Al recobrar el sentido que perdiera
ante la piedad por los dos amantes,
que todo de tristeza me turbara,
nuevos tormentos y nuevos condenados
veo a mi alrededor, donde yo anduviera
y donde me volviese y ya mirase.
Estoy en el tercer círculo, el de la lluvia
eterna, maldita, fría y densa:
su cualidad y porfía jamás cambian.
Grueso granizo y agua sucia y nieve
por el aire tenebroso descendiendo;
hiede la tierra cuando recibe esto.
El Cerbero, monstruosa fiera y cruel,
ladra como perro de tres fauces
sobre la gente que aquí está inmersa.
De ojos rojos, mugrienta y negra barba,
de vientre obeso y manos armadas de uñas:
muerde a las almas, desgarra y hiere.
Las hace aullar la lluvia como a perros,
de un lado hacen al otro su resguardo,
los míseros profanos se revuelven.
Al advertirnos Cerbero, el gran gusano,
abrió la boca y nos mostró los dientes,
miembro suyo alguno estaba quieto.
Y mi guía extendió sus manos cautelosas,
cogió tierra y a puñados arrojó
dentro de las espumosas fauces del Cerbero.
Como hace el perro que la ansiedad ladra,
y se apacigua tras mordiendo el pasto,
que ya sólo atiende a devorar,
se cerraron las impuras bocas
del demonio Cerbero, que así perturban
tal las almas, que quisieran verse sordas.
Íbamos sobre sombras ateridas
por la intensa lluvia, puestas las huellas
sobre sus fantasmas que parecen cuerpos.
Yacían en el suelo todas ellas,
salvo una, que se alzó a sentarse presta
y pudo mirarnos pasar por frente.
«Oh tú que a este infierno te han traído
reconóceme si puedes –me dijo–:
antes fuiste hecho tú que yo deshecho.»
«La angustia que tú sientes –yo le dije–
tal vez te haya sacado de mi mente
y así creo yo que jamás te he visto.
Pero dime quién seas que en tan doliente
lugar te han puesto y en tanta pena
que si hay más grandes no serán tan tristes».
Y aquél a mí: «Tu ciudad, que llena es
de envidia que ya desborda el saco,
en sí me tuvo en una vida más serena.
Sus ciudadanos Ciacco me llamaron;
por culpa de la gula que hace daño,
me arrastro en la lluvia como estás viendo,
Pero yo, alma triste, no me encuentro sola,
que todas éstas se hallan en igual suplicio
por semejante culpa», y fin dio a su palabra.
Y yo repuse: «Ciacco, tu castigo
tanto me duele que a llorar me incita,
pero dime, si sabes, el destino
de todo aquel habitando la ciudad partida,
si alguno es justo; y dime los motivos
por la que tanta discordia la ha asolado».
Y él a mí: «Después de largas disensiones
ha de correr sangre, y el salvaje bando
al otro arrojará con gran prejuicio;
pero después convendrá que éste caiga
de aquí a tres soles y el otro ascienda
con la fuerza de aquel que tanto alaban.
Largo tiempo tendrá la frente erguida,
teniendo a la otra bajo gran peso,
por más que se avergüence y ahora llore.
Hay dos justos, pero nadie se detiene en ellos;
son envidia, soberbia y avaricia
las tres antorchas que arden en los pechos».
Dio aquí fin al lagrimoso presagio.
Y yo le dije: «Aún te pido que me ilustres,
y que me hagas merced de más palabras;
Farinatta y Tegghiaio, los dos tan dignos
Jacobo Rusticucci, Arrigo, el Mosca,
y los otros que atendieron a obrar bien,
dime en qué sitio están y hazme saber,
pues me apremia aquel deseo, si el cielo
los endulza, o el infierno los amarga».
Y dijo: «Están entre las más perversas almas;
culpas varias a fondo los arrojan;
los podrás ver si sigues más abajo.
Pero cuando hayas vuelto al mundo hermoso,
te pido que renueves mi recuerdo;
más no te digo y más no te respondo».
Entonces desvió sus ojos fijos,
me miró un poco y agachó el rostro;
y a la par cayó entre los otros ciegos.
«Ya no se levanta –mi guía hablara–
de aquí hasta que suene la trompeta angélica,
ya la autoridad enemiga viniera.
Su triste tumba volverá uno a ver,
recobrarán su carne y su apariencia,
y oirán aquello que resuena siempre».
Y cruzamos por aquella sucia mezcla
de sombras y de lluvia a paso lento,
tratando de hablar sobre la vida futura.
Y yo le dije: «Maestro, estos tormentos
¿crecerán tras la gran sentencia,
serán menores o tan brutales?»
Y aquél contestó: «Recuerda lo que sabes:
pues cuanto más perfecta es una cosa
más siente el bien, y así también el dolor.
Y por más que esta gente maldita
la verdadera perfección no encuentre,
de allá más que de acá espera serlo».
Recorrimos el cerco condenado,
hablando de otras cosas que no digo;
y descendiendo a aquel sitio en aquel punto
hasta hallar a Plutón, el enemigo.
1304
Grabado de Gustave Doré
1 comentario:
Bravissimo!
RM
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