miércoles, febrero 29, 2012

“Siberianos”, de Roberto Contreras







Los Siberianos vadean los límites de lo extraño
Caminan cual Hombre de las Nieves
hacia Rosita Renard o Las Chacarillas
Pasajes donde deben entrar de espaldas simulando
que van saliendo.

Bendita tierra de nadie
Vértice de fríos ajustes de cuentas
Impenetrables calles para cobardes y novatos,
donde tantos peregrinos sacrificaron las mejores mentes de
una generación ya devastada.
Incapaces de reconstruir primero sus vidas
Ni hablar del País en Llamas.

Hijos del Jeti recorren sonámbulos el Barrio Chino con sus
ojos inyectados
portando como toda arma malas traducciones de Rimbaud
Jarry
Artaud
y el viejo Hank.
Jóvenes envejecidos.
Hombres de ninguna parte
entre el humo de las balas y el de sus propios sacrificios.



en Siberia, 2007








martes, febrero 28, 2012

"Identidad fortuita: Raúl Ruiz", de Luis Poirot





Con Raúl Ruiz nos conocemos desde la Escuela de Teatro y somos de la misma edad, quizás yo un mes mayor. En el ‘73 casi hicimos una película en la yo era coguionista y coproductor. Se filmaron las primeras escenas con el camarógrafo Miller, hoy uno de los detenidos-desparecidos. Irónicamente el primer día de rodaje estaba programado para el 11 de septiembre. Luego nos reencontramos en París y por las noches después de compartir un plato de tallarines con otros exilados, escuchábamos fantásticos relatos que brotaban de su imaginación sin fin. Recuerdo una larga novela oral de una supuesta gira del actor Alejandro Flores por el sur de Chile. Filmamos Diálogos de exilados.

Así nos hemos ido reencontrando a lo largo de este tiempo. Esta última foto del libro y también la última cronológicamente es de fines de enero de 2011. La tomamos en mi pequeño taller de calle Huelén a una cuadra de la casa de sus padres, donde vive cuando pasa por Santiago. Hacía calor esa tarde y pude darme cuenta del esfuerzo que hacía en recorrer ese par de cuadras, luego de sus percances de salud. Lucía con coquetería un hermoso sombrero de panamá que dejé a un lado para la foto. Nuestra conversación transcurrió torrencialmente mientras comparábamos nuestros respectivos achaques, en un diálogo de viejos castigados por el tiempo. Con satisfacción afirmó que me ganaba y me rendí ante una enumeración que aún sospecho fantasiosa.

El retrato es duro y el lo sabía. Mi búsqueda era ese paso del tiempo y la cercanía de la muerte que lo había visitado, como a mí hace diez años. Como en pocas ocasiones he sentido que un retrato es siempre el autorretrato del fotógrafo.







2011







lunes, febrero 27, 2012

“Melancolía artificial”, de Roberto Merino






Tres poemas




Abmaterialización (o ubicuidad)

La calle muda en ruido de señales.
No hay dominio, deslinde, regresión.
No morirás de noche, ya mañana
está cerca, chamusca tus pestañas
y se cuela otra vez por la persiana.
Poco agua trae, son los mismos días
los que se llevan, exiguos y cesantes,
lo que en ti hiciste arder y te fue caro.
Yo persigo mis pasos en tus huellas.
Yo estoy libre sin ti, mi semejante.
Compartimos un rostro atrabiliario
en distintos espejos y distantes
los finales nos tañen separados.
Para que vivas quemo este poema.




Melancolía artificial

Es probable que sólo haya venido
para que pase el amor entre estas páginas
(una palabra en un idioma extraño).
Ese esplendor tardío y tan usado
en su efímera pose, ya distante
de la esfera que alumbra sus propósitos.
No lejos de los bosques prohibidos
el mar nocturno hiende sus orillas.
Pensar en esos límites ahora
demasiado rekmotos, los que eran
antes de ayer el punto de partida.
La estrella solitaria, la luz fría
que vela al acercarse lo que llama
(amanecer, vivir, otras palabras).




El bosque 151

Donde hubo fuego queda la realidad.
A partir de eso el mundo se me vela
(en la pieza vacía no hay cabida).
¿Interrogar, torturar ese fantasma,
la sábana de la que ha desertado?
La única hermosa, la única mirada,
ciega a mis ojos no mira lo que alumbra
(un cuerpo sin luz propia desvelado).
No busque entonces en el jardín nocturno
otra prueba del tiempo detenida:
habrá de sobra lluvia y corrupción
y una luz de mañana que nos niegue.
Por último saber que estas palabras
no alteraron el ruido ni el silencio.




en Melancolía artificial, 2009
(1ª edición, 1997)










domingo, febrero 26, 2012

"La Divina Comedia. Canto VI del Infierno", de Dante Alighieri

Versión de Juan Carlos Villavicencio





Al recobrar el sentido que perdiera
ante la piedad por los dos amantes,
que todo de tristeza me turbara,

nuevos tormentos y nuevos condenados
veo a mi alrededor, donde yo anduviera
y donde me volviese y ya mirase.

Estoy en el tercer círculo, el de la lluvia
eterna, maldita, fría y densa:
su cualidad y porfía jamás cambian.

Grueso granizo y agua sucia y nieve
por el aire tenebroso descendiendo;
hiede la tierra cuando recibe esto.

El Cerbero, monstruosa fiera y cruel,
ladra como perro de tres fauces
sobre la gente que aquí está inmersa.

De ojos rojos, mugrienta y negra barba,
de vientre obeso y manos armadas de uñas:
muerde a las almas, desgarra y hiere.

Las hace aullar la lluvia como a perros,
de un lado hacen al otro su resguardo,
los míseros profanos se revuelven.

Al advertirnos Cerbero, el gran gusano,
abrió la boca y nos mostró los dientes,
miembro suyo alguno estaba quieto.

Y mi guía extendió sus manos cautelosas,
cogió tierra y a puñados arrojó
dentro de las espumosas fauces del Cerbero.

Como hace el perro que la ansiedad ladra,
y se apacigua tras mordiendo el pasto,
que ya sólo atiende a devorar,

se cerraron las impuras bocas
del demonio Cerbero, que así perturban
tal las almas, que quisieran verse sordas.

Íbamos sobre sombras ateridas
por la intensa lluvia, puestas las huellas
sobre sus fantasmas que parecen cuerpos.

Yacían en el suelo todas ellas,
salvo una, que se alzó a sentarse presta
y pudo mirarnos pasar por frente.

«Oh tú que a este infierno te han traído
reconóceme si puedes –me dijo–:
antes fuiste hecho tú que yo deshecho.»

«La angustia que tú sientes –yo le dije–
tal vez te haya sacado de mi mente
y así creo yo que jamás te he visto.

Pero dime quién seas que en tan doliente
lugar te han puesto y en tanta pena
que si hay más grandes no serán tan tristes».

Y aquél a mí: «Tu ciudad, que llena es
de envidia que ya desborda el saco,
en sí me tuvo en una vida más serena.

Sus ciudadanos Ciacco me llamaron;
por culpa de la gula que hace daño,
me arrastro en la lluvia como estás viendo,

Pero yo, alma triste, no me encuentro sola,
que todas éstas se hallan en igual suplicio
por semejante culpa», y fin dio a su palabra.

Y yo repuse: «Ciacco, tu castigo
tanto me duele que a llorar me incita,
pero dime, si sabes, el destino

de todo aquel habitando la ciudad partida,
si alguno es justo; y dime los motivos
por la que tanta discordia la ha asolado».

Y él a mí: «Después de largas disensiones
ha de correr sangre, y el salvaje bando
al otro arrojará con gran prejuicio;

pero después convendrá que éste caiga
de aquí a tres soles y el otro ascienda
con la fuerza de aquel que tanto alaban.

Largo tiempo tendrá la frente erguida,
teniendo a la otra bajo gran peso,
por más que se avergüence y ahora llore.

Hay dos justos, pero nadie se detiene en ellos;
son envidia, soberbia y avaricia
las tres antorchas que arden en los pechos».

Dio aquí fin al lagrimoso presagio.
Y yo le dije: «Aún te pido que me ilustres,
y que me hagas merced de más palabras;

Farinatta y Tegghiaio, los dos tan dignos
Jacobo Rusticucci, Arrigo, el Mosca,
y los otros que atendieron a obrar bien,

dime en qué sitio están y hazme saber,
pues me apremia aquel deseo, si el cielo
los endulza, o el infierno los amarga».

Y dijo: «Están entre las más perversas almas;
culpas varias a fondo los arrojan;
los podrás ver si sigues más abajo.
Pero cuando hayas vuelto al mundo hermoso,
te pido que renueves mi recuerdo;
más no te digo y más no te respondo».

Entonces desvió sus ojos fijos,
me miró un poco y agachó el rostro;
y a la par cayó entre los otros ciegos.

«Ya no se levanta –mi guía hablara–
de aquí hasta que suene la trompeta angélica,
ya la autoridad enemiga viniera.

Su triste tumba volverá uno a ver,
recobrarán su carne y su apariencia,
y oirán aquello que resuena siempre».

Y cruzamos por aquella sucia mezcla
de sombras y de lluvia a paso lento,
tratando de hablar sobre la vida futura.

Y yo le dije: «Maestro, estos tormentos
¿crecerán tras la gran sentencia,
serán menores o tan brutales?»

Y aquél contestó: «Recuerda lo que sabes:
pues cuanto más perfecta es una cosa
más siente el bien, y así también el dolor.

Y por más que esta gente maldita
la verdadera perfección no encuentre,
de allá más que de acá espera serlo».

Recorrimos el cerco condenado,
hablando de otras cosas que no digo;
y descendiendo a aquel sitio en aquel punto
hasta hallar a Plutón, el enemigo.







1304




Grabado de Gustave Doré





sábado, febrero 25, 2012

“Tres rosas amarillas”, de Raymond Carver







Chejov. La noche del 22 de marzo de 1897, en Moscú, salió a cenar con su amigo y confidente Alexei Suvorin. Suvorin, editor y magnate de la prensa, era un reaccionario, un self-made man cuyo padre había sido soldado raso en Borodino. Al igual que Chejov, era nieto de un siervo. Tenían eso en común: sangre campesina en las venas. Pero tanto política como temperalmente se hallaban en las antípodas. Suvorin, sin embargo, era uno de los escasos íntimos de Chejov, y Chejov gustaba de su compañía.

Naturalmente, fueron al mejor restaurante de la ciudad, un antiguo palacete llamado L´Ermitage (establecimiento en el que los comensales podían tardar horas —la mitad de la noche incluso— en dar cuenta de una cena de diez platos en la que, como es de rigor, no faltaban los vinos, los licores y el café). Chejov iba, como de costumbre, impecablemente vestido: traje oscuro con chaleco. Llevaba, como no, sus eternos quevedos. Aquella noche tenía un aspecto muy similar al de sus fotografías de ese tiempo. Estaba relajado, jovial. Estrechó la mano del maître, y echó una ojeada al vasto comedor. Las recargadas arañas anegaban la sala de un vivo fulgor. Elegantes hombres y mujeres ocupaban las mesas. Los camareros iban y venían sin cesar. Acababa de sentarse a la mesa, frente a Suvorin, cuando repentinamente, sin el menor aviso previo, empezó a brotarle sangre de la boca. Suvorin y dos camareros lo acompañaron al cuarto de baño y trataron de detener la hemorragia con bolsas de hielo. Suvorin lo llevó luego a su hotel, e hizo que le prepararan una cama en uno de los cuartos de su suite. Más tarde, después de una segunda hemorragia, Chejov se avino a ser trasladado a una clínica especializada en el tratamiento de la tuberculosis y afecciones respiratorias afines. Cuando Suvorin fue a visitarlo días después, Chejov se disculpó por el “escándalo” del restaurante tres noches atrás, pero siguió insistiendo en que su estado no era grave. «Reía y bromeaba como de costumbre —escribe Suvorin en su diario—, mientras escupía sangre en un aguamanil».

Maria Chejov, su hermana menor, fue a visitarlo a la clínica los últimos días de marzo. Hacía un tiempo de perros; una tormenta de aguanieve se abatía sobre Moscú, y las calles estaban llenas de montículos de nieve apelmazada. Maria consiguió a duras penas parar un coche de punto que la llevase al hospital. Y llegó llena de temor y de inquietud.

«Antón Pavlovich yacía boca arriba —escribe Maria en sus memorias—. No le permitían hablar. Después de saludarle, fui hasta la mesa a fin de ocultar mis emociones». Sobre ella, entre botellas de champaña, tarros de caviar y ramos de flores enviados por amigos deseosos de su restablecimiento, Maria vio algo que la aterrorizó: un dibujo hecho a mano —obra de un especialista, era evidente— de los pulmones de Chejov. (Era de este tipo de bosquejos que los médicos suelen trazar para que los pacientes puedan ver en qué consiste su dolencia.) El contorno de los pulmones era azul, pero sus mitades superiores estaban coloreadas de rojo. «Me di cuenta de que eran ésas las zonas enfermas», escribe Maria.

También Leon Tolstoi fue una vez a visitarlo. El personal del hospital mostró un temor reverente al verse en presencia del más eximio escritor del país. (¿El hombre más famoso de Rusia?) Pese a estar prohibidas las visitas de toda persona ajena el «núcleo de los allegados», ¿cómo no permitir que viera a Chejov? Las enfermeras y médicos internos, en extremo obsequiosos, hicieron pasar al barbudo anciano de aire fiero al cuarto de Chejov. Tolstoi, pese al bajo concepto que tenía del Chejov autor de teatro («¿Adónde le llevan sus personajes? —le preguntó a Chejov en cierta ocasión—. Del diván al trastero, y del trastero al diván»), apreciaba sus narraciones cortas. Además —y tan sencillo como eso—, lo amaba como persona. Había dicho a Gorki: «Qué bello, qué espléndido ser humano. Humilde y apacible como una jovencita. Incluso anda como una jovencita. Es sencillamente maravilloso.» Y escribió en su diario (todo el mundo llevaba un diario o dietario en aquel tiempo): «Estoy contento de amar... a Chejov».

Tolstoi se quitó la bufanda de lana y el abrigo de piel de oso y se dejó caer en una silla junto a la cama de Chejov. Poco importaba que el enfermo estuviera bajo medicación y tuviera prohibido hablar, y más aún mantener una conversación. Chejov hubo de escuchar, lleno de asombro, cómo el conde disertaba acerca de sus teorías sobre la inmortalidad del alma. Recordando aquella visita, Chejov escribiría más tarde: «Tolstoi piensa que todos los seres (tanto humanos como animales) seguiremos viviendo en un principio (razón, amor...) cuya esencia y fines son algo arcano para nosotros... De nada me sirve tal inmortalidad. No la entiendo, y Lev Nikolaievich se asombraba de que no pudiera entenderla».

A Chejov, no obstante, le produjo una honda impresión el solícito gesto de aquella visita. Pero, a diferencia de Tolstoi, Chejov no creía, jamás había creído, en una vida futura. No creía en nada que no pudiera percibirse a través de cuando menos uno de los cinco sentidos. En consonancia con su concepción de la vida y la escritura, carecía —según confesó en cierta ocasión— de «una visión del mundo filosófica, religiosa o política. Cambia todos los meses, así que tendré que conformarme con describir la forma en que mis personajes aman, se desposan, procrean y mueren. Y cómo hablan».

Unos años atrás, antes de que le diagnosticaran la tuberculosis, Chejov había observado: «Cuando un campesino es víctima de la consunción, se dice a sí mismo: “No puedo hacer nada, Me iré en la primavera, con el deshielo.”» (El propio Chejov moriría en verano, durante una ola de calor.) Pero, una vez diagnosticada su afección, Chejov trató siempre de minimizar la gravedad de su estado. Al parecer estuvo persuadido hasta el final de que lograría superar su enfermedad del mismo modo que se supera un catarro persistente. Incluso en sus últimos días parecía poseer la firme convicción de que seguía existiendo una posibilidad de mejoría. De hecho, en una carta escrita poco antes de su muerte, llegó a decirle a su hermana que estaba «engordando», y que se sentía mucho mejor desde que estaba en Badenweiler.

Badenweiler era un pequeño balneario y centro de recreo situado en la zona occidental de la Selva Negra, no lejos de Basilea. Se divisaban los Vosgos casi desde cualquier punto de la ciudad, y en aquellos días el aire era puro y tonificador. Los rusos eran asiduos de sus baños termales y de sus apacibles bulevares. En el mes de junio de 1904 Chejov llegaría a Badenweiler para morir.

A principios de aquel mismo mes había soportado un penoso viaje en tren de Moscú a Berlín. Viajó con su mujer, la actriz Olga Knipper, a quien había conocido en 1898 durante los ensayos de La gaviota. Sus contemporáneos la describen como una excelente actriz. Era una mujer de talento, físicamente agraciada y casi diez años más joven que el dramaturgo. Chejov se había sentido atraído por ella de inmediato, pero era lento de acción en materia amorosa. Prefirió, como era habitual en él, el flirteo al matrimonio. Al cabo, sin embargo, de tres años de un idilio lleno de separaciones, cartas e inevitables malentendidos, contrajeron matrimonio en Moscú, el 25 de mayo de 1901, en la más estricta intimidad. Chejov se sentía enormemente feliz. La llamaba «mi poney», y a veces «mi perrito» o «mi cachorro». También le gustaba llamarla «mi pavita» o sencillamente «mi alegría».

En Berlín Chejov había consultado a un reputado especialista en afecciones pulmonares, el doctor Karl Ewald. Pero, según un testigo presente en la entrevista, el doctor Ewald, tras examinar a su paciente, alzó las manos al cielo y salió a la sala sin pronunciar una palabra. Chejov se hallaba más allá de toda posibilidad de tratamiento, y el doctor Ewald se sentía furioso consigo mismo por no poder obrar milagros y con Chejov por haber llegado a aquel estado.

Un periodista ruso, tras visitar a los Chejov en su hotel, envió a su redactor jefe el siguiente despacho: «Los días de Chejov están contados. Parece mortalmente enfermo, está terriblemente delgado, tose continuamente, le falta el resuello al más leve movimiento, su fiebre es alta.» El mismo periodista había visto al matrimonio Chejov en la estación de Potsdam, cuando se disponían a tomar el tren para Badenweiler. «Chejov —escribe— subía a duras penas la pequeña escalera de la estación. Hubo de sentarse durante varios minutos para recobrar el aliento.» De hecho, a Chejov le resultaba doloroso incluso moverse: le dolían constantemente las piernas, y tenía también dolores en el vientre. La enfermedad le había invadido los intestinos y la médula espinal. En aquel instante le quedaba menos de un mes de vida. Cuando hablaba de su estado, sin embargo —según Olga—, lo hacía con «una casi irreflexiva indiferencia».

El doctor Schwöhrer era uno de los muchos médicos de Badenweiler que se ganaba cómodamente la vida tratando a una clientela acaudalada que acudía al balneario en busca de alivio a sus dolencias. Algunos de sus pacientes eran enfermos y gente de salud precaria, otros simplemente viejos o hipocondríacos. Pero Chejov era un caso muy especial: un enfermo desahuciado en fase terminal. Y un personaje muy famoso. El doctor Schwöhrer conocía su nombre: había leído algunas de sus narraciones cortas en una revista alemana. Durante el primer examen médico, a primeros de junio, el doctor Schwöhrer le expresó la admiración que sentía por su obra, pero se reservó para sí mismo el juicio clínico. Se limitó a prescribirle una dieta de cacao, harina de avena con mantequilla fundida y té de fresa. El té de fresa ayudaría al paciente a conciliar el sueño.

El 13 de junio, menos de tres semanas antes de su muerte, Chejov escribió a su madre diciéndole que su salud mejoraba: «Es probable que esté completamente curado dentro de una semana» ¿Qué podía empujarle a decir eso? ¿Qué es lo que pensaba realmente en su fuero interno? También él era médico, y no podía ignorar la gravedad de su estado. Se estaba muriendo: algo tan simple e inevitable como eso. Sin embargo, se sentaba en el balcón de su habitación y leía guías de ferrocarril. Pedía información sobre las fechas de partida de barcos que zarpaban de Marsella rumbo a Odessa. Pero sabía. Era la fase terminal: no podía no saberlo. En una de las últimas cartas que habría de escribir, sin embargo, decía a su hermana que cada día se encontraba más fuerte.

Hacía mucho tiempo que había perdido todo afán de trabajo literario. De hecho, el año anterior había estado casi a punto de dejar inconclusa El jardín de los cerezos. Esa obra teatral le había supuesto el mayor esfuerzo de su vida. Cuando la estaba terminando apenas lograba escribir seis o siete líneas diarias. «Empiezo a desanimarme —escribió a Olga—. Siento que estoy acabado como escritor. Cada frase que escribo me parece carente de valor, inútil por completo.» Pero siguió escribiendo. Terminó la obra en octubre de 1903. Fue lo último que escribiría en su vida, si se exceptúan las cartas y unas cuantas anotaciones en su libreta.

El 2 de julio de 1904, poco después de medianoche, Olga mandó llamar al doctor Schwöhrer. Se trataba de una emergencia: Chejov deliraba. El azar quiso que en la habitación contigua se alojaran dos jóvenes rusos que estaban de vacaciones. Olga corrió hasta su puerta a explicar lo que pasaba. Uno de ellos dormía, pero el otro, que aún seguía despierto fumando y leyendo, salió precipitadamente del hotel en busca del doctor Schwöhrer. «Aún puedo oír el sonido de la grava bajo sus zapatos en el silencio de aquella sofocante noche de julio», escribiría Olga en sus memorias. Chejov tenía alucinaciones: hablaba de marinos, e intercalaba retazos inconexos de algo relacionado con los japoneses. «No debe ponerse hielo en un estómago vacío», dijo cuando su mujer trató de ponerle una bolsa de hielo sobre el pecho.

El doctor Schwöhrer llegó y abrió su maletín sin quitar la mirada de Chejov, que jadeaba en la cama. Las pupilas del enfermo estaban dilatadas, y le brillaban las sienes a causa del sudor. El semblante del doctor Schwöhrer se mantenía inexpresivo, pues no era un hombre emotivo, pero sabía que el fin del escritor estaba próximo. Sin embargo, era médico, debía hacer —lo obligaba a ello un juramento— todo lo humanamente posible, y Chejov, si bien muy débilmente, todavía se aferraba a la vida. El doctor Schwöhrer preparó una jeringuilla y una aguja y le puso una inyección de alcanfor destinada a estimular su corazón. Pero la inyección no surtió ningún efecto (nada, obviamente, habría surtido efecto alguno). El doctor Schwöhrer, sin embargo, hizo saber a Olga su intención de que trajeran oxígeno. Chejov, de pronto, pareció reanimarse. Recobró la lucidez y dijo quedamente: «¿Para qué? Antes de que llegue seré un cadáver».

El doctor Schwöhrer se atusó el gran mostacho y se quedó mirando a Chejov, que tenía las mejillas hundidas y grisáceas, y la tez cérea. Su respiración era áspera y ronca. El doctor Schwöhrer supo que apenas le quedaban unos minutos de vida. Sin pronunciar una palabra, sin consultar siquiera con Olga, fue hasta el pequeño hueco donde estaba el teléfono mural. Leyó las instrucciones de uso. Si mantenía apretado un botón y daba vueltas a la manivela contigua el aparato, se pondría en comunicación con los bajos del hotel, donde se hallaban las cocinas. Cogió el auricular, se lo llevó al oído y siguió una a una las instrucciones. Cuando por fin le contestaron, pidió que subieran una botella del mejor champaña que hubiera en la casa. «¿Cuántas copas?», preguntó el empleado. «¡Tres copas!», gritó el médico en el micrófono. «Y dése prisa, ¿me oye?». Fue uno de esos excepcionales momentos de inspiración que luego tienden a olvidarse fácilmente, pues la acción es tan apropiada al instante que parece inevitable.

Trajo el champaña un joven rubio, con aspecto de cansado y el pelo desordenado y en punta. Llevaba el pantalón del uniforme lleno de arrugas, sin el menor asomo de raya, y en su precipitación se había atado un botón de la casaca en una presilla equivocada. Su apariencia era la de alguien que se estaba tomando un descanso (hundido en un sillón, pongamos, dormitando) cuando de pronto, a primeras horas de la madrugada, ha oído sonar al aire, a lo lejos —santo cielo—, el sonido estridente del teléfono, e instantes después se ha visto sacudido por un superior y enviado con una botella de Moët a la habitación 211. «¡Y date prisa, ¿me oyes?!».

El joven entró en la habitación con una bandeja de plata con el champaña dentro de un cubo de plata lleno de hielo y tres copas de cristal tallado. Habilitó un espacio en la mesa y dejó el cubo y las tres copas. Mientras lo hacía estiraba el cuello para tratar de atisbar la otra pieza, donde alguien jadeaba con violencia. Era un sonido desgarrador, pavoroso, y el joven se volvió y bajó la cabeza hasta hundir la barbilla en el cuello. Los jadeos se hicieron más desaforados y roncos. El joven, sin percatarse de que se estaba demorando, se quedó unos instantes mirando la ciudad anochecida a través de la ventana. Entonces advirtió que el imponente caballero del tupido mostacho le estaba metiendo unas monedas en la mano (una gran propina, a juzgar por el tacto), y al instante siguiente vio ante sí la puerta abierta del cuarto. Dio unos pasos hacia el exterior y se encontró con el descansillo, donde abrió la mano y miró las monedas con asombro.

De forma metódica, como solía hacerlo todo, el doctor Schwöhrer se aprestó a la tarea de descorchar la botella de champaña. Lo hizo cuidando de atenuar al máximo la explosión festiva. Sirvió luego las tres copas y, con gesto maquinal debido a la costumbre, metió el corcho a presión en el cuello de la botella. Luego llevó las tres copas hasta la cabecera del moribundo. Olga soltó momentáneamente la mano de Chejov (una mano, escribiría más tarde, que le quemaba los dedos). Colocó otra almohada bajo su nuca. Luego le puso la fría copa de champaña contra la palma, y se aseguró de que sus dedos se cerraran en torno al pie de la copa. Los tres intercambiaron miradas: Chejov, Olga, el doctor Schwöhrer. No hicieron chocar las copas. No hubo brindis. ¿En honor de qué diablos iban a brindar? ¿De la muerte? Chejov hizo acopio de las fuerzas que le quedaban y dijo: «Hacía tanto tiempo que no bebía champaña...» Se llevó la copa a los labios y bebió. Uno o dos minutos después Olga le retiró la copa vacía de la mano y la dejó encima de la mesilla de noche. Chejov se dio la vuelta en la cama y se quedó tendido de lado. Cerró los ojos y suspiró. Un minuto después dejó de respirar.

El doctor Schwöhrer cogió la mano de Chejov, que descansaba sobre la sábana. Le tomó la muñeca entre los dedos y sacó un reloj de oro del bolsillo del chaleco, y mientras lo hacía abrió la tapa. El segundero se movía despacio, muy despacio. Dejó que diera tres vueltas alrededor de la esfera a la espera del menor indicio de pulso. Eran las tres de la madrugada, y en la habitación hacía un bochorno sofocante. Badenweiler estaba padeciendo la peor ola de calor conocida en muchos años. Las ventanas de ambas piezas permanecían abiertas, pero no había el menor rastro de brisa. Una enorme mariposa nocturna de alas negras surcó el aire y fue a chocar con fuerza contra la lámpara eléctrica. El doctor Schwöhrer soltó la muñeca de Chejov. «Ha muerto», dijo. Cerró el reloj y volvió a metérselo en el bolsillo del chaleco.

Olga, al instante, se secó las lágrimas y comenzó a sosegarse. Dio las gracias al médico por haber acudido a su llamada. El le preguntó si deseaba algún sedante, láudano, quizá, o unas gotas de valeriana. Olga negó con la cabeza. Pero quería pedirle algo: antes de que las autoridades fueran informadas y los periódicos conocieran el luctuoso desenlace, antes de que Chejov dejara para siempre de estar a su cuidado, quería quedarse a solas con él un largo rato. ¿Podía el doctor Schwöhrer ayudarla? ¿Mantendría en secreto, durante apenas unas horas, la noticia de aquel óbito?

El doctor Schwöhrer se acarició el mostacho con un dedo. ¿Por qué no? ¿Qué podía importar, después de todo, que el suceso se hiciera público unas horas más tarde? Lo único que quedaba por hacer era extender la partida de defunción, y podría hacerlo por la mañana en su consulta, después de dormir unas cuantas horas. El doctor Schwöhrer movió la cabeza en señal de asentimiento y recogió sus cosas. Antes de salir, pronunció unas palabras de condolencia. Olga inclinó la cabeza. «Ha sido un honor», dijo el doctor Schwöhrer. Cogió el maletín y salió de la habitación. Y de la Historia.

Fue entonces cuando el corcho saltó de la botella. Se derramó sobre la mesa un poco de espuma de champaña. Olga volvió junto a Chejov. Se sentó en un taburete, y cogió su mano. De cuando en cuando le acariciaba la cara. «No se oían voces humanas, ni sonidos cotidianos —escribiría más tarde—. Sólo existía la belleza, la paz y la grandeza de la muerte».

Se quedó junto a Chejov hasta el alba, cuando el canto de los tordos empezó a oírse en los jardines de abajo. Luego oyó ruidos de mesas y sillas: alguien las trasladaba de un sitio a otro en alguno de los pisos de abajo. Pronto le llegaron voces. Y entonces llamaron a la puerta. Olga sin duda pensó que se trataba de algún funcionario, el médico forense, por ejemplo, o alguien de la policía que formularía preguntas y le haría rellenar formularios, o incluso (aunque no era muy probable) el propio doctor Schwöhrer acompañado del dueño de alguna funeraria que se encargaría de embalsamar a Chejov y repatriar a Rusia sus restos mortales.

Pero era el joven rubio que había traído el champaña unas horas antes. Ahora, sin embargo, llevaba los pantalones del uniforme impecablemente planchados, la raya nítidamente marcada y los botones de la ceñida casaca verde perfectamente abrochados. Parecía otra persona. No sólo estaba despierto, sino que sus llenas mejillas estaban bien afeitadas y su pelo domado y peinado. Parecía deseoso de agradar. Sostenía entre las manos un jarrón de porcelana con tres rosas amarillas de largo tallo. Le ofreció las rosas a Olga con un airoso y marcial taconazo. Ella se apartó de la puerta para dejarle entrar. Estaba allí —dijo el joven— para retirar las copas, el cubo del hielo y la bandeja. Pero también quería informarle de que, debido al extremo calor de la mañana, el desayuno se serviría en el jardín. Confiaba asimismo en que aquel bochorno no les resultara en exceso fastidioso. Y lamentaba que hiciera un tiempo tan agobiante.

La mujer parecía distraída. Mientras el joven hablaba apartó la mirada y la fijó en algo que había sobre la alfombra. Cruzó los brazos y se cogió los codos con las manos. El joven, entretanto, con el jarrón entre las suyas a la espera de una señal, se puso a contemplar detenidamente la habitación. La viva luz del sol entraba a raudales por las ventanas abiertas. La habitación estaba ordenada; parecía poco utilizada aún, casi intocada. No había prendas tiradas encima de las sillas; no se veían zapatos ni medias ni tirantes ni corsés. Ni maletas abiertas. Ningún desorden ni embrollo, en suma; nada sino el cotidiano y pesado mobiliario. Entonces, viendo que la mujer seguía mirando al suelo, el joven bajó también la mirada, y descubrió al punto el corcho cerca de la punta de su zapato. La mujer no lo había visto: miraba hacia otra parte. El joven pensó en inclinarse para recogerlo, pero seguía con el jarrón en las manos y temía parecer aún más inoportuno si ahora atraía la atención hacia su persona. Dejó de mala gana el corcho donde estaba y levantó la mirada. Todo estaba en orden, pues salvo la botella de champaña descorchada y semivacía que descansaba sobre la mesa junto a dos copas de cristal. Miró en torno una vez más. A través de una puerta abierta vio que la tercera copa estaba en el dormitorio, sobre la mesilla de noche. Pero ¡había alguien aún acostado en la cama! No pudo ver ninguna cara, pero la figura acostada bajo las mantas permanecía absolutamente inmóvil. Una vez percatado de su presencia, miró hacia otra parte. Entonces, por alguna razón que no alcanzaba a entender, lo embargó una sensación de desasosiego. Se aclaró la garganta y desplazó su peso de una pierna a otra. La mujer seguía sin levantar la mirada, seguía encerrada en su mutismo. El joven sintió que la sangre afluía a sus mejillas. Se le ocurrió de pronto, sin reflexión previa alguna, que tal vez debía sugerir una alternativa al desayuno en el jardín. Tosió, confiando en atraer la atención de la mujer, pero ella ni lo miró siquiera. Los distinguidos huéspedes extranjeros —dijo— podían desayunar en sus habitaciones si ése era su deseo. El joven (su nombre no ha llegado hasta nosotros, y es harto probable que perdiera la vida en la primera gran guerra) se ofreció gustoso a subir él mismo una bandeja. Dos bandejas, dijo luego, volviendo a mirar —ahora con mirada indecisa— en dirección al dormitorio.

Guardó silencio y se pasó un dedo por el borde interior del cuello. No comprendía nada. Ni siquiera estaba seguro de la mujer le hubiera escuchado. No sabía qué hacer a continuación; seguía con el jarrón entre las manos. La dulce fragancia de las rosas le anegó las ventanillas de la nariz, e inexplicablemente sintió una punzada de pesar. La mujer, desde que había entrado él en el cuarto y se había puesto a esperar, parecía absorta en sus pensamientos. Era como si durante todo el tiempo que él había permanecido allí de pie, hablando, desplazando su peso de una pierna a otra, con el jarrón en las manos, ella hubiera estado en otra parte, lejos de Badenweiler. Pero ahora la mujer volvía en sí, y su semblante perdía aquella expresión ausente. Alzó los ojos, miró al joven y sacudió la cabeza. Parecía esforzarse por entender qué diablos hacía aquel joven en su habitación con tres rosas amarillas. ¿Flores? Ella no había encargado ningunas flores.

Pero el momento pasó. La mujer fue a buscar su bolso y sacó un puñado de monedas. Sacó también unos billetes. El joven se pasó la lengua por los labios fugazmente: otra propina elevada, pero ¿por qué? ¿Qué esperaba de él aquella mujer? Nunca había servido a ningún huésped parecido. Volvió a aclararse la garganta.

No quería el desayuno, dijo la mujer. Todavía no, en todo caso. El desayuno no era lo más importante aquella mañana. Pero necesitaba que le prestara cierto servicio. Necesitaba que fuera a buscar al dueño de una funeraria. ¿Entendía lo que le decía? El señor Chejov había muerto ¿lo entendía? Cómprense-vous? ¿Eh, joven? Antón Chejov estaba muerto. Ahora atiéndame bien, dijo la mujer. Quería que bajara a recepción y preguntara dónde podía encontrar al empresario de pompas fúnebres más prestigioso de la ciudad. Alguien de confianza, escrupuloso con su trabajo y de temperamento reservado. Un artesano, en suma, digno de un gran artista. Aquí tienes, dijo luego, y le encajó en la mano los billetes. Diles ahí abajo que quiero que seas tú quien me preste este servicio. ¿Me escuchas? ¿Entiendes lo que te estoy diciendo?

El joven se esforzó por comprender el sentido del encargo. Prefirió no mirar de nuevo en dirección al otro cuarto. Ya había presentido antes que algo no marchaba bien. Ahora advirtió que el corazón le latía con fuerza bajo la casaca, y que empezaba a aflorarle el sudor en la frente. No sabía hacia dónde dirigir la mirada. Deseaba dejar el jarrón en alguna parte.

Por favor, haz esto por mí, dijo la mujer. Te recordaré con gratitud. Diles ahí abajo que he insistido. Di eso. Pero no llames la atención innecesariamente. No atraigas la atención ni sobre tu persona ni sobre la situación. Diles únicamente que tienes que hacerlo, que yo te lo he pedido... y nada más. ¿Me oyes? Si me entiendes, asiente con la cabeza. Pero sobre todo que no cunda la noticia. Lo demás, todo lo demás, la conmoción y todo eso... llegará muy pronto. Lo peor ha pasado. ¿Nos estamos entendiendo?

El joven se había puesto pálido. Estaba rígido, aferrado al jarrón. Acertó a asentir con la cabeza.

Después de obtener la venia para salir del hotel, debía dirigirse discreta y decididamente, aunque sin precipitaciones impropias, hacia la funeraria. Debía comportarse exactamente como si estuviera llevando a cabo un encargo muy importante, y nada más. De hecho estaba llevando a cabo un encargo muy importante, dijo la mujer. Y, por si podía ayudarle a mantener el buen temple de su paso, debía imaginar que caminaba por una acera atestada llevando en los brazos un jarrón de porcelana —un jarrón lleno de rosas— destinado a un hombre importante. (La mujer hablaba con calma, casi en un tono de confidencia, como si le hablara a un amigo o a un pariente.) Podía decirse a sí mismo incluso que el hombre a quien debía entregar las rosas le estaba esperando, que quizá esperaba con impaciencia su llegada con flores. No debía, sin embargo, exaltarse y echar a correr, ni quebrar la cadencia de su paso. ¡Que no olvidara el jarrón que llevaba en las manos! Debía caminar con brío, comportándose en todo momento de la manera más digna posible. Debía seguir caminando hasta llegar a la funeraria, y detenerse ante la puerta. Levantaría luego la aldaba, y la dejaría caer una, dos, tres veces. Al cabo de unos instantes, el propio patrono de la funeraria bajaría a abrirle.

Sería un hombre sin duda cuarentón, o incluso cincuentón, calvo, de complexión fuerte, con gafas de montura de acero montadas casi sobre la punta de la nariz. Sería un hombre recatado, modesto, que formularía tan sólo las preguntas más directas y esenciales. Un mandil. Sí, probablemente llevaría un mandil. Puede que se secara las manos con una toalla oscura mientras escuchaba lo que se le decía. Sus ropas despedirían un tufillo de formaldehido, pero perfectamente soportable, y al joven no le importaría en absoluto. El joven era ya casi un adulto, y no debía sentir miedo ni repulsión ante esas cosas. El hombre de la funeraria le escucharía hasta el final. Era sin duda un hombre comedido y de buen temple, alguien capaz de ahuyentar en lugar de agravar los miedos de la gente en este tipo de situaciones. Mucho tiempo atrás llegó a familiarizarse con la muerte, en todas sus formas y apariencias posibles. La muerte, para él, no encerraba ya sorpresas, ni soterrados secretos. Este era el hombre cuyos servicios se requerían aquella mañana.

El maestro de pompas fúnebres coge el jarrón de las rosas. Sólo en una ocasión durante el parlamento del joven se despierta en él un destello de interés, de que ha oído algo fuera de lo ordinario. Pero cuando el joven menciona el nombre del muerto, las cejas del maestro se alzan ligeramente. ¿Chejov, dices? Un momento, en seguida estoy contigo.

¿Entiendes lo que te estoy diciendo?, le dijo Olga al joven. Deja las copas. No te preocupes por ellas. Olvida las copas de cristal y demás, olvida todo eso. Deja la habitación como está. Ahora ya todo está listo. Estamos ya listos ¿Vas a ir?

Pero en aquel momento el joven pensaba en el corcho que seguía en el suelo, muy cerca de la punta de su zapato. Para recogerlo tendría que agacharse sin soltar el jarrón de las rosas. Eso es lo que iba a hacer. Se agachó. Sin mirar hacia abajo. Cogió el corcho, lo encajó en el hueco de la palma y cerró la mano.



en Elefante, 1988









viernes, febrero 24, 2012

"Terminado", de Konstantinos Kavafis





En medio del temor y las sospechas,
con espíritu agitado y ojos de pavor,
nos consumimos y planeamos cómo hacer
para evitar el seguro
peligro que así terriblemente nos amenaza.
Y sin embargo estamos equivocados, ése no está en nuestro camino:
falsos eran los mensajes
(o no los escuchamos, o no los entendimos bien).
Otra catástrofe, que no la imaginábamos,
repentina, violenta cae sobre nosotros
y no preparados -de dónde tiempo ya– nos arrebata.





1910-1911





Traducción de Miguel Castillo Didier







jueves, febrero 23, 2012

“Neruda era un arribista”. Entrevista a Gonzalo Rojas, de Marcelo Mendoza






De Chile dijo que era un país “miedoso y mierdoso” con mentalidad de “perro apaleado”, confesó que echaba de menos los “puteríos”, que no le temía a la muerte y que consideraba que la vida eterna era una mujer. También se declaró admirador del desacato, afirmó que, a su avanzada edad, no había perdido la juventud y describió a Pablo Neruda como una “mala persona”, “arribista” y “sacacuentas”.

Las declaraciones las formuló en una extensa entrevista hecha el año 2006 y publicada como parte del libro Todos confesos, de MArcelo Mendoza, aparecido en enero de 2011. El fallecido poeta habla de sexo,  muerte y poesía, con una actitud lúdica que retrata de cuerpo entero lo que fue su vida.

¿Qué tanto ha amado usted?, le pregunta Mendoza y el poeta responde: “El amor en mí se da desde  la mujer… (la vida)…  Cada 28 días está sangrando en ella. Yo no entiendo el mundo sin mujeres. Yo no creo en la vida eterna: para mí la vida eterna es la mujer. Siempre estoy peleando porque haya una mujer al lado mío, no importa que perturbe”.


“Echo de menos el olor a puterío”

Mendoza le pregunta si acaso no ha perdido su juventud, y responde: “Soy totalmente joven… si se llama juventud a esa especie de vivacidad que no tiene miedo al miedo… ¿Por qué la iba a perder si ni en los días divertidamente estúpidos de las miserias dictatoriales del Chile unisecular, nunca perdí la juventud? ¿Por  qué no la habré perdido? Porque la siento tan arraigada, tan atada a lo mío, al modo de respirar… ¿Qué es perder? Perder, saber perder, apostar y perder, sobre todo apostar. Nosotros, que somos los anarcas, no andamos tras el poder: apostamos y perdemos… Echo de menos el olor a puterío, me divertía eso, parecía tan sucio, pero no era envilecedor… No es el puterío de la calle San Camilo de Santiago de Chile, que los había, y cinco o siete en Valparaíso, sino que es algo que viene de más lejos, de la España, de Grecia, de la Roma antigua. Los romanos eran puteros, pero tenían su gracia al compartir las niñas, las bacantes del burdel más remoto, a unos milímetros de la sacralidad. Cuando yo escribo poesía de amor y me brota la poesía no de amor sino sexualizada, no es una erótica de la carne, de que al pajarito se le pare bien a uno. No, no, no, no es eso. Todo es sagrado: el orgasmo es sagrado, el puterío aquel era sagrado, en el caso mío. ¿Por qué íbamos los jóvenes a eso? No sólo por lujuriosos animales. En mí opera un eros traducido del gozo, del encantamiento de ese prodigio que es la vibración orgánica, glandular, y de lo sagrado. Soy un místico concupiscente, lo fui siempre”.

En esta eroticidad, ¿habrá en usted una vertiente femenina? Y dice: “Podría ser. Pero yo creo que hay una vertiente originaria, de animalidad. No sé si tú has reparado en que yo uso algunos vocablos que no existen en el diccionario de la Real Academia Española: “animala”, “animala trémula” le digo a una muchacha hermosa, porque estaba como una animala, como una perrita, como una tigresa. Y se me da mucha más vibra así, en esa vivacidad, que cuando está hierática, hermosa, marmórea, espléndida”.

Declaró nunca haber militado en un partido político. “Ni en masonería ni en ninguna cosa. Yo tenía veinte y voté por el Presidente Aguirre Cerda. Después de  la matanza del Seguro Obrero acompañé a Jorge Millas a la morgue. … Fuimos a reconocer a los muertos, algo salvaje. Y ahí muerto estaba un amigo mío que se llamaba Francisco Parada, gran tipo. También amigo de Miguel Serrano. Miguel ya andaba en los bailes del nazismo… Pero él era un niño bien: primo de Vicente Huidobro. Son pitucos del Santiago clásico. Yo lo conocí entonces y me maravilló siempre Miguel, por lo inteligente y lo práctico, y lo fino y lo mundano, en ese sentido bello de la mundanidad. En un mundo agobiado de chilenos desbanucados, estos cabros eran radiantes”.

Lo apremia la muerte, le preguntó Mendoza… No, dijo, a esta altura, ni nunca, fui gran doliente de ella. Yo soy animal estoico. Por eso amo la moderación. Por un lado soy frenético, sé lo que es el frenesí romántico, el encantamiento, la fascinación, pero a la vez con contención. Por eso me  lateó el surrealismo… A mí fíjate que la gusanería no me espanta para nada. La germinación tal vez esté mejor… No sé bien. No quiero que me cremen. Me gusta más  la vida libre, a esa la he adorado tanto.

Como poeta se declaró un animal de zumbido. “Creo en el silencio y creo en el zumbido. La palabra tiene una dimensión fónica, y otra dimensión semántica, eso lo saben todos. La dimensión fónica está en la ruina, y no porque yo esté hablando en nombre de ninguna corrección, yo no soy corrector ni correctivo. Me gusta el desacato, me gusta De Rokha, por eso me gustó (Domingo Faustino) Sarmiento en su día cuando rompió con las pautas y las normas, me gustó (Andrés) Bello inclusive. Bello se atrevió a cancelar el juego de las ortodoxias de la academia española, hizo la jota, la equis, que es hermosa. El estado de salud de la palabra, a escala de fonos, quiero decirte de sonidos, es muy menesteroso, y a escala de sentido, ¡pavoroso! ¡Pavoroso!


Neruda, un “protodisidente”

Mendoza le preguntó a Rojas por qué alguna vez describió a Pablo Neruda como un “protodisidente” y el poeta se explayó:

- “Disidente quiere decir no estar de acuerdo. Yo quise a Octavio Paz aunque muchas cosas nos separaban, pero lo que yo adoraba en Octavio era esa disidencia: no estar de acuerdo. Vicente Huidobro fue un disidente. La lata de Neruda en parte grande está en que no era disidente: era obsecuente el huevón. Obsecuente quiere decir un hombre que no es de una fe limpia y sana. Lo opuesto a una disidencia es una fe, una voluntad. Neruda fue un obsecuente. Él era un arribista: lo fue desde niño y lo fue de hombre.

Mostró ese arribismo con Pablo Ramírez, por ejemplo, en el pequeño gobierno del año 27, esa amistad que lo mandó de cónsul a Oriente. Pablito Ramírez era el hombre fuerte del dictador Carlos Ibáñez. Esas cosas son muy sospechosas. No porque fuera maricón, Neruda no lo era, el otro parece que lo era, pero Neruda era un tipo que sacaba cuentas. Neruda era un “saca cuentas” y mala persona, rencoroso. ¿Por qué fue tan desdeñoso con la gente de su mismísima promoción? ¿Por qué no apoyó a Romeo Murga? Muchachones que tenían tanto talento como el suyo. Al único que salvó fue a Alberto Rojas Jiménez, pero cuando ya estaba muerto.

Eso me pasa con Neruda a mí. Hay un cuento cortito que te lo doy, porque es real. Estábamos un día en una comida acá en Chillán, en el Hotel Riquelme, Neruda y muchos escritores de distinto pelaje. Estábamos todos en torno a él, en distintas mesas. Un amigo de Pablo y amigo mío se le acerca y le pregunta: “Oye Pablo, ahora que estamos aquí, ¿qué te parece ese joven que está por allá, dicen que él es poeta?”. Se refería a mí. Entonces, Neruda le contesta: “Gonzalo no es malo, pero escribe poquito”. Ese fue su juicio. El intrigante de mierda y simpático que era mi amigo fue volando hacia la otra punta de la mesa y me dijo: “Mira lo que está diciendo Pablo, que tú no eres malo, pero que escribes poquito”. Y a mí me nació del alma esta frase: “Dile a Pablo que él es un genio, pero que escribe demasiadito”.




en entrevista para el libro Todos Confesos, de Marcelo Mendoza
en El Mostrador, 25 de abril de 2011









martes, febrero 21, 2012

“Sobre María Luisa Bombal”, de José Bianco







María Luisa Bombal está asociada a una época muy feliz de mi vida. Me pregunto por qué en aquella época me sentía tan feliz. Recapacito un instante y después me contesto: "Porque tanto María Luisa como yo éramos jóvenes, relativamente jóvenes".

Sería hacia 1937. María Luisa había publicado La última niebla y estaba escribiendo La amortajada. Yo escribía artículos literarios y estudiaba derecho. Por entonces preparaba una materia de sexto año, el último de los comerciales, el temible Derecho Marítimo. Recuerdo haberme presentado a examen y haber aprobado. A la noche, para conciliar el sueño, después de tanto código y tantas tazas de café —eso era antes de rendir examen, desde luego— leía Gone with the wind, y al día siguiente, ya entrada la mañana, comentábamos por teléfono con María Luisa las aventuras de Rett Butler y de Scarlet O´Hara. "Esa sí es una novela formidable —decía María Luisa— y no las leseras que yo escribo. Sin embargo, no tengo menos talento que Margaret Mitchell. Pero, qué le vamos a hacer, tengo un talento de otra clase. Soy un poeta en prosa".

Debo decir que María Luisa nunca dudó de su talento. Una vez, estando yo presente, Oliverio Girondo repitió los eternos lugares comunes de los escritores. Dijo que le daba vergüenza releer cualquier libro que hubiera escrito. "Pues a mí me pasa lo contrario —dijo María Luisa Bombal—. Algunas noches, cuando tomo La amortajada, quedo llena de alegría. Pienso: ¡Qué inteligente soy! ¡Cómo he podido escribir un libro tan bueno!".

Mientras recuerdo estas palabras de María Luisa, quisiera precisar cuándo nos conocimos. Quizá fue en una recepción que le dieron a Gabriela Mistral. Me parece ver a Gabriela Mistral, imponente, majestuosa, apoyando con aire protector sus dos manos en los hombros de María Luisa, que a su lado parecía más pequeña y frágil de lo que era.

En aquella época María Luisa vivía en un departamento de la calle Ayacucho, frente al comedor del Alvear Palace. Muchos años después, leyendo un libro donde Orwell cuenta su vida y que se llama Down and out in Paris and London, rememoré los comentarios jocosos que hacía María Luisa sobre los mozos del Alvear. No tengo el libro de Orwell a mano, pero entiendo que dice que mientras más lujosos son los hoteles y restaurantes donde trabajan, más salvajismos cometen los mozos y con mayor vehemencia ejercen su espíritu de venganza contra los adinerados clientes. Por ejemplo, escupen en la sopa que se aprontan a servir. No quiero decir que los mozos del Alvear llegaran a esos extremos y cometieran fechorías de esa índole, pero María Luisa me hacía notar que era muy cómico comparar la indolencia y negligencia de que hacían gala en el office, donde andaban todos desgalichados, y verlos de pronto muy erguidos pasar al comedor, llevando las fuentes con una apostura casi marcial. María Luisa y yo comíamos juntos a menudo: en mi casa, o en el Copper Kettle de la calle Florida, que era algo así como la querencia de la gente de Sur, y donde María Luisa pedía invariablemente Borstch. A su vez, María Luisa solía hacerme invitar a una de las casas donde mejor se comía en Buenos Aires. Yo la pasaba a buscar por la calle Ayacucho (María Luisa, como creo haberlo dicho, vivía en un piso; arriba o abajo, vivía otra chilena amiga de ella, Chita Balmaceda, una muchacha de gran belleza); la pasaba pues a buscar a María Luisa y la encontraba con su uniforme de gala, como ella lo llamaba, un largo traje negro de seda. En la pared había una gaviota; María Luisa la descolgaba de la pared y se la prendía en el hombro. Recuerdo una noche, en aquel lujoso departamento de la calle Posadas cuyo dueño sostenía también una revista, "Saber vivir", ahora derruido, y donde solían invitarme con frecuencia; María Luisa había resuelto no tomar vino y seguir con el pisco-sour; estaba muy graciosa, hablaba sin parar, comía con lentitud. Todos habíamos terminado menos ella, y el mucamo esperaba y esperaba para servir el postre. La dueña de casa acabó por impacientarse; "María Luisa —le dijo—, ya sabemos que sos muy divertida, pero no hablés tanto y comé más rápido. Ça fait cadavre".

¡Qué María Luisa! Todos somos diferentes de todos, hombres y mujeres, pero María Luisa era en verdad muy diferente de las muchachas de su época. Era raro encontrar una mujer con talento creador y que fuera, por añadidura, sensible, ocurrente, inteligente. No sé si era bonita. Me gustaría tener una fotografía suya de aquella época. En todo caso, yo la encontraba muy seductora. Se parecía a una actriz que estaba por entonces en boga: Barbara Stanwyck. En un corto viaje a los Estados Unidos, donde se hizo amiga de Erskine Caldwell y de su primera mujer, la fotógrafa Margaret Bourke-White, en el hotel o en las reuniones a donde iba María Luisa, la tomaban por Barbara Stanwyck. "Do you remember me, Miss Stanwyck? Can I have a few words with you?". (¿No se acuerda de mí, Miss Stanwyck? ¿Puede concederme unas pocas palabras?).

Sobran razones para que el departamento de María Luisa Bombal figure en nuestra pequeña historia literaria. Allí María Luisa escribió su novela y sus cuentos; de allí surgió El jardín de senderos que se bifurcan. Una tarde, Borges, de visita en casa de María Luisa, se echó hacia atrás y se golpeó la cabeza con el filo de una ventana entreabierta. Como le saliera mucha sangre, lo llevaron a la Asistencia Pública, lo curaron, lo vendaron y le dejaron en la herida un pedazo de masilla. Consecuencia: septicemia fulminante por la cual estuvo a punto de morir (en aquella época no existían los antibióticos).

Durante la convalecencia y después, ya curado, Borges decidió abordar un género nuevo, escribir algo completamente distinto de lo que había escrito hasta entonces; que no se pudiera decir: "Es mejor o peor que el Borges de antes." Así nació su primer cuento fantástico de inspiración metafísica: "Pierre Menard, autor del Quijote". Borges estaba tan preocupado por el texto que acababa de entregarme —quizá ni él mismo se daba cuenta clara del resultado de su talento—, que a la mañana siguiente me llamó para saber qué me había parecido. Le dije la verdad: "Nunca había leído nada semejante", y lo publiqué en primer término, con toda veneración tipográfica, en el número 56 de Sur.

Pero volvamos a María Luisa Bombal. Se dirá que no cuento sobre ella sino minucias. Es cierto. Sin embargo, ¿por qué desdeñar las minucias? ¿Acaso lo grande, lo infinitamente grande, no está compuesto por lo infinitamente pequeño? Cuando entré a trabajar a Sur, María Luisa se aparecía a menudo por la redacción. Su crítica de Puerta cerrada fue escrita por sugerencia mía. Había en esa película de Luis Saslavsky un elemento melodramático que tenía que gustarle por fuerza a María Luisa Bombal y que aparece siempre en sus novelas y relatos.

María Luisa vino a Sur una tarde y habló de la película con entusiasmo. Yo le dije: "¿Por qué no escribís lo que estás diciendo?". Escribió, en efecto, una crónica tan inteligente que Luis Saslavsky, muy halagado, le ofreció colaborar en el argumento de otra película con Libertad Lamarque. Ahora, con motivo de las palabras que me han pedido que pronuncie, me puse a revisar papeles viejos y encontré una suerte de diario que llevaba por entonces de manera intermitente. Transcribo un breve fragmento. "Diciembre 6 de 1938. María Luisa Bombal. Viene a buscarme a Sur. Lo primero que hace es pintarse los labios y se mancha los dientes de rojo. El rojo de los labios acentúa el tinte un poco terroso y enfermizo de su cara. Está vestida con mucha gracia. Lleva un traje azul con un cuellito a la Polaire, azul con lunares blancos, y en vez de sombrero se ha atado a la cabeza una cinta del mismo azul con lunares blancos, que termina en un moño grande aplastado sobre la nuca. La voz es dulce, modulada, y habla un poco entredientes. Las palabrotas y a veces las brutalidades que dice son en ella un refinamiento más. Le pregunto si le ha interesado "Shakespeare en francés", el artículo de Gide aparecido en Sur (Número 50). "¡Qué va! —me contesta—. No me hables de ese. Hablemos de personas más divertidas. ¿No lo conoces a Sergio Montt, el secretario de la Embajada de Chile? Es el hombre más cínico que puedas imaginarte. Yo lo adoro. A veces le preguntamos con Chita Balmaceda qué tenemos que hacer para casarnos. ¿Casarnos? —nos dice—. Ustedes quieren casarse bien, es decir progresar social y económicamente. Bueno, sigan mis consejos. Como primera medida deben vestirse de luto. El luto, hijitas, es muy respetable. Dos muchachas solas, en una ciudad extranjera como Buenos Aires, deben andar de luto. El luto significa una familia, una tradición. Hace suponer que se ha recibido una herencia. En segundo lugar, no se queden en ningún sitio pasadas las doce de la noche. A los hombres les gusta acostarse temprano y se acuerdan con fastidio de las mujeres que los hacen trasnochar. Retirarse temprano da una idea de vida organizada, con muchos compromisos sociales. No se debe permanecer nunca en un mismo sitio más de media hora. En tercer lugar, respeto al dinero. Nos enseñaron a respetar el trabajo, la virtud, etc. ¡Falso! En la vida lo esencial es el dinero. Yo es lo único que respeto. Cuando paso por la casa de Saturno Unzué me saco el sombrero y digo ¡Ave María Purísima! En cuarto lugar: contemporizar con los tontos, porque los tontos tienen dinero. Los tontos hacen invitaciones al Plaza, convidan con champagne y con frambuesas, y los bifes que comen los tontos, hijitas, son así". (Aquí un gesto de la mano, dejando entre el pulgar y el índice una distancia de varios centímetros). Esas frases cínicas le encantaban a María Luisa. Y ella solía decir otras semejantes.

Desde que la veíamos en algún sitio, nosotros, sus amigos, la rodeábamos, y María Luisa nos hacía morir de risa. Pero a la noche, a solas, en nuestro cuarto, si se nos ocurría tomar La amortajada, o leer algunos de sus cuentos, quedábamos embriagados de tristeza. Como observa François Mauriac de una contemporánea, la poetisa Anna de Noailles, María Luisa nunca permitió que su obra conservara el menor rastro de la prodigiosa comicidad de sus palabras. No quería que en esa obra hubiera colaborado, por poco que fuera y por mucha gracia que tuviese, lo que podríamos llamar, literariamente hablando, la parte inferior de su espíritu.

Borges hizo una crítica de La amortajada en el número 47 de Sur, el primer número de la revista preparado por mí. Allí decía que los libros de María Luisa Bombal eran esencialmente poéticos. Ignoro —continuaba Borges— si esa involuntaria virtud es obra de su sangre germánica o de su amorosa frecuentación de las literaturas de Francia y de Inglaterra. Lo cierto es que en La amortajada no faltan sentencias ni tampoco páginas memorables, pero que vastamente las supera el conjunto del libro. "Libro de triste magia, deliberadamente suranné, libro de oculta organización eficaz, libro que no olvidará nuestra América".

He pensado en esta última frase de Borges, libro que no olvidará nuestra América, porque años, años después, conversando con un escritor mexicano de gran talento, menor que María Luisa, menor que yo, y autor de una obra tan breve como admirable, me dijo, creo recordar, que La amortajada era un libro que lo había impresionado mucho en su juventud. Ese escritor es Juan Rulfo. Quizá en Pedro Páramo, la novela de Juan Rulfo, podríamos discernir alguna influencia de La amortajada. En ese caso las palabras de Borges sobre la novela de María Luisa Bombal, nuestra amiga tan querida, habrían resultado proféticas.



          
Palabras pronunciadas en el Homenaje a María Luisa Bombal, Centro Cultural General San Martín, el día 29 de mayo dd 1984, al cumplirse el cuarto año de su muerte.











lunes, febrero 20, 2012

"Ciudadano", de Armando Rubio Huidobro





No sé de donde viene mi costumbre
de agravarme a las siete de la tarde.
Quizá solo por ser un transeúnte
sin bigote o pañuelo, sin zapato ni amante.

No sé para qué vivo y por qué muero,
si ha tiempo me dijeron las gitanas
que tendré vida cara con final de perros:
o sea que no pienso morir como dios manda.

Conozco bien las piedras de andar, la vista gacha;
recojo los cigarros que pueblan las cunetas
agradeciendo todo en mis andanzas
de oscuros pies de barro y de madera.

Si yo fuera un cantor como soñaba,
me iría por el mundo cantando mis desdichas
para vivir del canto mío y que me escucharan
los que sueñan con una risa limpia.

Pero no tengo voz, ni pañuelo, ni amante;
no sé por qué me vuelvo amigo de los perros
cuando soy un transeúnte de la tarde
sin saber por qué vivo y por qué muero.




en Ciudadano, 1983