martes, marzo 31, 2020

“El regreso de los límites”, de Daniel Mansuy





La modernidad se funda en una ambición colosal: la de convertirnos en maestros y poseedores de la naturaleza, según la expresión cartesiana. O, para decirlo con el lenguaje más crudo de Francis Bacon, hay que torturar a la naturaleza hasta que nos revele todos y cada uno de sus secretos. La naturaleza es vista como un adversario, que impide el pleno despliegue de nuestras vidas. Por lo mismo, ha de ser vencida, incluso mediante la tortura. Se trata de un proyecto prometeico, que concibe al hombre como un ser todopoderoso, capaz de controlar todo su entorno. En ese proyecto, más allá de su diversidad interna, hemos estado embarcados durante varios siglos.

Desde luego, esta idea ha encontrado dificultades relevantes en su camino. Sin ir más lejos, la preocupación ecológica muestra bien que el mundo no siempre se deja manipular tan fácilmente, y que puede cobrarse costosas revanchas. Sin embargo, al menos hasta ahora, la lógica moderna ha seguido primando y ordenando la vida humana. Todo lo que ha ocurrido en el mundo desde la caída del Muro de Berlín se orienta en esa dirección: la globalización, el fin de las fronteras, la utopía del movimiento perpetuo, el despliegue de un comercio de alcance mundial, los esfuerzos por manipular genéticamente a nuestra propia descendencia, todo eso a fin de cuentas forma parte del mismo movimiento que parece envolverlo todo, y que puede resumirse en una fórmula: hay que abolir todos los límites a las (infinitas) posibilidades humanas. Si el sabio antiguo decía que nada de lo humano le era ajeno, el hombre moderno cree que nada del mundo externo debe serle ajeno, que todo está a su entera disposición: la diferencia es significativa, y deja ver las raíces de nuestro desconcierto. Según esa segunda lógica, viajamos, consumimos, circulamos y -lo más importante- concebimos nuestro futuro. La permanencia es sinónimo de añejo conservadurismo, mientras que el movimiento constante y acelerado es celebrado como el signo de un mundo abierto y feliz. En una palabra, el movimiento es progreso.

En eso estábamos, hasta que nos vimos súbitamente retrotraídos a una experiencia que -aunque forma parte del patrimonio de la humanidad- creíamos superada: el virus y la enfermedad. En esta ocasión, el mal vino de China, y se expandió como un reguero de pólvora, gracias a nuestra movilidad. Ahora mismo, la muerte está allí, acechando en la puerta de nuestras casas y, peor, no sabemos cuánto durará (esto es, quizás, lo más intolerable para nosotros, modernos, que no soportamos la incertidumbre). Estamos, de seguro, frente a la experiencia más cercana que hayamos tenido de la guerra y, de hecho, no es casual que La peste de Albert Camus sea una alegoría de la ocupación alemana en Francia.

Con todo, lo más llamativo es la rapidez del giro. En un abrir y cerrar de ojos se invirtieron todas las máximas. Ya no tenemos que movernos, sino quedarnos quietos e inmóviles, como un tren que avanza a toda velocidad y debe frenar brutalmente. Por mencionar un ejemplo, hemos visto en estos días el regreso -casi diría, la resurrección- de los viejos Estados nacionales. Parece evidente que los organismos internacionales carecen de herramientas para una crisis de esta envergadura, porque no tienen vinculación directa con las personas: su mediación es demasiado abstracta y lejana. Cuando ya no creíamos en la soberanía ni en las fronteras, el mundo entero se vio obligado a rehabilitarlas como tabla de salvación. Cuando creíamos que el Estado era solo fuente de opresión e injusticia, tuvimos que recurrir a él, pues no tenemos otro instrumento que permita una acción común. Es más, estamos dispuestos a restringir fuertemente nuestras libertades si eso sirve para controlar la pandemia. Nada de esto es fortuito, y simplemente muestra que, en momentos de crisis, la política vuelve por sus fueros. En determinadas situaciones, cierto individualismo dominante es completamente inútil: somos animales dependientes unos de otros.

De algún modo, el covid-19 nos recuerda que el proyecto moderno -a pesar de sus indudables méritos, que los tiene- se funda en una premisa equivocada: no podemos controlarlo todo. Somos más frágiles de lo que quisiéramos. Tal es la lección de humildad que nos duele constatar y, finalmente, aceptar. La condición humana es vulnerable, expuesta a peligros y, aunque la técnica puede ayudarnos mucho, siempre estaremos frente a una realidad que nos excede y que no podemos dominar del todo: la vida no nos pertenece completamente. Esto no implica, desde luego, que debamos renunciar a luchar contra el virus utilizando todos los medios disponibles -todos esperamos una vacuna lo más pronto posible-, pero una mayor conciencia respecto del carácter limitado de lo humano nos permitiría, quizás, afrontar mejor este tipo de dificultades. Después de todo, quien se resiste a olvidar que la vida tiene una dimensión trágica, no desespera frente a ella.



en El Mercurio, 22 de marzo de 2020











lunes, marzo 30, 2020

«Intentando hablar con un nombre», de Adrienne Rich






Afuera, en el desierto, estamos probando bombas,

por eso hemos venido aquí.

A veces siento un manantial
abriendo camino entre acantilados deformes
un ángulo agudo de entendimiento
moviéndose como el foco del sol
en este escenario condenado.

Lo que hemos tenido que perder para llegar hasta aquí –
colecciones enteras de elepés, películas que protagonizamos
rodadas en el vecindario, mostradores de reposterías
repletos de secas galletas judías rellenas de chocolate,
el idioma de las cartas de amor, de las notas de suicidio,
tardes en la ribera
fingiendo ser niños

Al venir hasta este desierto
pretendíamos cambiar la mueca de
conducir entre verdes pálidos cactus
caminando a mediodía en la ciudad fantasma
rodeados por un silencio

que suena como el silencio del lugar
pero que vino con nosotros
y nos es conocido
y todo lo que dijimos hasta ahora
era un esfuerzo por correr un tupido velo –
Al venir hasta aquí estamos enfrentándolo

Aquí fuera me siento más inútil
contigo que sin ti
Mencionas el peligro
y enumeras el equipo
hablamos de personas que se cuidan unos a otros
en emergencias – laceración, sed –
pero tú me miras como una emergencia

Tu calor seco se siente como un poder
tus ojos son estrellas de una magnitud distinta
reflejan luces que deletrean: SALIDA
cuando te levantas y caminas de un lado a otro

hablando del peligro
como si no fuésemos nosotros
como si estuviésemos probando cualquier otra cosa.



































domingo, marzo 29, 2020

“Un árbol Bodhi en medio del sombrío bosque”, de Aciro Luménics





Sobre El pantano
(Rojst, Polonia, 2018)
(Netflix, 5 capítulos)


El bosque, dos perodistas: Witold y Piotr, muerte, opresión, intriga... Conceptos inciales a la hora de intentar reflejar, sin dar más pistas que ronden lo descriptivo, el ánimo y motivo principal de este excelente serie, destinada, sin ningún tipo de miramientos, a transformarse en serie de culto.

Punto por punto, se trata de una propuesta de “excelencia” (las comillas son el primer guiño al espectador chileno). Digo esto, no por un afán de escaso humor (rasgo totalmente ajeno a esta oscura serie), sino porque el espectador chileno mayor de 45/50 años, aquel que ha vivido dictaduras reales, verá con estupor -como un mal sueño que se hace eterno- esta serie de imágenes, personajes e intrigas, que vivió en carne propia en la misma década y casi por los mismos motivos que en la Polonia representada. Como haciendo presente, hoy más que nunca, que no existe dictadura buena (da igual el extremo ideológico que la sustente), nos vemos frente a escenas que, de seguro y lamentablemente, vamos a reconocer.

Sin entrar en adelantos, porque el principio fundamental de una serie extraordinaria es el ser vista, podemos decir que, en cuanto a

-la historia, se trata de una historia de trama policial (crimen, investigación) con trasfondo político. Esta vez sin detectives como protagonistas, sino que periodistas. Verdaderos héroes de la información, o de la desinformación -también conocida como “información oficial”- en sistemas políticos totalitarios. Como en todo policial que se precie, acá están el policía(periodista)bueno y el policía(periodista)malo. Algunos periodistas, en Chile y en Sudamérica lo sabemos de sobra, en tiempos de dictadura difunden el relato oficial. Otros no. Costos y beneficios hay para ambos, y en este relato no podrían estar mejor representados. Sin adornos narratológicos, presenciamos una historia sólida, de guion preciso y efectivo. Incluso la marca de un árbol es parte de la trama, también el bosque o la tapa de un lavabo. Así es como el relato se forma a partir de restos, de inmanencias, de historias paralelas.

-los personajes y actuaciones, debemos decir que hablar de que son almas solitarias las que llenan la pantalla no representa ningún aspecto diferenciador. Probablemente, algunos de ellos nos recuerden series policiales conocidas, o a autores cinematográficos de estirpe: algo de True Detective observamos en el carnicero, algo del cine soviético en el manejo de época (derruido, un tanto miserable), algo de David Lynch en la personificación del bosque, además del símil de Perdita Durango en la dueña de la tienda/trastienda de vestidos y ropa de encaje), algo de novela adolescente, algo de narración política... Las notables actuaciones, la construcción de cada personaje, la caracterización perfecta, el uso de elementos-rasgos distintivos... hace que, a pesar de la distancia, nombres, cultura e idioma, podamos reconocer sin dificultad a todos y cada uno de los personajes de la historia, ubicándolos en su rol -principal, secundario, incidental-, siendo cada uno parte esencial de la trama principal. No hay personajes que sobren, no hay cosmética, no hay uso vacío del tiempo. Hablamos de un tratamiento no solo eficiente y relevante, sino fundamental e indispensable.

-la narración/el tiempo narrativo. Es una serie de tempo europeo. Más aun, es una serie de tempo europeo tras-cortina-de-hierro. Un tempo desconocido, lento, denso, pastoso, a ratos difícil de tragar. Las miradas se escudriñan, se silencian, se superan. El profesional joven encarna los apuros, y, por ende, las equivocaciones. Está construyendo su camino. Los demás, ya viejos y cínicos, se han entregado al sistema o a sus propias frustraciones. Dicho de otro modo: los más viejos conocen el juego, y apuestan sobre seguro o a riesgo de sus vidas. En esto no hay tintes medios. Algunos pierden y otros pierden un poco menos; todo bajo la pausa inerte de los tiempos.

-tratamiento visual. Se debe destacar, especialmente, este aspecto de la serie. Un tono grisáceo permanente. Una fotografía –decolorada- acorde a los tiempos, sobre un decorado perfecto. Inolvidables resultan los automóviles (seguramente de origen soviético), pequeños y destartalados, pero funcionales –casi siempre. Los paseos por el bosque resultan evocativos debido al tinte otoñal, intencionado obviamente, también porque la fotografía ha sido minuciosamente trabajada. Cada cosa está en su sitio: corrección y precisión; consignas estético-políticas de otra era, que podría ser la nuestra entonces (chilena, sudamericana), sin variar mucho más que el idioma (y, quizás, solo quizás, el extremo ideológico).

-fondo ideológico. Existe un entorno emocional de permanente vigilancia, opresión y escape plausible, tan probable como arriesgado. Un entorno individual de aparente normalidad, con fiestas de gente pudiente, romances en fiestas escolares (en las que se practica el bullying extremo), trabajadores de rutinas idénticas y seguimientos constantes. Es un fondo asfixiante que se intercala en cada escena, en cada diálogo, en cada historia paralela. En este sentido, la serie no da respiro.

-banda sonora. Es uno de los puntos altos de la serie, recordándonos que una propuesta de este tipo no puede dejar al azar ningún detalle. Es un acierto el cierre de cada capítulo, con aroma a música electrónica venida desde lo más profundo de la década de los 80. Reconocemos, no a través del idioma, pero sí a través de melodías, ritmos y propuestas visuales, el estilo que recorrió aquella década en todo el mundo. Cada track es elegido según el ánimo que redunda en el capítulo, por lo general de tono reflexivo, lento y en tonos sepias.

-el final. Sin la vulgaridad del espacio (narrativo) abierto -para tentar una potencial continuación-, El Pantano exhibe en cinco capítulos todo lo anterior señalado. Ni más, ni menos (un recado para novelistas, guionistas y editores ambiciosos), además de ser un gesto casi-noble el mantenerse (en los márgenes realizables) bastante fuera de los usos de la industria televisiva. Sin entrar en detalles, y en un relato aparentemente desprovisto de espiritualidad, sorprende aquella escena cúlmine. Un árbol bodhi en medio del sombrío bosque. Baste mencionarlo para no entorpecer la experiencia visual.

En definitiva, una serie que replica realidades vividas, durante aquella época (1981-1982), lamentablemente en muchos lugares distintos del planeta. Como para asegurar que la historia es cíclica y el hombre un ser político por imposición. En cuanto entra el poder a la ecuación básica (laboral, filial, familiar) se produce el desbalance, la corrupción, la contaminación. Se tiñe el alma de un oscuro gris, las manos, a veces, de rojo intenso, y la vida toda de un ánimo tan insoslayable como repentino. El mejor ejemplo de esto es el mismo Witold, ansioso por salir pero que, explicablemente, decide quedarse a resolver el caso, por un compromiso familiar, con su compañero, consigo mismo, con la verdad... un compromiso ético.



El Pantano(Rojst, Polonia, 2018)











sábado, marzo 28, 2020

«Regocijo de la Unión Eterna», de Su Shi

Versión de Juan Carlos Villavicencio




Me alojé en el Pabellón de las Golondrinas en Pengcheng, soñé con la bella dama Pan-pan y escribí esta letra que fluye bien.


La radiante luz de la luna es como la escarcha blanca,
la grata brisa como agua limpia:
a lo largo y ancho se extiende la serenidad de la escena.
En el refugio saltan los peces
y las gotas de rocío ruedan por las hojas de loto
que en la soledad nadie va a percibir.
Una hoja cae en lo profundo de la noche,
Los tambores retumbaron tres veces tan fuerte
Que me despierto melancólico de mi sueño en la Nube.
Bajo el infinito manto de la noche,
otra vez no la pueden encontrar en ninguna parte
aunque incluso busqué en todos los jardines pequeños.

Un vagabundo cansado lejos de su hogar
vanamente debe deambular, a través de cerros y montañas,
ya que hace mucho perdió su tierra natal de vista.
El Pabellón de Golondrinas ahora está vacío. ¿Dónde
está la bella y legendaria dama Pan-pan?
El Pabellón muestra que el nido de la golondrina está vacío.
Tanto el pasado como el presente son como sueños
de los que al parecer nunca nos hemos despertado.
Tenemos alegrías y tristezas tanto antiguas como nuevas.
En los días del futuro otros vendrán a ver
el paisaje nocturno de la Torre amarilla,
entonces vendrán a suspirar por mí.

















viernes, marzo 27, 2020

“Para una versión del I King”, de Jorge Luis Borges





El porvenir es tan irrevocable
como el rígido ayer. No hay una cosa
que no sea una letra silenciosa
de la eterna escritura indescifrable
cuyo libro es el tiempo. Quien se aleja
de su casa ya ha vuelto. Nuestra vida
es la senda futura y recorrida.
Nada nos dice adiós. Nada nos deja.
No te rindas. La ergástula es oscura,
la firme trama es de incesante hierro,
pero en algún recodo de tu encierro
puede haber un descuido, una hendidura.
El camino es fatal como la flecha
pero en las grietas está Dios, que acecha.



en La moneda de hierro, 1976











jueves, marzo 26, 2020

nCoV-2019, o una extraña serie de coincidencias de la John Hopkins University

Edición a cargo de Cristóbal Koch




El 18 de octubre del año pasado, en la ciudad de Nueva York, la John Hopkins University en conjunto con diversos colaboradores realizó (por cuarta vez) un ejercicio de simulacro de pandemia mundial, llamado Evento 201. Este ejercicio simulaba el brote de un coronavirus en Brasil, que tendría supuestamente origen en un murciélago, de donde se pasaría a cerdos y desde ahí contagiaría a humanos.

El simulacro consistió en una jornada en la cual un conjunto de 15 “jugadores” se sentaron en una mesa de trabajo a resolver cómo responder ante el escenario simulado. Los jugadores fueron 15 líderes globales en los ámbitos de gobierno, negocios y salud pública, y durante el ejercicio respondieron ante la hipotética emergencia, la que en el simulacro terminaba después de 18 meses con 65 millones de personas muertas producto del coronavirus ficticio.

Tres meses después, tras el brote de coronavirus en China, la John Hopkins University emitió la siguiente declaración:




Declaración sobre el nCoV y nuestro ejercicio de pandemia
Centro de Seguridad Sanitaria, Escuela Bloomberg de Salud Pública, Universidad John Hopkins

En octubre del 2019 el Centro de Seguridad Sanitaria John Hopkins fue el anfitrión de un ejercicio de mesa sobre una situación de pandemia, llamado Evento 201, con la colaboración de sus socios, el Foro Económico Mundial y la Fundación Bill y Melinda Gates.

Recientemente el Centro de Seguridad Sanitaria ha recibido cuestionamientos sobre si este ejercicio de pandemia predijo la actual aparición del brote de coronavirus en China. Queremos ser claros en que el Centro de Seguridad Sanitaria y sus socios no han hecho una predicción durante el ejercicio. Para el escenario del ejercicio modelamos una pandemia de coronavirus ficticia, y declaramos explícitamente que no era una predicción. Más bien el ejercicio servía para destacar los desafíos de estar alerta y contar con capacidades de respuesta que pudieran presentarse ante una pandemia muy severa. No estamos prediciendo que el brote de nCoV-2019 va a matar a 65 millones de personas.

Aunque nuestro ejercicio incluyó la parodia de un novel coronavirus, los datos ingresados que usamos para modelar el impacto potencial de ese virus ficticio no son similares al nCoV-2019.




·       ·       ·       ·       ·       ·       ·



Tras el ejercicio, los participantes elaboraron una lista de recomendaciones:

1- Gobiernos, organizaciones internacionales y sector privado deben planear desde ya las capacidades esenciales con las que se requiere contar ante una pandemia de gran escala.

2- Industria, gobiernos nacionales y organizaciones internacionales deben trabajar en conjunto para aumentar las reservas internacionales de insumos médicos de contraataque que permitan una distribución rápida y equitativa durante una pandemia.

3- Gobiernos, organizaciones internacionales y compañías de transporte deben trabajar en conjunto para mantener los viajes y el comercio durante una pandemia. Viajes y comercio son esenciales para la economía global y para las economías nacionales y locales, y deben mantenerse incluso ante una pandemia.

4- Los gobiernos deben destinar más recursos y apoyo para desarrollar y acelerar la producción de vacunas, terapias e insumos de diagnóstico que fueran necesarios durante una pandemia severa.

5- El sector productivo global debe reconocer la carga económica de las pandemias y luchar por contar con medios de respuesta más sólidos.

6- Las organizaciones internacionales deben priorizar en la reducción de los impactos económicos de las epidemias y las pandemias.

7- Gobiernos y el sector privado deben otorgar mayor prioridad al desarrollo de métodos para combatir la falta de información y la desinformación antes de un nuevo brote pandémico.
















miércoles, marzo 25, 2020

“Conferencia de un microbio”, de Carlos Franz





Señoras y señores: gracias por asistir a esta videoconferencia. Quienes deseen intervenir pueden hacerlo a través del chat. Usando este medio virtual solo podrían contagiarse algunas ideas.

Antes de seguir, aclaro un detalle protocolar: aunque llevo una corona, no están obligados a llamarme “alteza”. Mi título exacto es SARS-CoV-2. Pero si pronunciar este nombre les resulta difícil, pueden llamarme simplemente microbio. Soy un humilde germen de la familia Coronavirus. Algunos de mis parientes causan el modesto resfriado. Yo soy un poco más contagioso y más letal para ustedes. Esto no es mi culpa.

Por favor, intenten mirar esta gran crisis desde mi diminuto punto de vista. Ustedes me consideran una pandemia peligrosa y quieren impedir que me propague. Pero algunos de los síntomas desagradables que les causo solo son mi forma de subsistir, gozar y procrear. Cada tos de ustedes equivale a una ovulación o a una eyaculación mía. Miles de microbios salimos en busca de otro cuerpo donde alojarnos. Y, cuando entramos en él, la fiebre que ustedes sienten es nuestra fiesta.

En el lenguaje de ustedes -que aprendí para dar esta videoconferencia- “microbio” significa “pequeña vida”. Los gérmenes somos vidas chiquititas que dependen de esa vida más grande que es la suya. Ustedes son mi casa y mi comida. Sus interiores son abrigadores y sabrosos para mí. En consecuencia, yo los estimo. Diría más: estoy enamorado de ustedes. Por eso mismo, mi intención no es matarlos. La muerte de miles de enfermos es producto de la debilidad, o negligencia, de sus sistemas individuales y colectivos de defensa. Yo preferiría que ustedes sigan vivos y me propaguen. ¿Quién desearía perder su alojamiento y su alimento?

Noto cierta incomodidad en el honorable público que ve esta conferencia encuarentenado en su casa. En el chat, muchos “postean” emoticones que representan caritas apenadas o enojadas. Lo entiendo. A nadie le gusta que lo miren como un alimento apetitoso. Sin embargo, debo recordarles que esta es una ley natural que ustedes cumplen devorando, sin piedad, a otras especies. Cuando ustedes evolucionaron, se dieron a sí mismos el orgulloso apellido “Sapiens”. Pero lo que “supieron” fue, sobre todo, cómo explotar mejor al cuerpo que los alberga -la Tierra- para multiplicarse y expandirse. Parecidos a microbios, ustedes proliferaron y se esparcieron convirtiéndose en auténticas epidemias.

Cuando los humanos llegaron a Europa, a Australia o a América, muy pronto se extinguieron centenares de especies animales. Una megafauna completa desapareció. Probablemente, ustedes también exterminaron a otras especies humanas, como los neandertales y los denisovanos. Ocuparon sus cuevas y, con seguridad, se alimentaron de ellos.

“¡Patógeno asqueroso, nos culpas de causar extinciones! Pero ustedes los gérmenes son genocidas. Han aniquilado cientos de millones de seres humanos. Cuando llegaron a América, virus como tú asesinaron al 90% de la población indígena”. Esto lo acaba de escribir un señor en el chat. Miro la ventanita con su imagen, esquinada en la pantalla de mi computador, y lo veo rojo de ira (¿o tendrá fiebre?).

Calma, señor. Leyendo su mensaje, confirmo mi sospecha de que las redes sociales pueden ser tan patógenas como las redes virales. Le respondo: si hay culpa, esta es compartida. Su acusación me recuerda ciertos versos de una poeta mexicana que murió, precisamente, a causa de una epidemia. Voy a parafrasear esos versos así: "Hombres necios que acusáis / al ‘microbio’ sin razón, / sin ver que sois la ocasión / de lo mismo que culpáis”.

Prosigamos. Antes dije que ustedes son mi casa y mi comida. Ahora agrego que ustedes me invitaron a alojar y a comer en sus cuerpos. Las bandas de cazadores y recolectores domesticaron plantas para volverse agricultores. Así comieron hasta hartarse y se reprodujeron como conejos, abarrotando sus ciudades. Además, con esos forrajes alimentaron rebaños de innumerables animales dóciles, para devorarlos con más facilidad. Entonces, los virus de los rebaños saltaron a las muchedumbres humanas y cundieron las epidemias, esas “enfermedades de la multitud”.

Mi cabecita coronada ha pensado: es posible que la peor enfermedad sea la misma multitud. Durante milenios los virus regulamos las poblaciones humanas. Si crecían demasiado nosotros, involuntariamente, las diezmábamos. La muchedumbre disminuía y, cuando la peste terminaba, el equilibrio con la naturaleza se había restablecido. Pero, desde que ustedes perfeccionaron su medicina, las epidemias causadas por nosotros son cada vez menos letales. Mientras tanto, la población humana ha proliferado tanto que copa y agota el planeta. No se ofendan si les digo que ahora ustedes parecen microbios patógenos. La humanidad se comporta como una arrasadora pandemia que no acepta remedio alguno. Entonces -hablando de microbio a microbio- yo les pregunto: ¿por qué lo hacen?

Una señora, en este auditorio virtual, acaba de enviar una respuesta. Voy a leer en voz alta su mensaje: “Usted dice que los humanos van hasta los extremos del mundo y de sus posibilidades, acarreando sus ambiciones y sus microbios, solo porque no saben estarse quietos”. Señora, su respuesta sencilla encierra sugerencias profundas. Hace más de tres siglos, un gran filósofo y matemático francés resumió la misma idea admirablemente: “Todos los infortunios del hombre”, escribió, “derivan de una sola cosa: no saber quedarse tranquilo en una habitación”.

Por eso, ahora ustedes, deberían mostrar gratitud hacia este humilde microbio coronado que los obliga a encerrarse en casa. En lugar de odiarme, ustedes podrían reconocer que las cuarentenas provocadas por mí les regalan una oportunidad rarísima en sus vidas. Durante un tiempo, ustedes moderarán el ritmo frenético de sus actividades. Durante algunas semanas dejarán de correr urgidos por el ansia de tener y lograr más. Podrán quedarse quietos y repensar sus vidas.

Señoras y señores, ¡deberían agradecérmelo!



en el muro de Facebook de Carlos Franz, 22 de marzo de 2020











martes, marzo 24, 2020

«Odio a los indiferentes», de Antonio Gramsci







Odio a los indiferentes. Creo, como Friedrich Hebbel, que «vivir significa tomar partido». No pueden existir quienes sean solamente hombres, extraños a la ciudad. Quien realmente vive no puede no ser ciudadano, no tomar partido. La indiferencia es apatía, es parasitismo, es cobardía, no es vida. Por eso odio a los indiferentes.

La indiferencia es el peso muerto de la historia. Es la bola de plomo para el innovador, es la materia inerte en la que a menudo se ahogan los entusiasmos más brillantes, es el pantano que rodea a la vieja ciudad y la defiende mejor que la muralla más sólida, mejor que las corazas de sus guerreros, que se traga a los asaltantes en su remolino de lodo, y los diezma y los amilana, y en ocasiones los hace desistir de cualquier empresa heroica.

La indiferencia opera con fuerza en la historia. Opera pasivamente, pero opera. Es la fatalidad, aquello con lo que no se puede contar, lo que altera los programas, lo que trastorna los planes mejor elaborados, es la materia bruta que se rebela contra la inteligencia y la estrangula. Lo que sucede, el mal que se abate sobre todos, el posible bien que un acto heroico (de valor universal) puede generar no es tanto debido a la iniciativa de los pocos que trabajan como a la indiferencia, al absentismo de los muchos. Lo que ocurre no ocurre tanto porque algunas personas quieren que eso ocurra, sino porque la masa de los hombres abdica de su voluntad, deja hacer, deja que se aten los nudos que luego sólo la espada puede cortar, deja promulgar leyes que después sólo la revuelta podrá derogar, dejar subir al poder a los hombres que luego sólo un motín podrá derrocar.

La fatalidad que parece dominar la historia no es otra que la apariencia ilusoria de esta indiferencia, de este absentismo. Los hechos maduran en la sombra, entre unas pocas manos, sin ningún tipo de control, que tejen la trama de la vida colectiva, y la masa ignora, porque no se preocupa. Los destinos de una época son manipulados según visiones estrechas, objetivos inmediatos, ambiciones y pasiones personales de pequeños grupos activos, y la masa de los hombres ignora, porque no se preocupa. Pero los hechos que han madurado llegan a confluir, pero la tela tejida en la sombra llega a buen término: y entonces parece ser la fatalidad la que lo arrolla todo y a todos, parece que la historia no sea más que un enorme fenómeno natural, una erupción, un terremoto, del que son víctimas todos, quien quería y quien no quería, quien lo sabía y quien no lo sabía, quien había estado activo y quien era indiferente. Y este último se irrita, querría escaparse de las consecuencias, querría dejar claro que el no quería, que el no es el responsable. Algunos lloriquean compasivamente, otros maldicen obscenamente, pero nadie o muy pocos se preguntan: si yo hubiera cumplido con mi deber, si hubiera tratado de hacer valer mi voluntad, mis ideas, ¿habría ocurrido lo que pasó? Pero nadie o muy pocos culpan a su propia indiferencia, a su escepticismo, a no haber ofrecido sus manos y su actividad a los grupos de ciudadanos que, precisamente para evitar ese mal, combatían, proponiéndose procurar un bien.

La mayoría de ellos, sin embargo, pasados los acontecimientos, prefiere hablar del fracaso de los ideales, de programas definitivamente en ruinas y de otras lindezas similares. Recomienzan así su rechazo de cualquier responsabilidad. Y no es que ya no vean las cosas claras, y que a veces no sean capaces de pensar en hermosas soluciones a los problemas más urgentes o que, si bien requieren una gran preparación y tiempo, sin embargo, son igualmente urgentes. Pero estas soluciones resultan bellamente infecundas, y esa contribución a la vida colectiva no está motivada por ninguna luz moral; es producto de la curiosidad intelectual, no de un fuerte sentido de la responsabilidad histórica que quiere a todos activos en la vida, que no admite agnosticismos e indiferencias de ningún género.

Odio a los indiferentes también porque me molesta su lloriqueo de eternos inocentes. Pido cuentas a cada uno de ellos por cómo ha desempeñado el papel que la vida le ha dado y le da todos los días, por lo que ha hecho y sobre todo por lo que no ha hecho. Y siento que puedo ser inexorable, que no tengo que malgastar mi compasión, que no tengo que compartir con ellos mis lágrimas. Soy partisano, vivo, siento en la conciencia viril de los míos latir la actividad de la ciudad futura que están construyendo. Y en ella la cadena social no pesa sobre unos pocos, en ella nada de lo que sucede se debe al azar, a la fatalidad, sino a la obra inteligente de los ciudadanos. En ella no hay nadie mirando por la ventana mientras unos pocos se sacrifican, se desangran en el sacrificio; y el que aun hoy está en la ventana, al acecho, quiere sacar provecho de lo poco bueno que las actividades de los pocos procuran, y desahoga su desilusión vituperando al sacrificado, al desangrado, porque ha fallado en su intento.

Vivo, soy partisano. Por eso odio a los que no toman partido, por eso odio a los indiferentes.




11 de febrero de 1917

















lunes, marzo 23, 2020

"El mundo después del coronavirus", de Yuval Noah Harari






La tormenta pasará, pero las elecciones que hagamos ahora 
cambiarán nuestras vidas en los próximos años.


La humanidad se enfrenta a una crisis global. Probablemente, la mayor crisis de nuestra generación. Las decisiones que las personas y los gobiernos tomen en las próximas semanas configurarán el mundo de los próximos años. Configurarán no solo nuestros sistemas de salud, sino también nuestra economía, nuestra política y nuestra cultura. Debemos actuar rápida, decisivamente, teniendo en cuenta las consecuencias -a largo plazo- de nuestras acciones. Debemos preguntarnos no solo por cómo superar la amenaza inmediata, sino también por qué tipo de mundo habitaremos después de que pase la tormenta. Porque sí, la tormenta pasará, la humanidad sobrevivirá, la mayoría de nosotros estaremos con vida, pero habitaremos un mundo diferente. Muchas medidas de emergencia utilizadas actualmente se convertirán en elementos vitales a futuro. Esa es la naturaleza de las emergencias: avanzan rápidamente los procesos históricos. Las decisiones que en tiempos normales podrían llevar años de deliberación se aprueban en cuestión de horas. Se ponen en servicio tecnologías no suficientemente probadas, e incluso peligrosas, porque los riesgos de no hacer nada simplemente son mayores. Así es como países enteros sirven de conejillos de indias en experimentos sociales a gran escala. ¿Qué sucede cuando todos trabajan desde sus hogares y solo se comunican a distancia? ¿Qué sucede cuando colegios y universidades enteras se conectan para proseguir sus estudios? En tiempos normales, los gobiernos, las empresas y los comités de educación jamás aceptarían realizar dichos experimentos. Pero estos no son tiempos normales.

En el presente momento de crisis, enfrentamos dos opciones particularmente importantes. La primera se relaciona con la vigilancia totalitaria y el empoderamiento ciudadano. La segunda con el aislamiento nacionalista y la solidaridad global.


Primera opción: vigilancia bajo la piel

Para detener la epidemia, la población, a nivel mundial, debe cumplir con ciertos protocolos. Hay, principalmente, dos formas de lograr esto. Uno de los métodos es que el gobierno monitoree a las personas y castigue a quienes no respeten las reglas. Hoy, por primera vez en la historia humana, la tecnología permite monitorear a todas las personas todo el tiempo. Hace cincuenta años, la KGB no podía seguir a 240 millones de ciudadanos soviéticos las 24 horas del día, ni podía esperar procesar efectivamente toda la información reunida, ya que dependía de agentes y analistas humanos. Ahora, los gobiernos confían en sensores omnipresentes y algoritmos poderosos en lugar de unos cuantos fantasmas de carne y hueso.

En su batalla contra la epidemia de coronavirus, varios gobiernos ya han implementado las nuevas herramientas de vigilancia. El caso más notable es China. Al monitorear de cerca los teléfonos inteligentes de las personas, hacer uso de cientos de millones de cámaras que reconocen la cara y obligar a las personas a verificar e informar sobre su temperatura corporal y condición médica, las autoridades chinas no solo pueden identificar rápidamente portadores sospechosos de coronavirus, sino también rastrear sus movimientos e identificar a cualquiera con quien hayan entrado en contacto. Una variedad de aplicaciones móviles advierten a los ciudadanos sobre su proximidad con los pacientes infectados.

Este tipo de tecnología no se limita al este de Asia. El primer ministro Benjamin Netanyahu de Israel recientemente autorizó a la Agencia de Seguridad de Israel a desplegar tecnología de vigilancia normalmente reservada para combatir a los terroristas para rastrear a los pacientes con coronavirus. Cuando el subcomité parlamentario pertinente se negó a autorizar la medida, Netanyahu la aplicó con un "decreto de emergencia".

Podría argumentarse que no hay nada nuevo en todo esto. En los últimos años, tanto los gobiernos como las corporaciones han utilizado tecnologías cada vez más sofisticadas para rastrear, monitorear y manipular a las personas. Sin embargo, si no tenemos cuidado, la epidemia podría marcar un hito importante en la historia de la vigilancia. No solo porque podría normalizar el despliegue de herramientas de vigilancia masiva en países que hasta ahora las han rechazado, sino también porque significa una transición dramática de la vigilancia "sobre la piel" a la vigilancia "bajo la piel". Hasta ahora, cuando su dedo tocaba la pantalla de su teléfono inteligente y hacía clic en un enlace, el gobierno quería saber exactamente en qué estaba haciendo clic. Pero con el coronavirus, el foco de interés cambia. Ahora el gobierno quiere saber la temperatura de su dedo y la presión arterial debajo de su piel.


El budín de emergencia

Uno de los problemas que enfrentamos al determinar dónde estamos parados en la vigilancia es que ninguno de nosotros sabe exactamente cómo estamos siendo vigilados actualmente y cómo seremos vigilados en los próximos años. La tecnología de vigilancia se está desarrollando a una velocidad vertiginosa, y lo que parecía ciencia ficción hace diez años, hoy son viejas noticias. Como experimento mental, considere un gobierno hipotético que exige que cada ciudadano use un brazalete biométrico que monitorea la temperatura corporal y la frecuencia cardíaca las 24 horas del día. Los datos resultantes son guardados y analizados por algoritmos gubernamentales. Los algoritmos sabrán que estás enfermo incluso antes de que te des cuenta; también sabrán dónde y con quién has estado. Las cadenas de infección podrían cortarse drásticamente e incluso cortarse por completo. Tal sistema podría detener la epidemia en cuestión de días. Suena estupendo, ¿cierto? La desventaja es, por supuesto, que esto le daría legitimidad a un nuevo y aterrador sistema de vigilancia. Si como hasta ahora el sistema sabe, por ejemplo, que hice clic en un enlace de Fox News en lugar de un enlace de CNN, esto le dará información al sistema sobre mis puntos de vista políticos, e incluso sobre mi personalidad. Sin embargo, si el sistema puede controlar lo que sucede con la temperatura de mi cuerpo, la presión arterial y la frecuencia cardíaca mientras veo un video, sabrá qué me hace reír, qué me hace llorar y qué me enfurece.

Es crucial recordar que la ira, la alegría, el aburrimiento y el amor son fenómenos biológicos al igual que la fiebre y la tos. La misma tecnología que identifica la tos también podría identificar las risas. Si las corporaciones y los gobiernos comienzan a cosechar nuestros datos biométricos en masa, pueden llegar a conocernos muchísimo mejor de lo que nos conocemos a nosotros mismos, y no solo podrán predecir nuestros sentimientos sino también manipularlos y vendernos lo que quieran, ya sea un producto o un político. El monitoreo biométrico haría que las tácticas de piratería de datos de Cambridge Analytica parecieran algo de la Edad de Piedra. Imagine Corea del Norte en el año 2030, cuando cada ciudadano deba usar un brazalete biométrico las 24 horas del día. Si escuchas un discurso del Gran Líder y el brazalete recoge los signos reveladores de ira, será tu fin.

Podríamos, por supuesto, defender la vigilancia biométrica como una medida temporal tomada durante un estado de emergencia. Se acabaría una vez que termine la emergencia. Pero las medidas temporales tienen el desagradable hábito de sobrevivir a las emergencias, especialmente porque siempre existe la posibilidad de una nueva emergencia en el horizonte. Mi país de origen, Israel, por ejemplo, declaró un estado de emergencia durante la guerra de Independencia de 1948. Esto justificó una serie de medidas temporales, desde la censura de la prensa y la confiscación de tierras hasta regulaciones especiales para hacer budines (no es broma). La guerra de Independencia terminó hace mucho tiempo, pero Israel nunca declaró que la emergencia había terminado; como tampoco abolió la mayoría de las medidas "temporales" de 1948 (el decreto del budín de emergencia recién fue abolido el año 2011).

Incluso si las infecciones por coronavirus se reducen a cero, algunos gobiernos hambrientos de datos podrían argumentar que necesitan mantener los sistemas de vigilancia biométrica porque temen una segunda ola de coronavirus, o porque hay una nueva cepa de Ébola en África central, o porque... Creo que se entiende la idea. Se ha librado una gran batalla en los últimos años por nuestra privacidad y la crisis del coronavirus podría ser el punto de inflexión de esta batalla. Cuando las personas tienen la opción de elegir entre privacidad y salud, generalmente eligen la salud.


“La policía del jabón”

Pedirle a la gente que elija entre privacidad y salud es, de hecho, la raíz del problema, ya que parte de una premisa falsa. Podemos y debemos disfrutar tanto de la privacidad como de la salud. Podemos elegir proteger nuestra salud y detener la epidemia de coronavirus no instituyendo regímenes de vigilancia totalitaria, sino empoderando a los ciudadanos. En las últimas semanas, Corea del Sur, Taiwán y Singapur organizaron algunos de los esfuerzos más exitosos para contener la epidemia. Si bien estos países han utilizado algunas aplicaciones de seguimiento, se han basado mucho más en pruebas exhaustivas, en informes honestos y en la cooperación voluntaria de una población bien informada.

El monitoreo centralizado y los castigos severos no son la única forma de hacer que las personas cumplan con pautas beneficiosas. Cuando a las personas se les informan los hechos científicos, y cuando las personas confían en su autoridades al contarles estos hechos, los ciudadanos pueden hacer lo correcto incluso sin un Gran Hermano que vigile sobre sus hombros. Una población motivada y bien informada suele ser mucho más poderosa y efectiva que una población ignorante y vigilada. Considere, por ejemplo, lavarse las manos con jabón. Este ha sido uno de los mayores avances en la higiene humana. Esta simple acción salva millones de vidas cada año. Si bien en la actualidad este hecho lo damos por sentado, solo en el siglo XIX los científicos descubrieron la importancia de lavarse las manos con jabón. Anteriormente, incluso los médicos y enfermeras pasaban de una operación quirúrgica a la siguiente sin lavarse las manos. Hoy, miles de millones de personas se lavan las manos todos los días, no porque le tengan miedo a la “policía del jabón”, sino porque entienden los costos de no hacerlo: me lavo las manos con jabón porque existen virus y bacterias, entiendo que estos pequeños organismos causan enfermedades y sé que el jabón puede eliminarlos.

Pero para lograr este nivel de cumplimiento y cooperación, se necesita la confianza de las personas. La gente necesita confiar en la ciencia, confiar en las autoridades públicas y confiar en los medios de comunicación. En los últimos años, algunos políticos irresponsables han socavado deliberadamente la confianza en la ciencia, en las autoridades públicas y en los medios de comunicación. Ahora, estos mismos políticos irresponsables podrían verse tentados a tomar el camino al autoritarismo, argumentando que simplemente no se puede confiar en que el público haga, por si solo, lo correcto.

En condiciones normales, la confianza erosionada durante años no se reconstruye de la noche a la mañana. Pero las actuales, no son condiciones normales. En un momento de crisis como el que vivimos, las mentes pueden cambiar rápidamente de dirección. Se pueden mantener, durante años, amargas discusiones entre hermanos, sin embargo, cuando ocurre alguna emergencia, de pronto se descubre un depósito oculto de confianza y amistad, y los hermanos se disponen, de un momento a otro, a la ayuda mutua. En lugar de construir un régimen basado en la vigilancia, aún estamos a tiempo de reconstruir la confianza de las personas en la ciencia, en las autoridades públicas y en los medios de comunicación. De seguro, deberíamos hacer uso de las nuevas tecnologías también, pero estas tecnologías deberían apuntar al empoderamiento de los ciudadanos. Estoy totalmente a favor de controlar la temperatura de mi cuerpo y mi presión arterial, pero esos datos no deberían ser usados para crear un gobierno todopoderoso. Esos datos deberían permitirme tomar decisiones personales informadas y, a la vez, hacer que el gobierno rinda cuentas por sus decisiones.

Si pudiera acceder a mi condición médica las 24 horas del día, sabría no solo si me he convertido en un peligro para la salud de otras personas, sino también qué hábitos contribuyen a mi salud. Además, si pudiera acceder y analizar estadísticas confiables sobre la propagación del coronavirus, podría juzgar si el gobierno me está diciendo la verdad y está adoptando las políticas adecuadas para combatir la epidemia. Siempre que hablemos de vigilancia, recordemos que la misma tecnología de vigilancia generalmente puede ser utilizada no solo por los gobiernos para monitorear a las personas, sino también por las personas para monitorear a los gobiernos.

La epidemia del coronavirus es, finalmente, una prueba importante de ciudadanía. En los días que siguen, cada uno de nosotros deberá optar por confiar en los datos científicos y en los expertos en atención médica por sobre las teorías de conspiración sin fundamento y por sobre los políticos egoístas. Si no tomamos la decisión correcta, podríamos encontrarnos renunciando a nuestras libertades más preciadas, pensando que esta es la única forma de salvaguardar nuestra salud.


Segunda opción: necesitamos un plan global

La segunda opción importante que enfrentamos dice relación con el aislamiento nacionalista y la solidaridad global. Tanto la epidemia como la crisis económica resultante son problemas de alcance mundial, y solo se pueden resolver de manera efectiva mediante la cooperación global.

En primer lugar, para vencer al virus, necesitamos compartir información a nivel mundial. Esa es la gran ventaja que tenemos los humanos sobre los virus. Un coronavirus en China y un coronavirus en los Estados Unidos no pueden intercambiar consejos sobre cómo infectar a los humanos. Pero China puede enseñar a los Estados Unidos muchas lecciones valiosas sobre el coronavirus y maneras de tratarlo. Lo que un médico italiano descubre en Milán a primera hora de la mañana bien podría salvar vidas en Teherán al anochecer. Cuando el gobierno del Reino Unido duda entre varias políticas, puede recibir consejos de los coreanos que ya se han enfrentado a un dilema similar hace un mes. Pero para que esto suceda, necesitamos un espíritu de cooperación y confianza global.

Los países deberían estar dispuestos a compartir información abiertamente y buscar consejo humildemente. Además, necesitan confiar en los datos y en las percepciones que reciben. Necesitamos un esfuerzo global para producir y distribuir equipos médicos, especialmente kits de prueba y máquinas respiratorias. En lugar de que cada país intente hacerlo localmente y atesore cualquier equipo que pueda obtener, un esfuerzo global coordinado podría acelerar en gran medida la producción y garantizar que el equipo que salva vidas se distribuya de manera eficiente y justa. Así como los países nacionalizan industrias clave durante una guerra, la guerra humana contra el coronavirus puede requerir que "humanicemos" las líneas de producción cruciales. Un país rico con pocos casos de coronavirus debería estar dispuesto a enviar equipos preciosos a un país más pobre con muchos casos, confiando en que, si posteriormente necesita ayuda, otros países acudirán en su ayuda.

Podríamos considerar un esfuerzo global similar para agrupar al personal médico. Los países menos afectados actualmente podrían enviar personal médico a las regiones más afectadas del mundo, para ayudarlos en la necesidad como también para adquirir experiencias valiosas. Si más tarde varía el foco epidémico, la ayuda debiera fluir en la dirección opuesta.

La cooperación global también es vital en el ámbito económico. Dada la naturaleza global de la economía y de las cadenas de suministro, si cada gobierno se enfoca en lo suyo sin tener en cuenta a los demás, el resultado será un caos y una crisis cada vez más profunda. Necesitamos un plan de acción global, y lo necesitamos rápido. Otro requisito es llegar a un acuerdo sobre los viajes. Suspender todos los viajes internacionales durante meses causará enormes dificultades y, finalmente, obstaculizará la guerra contra el coronavirus. Los países necesitan cooperar para permitir que al menos un goteo de viajeros esenciales continúen cruzando fronteras: científicos, médicos, periodistas, políticos, empresarios. Esto puede hacerse alcanzando un acuerdo global sobre la preselección de los viajeros por su país de origen. Si sabemos que solo los viajeros seleccionados fueron permitidos en un avión, estaríamos más dispuestos a aceptarlos en nuestro país.

Desafortunadamente, en la actualidad, los países no hacen ninguna de estas cosas. Hay una parálisis colectiva que se ha apoderado de la comunidad internacional. Uno habría esperado ver hace unas semanas una reunión de emergencia de los líderes mundiales para elaborar un plan de acción común. Solo esta semana, los líderes del G7 lograron organizar una videoconferencia, y esta no redundó en ningún plan de este tipo.

En crisis mundiales anteriores, como la crisis financiera de 2008 y la epidemia de ébola de 2014, Estados Unidos asumió el papel de líder mundial. Sin embargo, la actual administración estadounidense ha renunciado al rol de liderazgo mundial. Ha dejado muy en claro que le importa mucho más la grandeza de Estados Unidos que el futuro de la humanidad. La presente administración ha abandonado incluso a sus aliados más cercanos. Al prohibir todos los viajes desde la UE, no se molestó en darle a la UE ni siquiera un aviso previo, y mucho menos consultarle sobre la drástica medida. Días después, escandalizó a Alemania al, supuestamente, ofrecer mil millones de dólares a una compañía farmacéutica alemana para comprar los derechos de monopolio de una nueva vacuna Covid-19. Así, incluso si la administración actual cambiara de táctica elaborando un plan de acción global, pocos seguirían a un líder que no se responsabiliza, que no admite errores y que habitualmente toma todo el crédito para sí mismo mientras culpa a los demás. Si el vacío dejado por los Estados Unidos no lo llenan otros países, no solo será más difícil detener la epidemia actual, sino que su legado continuará envenenando las relaciones internacionales en los próximos años.

Sin embargo, cada crisis es también una oportunidad. Debemos esperar que la epidemia actual ayude a la humanidad a darse cuenta del grave peligro que representa la desunión global. La humanidad necesita tomar una decisión. ¿Recorreremos el camino de la desunión, o adoptaremos el camino de la solidaridad global? Si elegimos la desunión, no solo se prolongará la crisis, sino que, probablemente, dará lugar a catástrofes aún peores en el futuro. Si elegimos la solidaridad global, será una victoria no solo contra el coronavirus, sino contra las futuras epidemias y crisis que podrían asolar a la humanidad en el presente siglo.



en The Financial Times, 20 de marzo de 2020

Traducción: Carlos Almonte












domingo, marzo 22, 2020

«La emergencia viral y el mundo de mañana», de Byung-Chul Han

Traducción de Alberto Ciria






El coronavirus está poniendo a prueba nuestro sistema. Al parecer Asia tiene mejor controlada la pandemia que Europa. En Hong Kong, Taiwán y Singapur hay muy pocos infectados. En Taiwán se registran 108 casos y en Hong Kong 193. En Alemania, por el contrario, tras un período de tiempo mucho más breve hay ya 15.320 casos confirmados, y en España 19.980 (datos del 20 de marzo). También Corea del Sur ha superado ya la peor fase, lo mismo que Japón. Incluso China, el país de origen de la pandemia, la tiene ya bastante controlada. Pero ni en Taiwán ni en Corea se ha decretado la prohibición de salir de casa ni se han cerrado las tiendas y los restaurantes. Entre tanto ha comenzado un éxodo de asiáticos que salen de Europa. Chinos y coreanos quieren regresar a sus países, porque ahí se sienten más seguros. Los precios de los vuelos se han multiplicado. Ya apenas se pueden conseguir billetes de vuelo para China o Corea.

Europa está fracasando. Las cifras de infectados aumentan exponencialmente. Parece que Europa no puede controlar la pandemia. En Italia mueren a diario cientos de personas. Quitan los respiradores a los pacientes ancianos para ayudar a los jóvenes. Pero también cabe observar sobreactuaciones inútiles. Los cierres de fronteras son evidentemente una expresión desesperada de soberanía. Nos sentimos de vuelta en la época de la soberanía. El soberano es quien decide sobre el estado de excepción. Es soberano quien cierra fronteras. Pero eso es una huera exhibición de soberanía que no sirve de nada. Serviría de mucha más ayuda cooperar intensamente dentro de la Eurozona que cerrar fronteras a lo loco. Entre tanto también Europa ha decretado la prohibición de entrada a extranjeros: un acto totalmente absurdo en vista del hecho de que Europa es precisamente adonde nadie quiere venir. Como mucho, sería más sensato decretar la prohibición de salidas de europeos, para proteger al mundo de Europa. Después de todo, Europa es en estos momentos el epicentro de la pandemia.



Las ventajas de Asia

En comparación con Europa, ¿qué ventajas ofrece el sistema de Asia que resulten eficientes para combatir la pandemia? Estados asiáticos como Japón, Corea, China, Hong Kong, Taiwán o Singapur tienen una mentalidad autoritaria, que les viene de su tradición cultural (confucianismo). Las personas son menos renuentes y más obedientes que en Europa. También confían más en el Estado. Y no solo en China, sino también en Corea o en Japón la vida cotidiana está organizada mucho más estrictamente que en Europa. Sobre todo, para enfrentarse al virus los asiáticos apuestan fuertemente por la vigilancia digital. Sospechan que el big data podría encerrar un potencial enorme para defenderse de la pandemia. Se podría decir que en Asia las epidemias no las combaten solo los virólogos y epidemiólogos, sino sobre todo también los informáticos y los especialistas en macrodatos. Un cambio de paradigma del que Europa todavía no se ha enterado. Los apologetas de la vigilancia digital proclamarían que el big data salva vidas humanas.

La conciencia crítica ante la vigilancia digital es en Asia prácticamente inexistente. Apenas se habla ya de protección de datos, incluso en Estados liberales como Japón y Corea. Nadie se enoja por el frenesí de las autoridades para recopilar datos. Entre tanto China ha introducido un sistema de crédito social inimaginable para los europeos, que permite una valoración o una evaluación exhaustiva de los ciudadanos. Cada ciudadano debe ser evaluado consecuentemente en su conducta social. En China no hay ningún momento de la vida cotidiana que no esté sometido a observación. Se controla cada clic, cada compra, cada contacto, cada actividad en las redes sociales. A quien cruza con el semáforo en rojo, a quien tiene trato con críticos del régimen o a quien pone comentarios críticos en las redes sociales le quitan puntos. Entonces la vida puede llegar a ser muy peligrosa. Por el contrario, a quien compra por Internet alimentos sanos o lee periódicos afines al régimen le dan puntos. Quien tiene suficientes puntos obtiene un visado de viaje o créditos baratos. Por el contrario, quien cae por debajo de un determinado número de puntos podría perder su trabajo. En China es posible esta vigilancia social porque se produce un irrestricto intercambio de datos entre los proveedores de Internet y de telefonía móvil y las autoridades. Prácticamente no existe la protección de datos. En el vocabulario de los chinos no aparece el término «esfera privada».

En China hay 200 millones de cámaras de vigilancia, muchas de ellas provistas de una técnica muy eficiente de reconocimiento facial. Captan incluso los lunares en el rostro. No es posible escapar de la cámara de vigilancia. Estas cámaras dotadas de inteligencia artificial pueden observar y evaluar a todo ciudadano en los espacios públicos, en las tiendas, en las calles, en las estaciones y en los aeropuertos.

Toda la infraestructura para la vigilancia digital ha resultado ser ahora sumamente eficaz para contener la epidemia. Cuando alguien sale de la estación de Pekín es captado automáticamente por una cámara que mide su temperatura corporal. Si la temperatura es preocupante todas las personas que iban sentadas en el mismo vagón reciben una notificación en sus teléfonos móviles. No en vano el sistema sabe quién iba sentado dónde en el tren. Las redes sociales cuentan que incluso se están usando drones para controlar las cuarentenas. Si uno rompe clandestinamente la cuarentena un dron se dirige volando a él y le ordena regresar a su vivienda. Quizá incluso le imprima una multa y se la deje caer volando, quién sabe. Una situación que para los europeos sería distópica, pero a la que, por lo visto, no se ofrece resistencia en China.

Ni en China ni en otros Estados asiáticos como Corea del Sur, Hong Kong, Singapur, Taiwán o Japón existe una conciencia crítica ante la vigilancia digital o el big data. La digitalización directamente los embriaga. Eso obedece también a un motivo cultural. En Asia impera el colectivismo. No hay un individualismo acentuado. No es lo mismo el individualismo que el egoísmo, que por supuesto también está muy propagado en Asia.

Al parecer el big data resulta más eficaz para combatir el virus que los absurdos cierres de fronteras que en estos momentos se están efectuando en Europa. Sin embargo, a causa de la protección de datos no es posible en Europa un combate digital del virus comparable al asiático. Los proveedores chinos de telefonía móvil y de Internet comparten los datos sensibles de sus clientes con los servicios de seguridad y con los ministerios de salud. El Estado sabe por tanto dónde estoy, con quién me encuentro, qué hago, qué busco, en qué pienso, qué como, qué compro, adónde me dirijo. Es posible que en el futuro el Estado controle también la temperatura corporal, el peso, el nivel de azúcar en la sangre, etc. Una biopolítica digital que acompaña a la psicopolítica digital que controla activamente a las personas.

En Wuhan se han formado miles de equipos de investigación digitales que buscan posibles infectados basándose solo en datos técnicos. Basándose únicamente en análisis de macrodatos averiguan quiénes son potenciales infectados, quiénes tienen que seguir siendo observados y eventualmente ser aislados en cuarentena. También por cuanto respecta a la pandemia el futuro está en la digitalización. A la vista de la epidemia quizá deberíamos redefinir incluso la soberanía. Es soberano quien dispone de datos. Cuando Europa proclama el estado de alarma o cierra fronteras sigue aferrada a viejos modelos de soberanía.

No solo en China, sino también en otros países asiáticos la vigilancia digital se emplea a fondo para contener la epidemia. En Taiwán el Estado envía simultáneamente a todos los ciudadanos un SMS para localizar a las personas que han tenido contacto con infectados o para informar acerca de los lugares y edificios donde ha habido personas contagiadas. Ya en una fase muy temprana, Taiwán empleó una conexión de diversos datos para localizar a posibles infectados en función de los viajes que hubieran hecho. Quien se aproxima en Corea a un edificio en el que ha estado un infectado recibe a través de la «Corona-app» una señal de alarma. Todos los lugares donde ha habido infectados están registrados en la aplicación. No se tiene muy en cuenta la protección de datos ni la esfera privada. En todos los edificios de Corea hay instaladas cámaras de vigilancia en cada piso, en cada oficina o en cada tienda. Es prácticamente imposible moverse en espacios públicos sin ser filmado por una cámara de video. Con los datos del teléfono móvil y del material filmado por video se puede crear el perfil de movimiento completo de un infectado. Se publican los movimientos de todos los infectados. Puede suceder que se destapen amoríos secretos. En las oficinas del ministerio de salud coreano hay unas personas llamadas trackers que día y noche no hacen otra cosa que mirar el material filmado por video para completar el perfil del movimiento de los infectados y localizar a las personas que han tenido contacto con ellos.

Una diferencia llamativa entre Asia y Europa son sobre todo las mascarillas protectoras. En Corea no hay prácticamente nadie que vaya por ahí sin mascarillas respiratorias especiales capaces de filtrar el aire de virus. No son las habituales mascarillas quirúrgicas, sino unas mascarillas protectoras especiales con filtros, que también llevan los médicos que tratan a los infectados. Durante las últimas semanas, el tema prioritario en Corea era el suministro de mascarillas para la población. Delante de las farmacias se formaban colas enormes. Los políticos eran valorados en función de la rapidez con la que las suministraban a toda la población. Se construyeron a toda prisa nuevas máquinas para su fabricación. De momento parece que el suministro funciona bien. Hay incluso una aplicación que informa en qué farmacia cercana se pueden conseguir aún mascarillas. Creo que las mascarillas protectoras, de las que se ha suministrado en Asia a toda la población, han contribuido de forma decisiva a contener la epidemia.

Los coreanos llevan mascarillas protectoras antivirus incluso en los puestos de trabajo. Hasta los políticos hacen sus apariciones públicas solo con mascarillas protectoras. También el presidente coreano la lleva para dar ejemplo, incluso en las conferencias de prensa. En Corea lo ponen verde a uno si no lleva mascarilla. Por el contrario, en Europa se dice a menudo que no sirven de mucho, lo cual es un disparate. ¿Por qué llevan entonces los médicos las mascarillas protectoras? Pero hay que cambiarse de mascarilla con suficiente frecuencia, porque cuando se humedecen pierden su función filtrante. No obstante, los coreanos ya han desarrollado una «mascarilla para el coronavirus» hecha de nano-filtros que incluso se puede lavar. Se dice que puede proteger a las personas del virus durante un mes. En realidad es muy buena solución mientras no haya vacunas ni medicamentos. En Europa, por el contrario, incluso los médicos tienen que viajar a Rusia para conseguirlas. Macron ha mandado confiscar mascarillas para distribuirlas entre el personal sanitario. Pero lo que recibieron luego fueron mascarillas normales sin filtro con la indicación de que bastarían para proteger del coronavirus, lo cual es una mentira. Europa está fracasando. ¿De qué sirve cerrar tiendas y restaurantes si las personas se siguen aglomerando en el metro o en el autobús durante las horas punta? ¿Cómo guardar ahí la distancia necesaria? Hasta en los supermercados resulta casi imposible. En una situación así, las mascarillas protectoras salvarían realmente vidas humanas. Está surgiendo una sociedad de dos clases. Quien tiene coche propio se expone a menos riesgo. Incluso las mascarillas normales servirían de mucho si las llevaran los infectados, porque entonces no lanzarían los virus afuera.

En los países europeos casi nadie lleva mascarilla. Hay algunos que las llevan, pero son asiáticos. Mis paisanos residentes en Europa se quejan de que los miran con extrañeza cuando las llevan. Tras esto hay una diferencia cultural. En Europa impera un individualismo que trae aparejada la costumbre de llevar la cara descubierta. Los únicos que van enmascarados son los criminales. Pero ahora, viendo imágenes de Corea, me he acostumbrado tanto a ver personas enmascaradas que la faz descubierta de mis conciudadanos europeos me resulta casi obscena. También a mí me gustaría llevar mascarilla protectora, pero aquí ya no se encuentran.

En el pasado, la fabricación de mascarillas, igual que la de tantos otros productos, se externalizó a China. Por eso ahora en Europa no se consiguen mascarillas. Los Estados asiáticos están tratando de proveer a toda la población de mascarillas protectoras. En China, cuando también ahí empezaron a ser escasas, incluso reequiparon fábricas para producir mascarillas. En Europa ni siquiera el personal sanitario las consigue. Mientras las personas se sigan aglomerando en los autobuses o en los metros para ir al trabajo sin mascarillas protectoras, la prohibición de salir de casa lógicamente no servirá de mucho. ¿Cómo se puede guardar la distancia necesaria en los autobuses o en el metro en las horas punta? Y una enseñanza que deberíamos sacar de la pandemia debería ser la conveniencia de volver a traer a Europa la producción de determinados productos, como mascarillas protectoras o productos medicinales y farmacéuticos.

A pesar de todo el riesgo, que no se debe minimizar, el pánico que ha desatado la pandemia de coronavirus es desproporcionado. Ni siquiera la «gripe española», que fue mucho más letal, tuvo efectos tan devastadores sobre la economía. ¿A qué se debe en realidad esto? ¿Por qué el mundo reacciona con un pánico tan desmesurado a un virus? Emmanuel Macron habla incluso de guerra y del enemigo invisible que tenemos que derrotar. ¿Nos hallamos ante un regreso del enemigo? La «gripe española» se desencadenó en plena Primera Guerra Mundial. En aquel momento todo el mundo estaba rodeado de enemigos. Nadie habría asociado la epidemia con una guerra o con un enemigo. Pero hoy vivimos en una sociedad totalmente distinta.

En realidad hemos estado viviendo durante mucho tiempo sin enemigos. La guerra fría terminó hace mucho. Últimamente incluso el terrorismo islámico parecía haberse desplazado a zonas lejanas. Hace exactamente diez años sostuve en mi ensayo La sociedad del cansancio la tesis de que vivimos en una época en la que ha perdido su vigencia el paradigma inmunológico, que se basa en la negatividad del enemigo. Como en los tiempos de la guerra fría, la sociedad organizada inmunológicamente se caracteriza por vivir rodeada de fronteras y de vallas, que impiden la circulación acelerada de mercancías y de capital. La globalización suprime todos estos umbrales inmunitarios para dar vía libre al capital. Incluso la promiscuidad y la permisividad generalizadas, que hoy se propagan por todos los ámbitos vitales, eliminan la negatividad del desconocido o del enemigo. Los peligros no acechan hoy desde la negatividad del enemigo, sino desde el exceso de positividad, que se expresa como exceso de rendimiento, exceso de producción y exceso de comunicación. La negatividad del enemigo no tiene cabida en nuestra sociedad ilimitadamente permisiva. La represión a cargo de otros deja paso a la depresión, la explotación por otros deja paso a la autoexplotación voluntaria y a la autooptimización. En la sociedad del rendimiento uno guerrea sobre todo contra sí mismo.



Umbrales inmunológicos y cierre de fronteras

Pues bien, en medio de esta sociedad tan debilitada inmunológicamente a causa del capitalismo global irrumpe de pronto el virus. Llenos de pánico, volvemos a erigir umbrales inmunológicos y a cerrar fronteras. El enemigo ha vuelto. Ya no guerreamos contra nosotros mismos, sino contra el enemigo invisible que viene de fuera. El pánico desmedido en vista del virus es una reacción inmunitaria social, e incluso global, al nuevo enemigo. La reacción inmunitaria es tan violenta porque hemos vivido durante mucho tiempo en una sociedad sin enemigos, en una sociedad de la positividad, y ahora el virus se percibe como un terror permanente.

Pero hay otro motivo para el tremendo pánico. De nuevo tiene que ver con la digitalización. La digitalización elimina la realidad. La realidad se experimenta gracias a la resistencia que ofrece, y que también puede resultar dolorosa. La digitalización, toda la cultura del «Me gusta», suprime la negatividad de la resistencia. Y en la época posfáctica de las fake news y los deepfakes surge una apatía hacia la realidad. Así pues, aquí es un virus real, y no un virus de ordenador, el que causa una conmoción. La realidad, la resistencia, vuelve a hacerse notar en forma de un virus enemigo. La violenta y exagerada reacción de pánico al virus se explica en función de esta conmoción por la realidad.

La reacción pánica de los mercados financieros a la epidemia es además la expresión de aquel pánico que ya es inherente a ellos. Las convulsiones extremas en la economía mundial hacen que esta sea muy vulnerable. A pesar de la curva constantemente creciente del índice bursátil, la arriesgada política monetaria de los bancos emisores ha generado en los últimos años un pánico reprimido que estaba aguardando al estallido. Probablemente el virus no sea más que la pequeña gota que ha colmado el vaso. Lo que se refleja en el pánico del mercado financiero no es tanto el miedo al virus cuanto el miedo a sí mismo. El crash se podría haber producido también sin el virus. Quizá el virus solo sea el preludio de un crash mucho mayor.

Žižek afirma que el virus ha asestado al capitalismo un golpe mortal, y evoca un oscuro comunismo. Cree incluso que el virus podría hacer caer el régimen chino. Žižek se equivoca. Nada de eso sucederá. China podrá vender ahora su Estado policial digital como un modelo de éxito contra la pandemia. China exhibirá la superioridad de su sistema aún con más orgullo. Y tras la pandemia, el capitalismo continuará aún con más pujanza. Y los turistas seguirán pisoteando el planeta. El virus no puede reemplazar a la razón. Es posible que incluso nos llegue además a Occidente el Estado policial digital al estilo chino. Como ya ha dicho Naomi Klein, la conmoción es un momento propicio que permite establecer un nuevo sistema de gobierno. También la instauración del neoliberalismo vino precedida a menudo de crisis que causaron conmociones. Es lo que sucedió en Corea o en Grecia. Ojalá que tras la conmoción que ha causado este virus no llegue a Europa un régimen policial digital como el chino. Si llegara a suceder eso, como teme Giorgio Agamben, el estado de excepción pasaría a ser la situación normal. Entonces el virus habría logrado lo que ni siquiera el terrorismo islámico consiguió del todo.

El virus no vencerá al capitalismo. La revolución viral no llegará a producirse. Ningún virus es capaz de hacer la revolución. El virus nos aísla e individualiza. No genera ningún sentimiento colectivo fuerte. De algún modo, cada uno se preocupa solo de su propia supervivencia. La solidaridad consistente en guardar distancias mutuas no es una solidaridad que permita soñar con una sociedad distinta, más pacífica, más justa. No podemos dejar la revolución en manos del virus. Confiemos en que tras el virus venga una revolución humana. Somos NOSOTROS, PERSONAS dotadas de RAZÓN, quienes tenemos que repensar y restringir radicalmente el capitalismo destructivo, y también nuestra ilimitada y destructiva movilidad, para salvarnos a nosotros, para salvar el clima y nuestro bello planeta.



en El País, domingo 22 de marzo, 2020