viernes, noviembre 30, 2018

“Mal educada”, de Leila Guerriero





Leí últimamente -por algún motivo que desconozco- varios artículos acerca de cómo conviene despertar la sensibilidad de los niños en torno a la música, la literatura, el cine, el teatro, el arte en general. Descubrí, leyéndolos, que he sido pésimamente educada: que he visto y leído y escuchado cosas que, al parecer, no ayudan a desarrollar la sensibilidad de ningún niño. Es cierto que esos artículos tampoco dicen lo contrario: que esas cosas que vi, leí y escuché no ayuden o impidan desarrollarla. Más bien, no las mencionan.

Esos artículos recomiendan poner al alcance de los niños La isla del tesoro, de Stevenson; El libro de la selva, de Rudyard Kipling; adaptaciones de cuentos de Chejov; Alicia en el país de las maravillas. Aconsejan hacerles escuchar a Debussy, llevarlos a ver La flauta mágica y conciertos de grupos de música antigua. Me parece bien. Son cosas lindas, finas. Pero una lombriz oscura y mugrienta se retuerce dentro de mí y se pregunta si esas cosas no parecen pensadas para diseñar, antes que seres sensibles, seres capaces de sostener la clase de conversación que se escucha en un cóctel de embajada: "Qué notable la novela de Sándor Márai que acaba de publicarse". "Uhú. Notable".

Si acotamos la "sensibilidad" a la sensibilidad literaria, ¿nadie la desarrolló leyendo, como yo lo hice cuando era chica, no solo pero también todo aquello que suele llamarse "mala literatura": best sellers de Wilbur Smith (África febril y violenta), libros de Arthur Hailey: Aeropuerto, Hotel. La biblioteca de la casa de mis padres estaba repleta de libros así, que convivían con Pedro Páramo, de Juan Rulfo; El perseguidor, de Cortázar; la poesía de sor Juana y Quevedo y Lorca; la obra completa de Horacio Quiroga; los cuentos de Bradbury y de Poe. No había nada tan extremo como libros de Corín Tellado, hay que decirlo. Pero sí de Frederick Forsyth, de Morris West, de Mario Puzo. Todo eso circulaba entremezclado con historietas de aventuras -D'Artagnan, El Tony, Fantasía, Asterix y Obelix, El Corto Maltés, El Eternauta, La pequeña Lulú-, Víctor Hugo y Gabriel García Márquez.

La primera vez que decidí escribir algo largo fue después de leer La noche de los tiempos, de René Barjavel, un mega best seller de la época que, en términos de estimulación, fue el equivalente a una sobredosis tóxica. Yo leía a Kipling, Mark Twain, Poe y Quiroga, pero, también, el Reader's Digest. Y lo hacía con la misma naturalidad con que escuchaba a Serrat, José Luis Perales, Abba, Wagner, Beethoven, María Elena Walsh y Les Luthiers, y con la que veía películas de vaqueros, de Orson Welles y de la Hammer. ¿Nadie más hacía eso? ¿Todo el mundo "desarrolló su sensibilidad" leyendo a Shakespeare para niños?

Cada vez que leo esos artículos que aconsejan iniciar a los infantes en la literatura con La historia interminable, de Michael Ende, o en el cine con la película -encantadora- El viaje de Chihiro, me recuerdo a mí misma en el cine aullando de placer con El hombre cobra, y sentada a la mesa de la cocina de mi casa, la nariz hundida en una novela de James Bond, de Ian Flemming.

¿En qué consiste el gusto por leer (o de escuchar música o de ir al cine) sino, antes que nada, en ese ensimismamiento total, en ese borramiento del mundo? ¿Y se puede obtener y desarrollar eso a los 9 años leyendo a Chejov? Sí. Pero les pasa a pocos. La sensibilidad es un músculo que se entrena, y empezar a entrenarlo con una rutina para atletas puede aniquilar las ganas para siempre. Podía ver esa sensación de impotencia y fracaso en el rostro de mis compañeros de colegio, cuando tocaba leer, por ejemplo, a Góngora. Gente que nunca se había topado con un poema se encontraba de pronto con esa salvajada, ese retorcimiento sublime. Quedaban humillados, abominaban la poesía para siempre jamás.

Supongo que es poco correcto decirle a un padre que, para que su hijo lea, lo mejor que puede hacer es regalarle una pila de cómics y otra de los buenos y viejos best sellers de los años 70. Supongo, también, que subyace el temor a que, si un chico empieza leyendo a Morris West, permanezca leyendo a Morris West toda la vida. Ese no debería ser, en principio, un temor: alguien que lee a Morris West toda la vida puede pasarlo supremamente bien, mucho mejor que alguien que no lee nada en absoluto. Pero, además, quedarse toda la vida leyendo a Morris West no es lo que suele suceder. De muy chica me atormentaba esta pregunta: ¿cómo iba a darme cuenta, por las mías, de qué libros eran mejores que otros? Estaba claro que Bradbury no era lo mismo que Wilbur Smith, que Lovecraft no era lo mismo que Ian Flemming. Pero, ¿por qué no eran lo mismo? Mis padres estaban ahí para aclarar las dudas -eran críticos literarios con frases muy cómicas: Stevenson era "bueno, pero pesado"; Dickens era "medio lento"-, pero insistían en que yo me iba a dar cuenta sola. Que, con el tiempo, iba a adquirir criterio propio, iba a desarrollar mi propia sensibilidad. Y, en efecto, muy pronto libros que me habían parecido fascinantes empezaron a parecerme infumables.

No funciona igual en todas las disciplinas artísticas. El método de consumirlo todo -lo bueno, lo malo y la basura-, está, por ejemplo, muy bien visto entre los cineastas que, para hablar de su prehistoria cinematográfica, suelen mentar con orgullo toneladas de cine clase B y películas que son el equivalente fílmico del Big Mac. Pero la gran mayoría de los escritores parece haber empezado a leer por La montaña mágica, de Thomas Mann. Para decirlo corto: un día, a los 14 años, yo llegué a Flaubert. Pero jamás lo hubiera hecho si me hubieran obligado a empezar por él.



en Frutos extraños, 2009











jueves, noviembre 29, 2018

"11, de Carlos Soto Román", de Karen Bascuñán P.

Texto leído en la presentación del libro en el Sitio de memoria Ex Clínica Santa Lucía, 
el 11 de septiembre de 2017






Abrir este libro me llevó de inmediato a preguntarme por cómo se escribe el 11 de septiembre. ¿Por cuánto tiempo tenemos que escribir esa condensación de significados en una sola palabra o imagen: 11? Una fecha, un hito, una huella que con un solo significante: 11, deja caer el peso de la historia y de lo que no hemos logrado resolver, tanto a nuestra generación como a las previas (porque el futuro lo estamos creando, me digo a mí misma).

Esta es una lectura situada en una posición política, quizá es lo primero que debería decir. Y esta lectura se cuenta en un sitio de memoria un 11 de septiembre, probablemente el día que tenemos más cargado en nuestra historia reciente. A nadie (o casi nadie), le pasa de largo el 11 de septiembre. El 11 también nos pasa en el cuerpo porque tiene demasiado no dicho y no resuelto. Y esta vez, en particular, a través de un libro que trabaja la palabra y la imagen con la precisión –y a la vez apertura– que permite la escritura de una memoria que insiste en ser elaborada desde todos los resquicios que podamos.

11, el libro que hoy lanza y nos comparte Carlos Soto Román, su autor, se sumerge a través de múltiples estrategias en los archivos de la infamia de la dictadura cívico militar y recoge fragmentos lejanos de frases que atravesaron nuestro inconsciente colectivo. Entre archivos que nos hacen sentir escalofríos por el horror al que sabemos refiere, aparecen jingles, frases con las que quienes nacimos y crecimos en dictadura nos reconocemos a través de los mass media omnipresentes de nuestra niñez. Ominosos, más bien. Acá está nuestra niñez, podría pensar, entre los poemas, los archivos y cómo hoy, desde la adultez, significamos eso que vivimos y que escasamente nos explicaron. Tantas veces la escritura y la literatura se han preguntado por cómo se escribe el horror. Nos han dicho que no se puede pero, como siempre, podemos conocer intentos y obras que lo despliegan.

11 se sumerge, pienso, y como asociación libre recuerdo de forma automática que a muchas y muchos les desaparecieron lanzando sus cuerpos al mar. ¿Cómo nos corresponde a nosotros sumergirnos para mirar el pasado y su reverberancia hoy mismo, en tanto la impunidad le ha ganado a la Justicia? Carlos Soto Román, a través de su escritura, ofrece un gesto fraterno y de algún modo se une a quienes por décadas han contado la verdad, porque esta verdad es innegable. Hoy, 44 años después de ese 11 original, nos reunimos en un sitio de memoria para darle lugar y bienvenida a su escritura. Un sitio de memoria que es testigo y evidencia de cómo nuestras compañeras y compañeros vivieron en el cuerpo el terrorismo de Estado, y que hoy dirige su esfuerzo para que podamos resignificar y repensarnos. Para que intentemos encontrarnos y no quedarnos capturados en el horror que inauguró ese 11 de septiembre.

Sabemos de los lazos invisibles y no sanguíneos; para quienes somos trabajadoras de la memoria, hemos reconocido nuestro lugar en una estirpe de sueños y sujetos –colectivos, ambos– lejanos y a la vez cercanos. Generaciones completas que vivieron un sueño colectivo enunciado en el “nosotros”, en “el futuro”, que fue devastado y del cual reconocemos estelas, ecos. A veces nos preguntamos si estamos asumiendo un legado.

Esta verdad tiene la cualidad de lo irreparable. Lo que nos ha marcado, emerge en la distancia del trabajo con los archivos que realiza Soto Román. Los signos que evidencian la verdad negada están en este libro que nos la ofrece en la estructura de los documentos oficiales, en los fragmentos de los bandos, en los vacíos y los silencios. En esta ocasión los fragmentos permiten leer ese contexto mayor que refieren de modo casi automático: 11, notifíquese, patria, reconstrucción, extremistas, libertad, deber.

Sería miope cosificar las estrategias escriturales escogidas como un ejercicio de negación. Está tachado, hay ausencias, deliberadamente falta información, lo que estratégicamente deja el espacio de los particulares para entender que no fueron excepciones, que los crímenes de lesa humanidad fueron una estrategia para la desaparición no sólo de vidas, sino de una propuesta de construcción de mundo, antagónica a lo que hoy vivimos.

Leí 11 por tramos, conteniendo el impacto de quien lo lee desde una posición cercana a lo que se denuncia. Es difícil leer 11 sin sentirse interpelada. Nos presenta en su escritura la trampa de lo que parece lejano y frío –archivos, recortes, fragmentos, páginas limpias, casi médicamente limpias–, pero con un efecto inversamente proporcional en lo que remueve en nuestras emociones. Me enfrento a sus páginas de repetición de NN, un campo santo, un cementerio ordenado, ¿no hay nombres? Sí, los hay. De lo que nos despojaron y nos hacen desconocer es de sus existencias, de sus sueños. ¿A quién desconocemos cuando generamos los listados vaciados de sentido? ¿Quiénes aparecen en oposición a esa ausencia? Falta la humanidad –aun nos faltan– y es en estos resquicios en que en su escritura aparecen. En esta borradura lo que nos han negado, brilla. Un brillo extraño, que no es de luminosidad. Es de algo que nuestra generación desconoce.

11 es una muestra más de cómo la escritura encuentra formas y formas de contar o señalar fragmentos de una historia compartida. Porque ese es uno de los legados, esta historia es compartida y se despliega a través de ecos, por ejemplo. Los recuerdos encuentran formas insospechadas de emerger. Hoy estamos presentando un libro que usa archivos, los dispone de modo en que se presentifican como categorías y estructuras visuales. Abro este libro y sabiendo de la visualidad que lo compone, me detengo incluso en su tipografía. No es difícil encontrar vínculo con la neovanguardia, por ejemplo. Y en esta necesidad dar un nombre o categoría, pienso de inmediato: poesía visual. Pero, sinceramente, no me interesa categorizarlo. Pienso en autores chilenos y de otras latitudes. Pienso en mi autor favorito y lo veo rondar por estas páginas, y en mi mundo interno genero alianzas imaginarias o reales de 11 con otros libros. Sigo pensando en cómo se ha escrito el 11, porque ¿cuántas escrituras necesita el 11 para que podamos arraigar sentidos?

En 11 encontramos certificados de defunción, memorándums, bandos, dictámenes, órdenes. El poder sistematizando los archivos para que las generaciones venideras abramos los ojos indagando en esos papeles que en otro contexto sólo son material de oficina. Pero esta vez no, refieren a documentos que nos enfrentan con la falta de Verdad y de Justicia. A reminiscencias que nos recuerdan las pesadillas de Chile, que tan bien muchas y muchos escritores han desplegado en páginas que nos penetran y se quedan con nosotros para cuando accedemos a mirar nuestra ciudad y ese “nosotros” que tanto nos cuesta comprender. También encontramos titulares infames que atravesaron la historia siendo montajes periodísticos que no olvidaremos. No olvidaremos porque no han reparado ni han hecho el gesto del perdón.

Blanco, vacío, silencio. Mucho espacio en blanco. Esta vez no refiere al silencio entre poemas. Refiere a este gran vacío que cada tanto emerge de no poder nombrarlo. Sabemos cuáles son sus nombres, pero su humanidad nos fue arrebatada. Sabemos los nombres y cargos de los responsables, pero viven en la impunidad. Sólo procesos inconclusos, fragmentos, huellas que emergen desde estéticas particulares, también. Como en este libro de Carlos Soto Román.

Pero a pesar de todo esto nos reunimos. Hoy este libro puede existir sin la obligación de pasar por un censor. Hoy, 11 de septiembre de 2017, este libro existe y no es llevado a la hoguera junto a otros libros que invitaban a crear sueños y ser reflexivos, propositivos, dueños de la historia. No se transforma en ceniza, sino que toma cuerpo y circulará entre nuestras manos. Cada cual que se atreva podrá encontrar su modo de participar en esta gran escritura, no sólo de la literatura, también de nuestra memoria. Esta vez, Carlos Soto Román nos comparte su propuesta de situarnos políticamente ante este hecho innegable.

Cuando leí 11, me sentí menos sola en mi habitación silenciosa. Pensé en cómo las voces confluyen insistentes cuando portan la verdad que nos ha sido negada. Pensé que a pesar de todo a lo que nos enfrenta, 11 se inscribe en el gesto de recuperar las posibilidades de humanizarnos. De nombrar lo que nos corresponde nombrar. Porque no queremos sólo ser el pasado que nos destruyó. También queremos crear vida, existencias. Y todas las páginas de 11 están llenas de memoria. Y como hace algunas noches escuché en una obra “La memoria es la casa de los augurios” [creo que] 11 es necesario, extrañamente, para que podamos soñar con otros augurios y salgamos de esta repetición.






en "Cultura" del Diario de la Universidad de Chile, 24 de enero, 2018 













miércoles, noviembre 28, 2018

“Tucumán”, de Juan Manuel Silva Barandica





Los adultos cuelgan de los caños de aluminio:
brillan
y esperan llegar antes o a la hora a lugares
que desconozco.
La casa de madera es navegada por termitas
y el color amarillo de lo antiguo nos inunda
como el paisaje a quien viaja en un bus
las carreteras de países intermedios al acecho
de que todo tarde en llegar, los árboles se unan
y nadie nos espere en la estación.



en Casimir, 2014

Libros La Calabaza del Diablo











martes, noviembre 27, 2018

"De la torre", de Eliseo Diego






El cazador, echado en el suelo pétreo del valle, sueña. Sueña un león enorme. Irritado comprueba en el sueño que su bestia apenas tiene forma. En un esfuerzo que estremece su cuerpo logra diferenciarle las pupilas, las cerdas de la melena, el color de la piel, las garras. De pronto despierta aterrado al sentir un peso fatal en el cráneo. El león le clava los colmillos en la garganta y comienza a devorarlo.

El león, echado entre los huesos de su víctima, sueña. Sueña un cazador que se acerca. Su rabia le hace aguardarlo sin moverse, esperar a distinguirlo enteramente antes de lanzarse a destruirlo. Cuando por fin separa las venas tensas en las manos, despierta y es demasiado tarde. Las manos llevan una fuerte lanza que le clavan en la garganta rayéndola. 

El cazador lo desuella, echa los huesos a un lado, se tiende en la piel, sueña un león enorme.

Los huesos van cubriendo todo el valle, ascienden por la noche en una alta torre que no cesa de crecer nunca.




en Divertimentos, 1946











lunes, noviembre 26, 2018

“Se hizo tristeza el mar”, de Héctor Monsalve





Estás escrita Elena
para que queden rastros
de tu paso

Y sin embargo
¿Vendrías nuevamente?
¿Volverías del mar
cada gota a la lluvia?

Aquí quedó intacto tu beso
en el aire
y la mesa huele a ti
la puerta abierta
el pan que entra humedecido
el frío que sigue a las personas

Y esos dos que se besan en la orilla
sin saber
hacen tristeza el mar



en Elena, 2010

Primera edición












domingo, noviembre 25, 2018

“La pieza donde me trajiste, como tú, no tiene salida”, de Bernardo Colipán





Las sábanas tienen ácaros, pulgas, flores
que nunca llegaron a su color.
Frente a mí hay un cuadro renacentista,
afuera un cuervo picotea
la ventana que nunca nació para nosotros.
Yo aquí me asfixio sin tu olor
y estoy sola, sin nada
buscando el poema que algún día me prometiste.



en Comarcas, 2013












sábado, noviembre 24, 2018

“El día de la Comida Fría”, de Li Ch’ing Chao





Claro y soleado es el esplendor de
La primavera en el día de la
Comida Fría. El humo agonizante se
Alza del animal de jade, como
Un hilo de seda que flotara en el
Agua. Sueño sobre una pila
De cojines, entre adornos para el pelo,
Rotos y dispersos. Las golondrinas
No han regresado del mar Meridional, pero
Los hombres vuelven a empezar
Y se pelean por nimiedades. A lo largo
Del río vuelan pétalos de pérsicos.
Espigas de sauce llenan de pelusa el aire.
Luego, en el ocaso anaranjado,
Caen gotas de lluvia muy dispersas.



en Cien poemas chinos, 2001

Kenneth Rexroth, antologador
Traducción de Carlos Manzano











viernes, noviembre 23, 2018

"Indio hermano", de Los Jaivas







No cambiaré,
mi destino es resistir
esta civilización
de poder y ambición.

No cambiaré
porque no puedo ya vivir
engañado, solo, esclavo, triste y sin amor.

De ti aprendí, hermano, querido indio de aquí.
De ti aprendí yo a resistir cruel opresión.

No cambiaré,
mi destino es resistir
esta civilización
de poder y ambición.

No cambiaré
porque no puedo ya vivir
engañado, solo, esclavo, triste y sin amor.

No me importa el hambre, ni la cárcel, ni el dolor.
Soy un hombre y no una pieza más de esta cuestión.

Indio hermano, tú te has ayudado a revivir
en mi pecho la llama de la liberación.

De ti aprendí, hermano, querido indio de aquí.
De ti aprendí yo a resistir cruel opresión.

No cambiaré,
mi destino es resistir
esta civilización
de poder y ambición.

No cambiaré
porque no puedo ya vivir
engañado, solo, esclavo, triste y sin amor.

No me importa el hambre, ni la cárcel, ni el dolor.
Soy un hombre y no una pieza más de esta cuestión.

Indio hermano, tú te has ayudado a revivir,
en mi pecho la llama de la liberación.

En mi pecho la llama de la liberación.
En mi pecho la llama de la liberación.
En mi pecho la llama de la liberación.




en La Ventana, 1972




















jueves, noviembre 22, 2018

Hoy: Lectura poética y presentación de libros, Descontexto Editores en Rancagua





Lectura poética y presentación de los libros: 

Antología de la Poesía Norteamericana 
(José Coronel Urtecho y Ernesto Cardenal, antologadores)

Llegarán suaves Lluvias, de Sara Teasdale
Antología
(Edición y traducción de Juan Carlos Villavicencio)

Paisaje de Invierno, de John Berryman
Antología
(Edición y traducción de Armando Roa Vial)


Hoy 22 de noviembre a las 19 horas, en la Casa de la Cultura de Rancagua
Habrá vino de honor, gentileza de la Viña Von Siebenthal








miércoles, noviembre 21, 2018

“Mongen”, de Jaqueline Caniguán





He respirado
aire sagrado de mi tierra;
he soñado
en la cascada pura y perdida;
he caminado
en el sitio de bailes antiguos;
he vivido en estas horas
todos los días de mi vida.



en Kümedungun / Kümewirin (Antología), 2010











martes, noviembre 20, 2018

“Un plan”, de Jenaro Prieto





Quiera Dios y el país que nunca llegue a ser Ministro de Relaciones exteriores, porque también tengo un plan para arreglar nuestras cuestiones internacionales.

Mi plan es complicado y sencillo al mismo tiempo: complicado, porque creo que los problemas internacionales se arreglan embolisnándolos, y sencillo, porque consiste en hacer todo lo contrario de lo que, hasta hoy, ha hecho el Gobierno.

¿Qué Bolivia y Perú piden el desahucio y la revisión de un Tratado? Pues, el asunto no es para perder el sueño. Todos los países han celebrado Tratados con las naciones limítrofes, y por lo menos la mitad está ya arrepentida de haberlo hecho y quisiera modificarlos en conformidad a sus intereses. Venga, pues, la revisión de los contratos y que hablen a una voz todas las cancillerías descontentas. Que el Ecuador reclame del Perú, Argentina del Brasil, Paraguay de la Argentina, Venezuela de Colombia y esta y México de los Estados Unidos, y desahucie, si es posible, España, su reconocimiento de la independencia de cada una de las actuales repúblicas americanas; protesten a su vez los aborígenes del derecho de conquista, alejado por nuestra madre patria, y procédase a la revisión general de todos los tratados de que hay recuerdo en la historia del nuevo y antiguo continente.

Busquemos una “solución de conjunto”, como dice don Eliodoro Yáñez, y opongamos a la vieja doctrina de Monroe esta moderna teoría: “América para los indígenas”.

A la semana siguiente de presentada a la Sociedad de las Naciones la revisión conjunta de cincuenta o cien Tratados, sus miembros se pondrían un botoncito en la solapa que dijera: “No me hable usted de revisiones”, y por la cuestión de Tacna y Arica quedaría en “in pase” por los siglos de los siglos.

Esta es la fórmula de arreglo que he llamado “complicada”; en cuanto a la “sencilla”, consiste como está dicho, en obrar a la inversa del actual Gobierno.

En vez de iniciar gestiones que puedan disminuir el territorio, iniciar las que puedan aumentarlo. En vez de esperar que Bolivia pida un puerto en el Pacífico, apresurarse a pedirle uno en el Atlántico, o a lo menos una salida al Titicaca. En vez de aguardar que el Perú presentara una modificación a la fórmula Hughes, presentarla nosotros, y en vez de aceptar la de ellos, conseguir que ellos acepten la nuestra. En vez de hablar en las negociaciones de un misterio que no existe, tratar de que existiera y no contárselo a nadie. En vez de decir que Chile no toleraba el arbitraje por ningún motivo y aceptarlo al fin, haber dicho que lo toleraba y no aceptarlo nunca. En vez de celebrar la juventud de nuestro Ministro de Relaciones, poder felicitarnos de la juventud del Ministro de Relaciones del Perú. En vez de que el Gobierno diera instrucciones a los delegados de Washington, esperar que estos se las dieran a él, y en lugar de llegar a una fórmula que, al decir del Canciller, “da toda clase de garantías al Perú”, llegar a otra que diera toda clase de garantías a Chile.

Este es mi modesto y sucinto programa ministerial. Desde luego, creo contar con la opinión del señor Yáñez. Si es del agrado del país, no tiene sino tarjar de una plumada todo lo hecho y obtener del señor Barros que me ceda por quince días la cartera de Relaciones Exteriores.



en Pluma en ristre, 1925











lunes, noviembre 19, 2018

«El liceo y el retén», de Daniel Matamala






En los primeros años de la República, era común en las provincias decir «voy a Chile» cuando se viajaba a Santiago. El Estado chileno tenía una presencia muy débil más allá de Santiago, y era visto como una estructura lejana y ajena a las realidades locales, donde la autoridad en muchas partes seguía siendo el latifundista.

Pero poco a poco, el Estado fue extendiendo sus brazos, con dos instituciones que se volvieron fundamentales en el siglo XX: el liceo y el retén.

El liceo era la promesa de instrucción y progreso. El retén, de seguridad y control. Ambos, junto al servicio militar y la creciente burocracia oficial, fueron cruciales para cimentar la unidad cultural del país y la legitimidad del Estado como autoridad efectiva.

Este proceso, relativamente indoloro en gran parte de Chile, fue, en cambio, traumático en La Araucanía. La invasión de las tierras mapuches durante la «pacificación» fue de la mano con la necesidad de colonizar culturalmente: educación occidental, lengua castellana y, por cierto, represión policial y militar.

Figura clave fue Hernán Trizano, el organizador del Cuerpo de Gendarmes de las Colonias, antecedente directo de Carabineros de Chile. Garante del orden contra el bandidaje según la historia oficial, cruel y despiadado en la memoria mapuche. En 2002, su nombre fue reivindicado por grupos extremos que amenazaban con crear una fuerza paramilitar antimapuche.

El liceo y el retén son también una manera de contar la vida y muerte de Camilo Catrillanca, el joven ultimado de un disparo en la nuca durante un operativo del Comando Jungla de Carabineros.

Camilo fue alumno y dirigente estudiantil en el Liceo Politécnico de Pailahueque. Este era un prometedor proyecto educativo, financiado por Luxemburgo, el País Vasco y empresarios locales, para brindar carreras profesionales en un entorno de educación multicultural. El 80% de los estudiantes era mapuche, provenientes de las empobrecidas áreas rurales de Victoria y Ercilla, precisamente donde se ubica la comunidad de Temucuicui, en la que vivió y murió Catrillanca.

Pero en 2013, el sostenedor anunció el cierre del liceo, en medio de una crisis financiera por malos manejos. Los apoderados se movilizaron para pedir que el Ministerio de Educación se hiciera cargo del colegio. No hubo respuesta. Desde Santiago se miraba con suspicacia la supuesta influencia del grupo rebelde Coordinadora Arauco Malleco en la comunidad educativa. Ante la completa indiferencia del Estado, el Liceo Politécnico de Pailahueque cerró sus puertas.

182 alumnos perdieron su colegio. «Somos una comuna pobre y hubo familias que no pudieron costear el enviar a sus hijos a otros lados. Yo vi muchos compañeros de mi hijo vendiendo verduras con sus padres en la feria, lo único que les quedó como alternativa: ponerse a trabajar», dice en una crónica de Pedro Cayuqueo sobre este tema la exapoderada Gloria Quiñelén, última presidenta del Centro de Padres.

El Estado no daría liceo. Pero sí daría retén.

El edificio fue adquirido por el Estado, pintado de verde y blanco y hoy es la Segunda Comisaría de Fuerzas Especiales, centro de operaciones del Gope y la Sección Aérea de Carabineros en la zona. El edificio del antiguo Liceo Politécnico y su internado, a un costado de la Ruta 5 Sur, ahora es custodiado por alambradas y guardias fuertemente armados. Un letrero advierte de la prohibición de fotografiar las instalaciones.

Al otro lado de las rejas, el llamado Comando Jungla, las tanquetas y los helicópteros, ocupan el espacio que antes tuvieron las pizarras, los pupitres y los talleres.

El lugar en que alguna vez estudió Camilo Catrillanca terminó convertido en la base desde la cual se lanzó el operativo que terminó con su vida.

Los seres humanos entendemos la realidad a través de relatos.

Y el relato que el Estado de Chile ofrece a los jóvenes de Ercilla en Pailahueque, al trocar el liceo en retén, tiene una moraleja demasiado poderosa.






en La Tercera, 18 de noviembre, 2018








Foto original del equipo de Primera línea



















domingo, noviembre 18, 2018

“Los Ermitaños”, de Alberto Cecereu





Cuatro poemas


meditación

lao tzú estaba en lo alto de la colina
dibujando árboles
para sus cuentos y leyendas
componiendo la partitura del canto
de un gallo          el ladrido de un perro

el vino corría por los helechos
y la nieve trepaba hasta las nubes
mientras el bostezo de lao
se extendía por toda la pradera amarilla
y de un verso como si fuera las cosas
todo se concentró en la mirada fugaz
en la sonrisa sutil
de un hombre logrando el silencio
de los sabios azules




la ebriedad de Li Po

ese era el escenario:
si tan sólo todo fuera papel
escribiría las palabras
a través del aleteo de mi mano




ascensión

chang tzú nunca soñó ser mariposa
sino que fueron dibujos en el agua
algunos de un vuelo rápido sobre el ojo     la pupila
otro acaso una exploración de un trueno que nadie vio
una pregunta eterna: una imagen: la luz en éxtasis
un boceto de los ríos en el cielo: la confusión
y ahí estaba chang tzú
con sus alas de madera envueltas por la imaginación
del otoño: la opera de las hojas

chang tzú nunca soñó ser mariposa
sino que su espíritu de nuevo como arrebol
palideció entre los cimbreantes árboles de una caleta
y la armonía cantaba el orgasmo del paisaje
acaso la pintura imaginada en una noche
una pregunta eterna: una imagen: la sombra que atraviesa
la tempestad musical: la muerte de todos los pájaros
todo eso cuando chang tzú
se recostaba esperando la aclamación de una tarde
el ocaso del maestro celeste




madrugada


la flor que mira al levantarse en la madrugada
es verde como el tallo de las drogas
por eso
corren contentos los monos de pelo dorado
y en esas carreras contemplan
el aire que revienta el olor del té de la casa



en Los Ermitaños (Plaquette), 2018



Alberto Cecereu (Valparaíso, 1986). Poeta y profesor. Próximamente (información en afiche adjunto) publicará la plaquette “Los Ermitaños” (Trizadura Ediciones).










sábado, noviembre 17, 2018

"El noveno día en Shu", de Wang Bo

Traducción de Guillermo Dañino






Noveno día del noveno mes, en la alta terraza.
Invitado a mesa ajena, distinta tierra. Un vaso para el huésped.
La nostalgia hace que lamente las amarguras del Sur.*
Una oca salvaje se aproxima por el norte.





en Cien poemas de la Dinastía Tang, 1996










Nota DscnTxt: El tercer verso ha sido modificado. Originalmente decía: "El sentimiento lamenta las amarguras del sur".
















viernes, noviembre 16, 2018

“Mar afuera”, de Julio Ramón Ribeyro





Desde que zarpara la barca, Janampa había pronunciado sólo dos o tres palabras, siempre oscuras, cargadas de reserva, como si se hubiera obstinado en crear un clima de misterio. Sentado frente a Dionisio, hacía una hora que remaba infatigablemente. Ya las fogatas de la orilla habían desaparecido y las barcas de los otros pescadores apenas se divisaban en lontananza, pálidamente iluminadas por sus faroles de aceite. Dionisio trataba en vano de estudiar las facciones de su compañero. Ocupado en desaguar el bote con la pequeña lata, observaba a hurtadillas su rostro que, recibiendo en plena nuca la luz cruda del farol, sólo mostraba una silueta negra e impenetrable. A veces, al ladear ligeramente el semblante, la luz se le escurría por los pómulos sudorosos o por el cuello desnudo y se podía adivinar una faz hosca, decidida, cruelmente poseída de una extraña resolución.

—¿Faltará mucho para amanecer?

Janampa lanzó sólo un gruñido, como si dicho acontecimiento le importara poco y siguió clavando con frenesí los remos en la mar negra.

Dionisio cruzó los brazos y se puso a tiritar. Ya una vez le habia pedido los remos pero el otro rehusó con una blasfemia. Aún no acertaba a explicarse, además, por qué lo había escogido a él, precisamente a él, para que lo acompañara esa madrugada. Es cierto que el Mocho estaba borracho pero había otros pescadores disponibles con quienes Janampa tenía más amistad. Su tono, por otra parte, había sido imperioso. Cogiéndolo del brazo le había dicho:

—Nos hacemos a la mar juntos esta madrugada.
—Y fue imposible negarse. Apenas pudo apretar la cintura de la Prieta y darle un beso entre los dos pechos.
—¡No tardes mucho! —había gritado ella, en la puerta de la barraca, agitando la sartén del pescado.

Fueron los últimos en zarpar. Sin embargo, la ventaja fue pronto recuperada y al cuarto de hora habían sobrepasado a sus compañeros.

—Eres buen remador —dijo Dionisio.
—Cuando me lo propongo —replicó Janampa, disparando una risa sorda.

Más tarde habló otra vez:

—Por acá tengo un banco de arenques. —Tiró al mar un salivazo—. Pero ahora no me interesa. —Y siguió remando mar afuera.

Fue entonces cuando Dionisio empezó a recelar. El mar, además, estaba un poco picado. Las olas venían encrespadas y cada vez que embestían el bote, la proa se elevaba al cielo y Dionisio veía a Janampa y el farol suspendidos contra la Cruz del Sur.

—Yo creo que está bien acá —se había atrevido a sugerir.
—¡Tú no sabes! —replicó Janampa, casi colérico.

Desde entonces, ya tampoco él abrió la boca. Se limitó a desaguar cada vez que era necesario pero observando siempre con recelo al pescador. A veces escrutaba el cielo, con el vivo deseo de verlo desteñirse o lanzaba furtivas miradas hacia atrás, esperando ver el reflejo de alguna barca vecina.

—Bajo esa tabla hay una botella de pisco —dijo de pronto Janampa—. Échate un trago y pásamela.

Dionisio buscó la botella. Estaba a medio consumir y casi con alivio vació gruesos borbotones en su garganta salada.

Janampa soltó por primera vez los remos, con un sonoro suspiro, y se apoderó de la botella. Luego de consumirla la tiró al mar. Dionisio esperó que al fin fuera a desarrollarse una conversación pero Janampa se limitó a cruzar los brazos y quedó silencioso. La barca con sus remos abandonados, quedó a merced de las olas. Viró ligeramente hacia la costa, luego con la resaca se incrustó mar afuera. Hubo un momento en que recibió de flanco una ola espumosa que la inclinó casi hasta el naufragio, pero Janampa no hizo un ademán ni dijo una palabra. Nerviosamente buscó Dionisio en su pantalón un cigarrillo y en el momento de encenderlo aprovechó para mirar a Janampa. Un segundo de luz sobre su cara le mostró unas facciones cerradas, amarradas sobre la boca y dos cavernas oblicuas incendiadas de fiebre en su interior.
Cogió nuevamente la lata y siguió desaguando, pero ahora el pulso le temblaba. Mientras tenía la cabeza hundida entre los brazos, le pareció que Janampa reía con sorna. Luego escuchó el paleteo de los remos y la barca siguió virando hacia alta mar.

Dionisio tuvo entonces la certeza de que las intenciones de Janampa no eran precisamente pescar. Trató de reconstruir la historia de su amistad con él. Se conocieron hacía dos años en una construcción de la cual fueron albañiles. Janampa era un tipo alegre, que trabajaba con gusto pues su fortaleza física hacía divertido lo que para sus compañeros era penoso. Pasaba el día cantando, haciendo bromas o aventándose de los andamios para enamorar a las sirvientas, para quienes era una especie de tarzán o de bestia o de demonio o de semental. Los sábados después de cobrar sus jornales, se subían al techo de la construcción y se jugaban a los dados todo lo que habían ganado.

—Ahora recuerdo —pensó Dionisio. Una tarde le gané al póquer todo su salario.

El cigarrillo se le cayó de las manos, de puro estremecimiento. ¿Se acordaría? Sin embargo, eso no tenía mucha importancia. Él también perdió algunas veces. El tiempo, además, había corrido. Para cerciorarse, aventuró una pregunta.

—¿Sigues jugando a los dados?

Janampa escupió al mar, como cada vez que tenía que dar una respuesta.

—No —dijo y volvió a hundirse en su mutismo. Pero después añadió—: Siempre me ganaban.
Dionisio aspiró fuertemente el aire marino. La respuesta de su compañero lo tranquilizó en parte a pesar de que abría una nueva veta de temores. Además, sobre la línea de la costa, se veía un reflejo rosado. Amanecía, indudablemente.
—¡Bueno! —exclamó Janampa, de repente—. ¡Aquí estamos bien! —Y clavó los remos en la barca. Luego apagó el farol y se movió en su asiento como si buscara algo. Por último se recostó en la proa y comenzó a silbar.
—Echaré la red —sugirió Dionisio, tratando de incorporarse.
—No —replicó Janampa—. No voy a pescar. Ahora quiero descansar. Quiero silbar también... —Y sus silbidos viajaban hacia la costa, detrás de los patillos que comenzaban a desfilar graznando—. ¿Te acuerdas de esto? —preguntó, interrumpiéndose.

Dionisio tarareó mentalmente la melodía que su compañero insinuaba. Trató de asociarla con algo. Janampa, como si quisiera ayudarlo, prosiguió sus silbos, comunicándole vibraciones inauditas, sacudido todo él de música, como la cuerda de una guitarra. Vio, entonces, un corralón inundado de botellas y de valses. Era un cambio de aros. No podía olvidarlo pues en aquella ocasión conoció a la Prieta. La fiesta duró hasta la madrugada. Después de tomar el caldo se retiró hacia el acantilado, abrazando a la Prieta por la cintura. Hacía más de un año. Esa melodía, como el sabor de la sidra, le recordaba siempre aquella noche.

—¿Tú fuiste? —preguntó, como si hubiera estado pensando en viva voz.
—Estuve toda la noche —replicó Janampa.

Dionisio trató de ubicarlo. ¡Había tanta gente! Además, ¿qué importancia tendría recordarlo?

—Luego caminé hasta el acantilado —añadió Janampa y rió, rió para adentro, como si se hubiera tragado algunas palabras picantes y se gozara en su secreto.

Dionisio miró hacia ambos lados. No, no se avecinaba ninguna barca. Un repentino desasosiego lo invadió. Recién lo asaltaba la sospecha. Aquella noche de la fiesta Janampa también conoció a la Prieta. Vio claramente al pescador cuando le oprimía la mano bajo el cordón de sábanas flotantes.

—Me llamo Janampa —dijo (estaba un poco mareado)—. Pero en todo el barrio me conocen por «el buenmozo zambo Janampa». Trabajo de pescador y soy soltero.

Él, minutos antes, le había dicho también a la Prieta:

—Me gustas. ¿Es la primera vez que vienes aquí? No te había visto antes.

La Prieta era una mujer corrida, maliciosa y con buen ojo para los rufianes. Vio detrás de todo el aparato de Janampa a un donjuán de barriada vanidoso y violento.

—¿Soltero? —le replicó—. ¡Por allí andan diciendo que tiene usted tres mujeres! —Y tirando del brazo de Dionisio, se lanzaron a cabalgar una polca.
—Te has acordado, ¿verdad? —exclamó Janampa—. ¡Aquella noche me emborraché! ¡Me emborraché como un caballo! No pude tomar el caldo... Pero al amanecer caminé hasta el acantilado.

Dionisio se limpió con el antebrazo un sudor frío. Hubiera querido aclarar las cosas. Decirle para qué lo había seguido aquella vez y qué cosa era lo que ahora pretendía. Pero tenía en la cabeza un nudo. Recordó atropelladamente otras cosas. Recordó, por ejemplo, que cuando se instaló en la playa para trabajar en la barca de Pascual, se encontró con Janampa, que hacía algunos meses que se dedicaba a la pesca.

—¡Nos volveremos a encontrar! —había dicho el pescador y, mirando a la Prieta con los ojos oblicuos, añadió—: Tal vez juguemos de nuevo como en la construcción. Puedo recuperar lo perdido.

Él, entonces, no comprendió. Creyó que hablaba del póquer. Recién ahora parecía coger todo el sentido de la frase que, viniendo desde atrás, lo golpeó como una pedrada.

—¿Qué cosa me querías decir con eso del póquer? —preguntó animándose de un súbito coraje—. ¿Acaso te referías a ella?
—No sé lo que dices —replicó Janampa y, al ver que Dionisio se agitaba de impaciencia, preguntó—: ¿Estás nervioso?

Dionisio sintió una opresión en la garganta. Tal vez era el frío o el hambre. La mañana se había abierto como un abanico. La Prieta le había preguntado una noche, después que se cobijaron en la orilla:

—¿Conoces tú a Janampa? Vigílalo bien. A veces me da miedo. Me mira de una manera rara.
—¿Estás nervioso? —repitió Janampa—. ¿Por qué? Yo sólo he querido dar un paseo. He querido hacer un poco de ejercicio. De vez en cuando cae bien. Se toma el fresco...

La costa estaba aún muy lejos y era imposible llegar a nado. Dionisio pensó que no valía la pena echarse al agua. Además, ¿para qué? Janampa —ya caían gotas de mañana en su cara— estaba quieto, con las manos aferradas a los remos inmóviles.

—¿Lo has visto? —volvió a preguntar la Prieta una noche—. Siempre ronda por acá cuando nos acostamos.
—¡Son ideas tuyas! —Entonces estaba ciego—. Lo conozco hace tiempo. Es charlatán pero tranquilo.
—Ustedes se acostaban temprano... —empezó Janampa— y no apagaban el farol hasta la medianoche.
—Cuando se duerme con una mujer como la Prieta... —replicó Dionisio y se dio cuenta que estaban hollando el terreno temido y que ya sería inútil andar con subterfugios.
—A veces las apariencias engañan —continuó Janampa— y las monedas son falsas.
—Pues te juro que la mía es de buena ley.
—¡De buena ley! —exclamó Janampa y lanzó una risotada.

Luego cogió la red por un extremo y de reojo observó a Dionisio, que miraba hacia atrás.

—No busques a los otros botes —dijo—. Han quedado muy lejos. ¡Janampa los ha dejado botados! —Y sacando un cuchillo, comenzó a cortar unas cuerdas que colgaban de la red.
—¿Y sigue rondando? —preguntó tiempo después a la Prieta.
—No —dijo ella—. Ahora anda tras la sobrina de Pascual.

A él, sin embargo, no le pareció esto más que una treta para disimular. De noche sentía rodar piedras cerca de la barraca y al aguaitar a través de la cortina, vio a Janampa varias veces caminando por la orilla.

—¿Acaso buscabas erizos por la noche? —preguntó Dionisio.

Janampa cortó el último nudo y miró hacia la costa.

—¡Amanece! —dijo señalando el cielo. Luego de una pausa, añadió—: No; no buscaba nada. Tenía malos pensamientos, eso es todo. Pasé muchas noches sin dormir, pensando... Ya, sin embargo, todo se ha arreglado...

Dionisio lo miró a los ojos. Al fin podía verlos, cavados simétricamente sobre los pómulos duros. Parecían ojos de pescado o de lobo. «Janampa tiene ojos de máscara», había dicho una vez la Prieta. Esa mañana, antes de embarcarse, también los había visto. Cuando forcejeaba con la Prieta a la orilla de la barraca, algo lo había molestado. Mirando a su alrededor, sin soltar las adorables trenzas, divisó a Janampa apoyado en su barca, con los brazos cruzados sobre el pecho y la peluca rebelde salpicada de espuma. La fogata vecina le esparcía brochazos de luz amarilla y los ojos oblicuos lo miraban desde lejos con una mirada fastidiosa que era casi como una mano tercamente apoyada en él.

—Janampa nos mira —dijo entonces a la Prieta.
—¡Qué importa! —replicó ella, golpeándole los lomos—. ¡Que mire todo lo que quiera! —Y prendiéndose de su cuello, lo hizo rodar sobre las piedras. En medio de la amorosa lucha, vio aún los ojos de Janampa y los vio aproximarse decididamente.

Cuando lo tomó del brazo y le dijo: «Nos hacemos a la mar esta madrugada», él no pudo rehusar. Apenas tuvo tiempo de besar a la Prieta entre los dos pechos.

—¡No tardes mucho! —había gritado ella, agitando la sartén del pescado.

¿Había temblado su voz? Recién ahora parecía notarlo. Su grito fue como una advertencia. ¿Por qué no se acogió a ella? Sin embargo, tal vez se podía hacer algo. Podría ponerse de rodillas, por ejemplo. Podría pactar una tregua. Podría, en todo caso, luchar... Elevando la cara, donde el miedo y la fatiga habían clavado ya sus zarpas, se encontró con el rostro curtido, inmutable, luminoso de Janampa. El sol naciente le ponía en la melena como una aureola de luz. Dionisio vio en ese detalle una coronación anticipada, una señal de triunfo. Bajando la cabeza, pensó que el azar lo había traicionado, que ya todo estaba perdido. Cuando sobre la construcción, a la hora del juego, le tocaba una mala mano, se retiraba sin protestar, diciendo: «Paso, no hay nada que hacer»...

—Ya me tienes aquí... —murmuró y quiso añadir algo más, hacer alguna broma cruel que le permitiera vivir esos momentos con alguna dignidad. Pero sólo balbuceó—: No hay nada que hacer...

Janampa se incorporó. Sucio de sudor y de sal, parecía un monstruo marino.

—Ahora echarás la red desde la popa —dijo y se la alcanzó.

Dionisio la tomó y, dándole la espalda a su rival, se echó sobre la popa. La red se fue extendiendo pesadamente en el mar. El trabajo era lento y penoso. Dionisio, recostado sobre el borde, pensaba en la costa que se hallaba muy lejos, en las barracas, en las fogatas, en las mujeres que se desperezaban, en la Prieta que rehacía sus trenzas... Todo aquello se hallaba lejos, muy lejos; era imposible llegar a nado...

—¿Ya está bien? —preguntó sin volverse, extendiendo más la red.
—Todavía no —replicó Janampa a sus espaldas.

Dionisio hundió los brazos en el mar hasta los codos y sin apartar la mirada de la costa brumosa, dominado por una tristeza anónima que diríase no le pertenecía, quedó esperando resignadamente la hora de la puñalada.



París, 1954