellos cantó solo, o junto con unos pocos, mientras el resto escuchaba; porque cada uno sólo entendía aquella parte de la mente de Ilúvatar de la que provenía él mismo, y eran muy lentos en comprender el canto de sus hermanos. Pero cada vez que escuchaban, alcanzaban una comprensión más profunda, y crecían en unisonancia y armonía.

Y sucedió que Ilúvatar convocó a todos los Ainur, y les comunicó un tema poderoso, descubriendo para ellos cosas todavía más grandes y más maravillosas que las reveladas hasta entonces; y la gloria del principio y el esplendor del final asombraron a los Ainur, de modo que se inclinaron ante Ilúvatar y guardaron silencio.

Entonces les dijo Ilúvatar:
—Del tema que os he comunicado, quiero ahora que hagáis, juntos y en armonía, una Gran Música. y como os he inflamado con la Llama Imperecedera, mostraréis vuestros poderes en el adorno de este tema mismo, cada cual con sus propios pensamientos y recursos, si así le place. Pero yo me sentaré y escucharé, y será de mi agradó que por medio de vosotros una gran belleza despierte en canción.

Entonces las voces de los Ainur, como de arpas y laúdes, pífanos y trompetas, violas y órganos, y como de coros incontables que cantan con palabras, empezaron a convertir el tema de Ilúvatar en una gran música; y un sonido se elevó de innumerables melodías alternadas, entretejidas en una armonía que iba más allá del oído hasta las profundidades y las alturas, rebosando los espacios de la morada de Ilúvatar; y al fin la música y e1 eco de la música desbordaron volcándose en el Vacío, y ya no hubo vacío. Nunca desde entonces hicieron los Ainur una música como ésta aunque se ha dicho que los coros de los Ainur y los Hijos de Ilúvatar harán ante él una música todavía más grande, después del fin de los días. Entonces los temas de Ilúvatar se tocarán correctamente y tendrán ser en el momento en que aparezcan, pues todos entenderán entonces plenamente la intención del Único para cada una de las partes, y conocerán la comprensión de los demás, e Ilúvatar pondrá en los pensamientos de ellos el fuego secreto.

Pero ahora Ilúvatar escuchaba sentado, y durante un largo rato le pareció bien, pues no había fallas en la música. Pero a medida que el tema prosperaba, nació un deseo en el corazón de Melkor: entretejer asuntos de su propia imaginación que no se acordaban con el tema de Ilúvatar, porque intentaba así acrecentar el poder y la gloria de la parte que le había sido asignada. A Melkor, entre los Ainur, le habían sido dados los más grandes dones de poder y conocimiento, y tenía parte en todos los dones de sus hermanos. Con frecuencia había ido solo a los sitios vacíos en busca de la Llama Imperecedera; porque grande era el deseo que ardía en él de dar ser a cosas propias, y le parecía que Ilúvatar no se ocupaba del Vacío, cuya desnudez le impacientaba. No obstante, no encontró el Fuego, porque el Fuego está con Ilúvatar. Pero hallándose solo, había empezado a tener pensamientos propios, distintos de los de sus hermanos.

Melkor entretejió algunos de estos pensamientos en la música, e inmediatamente una discordancia se alzó en torno, y muchos de los que estaban cerca se desalentaron, se les confundió el pensamiento, y la música vaciló; pero algunos empezaron a concertar su música con la de Melkor más que con el pensamiento que habían tenido en un principio. Entonces la discordancia de Melkor se extendió todavía más, y las melodías escuchadas antes naufragaron en un mar de sonido turbulento. Pero Ilúvatar continuaba sentado y escuchaba, hasta que pareció que alrededor del trono había estallado una furiosa tormenta, como de aguas oscuras que batallaran entre sí con una cólera infinita que nunca sería apaciguada.

Entonces Ilúvatar se puso de pie y los Ainur vieron que sonreía; y levantó la mano izquierda y un nuevo tema nació en medio de la tormenta, parecido y sin embargo distinto al anterior, y que cobró fuerzas y tenía una nueva belleza. Pero la discordancia de Melkor se elevó rugiendo y luchó con él, y una vez más hubo una guerra de sonidos más violenta que antes, hasta que muchos de los Ainur se desanimaron y no cantaron más, y Melkor predominó. Otra vez se incorporó entonces Ilúvatar, y los Ainur vieron que estaba serio; e Ilúvatar levantó la mano derecha, y he aquí que un tercer tema brotó de la confusión, y era distinto de los otros. Porque pareció al principio dulce y suave, un mero murmullo de sonidos leves en delicadas melodías; pero no pudo ser apagado y adquirió poder y profundidad. Y pareció por último que dos músicas se desenvolvían a un tiempo ante el asiento de Ilúvatar, por completo discordantes. La una era profunda, vasta y hermosa, pero lenta y mezclada con un dolor sin medida que era la fuente principal de su belleza. La música de Melkor había alcanzado ahora una unidad propia; pero era estridente, vana e infinitamente repetida, y poco armónica, pues sonaba como un clamor de múltiples trompetas que bramaran unas pocas notas, todas al unísono. E intentó ahogar a la otra música con una voz violenta, pero pareció que la música de Ilúvatar se apoderaba de a1gún modo de las notas más triunfantes y las entretejía en su propia solemne estructura.

En medio de esta batalla que sacudía las estancias de Ilúvatar y estremecía unos silencios hasta entonces inmutables, Ilúvatar se puso de pie por tercera vez, y era terrible mirarlo a la cara. Levantó entonces ambas manos y en un acorde más profundo que el Abismo, más alto que el Firmamento, penetrante como la luz de los ojos de Ilúvatar, la Música cesó.

Entonces Ilúvatar habló, y dijo:
—Poderosos son los Ainur, y entre ellos el más poderoso es Melkor; pero sepan él y todos los Ainur que yo soy Ilúvatar; os mostraré las cosas que habéis cantado y así veréis qué habéis hecho. y tú, Melkor, verás que ningún tema puede tocarse que no tenga en mi su fuente más profunda, y que nadie puede alterar la música a mi pesar. Porque aquel que lo intente probará que es sólo mi instrumento para la creación de cosas más maravillosas todavía, que él no ha imaginado.

Entonces los Ainur tuvieron miedo aunque aún no habían comprendido qué les decía Ilúvatar; y llenóse Melkor de vergüenza, de la que nació un rencor secreto. Pero Ilúvatar se irguió resplandeciente, y se alejó de las hermosas regiones que había hecho para los Ainur; y los Ainur lo siguieron.

Pero cuando llegaron al Vacío, Ilúvatar les dijo:
—¡Contemplad vuestra música!—. y les mostró una escena, dándoles vista donde antes había habido sólo oído; y los Ainur vieron un nuevo Mundo hecho visible para ellos, y era un globo en el Vacío, y en él se sostenía, aunque no pertenecía al Vacío. y mientras lo miraban y se admiraban, este mundo empezó a desplegar su historia y les pareció que vivía y crecía. y cuando los Ainur hubieron mirado un rato en silencio, volvió a hablar Ilúvatar:
—¡Contemplad vuestra música! Este es vuestro canto y cada uno de vosotros encontrará en él, entre lo que os he propuesto, todas las cosas que en apariencia habéis inventado o añadido. y tú, Melkor, descubrirás los pensamientos secretos de tu propia mente y entenderás que son sólo una parte del todo y tributarios de su gloria.

Y muchas otras cosas dijo Ilúvatar a los Ainur en aquella ocasión, y por causa del recuerdo de sus palabras y por el conocimiento que cada uno tenía de la música que él mismo había compuesto, los Ainur saben mucho de lo que era, lo que es y lo que será, y pocas cosas no ven. Sin embargo, algunas cosas hay que no pueden ver, ni a solas ni aun consultándose entre ellos; porque a nadie más que a sí mismo ha revelado Ilúvatar todo lo que tiene él en reserva y en cada edad aparecen cosas nuevas e imprevistas, pues no proceden del pasado. Y así fue que mientras esta visión del Mundo se desplegaba ante ellos, los Ainur vieron que contenía cosas que no habían pensado antes. y vieron con asombro la llegada de los Hijos de Ilúvatar y las estancias preparadas para ellos, y advirtieron que ellos mismos durante la labor de la música habían estado ocupados en la preparación de esta morada, pero ignorando que tuviese algún otro propósito que su propia belleza. Porque sólo él había concebido a los Hijos de Ilúvatar; que llegaron con el tercer tema, y no estaban en aquel que Ilúvatar había propuesto en un principio, y ninguno de los Ainur había intervenido en esta creación. Por tanto, mientras más los contemplaban, más los amaban, pues eran criaturas distintas de ellos mismos, extrañas y libres, en las que veían reflejada de nuevo la mente de Ilúvatar; y conocieron aun entonces algo más de la sabiduría de Ilúvatar, que de otro modo habría permanecido oculta aun para los Ainur.

Ahora bien, los Hijos de Ilúvatar son Elfos y Hombres, los Primeros Nacidos y los Seguidores. Y entre todos los esplendores del Mundo, las vastas salas y los espacios, y los carros de fuego, Ilúvatar escogió como morada un sitio en los Abismos del Tiempo y en medio de las estrellas innumerables. Y puede que esta morada parezca algo pequeña a aquellos que sólo consideran la majestad de los Ainur y no su terrible sutileza; como quien tomara toda la anchura de Arda para levantar allí una columna y la elevara hasta que el cono de la cima fuera mas punzante que una aguja; o quien considerara sólo la vastedad inconmensurable del Mundo, que los Ainur aún están modelando, y no la minuciosa precisión con que dan forma a todas las cosas que en él se encuentran. Pero cuando los Ainur hubieron contemplado esa morada en una visión y luego de ver a los Hijos de Ilúvatar que allí aparecían, muchos de los más poderosos de entre ellos se volcaron en pensamiento y deseo sobre ese sitio. y de éstos Melkor era el principal, como también había sido al comienzo el más grande de los Ainur que participaran en la Música. y fingió, aun ante sí mismo al comienzo, dominando los torbellinos de calor y de frío que lo habían invadido, que deseaba ir allí y ordenarlo todo para beneficio de los Hijos de Ilúvatar. Pero lo que en verdad deseaba era someter tanto a Elfos como a Hombres, pues envidiaba los dones que Ilúvatar les había prometido; y él mismo deseaba tener súbditos y sirvientes, y ser llamado Señor, y gobernar otras voluntades.

Pero los otros Ainur contemplaron esa habitación puesta en los vastos espacios del Mundo; que los Elfos llaman Arda, la Tierra, y los corazones de todos se regocijaron en la luz, y los ojos se les alegraron en la contemplación de tantos colores, aunque el ruido del mar los inquietó sobremanera. y observaron los vientos y el aire y las materias de que estaba hecha Arda, el hierro y la piedra, la plata y el oro, y muchas otras sustancias, pero de todas ellas el agua fue la que más alabaron. y dicen los Eldar que el eco de la Música de los Ainur vive aún en el agua, más que en ninguna otra sustancia de la Tierra; y muchos de los Hijos de Ilúvatar escuchan aún insaciables las voces del Mar, aunque todavía no saben lo que oyen.






En El Silmarillion, recopilado y publicado
por Christopher Tolkien, en 1977





Contribución a Dscntxt de Roberto Marconi

















viernes, junio 15, 2007

jueves, junio 14, 2007

"Historia cómica de los Estados e Imperios de la Luna", de Cyrano de Bergerac

Extracto





Pero como algún tiempo después las vicisitudes de los asuntos de la provincia suspendieron nuestra filosofía, otra vez volví con el mayor empeño a mi deseo de subir a la Luna.

Tan pronto como ésta amanecía yo me iba por los bosques soñando en la realización y el éxito de mi empresa, y por fin en vísperas de san Juan, mientras todos estaban en el fuerte reunidos en consejo para determinar si se prestarían socorros a los salvajes del país en sus luchas contra los iroqueses, yo me fui solo por las espaldas de nuestra casa hasta la cima de una montaña no muy grande, donde verán lo que me sucedió. Había construido yo una máquina y creía que sería capaz para elevarme todo lo que yo quisiera, porque, no faltándole nada de lo que yo pensaba que era necesario, me senté dentro de ella y me precipité en el aire desde la cima de una roca; pero por no haber calculado bien las medidas me caí rudamente en el valle. Y aunque había quedado muy maltrecho, me volví a mi cuarto y sin encogérseme el ánimo, con algo de médula de buey me unté el cuerpo desde la cabeza hasta los pies, pues todo él lo tenía quebrantado. Y así que me tomé una botella de esencia cordial para fortificarme el corazón, volví en busca de mi máquina; pero ya no la hallé, pues ciertos soldados que habían sido enviados al bosque a cortar leña para encender las hogueras de san Juan, como toparan con ella casualmente, la habían llevado al fuerte, en donde tras algunas explicaciones de lo que pudiera ser, y habiendo descubierto el mecanismo del resorte, algunos dijeron que había que atarles muchos cohetes voladores, porque habiéndoles levantado muy alto, con su rapidez y agitando el resorte de sus grandes alas, nadie dejaría de tomar esta máquina por un dragón de fuego. Yo estuve buscándola mucho tiempo y la encontré por fin en medio de la plaza de Quebec, cuando ya iban a prenderle fuego. Y tan grande fue mi dolor al ver en considerable peligro la obra de mis manos que fui corriendo a coger el brazo del soldado que encendía el fuego. Le arranqué la mecha y frenéticamente me metí en mi máquina para romper el artificio de que la habían rodeado. Pero ya llegué tarde, porque apenas hube metido los pies fui elevado hacia las nubes. El horror que me invadió no me consternó tanto ni alteró mis facultades hasta el punto de que no pueda acordarme de todo lo que en aquel momento me sucedió. Porque en el mismo instante en que la llama devoró parte de los cohetes que estaban dispuestos en grupos de seis por medio de una atadura que reunía cada media docena, otros seis se encendieron y luego otros seis, de tal modo que el salitre, al encenderse, al mismo tiempo que acrecía el peligro, lo alejaba. Sin embargo, cuando ya estuvieron consumidos todos los cohetes, el artificio faltó, y cuando ya soñaba yo dejarme la cabeza pegada a cualquier montaña, sentí sin moverme casi que mi elevación continuaba y que libertándose de mí la máquina, volvía a caer sobre la Tierra. Esta aventura tan extraordinaria me ensanchó el corazón con una alegría tan poco común, que, transportado por verme fuera de un peligro seguro, tuve el atrevimiento de filosofar sobre esto, y buscando con la razón y con los ojos cuál pudiera ser la causa, advertí que mi carne estaba hinchada y todavía grasienta con la grasa de la médula que yo me había untado en las contusiones de mi porrazo; entonces me di cuenta de que como iba descendiendo y como la Luna durante este cuadrante había tenido costumbre de sorber la médula de los animales, se bebía la que yo me había untado, con tanta fuerza como era menor la distancia que de mí la separaba, y que no debilitaba en su vigor la interposición de nube alguna.







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miércoles, junio 13, 2007

"Homenaje a Jorge Luis Borges", de Luis Sánchez Latorre





En un continente que cree descubrirse cada diez años, la escritura de Borges constituye un rasgo de permanencia, de conservación. La originalidad es su fuerza, no su flaqueza. En lengua moderna (feliz muestra de renacimiento hispánico) intenta explicar signos de la naturaleza aprendida del hombre.

Está dicho que mito y erudición representan el juego de espejos de su arte; que un laberinto, una biblioteca y una esquina del Sur definen su virtuosismo casi geométrico; que su ingenio y su ceguera corraboran, a la postre, la existencia de una leyenda. No está dicho, sin embargo, o no presentido, en qué grado ello simbolizará duración en el conocimiento.

Hombre valéryano, como Monsieur Teste, Jorge Luis Borges tiene su cordón umbilical todavía atado a Europa. Discreta forma de contención, equilibrio y aplomo la suya. América no será América sin el auxilio de culturas sabias y, en la formalidad, anteriores.

Borges es el gran esfuerzo de ecumenismo americano.






Luis Sánchez Latorre
Presidente de la Sociedad de Escritores de Chile
en "Las Últimas Noticias", jueves 23 de septiembre de 1976