Me arrepentí. Al fin y al cabo hacia dos años que vivía con los templarios, y les había tomado cariño. Influenciado por el esnobismo de mis interlocutores, los había presentado como personajes de dibujos animados.
Quizá era culpa de Guillermo de Tiro, historiador infiel. No eran así los caballeros del Temple, barbudos y resplandecientes, con la hermosa cruz roja en el cándido manto, caracoleando a la sombra de su bandera blanca y negra, el Beauceant, entregados, con prodigioso fervor, a su festín de muerte y valentía, y el sudor de que hablaba San Bernardo era quizá un bruñido broncíneo que confería sarcástica nobleza a su terrible sonrisa, mientras festejaban de manera tan cruel el adiós a la vida... Leones en la guerra, como decía Jacques de Vitry, dulces corderillos en la paz, rudos en la lid, devotos en la plegaria, brutales con los enemigos, benévolos con los hermanos, marcados por el blanco y el negro de su estandarte, por su pleno candor con los amigos de Cristo, su sombría fiereza con sus adversarios...
Patéticos campeones de la fe, último ejemplo de una caballería en decadencia, ¿por qué tenía yo que abordarlos como un Ariosto cualquiera, cuando bien hubiera podido ser su Joinville? Recordé las páginas que les dedica el autor de la Historia de San Luis, que había acompañado al Rey Santo a Tierra Santa, escribiente y guerrero al mismo tiempo. Ya hacia ciento cincuenta años que existían los templarios, y las cruzadas se habían ido sucediendo hasta agotar todo ideal. Desaparecidas como fantasmas las figuras heroicas de la reina Melisenda y de Balduino, el rey leproso, consumadas las luchas intestinas de aquel Líbano desde entonces ensangrentado, caída ya una vez Jerusalén, ahogado Barbarroja en Cilicia, derrotado y humillado Ricardo Corazón de León, que regresa a su patria disfrazado, precisamente, de templario, la cristiandad ha perdido su batalla, los moros tienen un sentido muy distinto de la confederación entre potentados autónomos, pero saben unirse en defensa de una civilización, han leído a Avicena, no son ignorantes como los europeos: ¿cómo es posible estar en contacto durante dos siglos con una cultura tolerante, mística y libertina, sin ceder a sus encantos, cuando se la ha podido comparar con la cultura occidental, basta, zafia, bárbara y germánica? Hasta que en 1244 se produce la última y definitiva caída de Jerusalén, la guerra, iniciada ciento cincuenta años antes, está perdida, los cristianos deben dejar de batirse en aquel páramo destinado a la paz y al perfume de los cedros del Líbano pobres templarios, ¿para qué ha servido vuestra epopeya?
Ternura, melancolía, palidez de una gloria senescente, ¿por qué no prestar oídos a las doctrinas secretas de los místicos musulmanes, a la acumulación hierática de tesoros escondidos? Quizá ése sea el origen de la leyenda de los caballeros del Temple que aún obsesiona a las mentes desilusionadas y anhelantes, el relato de un poder sin limites que ya no sabe dónde actuar...
Y, sin embargo, ya en el ocaso del mito llega Luis, el rey santo, el rey que tiene por comensal al Aquinate, él aún cree en la cruzada, a pesar de dos siglos de sueños e intentos fracasados por la estupidez de los vencedores, ¿vale la pena intentarlo una vez más? Vale la pena, dice el Santo Luis los templarios aceptan, le siguen a la derrota, pues es su oficio, ¿cómo se justifica el Temple sin la cruzada?
Luis ataca Damietta desde el mar, la orilla enemiga es un resplandor de lanzas y alabardas y oriflamas, escudos y cimitarras; hermosa gente bello espectáculo, dice Joinville con caballerosidad, las armas de oro batidas por el sol. Luis podría esperar, pero en cambio decide desembarcar a cualquier precio. “Mis fieles, seremos invencibles si sabemos permanecer inseparables en nuestra caridad. Si somos vencidos, seremos mártires. Si triunfamos, nuestra gesta aumentará la gloria de Dios.” Los templarios tienen sus dudas, pero han sido educados para luchar por un ideal y ésa es la imagen que deben dar de sí mismos. Seguirán al rey en su locura mística.
Increíblemente, el desembarco es un éxito, Increíblemente, los sarracenos abandonan Damietta: es tan increíble que el rey vacila en entrar porque duda de que hayan huido. Pero es cierto, la ciudad es suya y suyos son sus tesoros y las cien mezquitas, que Luis convierte enseguida en iglesias del Señor. Ahora se impone una decisión: ¿marchar sobre Alejandría o sobre El Cairo? La decisión sabia hubiera sido dirigirse a Alejandría, para privar a Egipto de un puerto vital. Pero en la expedición había un genio maligno, el hermano del rey, Robert d'Artois, megalómano, ambicioso, sediento de gloria inmediata, como buen segundón. Aconseja dirigirse hacia El Cairo, corazón de Egipto. El Temple, que al principio se había mostrado prudente, ahora muerde el freno.
Quizá era culpa de Guillermo de Tiro, historiador infiel. No eran así los caballeros del Temple, barbudos y resplandecientes, con la hermosa cruz roja en el cándido manto, caracoleando a la sombra de su bandera blanca y negra, el Beauceant, entregados, con prodigioso fervor, a su festín de muerte y valentía, y el sudor de que hablaba San Bernardo era quizá un bruñido broncíneo que confería sarcástica nobleza a su terrible sonrisa, mientras festejaban de manera tan cruel el adiós a la vida... Leones en la guerra, como decía Jacques de Vitry, dulces corderillos en la paz, rudos en la lid, devotos en la plegaria, brutales con los enemigos, benévolos con los hermanos, marcados por el blanco y el negro de su estandarte, por su pleno candor con los amigos de Cristo, su sombría fiereza con sus adversarios...
Patéticos campeones de la fe, último ejemplo de una caballería en decadencia, ¿por qué tenía yo que abordarlos como un Ariosto cualquiera, cuando bien hubiera podido ser su Joinville? Recordé las páginas que les dedica el autor de la Historia de San Luis, que había acompañado al Rey Santo a Tierra Santa, escribiente y guerrero al mismo tiempo. Ya hacia ciento cincuenta años que existían los templarios, y las cruzadas se habían ido sucediendo hasta agotar todo ideal. Desaparecidas como fantasmas las figuras heroicas de la reina Melisenda y de Balduino, el rey leproso, consumadas las luchas intestinas de aquel Líbano desde entonces ensangrentado, caída ya una vez Jerusalén, ahogado Barbarroja en Cilicia, derrotado y humillado Ricardo Corazón de León, que regresa a su patria disfrazado, precisamente, de templario, la cristiandad ha perdido su batalla, los moros tienen un sentido muy distinto de la confederación entre potentados autónomos, pero saben unirse en defensa de una civilización, han leído a Avicena, no son ignorantes como los europeos: ¿cómo es posible estar en contacto durante dos siglos con una cultura tolerante, mística y libertina, sin ceder a sus encantos, cuando se la ha podido comparar con la cultura occidental, basta, zafia, bárbara y germánica? Hasta que en 1244 se produce la última y definitiva caída de Jerusalén, la guerra, iniciada ciento cincuenta años antes, está perdida, los cristianos deben dejar de batirse en aquel páramo destinado a la paz y al perfume de los cedros del Líbano pobres templarios, ¿para qué ha servido vuestra epopeya?
Ternura, melancolía, palidez de una gloria senescente, ¿por qué no prestar oídos a las doctrinas secretas de los místicos musulmanes, a la acumulación hierática de tesoros escondidos? Quizá ése sea el origen de la leyenda de los caballeros del Temple que aún obsesiona a las mentes desilusionadas y anhelantes, el relato de un poder sin limites que ya no sabe dónde actuar...
Y, sin embargo, ya en el ocaso del mito llega Luis, el rey santo, el rey que tiene por comensal al Aquinate, él aún cree en la cruzada, a pesar de dos siglos de sueños e intentos fracasados por la estupidez de los vencedores, ¿vale la pena intentarlo una vez más? Vale la pena, dice el Santo Luis los templarios aceptan, le siguen a la derrota, pues es su oficio, ¿cómo se justifica el Temple sin la cruzada?
Luis ataca Damietta desde el mar, la orilla enemiga es un resplandor de lanzas y alabardas y oriflamas, escudos y cimitarras; hermosa gente bello espectáculo, dice Joinville con caballerosidad, las armas de oro batidas por el sol. Luis podría esperar, pero en cambio decide desembarcar a cualquier precio. “Mis fieles, seremos invencibles si sabemos permanecer inseparables en nuestra caridad. Si somos vencidos, seremos mártires. Si triunfamos, nuestra gesta aumentará la gloria de Dios.” Los templarios tienen sus dudas, pero han sido educados para luchar por un ideal y ésa es la imagen que deben dar de sí mismos. Seguirán al rey en su locura mística.
Increíblemente, el desembarco es un éxito, Increíblemente, los sarracenos abandonan Damietta: es tan increíble que el rey vacila en entrar porque duda de que hayan huido. Pero es cierto, la ciudad es suya y suyos son sus tesoros y las cien mezquitas, que Luis convierte enseguida en iglesias del Señor. Ahora se impone una decisión: ¿marchar sobre Alejandría o sobre El Cairo? La decisión sabia hubiera sido dirigirse a Alejandría, para privar a Egipto de un puerto vital. Pero en la expedición había un genio maligno, el hermano del rey, Robert d'Artois, megalómano, ambicioso, sediento de gloria inmediata, como buen segundón. Aconseja dirigirse hacia El Cairo, corazón de Egipto. El Temple, que al principio se había mostrado prudente, ahora muerde el freno.
1988
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