martes, mayo 31, 2011

"El viento de los locos", de Jorge Teillier




Sopla el viento por las calles.
El viento de los locos.
El viento de los locos.
Las brujas
hacen que enciendas fuego en la chimenea
al mediodía del pleno verano,
los niños descalzos abandonan en el atajo sus morrales
            de piel de conejo
y no volverán más a la escuela.
Tú ya no distingues una garza de un halcón.

Esta noche
sopla el viento norte, el viento de los locos
y tú recuerdas a las bellas de otros días
que ahora se pasean insomnes
por los corredores de tristes pensiones
sin siquiera pensar en hacer el amor:
María, Ana María, Mariana, María Antonia.

Nadie te va a mostrar cómo florece la higuera.
Ninguna niña te llevará de la mano
para que despiertes junto a las pimpinelas.
Nadie puede ayudarte:
ni el canto de los escarabajos ni la brújula de los girasoles.
El viento te lleva a una isla desierta
donde nunca llegará un arca ni construirás una canoa.

Sopla el viento de los locos
y hace que tu cerebro se llene de agujeros
por donde entra el vino
que te hace soñar en trenes de los cuales eres el único pasajero
que parte hacia lugares
donde cuchillos y tijeras trabajan todo el día en tu corazón.












en Para un pueblo fantasma, 1978.





















lunes, mayo 30, 2011

“H”, de Jean Arthur Rimbaud







Todas las monstruosidades violan los gestos atroces de Hortensia. Su soledad es la mecánica erótica; su lasitud, la dinámica amorosa. Vigilada por una infancia, ha sido en épocas numerosas, la ardiente higiene de las razas. Su puerta está abierta a la miseria. Allí, la moralidad de los seres actuales se descorporiza en su pasión o en su acción. ¡Oh, terrible escalofrío de los amores novicios sobre el suelo ensangrentado y luminoso de hidrógeno! –encontrad a Hortensia.




en Iluminaciones, 1886 (1ra ed.)














domingo, mayo 29, 2011

Entrevista a James Newton Howard, de Sergio Benítez





Sergio Benítez: Hola James, soy Sergio, ¿qué tal todo?
James Newton Howard: Muy bien, gracias, ¿y tú?

Estupendo. Como tenemos muy poco tiempo he pensado centrar la entrevista en un pequeño repaso por tus trabajos con M. Night Shyamalan, hablar después sobre La Aldea (The Village, 2004) y terminar la entrevista con algún comentario acerca de Colateral (Collateral, 2004). ¿Te parece bien?
Sí, por supuesto.

¿Cómo empezó tu relación con M. Night Shyamalan y cómo ha ido evolucionando a lo largo de los años?
Frank Marshall y Kathy Kennedy, los productores de Sexto Sentido (The Sixth Sense, 1999), fueron los que en primer lugar se contactaron conmigo... Night había estado trabajando con otro compositor pero tenía serias dudas acerca del trabajo que éste había realizado y quería cambiarlo. Frank y Kathy habían trabajado anteriormente conmigo y le sugirieron a Night que por qué no pensar en mí como el sustituto. Así lo hizo, y fui invitado a una pasada de la película en Disney... y quedé muy impactado con lo que vi. La película contaba con un score temporal que tenía como base música de Penderecki y Ligeti... tuvimos gran cantidad de conversaciones telefónicas y al final decidimos trabajar juntos... el resultado de ello fue que tuve cinco semanas para escribir la partitura en Filadelfia (donde Night siempre termina sus películas). Como era nuestro primer trabajo juntos lo que hice fue escribir muchos demos y él iba diciéndome qué impresiones tenía de una y otra. En El Protegido (Unbreakable, 2000) tuvimos una conversación en la que Night me expresó sus ganas de contar con un sonido más único para esta película, porque tenía la impresión de que, aunque en la cinta el score de Sexto Sentido funcionaba estupendamente, no tenía una cualidad representativa. Así que empecé a escribir temas en este sentido y uno de ellos fue el que acabó convirtiéndose en los créditos iniciales. Resultado de esta forma de trabajo fue una gran cantidad de material que Night fue usando como banda sonora temporal mientras editaba la película. Fue entonces cuando pensamos en que yo debería escribir música incluso antes de que él empezara a rodar, y eso fue precisamente lo que hicimos en Señales (Signs, 2002).

Una cosa que me sorprendió bastante viendo el making off de Señales es el hecho de que Night siempre ve sus películas como cintas sin música...
Sí. Night casi siempre monta sus películas sin banda sonora temporal; un proceso muy difícil si tenemos en cuenta que la música hace que la película sea mejor (risas). Con ese aspecto en mente, Night y yo siempre buscamos incluir la menor música posible en nuestras películas. Y el mejor ejemplo de ello lo puedes encontrar en Señales. Nuestra primera intención fue que la música en la película no apareciera hasta los últimos 17 minutos... pero al final las películas de Night funcionan mucho mejor con música y siempre terminamos introduciéndola para que queden mejor.

Ya sabemos que en Señales trabajaste muy duro para convertir a "The Hand of Fate" en la magistral pieza que es. Pero en las otras dos, ¿qué parte dirías que fue la más difícil de componer?
¿A qué te refieres, a alguna sección en concreto?

O una escena en particular...
Sabes, es que todo es difícil (risas).

Cada nota, ¿no? (risas)
Casi cada una de ellas. En las películas de Night la música cambia normalmente de dirección varias veces durante el proceso de la composición, y podría decir que en El Protegido no habría una escena parecida a "The Hand of Fate"... lo primero que escribí para El Protegido que está en la película fue el tema del flash back cuando el recuerda su accidente de coche y fue precisamente ese tema el que se convirtió en el motivo central de la cinta... pero me estoy yendo por las ramas...

No te preocupes.
Bueno, en general todos mis trabajos con Night han sido muy desafiantes, y a excepción de Sexto Sentido, he estado trabajando en ellos casi 4 meses.

A propósito de El Protegido, ¿fue idea tuya o de Night el incluir un sonido tan ecléctico que varía entre los momentos más tiernos (aquellos dedicados a la relación entre David y Audrey) y las partes más acústicas (como el tema de la estación)?
Sí... y no. La primera pieza que le enseñé a Night era una pequeña versión del tema de la estación... y aunque yo pensaba que el tema estaba bien no creía que fuera a funcionar dentro de la cinta... pero a Night le encantó... así que se podría decir que fue idea mía porque el tema lo escribí yo, y también podríamos decir que fue suya porque me animó a desarrollarlo hasta convertirlo en lo que ahora es... la verdad es que lo único que lamento sobre la partitura de El Protegido es que ese tema haya quedado anticuado...

Puedo darte mi opinión si te sirve de algo...
Adelante, pero no seas muy cruel (risas).

(Risas) Tengo que decirte que no, que adoro ese tema y la escena a la que acompaña.
Bueno... gracias.

Dado el hecho de que mucha gente ve las películas de Night como si de un capítulo largo de La dimensión desconocida se tratara; ¿tuviste en mente este hecho a la hora de componer la música?
Nunca de forma consciente, quiero decir; las referencias a la música de Herrmann y de Goldsmith son inevitables cuando estás escribiendo para películas como las que yo he hecho con Night... de hecho los créditos iniciales de Señales terminaron siendo un homenaje no intencionado a Herrmann; la música que yo había escrito era tan herrmannesca que Night decidió cambiar el diseño de los créditos cuando la escuchó y colocó esos explosivos títulos que eran más estilizados y tienen ese sabor a años 40... así que fue un homenaje no intencionado, y eso que soy un gran fan de la serie...

¡Y yo también! (risas)
(Risas)...y que su música ha tenido una gran influencia en mí.

Pasando a La Aldea, la primera impresión que tuve al escuchar la partitura fue que, aunque mantenías una cierta continuidad con em>Señales/em> en los dibujos de los solos de violín, éste no era un score usual dentro de tu carrera. Tiene un sabor diferente a cualquier cosa que hayas compuesto anteriormente, y en cierto sentido se acerca a un sonido muy europeo, muy minimalista, ¿por qué ese cambio en tu música?
Casi nunca tomo una decisión consciente cuando estoy escribiendo una partitura pues siempre intento encontrar vías nuevas en las que expresar musicalmente lo que quiero decir... los solos de violín siempre han supuesto uno de mis recursos favoritos y de hecho los incluí en Snow Falling on Cedars (1999) pero en La Aldea lo que intentaba representar tiene una doble vertiente: por una parte queríamos hacer referencia a la intimidad de las relaciones de los diferentes personajes y de la relación de amor que transcurre en la cinta, manteniendo en la medida de lo posible una pequeña formación... por la otra lo que quería era representar la ruptura de la villa, la agitación que esta utópica sociedad empieza a sentir... y pensé que el solo de violín podía llegar a transmitir, como único instrumento, tanto la historia de amor entre Noah... pero no quiero estropearte la película ya que todavía no la has visto (risas)...

(Risas) Intenta no hacerlo, por favor...
Bueno, pues pensé que podía mantener una idea central a base de usar el ostinato en el violín que remite inmediatamente a aquéllos de los vientos en Señales... este hecho está directamente relacionado con las exigencias de Night acerca de mantener una idea musical durante toda la película... pero aún así siempre estoy intentando cosas nuevas ya que estoy cansado de escuchar mi música (risas)...

(Risas) ¿De veras?, pues no deberías...
Pues sí, por eso siempre es mejor intentar cosas nuevas...

Como ya te pregunté antes en relación a Sexto Sentido, El Protegido y Señales, ¿hubo algún tema o alguna escena que resultara muy compleja en cuanto a su composición?
Bueno... yo diría que... probablemente suene un poco extraño pero el tema titulado "The Gravel Road" suena como si fuera una pieza muy simple... en los primeros momentos la partitura de La Aldea tenía un carácter totalmente diferente, era más agresiva, mucho más oscura y amenazante. Fue sólo unos meses después de componerla cuando Night y yo decidimos enfatizar la historia de amor y "The Gravel Road" es un gran momento de descubrimiento, originalmente escrito muy grandioso y fue muy difícil encontrar una solución que cambiara el tema a uno más sutil... así que esta última encarnación del tema, aunque suena muy simple, fue muy difícil a la hora de encontrarle el sonido perfecto.

Pasamos ahora a Colateral, aquí parece que has viajado atrás en el tiempo a aquel momento de tu carrera en el que componías A.O.R y Hard Rock. ¿Cómo usaste ese bagaje al componer Colateral?
Bueno, en Colateral intervienen muchos elementos en la composición. Intervienen mucho la percusión tradicional y electrónica, interviene una gran masa orquestal... la verdad es que creo que cuando te ves involucrado en la composición de un thriller o una cinta de acción, cuanto más bagaje en cuanto a música contemporánea y electrónica se tenga, mejor será la fusión con la orquesta tradicional... en mi caso pasé gran cantidad de años componiendo discos y de gira con Elton John durante los ’70, programando...y todo ello forma parte de mi una parte con la que me siento muy a gusto... y Colateral ha sido una oportunidad estupenda de mezclar muchos elementos en una única composición, pero no es algo nuevo para mí, pasa constantemente...

A propósito de la edición del score, es una verdadera odisea intentar escuchar tu música ya que está entremezclada con una gran cantidad de canciones, lo que queremos saber es, ¿hay más música aparte de la que aparece en el cd?
Sí... mucha más...

Ya veo...
Es una situación típica de cuando se trabaja con Michael Mann, así es como a él le gusta editar los cd's...

Para terminar la entrevista, ¿qué tienes delante de ti en estos momentos?
Ahora mismo estoy terminando mis dos meses de vacaciones y voy a empezar a trabajar en La intérprete (The Interpreter, 2005), la nueva película de Sydney Pollack con Nicole Kidman y Sean Penn. Creo que eso me llevará a principios del año que viene y estoy estudiando un par de proyectos, pero no he decidido nada todavía.

Bueno, lo único que queda es que nos digas en unas frases lo que sientes acerca de la gran pérdida que ha supuesto la muerte de Jerry Goldsmith.
Jerry era mi compositor favorito de todos los tiempos...

El mío también.
Era mi héroe personal e influyó en mí más que cualquier otro compositor... escribió los más espectaculares temas de acción y era asimismo un gran melodista. Era un gran hombre y se le echará mucho de menos.

Bueno James, ha sido un placer hablar contigo.
El placer ha sido enteramente mío. Cuídate.










en bsospirit.com, 2005












sábado, mayo 28, 2011

“Dietario voluble”, de Enrique Vila-Matas

Fragmento






«A falta de sol, aprendo a madurar en el hielo» (Henry Michaux).

He despertado cautivo del síndrome Oblómov, esa pulsión que toma su nombre de las costumbres apáticas del personaje de una novela que Iván Goncharov escribió en 1858. Oblómov es un joven y desvalido aristócrata, incapaz de hacer nada con su vida. Duerme mucho, lee algo, bosteza continuamente. Encogerse de hombros es su gesto preferido. Es de esa clase de personas que tienen la costumbre de reposar antes de fatigarse. Estar tumbado cuanto más tiempo mejor parece su única aspiración, su modesta rebeldía. Encarna al indiferente al mundo por excelencia. A lo largo de toda la novela de Goncharov, el joven Oblómov raramente sale de su habitación, donde permanece tumbado en un diván intentando evitar los problemas, las propuestas y las obligaciones que le llegan del exterior, y hasta muy avanzado el libro no le veremos, por primera vez, salir de la cama.

Invadido por la pereza y al ver que no pienso hacer nada, imagino, sin salir de la cama, que me han contratado para dar consejos al gobierno catalán. Me fijo en que si bien los días de la semana tienen nombre, las noches de la semana aún no han sido bautizadas por nadie. Decido entonces sugerirle al gobierno que comience a buscarles nombre a esas noches. Y me digo que por hoy ya he trabajado suficiente. ¿Le podría al gobierno interesar mi idea? Seguro que, como toman tantas iniciativas extravagantes, pensarían que una más no importa.

Llamo al amigo Jordi Llovet y le cuento que desde ayer trabajo para el gobierno catalán, al que le doy perezosamente consejos. «No das golpe, vamos», me dice. Un breve silencio. La casualidad quiere que pase a hablarme con entusiasmo nada menos que de Oblómov, del que me dice que es el emblema de cualquier ocioso o cansado que se precie. Y luego me habla también del escritor uruguayo Juan Carlos Onetti, que en sus últimos años se negaba a moverse de su cama y que pudo perfectamente ser uno de los componentes más secretos de la secta Oblómov... Me callo. Hago como si no supiera de qué secta me habla. Pero me acuerdo, me acuerdo muy bien de que la secta se reunía hace unos años en Nochebuena en el restaurante Oblomov de Glasgow. Que yo sepa, no hay otro restaurante con ese nombre en todo el mundo y ellos decidieron reunirse allí, en el 372 de Great Western Road, pero la cosa no funcionó porque el propietario, Oblomov, hombre activo donde los hubiera, se negó siempre a leer el libro ruso que lleva su nombre, y más aún a simpatizar con el personaje central de la novela. Al parecer, la actitud del restaurador escocés acabó propiciando el secretismo involuntario de la secta y, desde que dejaron de reunirse en Glasgow por estas fechas, la conjura de la secta Oblómov se ha deslizado hacia vericuetos subversivos y ultrasecretos.

«No trabajéis nunca», recuerdo que decía el graffiti que escribiera Guy Debord por todas las paredes del Barrio Latino de París en los años cincuenta. Creo que si nos negamos a trabajar, a la larga seremos premiados, como bien nos recuerda Bertrand Russell en su Elogio de la ociosidad: «Todos conocemos la historia de aquel viajero que vio en Nápoles a doce mendigos estirados al sol y ofreció una lira al más perezoso de todos. Once mendigos se levantaron de un salto para reclamarla, de manera que el viajero se la dio al que ni se había movido».

Es cansancio lo que me produce la búsqueda diaria de personas amables, educadas, con buen carácter. Cada día me siento más fatigado de todos esos seres que nos tratan tan mal. Es insoportable el malhumor general, la mala educación reinante. Cuanto más avanzamos en el estado del bienestar, más horrible y malhumorada se vuelve la gente. Tal vez es consecuencia de que ese bienestar lo estamos alcanzando por medio de luchas encarnizadas. Lo cierto es que el buen carácter es, de todas las cualidades morales, la que más necesita nuestro mundo, y seguramente el buen carácter es consecuencia de la tranquilidad y no de progresos bestiales.

Oblómov me hace recordar una frase de Jules Renard: «Cuando la pereza te hace infeliz, tiene el mismo valor que el trabajo.» La verdad es que estoy tan cansado de no hacer nada que decido salir a la calle con la intención de dejar por un rato el diván y así hacer algo. Salgo con ganas de contarle al primero que encuentre lo primero que se me ocurra. Y así lo hago. Le cuento a bocajarro a un señor del barrio que Jordi Llovet escribe mis libros y hasta mi dietario. Y el hombre —se nota que no es de la secta Oblómov- sólo sabe soltarme una estupidez y muestra, además, muy malos modales. Me entran inmediatas ganas de volver a mi diván, pues descubro que la calle también me cansa. Decido que, a partir de ahora, no saldré de casa hasta que sepa con seguridad que la gente ha comenzado a tener cierto buen carácter.

Existe un punto a partir del cual ya no es posible regresar, y ése es el punto al hay que llegar. Alguien acaba de susurrarme esta frase al oído. Luego, despierto. Y es como si acabara de regresar de algún lugar, de alguna frase. Poco después recuerdo que en la realidad llegó la hora de regresar a Barcelona. Inicio entonces un viaje mínimo alrededor de mi cuarto de hotel de París. Me levanto, ando pausadamente hasta la pared del fondo. Paseó por la habitación. En la televisión suena música feliz de Bora—Bora. Vagabundeo mientras busco en mi paseo una épica íntima, la tranquila aventura del viaje mínimo.

Ya en el aeropuerto, me aburre la espera y acabo dedicado al juego de ser lo que no soy: un odiador. Nada me queda hoy en día tan lejos como el odio. Sin embargo, no he olvidado cómo es ese sentimiento. Comienzo el juego abominando de todos los extraños que me rodean. ¡Estaba demasiado bien en la soledad de mi cuarto! En Occidente cada día somos todos más estúpidos, etcétera. Y como estoy en el aeropuerto de Orly, no puedo evitar pensar que dentro de cuarenta años estará en el poder toda esa espantosa generación de niños visitantes de Eurodisney que andan ahora haciendo el indio en pequeños corros a mi alrededor. Me rodean como si vieran en mí a un hombre paciente, al padre perfecto. No saben los pobres lo mucho que los odio. «Cualquier persona inteligente o decente odia a la mitad de sus contemporáneos», escribió Cioran. Y seguramente se quedó corto en cuanto al porcentaje.

Me gustaría olvidarme de los niños y padres disneylándicos, pero no me dejan. Veo de pronto cómo un chiquillo tozudo salta como un cervatillo y, escapándose de sus padres que se disponían ya a embarcar, vuelve y vuelve, con siniestra reiteración, sobre los columpios y los toboganes de la zona habilitada en Orly para los niños de Eurodisney. Me acuerdo de Montaigne, para quien la tozudez constituye el signo más claro de la estupidez. Pero la tozudez, por sí sola, no es nada, depende de a qué se añada esa obstinación. Sin duda, la de ese niño de cinco años va añadida a los toboganes y a las orejas de Dumbo y, por tanto, es una estupidez pavorosamente burra.

Al entrar en el avión, veo que me ha tocado sentarme muy cerca de un matrimonio presumido que viaja precisamente con el niño tozudo y su hermanito, un bebé. La madre es relativamente guapa. En cuanto al padre, se parece al presidente Laporta y sonríe bobamente creyéndose perfecto. Ahí está —me digo— nada menos que el padre perfecto que siempre quise ser. Eso me hace odiarle instantáneamente. Pero tengo otros motivos para detestarle. Uno de ellos es que no quiero olvidarme de que juego a odiar. Pronto me llegan aún más motivos cuando el hermanito del niño tozudo se pone a berrear de forma estrepitosa, diría también que asquerosa. Trato de calmarme y para ello pienso en algo que dijera Roberto Bolaño acerca de los bebés: «Suelen llorar y uno no sabe, en la mayoría de los casos, qué hacer, si llorar con ellos o preguntarse qué es lo que ellos saben y que nosotros hemos olvidado. Los bebés son como un lenguaje olvidado...».

A pesar de calmarme a mí mismo con esas bellas palabras, el niño de mi avión no es poético. Es más, arma tal escándalo que acaba pareciéndome odioso, aunque no exactamente él, sino sus horribles padres, que se mueven como si estuvieran convencidos de que (basta ver las miradas complacientes de las azafatas hacia su pequeño monstruo chillón) el Orden está de su parte. Y es que el niño puede llorar sin que ellos pongan nada de buena voluntad para evitarlo, y menos aún para excusarse. No ven nada que no sea a ellos mismos. Aunque juraría que son insolidarios e indiferentes a la sociedad, dan la impresión de ser de los que creen que, por muy salvajemente egoístas que sean, pagan sus impuestos y la sociedad debe servirles bien en todo. Seguramente, su vida pública se reduce a esa actitud de altivez y perfección y de postura vigilante por si alguien no trabaja para ellos. Tienen todo el aire de ser gente del Nuevo Orden. No sé, les odio. Y, además, se creen tan perfectos que ya sólo les falta pedir que les agradezcamos que tengan un perfecto bebé llorón.

Recuerdo una frase de Samuel Butler: «Poco importa lo que odiemos, con tal de que odiemos algo». Puestos a aceptar que la frase tiene sentido, debería yo hace un rato haber protestado ante las azafatas por los berreos del bebé plañidero y haber dicho, por ejemplo, que tengo derecho a protestar, ya que, después de todo, el niño llorón «lo pagamos todos con nuestros impuestos». No sé, una frase así de absurda. Y todo porque odio a ese padre perfecto. Noto que la normalidad y la Ley están de su parte. Le aborreceré hasta llegar a Barcelona, donde terminará el juego.

Odiar sólo como entretenimiento, como un crucigrama veloz que resuelves en el avión. Hay viajes a veces que pasan como una exhalación.




2008














viernes, mayo 27, 2011

«Galope muerto», de Pablo Neruda





Como cenizas, como mares poblándose,
en la sumergida lentitud, en lo informe,
o como se oyen desde el alto de los caminos
cruzar las campanadas en cruz,
teniendo ese sonido ya aparte del metal,
confuso, pesando, haciéndose polvo
en el mismo molino de las formas demasiado lejos,
o recordadas o no vistas,
y el perfume de las ciruelas que rodando a tierra
se pudren en el tiempo, infinitamente verdes.
Aquello todo tan rápido, tan viviente,
inmóvil sin embargo, como polea loca en sí misma,
esas ruedas de los motores, en fin.
Existiendo como las puntadas secas en las costuras del árbol,
callado, por alrededor, de tal modo,
mezclando todos los limbos de sus colas.
Es que de dónde, por dónde, en qué orilla?
El rodeo constante, incierto, tan mudo,
como las lilas alrededor del convento,
o la llegada de la muerte a la lengua del buey
que cae a tumbos, guardabajo, y cuyos cuernos quieren sonar.
Por eso, en lo inmóvil, deteniéndose, percibir,
entonces, como aleteo inmenso, encima,
como abejas muertas o números,
ay, lo que mi corazón pálido no puede abarcar,
en multitudes, en lágrimas saliendo apenas,
y esfuerzos humanos, tormentas,
acciones negras descubiertas de repente
como hielos, desorden vasto,
oceánico, para mí que entro cantando
como una espada entre los indefensos.
Ahora bien, de qué está hecho ese surgir de palomas
que hay entre la noche y el tiempo, como una barranca húmeda?
Ese sonido ya tan largo
que cae listando de piedras los caminos,
más bien, cuando sólo una hora
crece de improviso, extendiéndose sin tregua.
Adentro del anillo del verano
una vez los grandes zapallos escuchan,
estirando sus plantas conmovedoras,
de eso, de lo que solicitándose mucho,
de lo lleno, obscuros de pesadas gotas.












en Residencia en la tierra, 1925-1935












jueves, mayo 26, 2011

“Soy el Lázaro que al fin halló tu frente”, de Andrés Morales






SOY EL LÁZARO QUE AL FIN HALLÓ TU FRENTE
Soy la patria desde el sol que no me mira

Me levanto desde el norte hasta la sombra
que agita cementerios y planetas
me arrepiento de vivirme sin tenerte
desde el día que miré mi espejo roto

(Mi Dios ya no podrá soñar conmigo
mi voz descubre el mar y todo el mundo
Con mi nombre se construye cada estrella
La pampa se ilumina con mi paso)

No recuerdo un solo día sin nombrarte
mi herida mi muerta mi lejana
Ya no puedo regresar al viejo cuerpo

SOY EL NUEVO CIUDADANO DE LA MUERTE

Soy la patria del dolor y su cuchillo






en Lázaro siempre llora, 1985















miércoles, mayo 25, 2011

"Nada que temer", de Jacques Prévert





No teman nada
Gentes honestas y ejemplares
No hay peligro
Sus muertos están bien muertos
Sus muertos están bien guardados
No hay nada que temer
No se los pueden sacar
No pueden salvarse
Hay guardianes en los cementerios
Y también
Alrededor de las tumbas
Como alrededor de las camas-jaulas
Donde duermen los chicos de poca edad
Y es una precaución sabia
En su último sueño
Uno nunca sabe
El muerto podría soñar todavía
Soñar que está vivo
Soñar que no está muerto
Y sacudiendo sus sábanas de piedra
Liberarse
E inclinarse
Y caer de la tumba
Como un niño de la cama
Horror y catacumbas
Recaer en la vida
Imagínense eso
Todo otra vez en cuestión
El afecto y la desolación
Y la sucesión
Tranquilícense buenas gentes
Honestas y ejemplares
Sus muertos no volverán
A divertirse sobre la tierra
Las lágrimas han sido vertidas de una vez por todas
Y ya no habrá
No habrá que volver nunca más sobre eso
Y nada en el cementerio
Será saqueado
Los potes de crisantemos seguirán en su sitio
Y ustedes podrán holgazanear con toda tranquilidad
Con la regadera en la mano frente al mausoleo
En los dulces trabajos campestres del eterno dolor.











en Histoires, 1946









Fotografía de Robert Doisneau





martes, mayo 24, 2011

"El mundo es ancho y ajeno", de Ciro Alegría

Fragmento





Rosendo, pues Nasha Suro no entendía nada de caballos, lo curó con querosene y jugo de limón. El limón era bueno también para las pestes propias de los caballos y ovejas. Los frutos, ensartados en un cordel, rodeaban el cuello. Hacía gracia ver a los animales caminando ornados de collar amarillo. La manada de ovejas era grande y seguía aumentando con el favor de Dios y el cuidado de los pastores. Los niños de la comunidad, acompañados de algunos perros, llevaban el rebaño a los pastizales, mientras las ovejas triscaban el ichu, los pequeños cantaban o tocaban dulcemente sus zampoñas y los perros atisbaban los contornos. Había que defender a todas las ovejas del puma y el zorro y a los corderillos del cóndor. Después de las cosechas sería la trasquila. Se la debía hacer a tiempo, pues de lo contrario, las primeras lluvias y granizadas cogían a las ovejas mal cubiertas y las mataban de frío. Hubo un año en que, además de retrasarse mucho la trasquila, las tormentas adelantadas llegaron a azotar con sus grises y blancos chicotes al mero octubre, y murieron centenares de ovejas. Tiesas y duras cómo troncos amanecían en el redil. Marguicha, una de las pastoras, lloraba viendo que un' corderito trataba de mamar de una oveja muerta. Pero la prudencia y el buen tino trasquilaron oportunamente los otros años. También levantaron un cobertizo en un ángulo del aprisco, según el proceder de los hacendados. Marguicha fue creciendo como una planta lozana. Llegó a ser Marga. En el tiempo debido floreció en labios y mejillas y echó frutos de senos. Sus firmes caderas presagiaban la fecundidad de la gleba honda. Viendo sus ojos negros, los mozos de Rumi creían en la felicidad. Ella, en buenas cuentas, era la vida que llegaba a multiplicarse y perennizarse, porque la mujer tiene el destino de la tierra. Y Maqui volvía a preguntarse: «¿Es la tierra mejor que la mujer?».

Un fuerte golpe de viento pasó estremeciendo las espigas y llevándose sus pensamientos. La oscuridad se había adensado y, aunque los fogones de la hondonada continuaban haciéndole amables señas, el viejo alcalde se sentía muy solo en la noche.

Esa era, pues, la historia de Rumi. Tal vez faltaría mucho. Acaso podría volver con más justeza sobre sus recuerdos. El tiempo había pasado o como un arado que traza el surco o como un vendaval que troncha el gajo. Pero la tierra permaneció siempre, incontrastable, poderosa, y a su amor alentaron los hombres.

Y he ahí que algo se mueve entre la sombra, que el monolito se fracciona, que el viejo ídolo se anima y cobra contornos humanos y desciende. Rosendo Maqui baja de la piedra y toma a paso lento el sendero que se bifurca por una loma aguda llamada Cuchilla y parte en dos el trigal. Las espigas crepitan gratamente y por ahí, sin que se pudiera precisar dónde, cerca, lejos, grillos y cigarras parlan repitiendo sin duda el diálogo de una antigua conseja que Maqui conoce.

Mientras avanza hacia Rumi, mientras muerde las últimas instancias de su sino, confesemos nosotros que hemos vacilado a menudo ante Rosendo Maqui. Comenzando porque decirle indio o darle el título de alcalde nos pareció inadecuado por mucho que lo autorizase la costumbre. Algo de su poderosa personalidad no es abarcada por tales señas. No le pudimos anteponer el don, pues habría sido españolizarlo, ni designarlo amauta, porque con ello se nos fugaba de este tiempo. Al llamarlo Rosendo a secas, templamos la falta de reverencia con ese acento de afectuosa familiaridad que es propio del trato que dan los narradores a todas las criaturas. Luego, influenciados por el mismo clima íntimo, hemos intervenido en instantes de apremio para aclarar algunos pensamientos y sentimientos confusos, ciertas reminiscencias truncas. A pesar de todo, quizá el lector se pregunte: «¿Qué desorden es éste? ¿Qué significa, entre otras cosas, esta mezcla de catolicismo, superstición, panteísmo e idolatría?” Responderemos que todos podemos darnos la razón, porque la tenemos a nuestro modo, inclusive Rosendo. Compleja es su alma. En ella no acaban aún de fundirse y no ocurrirá pronto, midiendo el tiempo en centurias las corrientes que confluyen desde muchos tiempos y muchos mundos. ¿Que él no logra explicarse nada? Digamos muy alto que su manera de comprender es amar y que Rosendo ama innumerables cosas, quizás todas las cosas y entonces las entiende porque está cerca de ellas, conviviendo con ellas, según el resorte que mueva su amor: admiración, apetencia, piedad o afinidad. «¿Es la tierra mejor que la mujer?». En la duda asoma ya una diferenciación de su esencia. En el momento justo las propias fuerzas de su ser lo empujan hacia una o la otra, de igual modo que hacia las demás formas de la vida. Su sabiduría, pues, no excluye la inocencia y la ingenuidad. No excluye ni aun la ignorancia. Esa ignorancia según la cual son fáciles todos los secretos, pues una potencia germinal orienta seguramente la existencia. Ella es en Rosendo Maqui tanto más sabia cuanto que no rechaza, e inclusive desea, lo que los hombres llaman el progreso y la civilización.

Pero no sigamos con disquisiciones de esta laya ante un ser tan poderoso y a pesar de todo tan sencillo. Él continúa marchando, cargado de edad, por el ondulante sendero.

De pronto un grito se extendió en la noche estremeciendo la densidad de las sombras y buscando la atención de los cerros.

Rosendoooo…, taita Rosendoooo.

Las peñas contestaron y la voz repetida se fue apagando, apagando, hasta consumirse entre el crepitar de las espigas y el chirriar de los grillos y las cigarras. La cinta del camino lograba albear entre la oscuridad y Maqui apuró el paso, aguzando la mirada para no resbalar ni tropezar. Le dolían un poco sus ojos fatigados. Un bulto oscuro y rampante, de inquieto jadeo, trepaba la cuesta. Ya estaba junto a él. Era su perro, el perro Candela, que llegó a restregarse contra sus piernas, gimió un poco y luego echó a correr camino abajo. Resultaba evidente que había subido para avisarle algo y ahora lo invitaba a ir pronto hacia el caserío. Candela se detenía a ratos para gemir inquietamente y luego corría de nuevo. Maqui trotó y trotó. Ya estaban allí las primeras pircas, junto a las cuales crecían pencas y tunas. Ya estaban allí, al fin, las casas de corredor iluminado por el fogón. Maqui tomó a paso ligero por media calle y a la luz incierta de los leños cruzaba como una sombra. Algunos indios, sentados en el pretil de' sus casas, lo reconocían y saludaban. La campana de la capilla exhaló un claro y taladrante gemido: la-an... y a intervalos regulares y largos continuó clamando. El anciano hubiera querido correr, mas se sujetaba, estimando que debía guardar la compostura propia de sus años y su rango.

Ya estaba allí, al fin, en un lado de la plaza, su propia habitación de adobe, con el techo aplastado por la noche. Un abigarrado grupo de indios había ante ella. La luz del corredor perfilaba sus siluetas y alargaba sus sombras. Las trémulas sombras se extendían por la plaza, inacabables, espectrales. Maqui se abrió paso y los indios lo dejaron avanzar sin decirle nada. La-an..., la-an... seguía llorando la campana. Ululaba la voz desolada de una mujer. El viejo miró y quedóse mudo e inmóvil. Sus ojos se empañaron tal vez. Pascuala, su mujer, había muerto. En el corredor, sobre un lecho de ramas y hojas de yerbasanta, se enfriaba el cadáver.




1941
















lunes, mayo 23, 2011

Carta de Mahatma Gandhi a Adolf Hitler






Algunos amigos me han instado a escribirle en nombre de la humanidad. Pero me he resistido a su petición, porque me parecía que una carta mía sería una impertinencia. Con todo, algo me dice que no tengo que calcular, y tengo que hacer mi llamamiento por todo lo que merezca la pena.

Está muy claro que es usted hoy la única persona en el mundo que puede impedir una guerra que podría reducir a la humanidad al estado salvaje. ¿Tiene usted que pagar ese precio por un objetivo, por muy digno que pueda parecerle? ¿Querrá escuchar el llamamiento de una persona que ha evitado deliberadamente el método de la guerra, no sin considerable éxito? De todos modos, cuento de antemano con su perdón si he cometido un error al escribirle.

Yo no tengo enemigos. Mi ocupación en la vida durante los últimos treinta y tres años ha sido ganarme la amistad de toda la humanidad fraternizando con los seres humanos, sin tener en cuenta la raza, el color o la religión.

Espero que tenga usted el tiempo y el deseo de saber cómo considera sus actos una buena parte de la humanidad que vive bajo la influencia de esa doctrina de la amistad universal. Sus escritos y pronunciamientos y los de sus amigos y admiradores no dejan lugar a dudas de que muchos de sus actos son monstruosos e impropios de la dignidad humana, especialmente en la estimación de personas que, como yo, creen en la amistad universal. Me refiero a actos como la humillación de Checoslovaquia, la violación de Polonia y el hundimiento de Dinamarca. Soy consciente de que su visión de la vida considera virtuosos tales actos de expoliación. Pero desde la infancia se nos ha enseñado a verlos como actos degradantes para la humanidad. Por eso no podemos desear el éxito de sus armas.

Pero la nuestra es una posición única. Resistimos al imperialismo británico no menos que al nazismo. Si hay alguna diferencia, será muy pequeña. Una quinta parte de la raza humana ha sido aplastada bajo la bota británica empleando medios que no superan el menor examen. Ahora bien, nuestra resistencia no significa daño para el pueblo británico. Tratamos de convertirlos, no de derrotarlos en el campo de batalla. La nuestra es una rebelión no armada contra el gobierno británico. Pero los convirtamos o no, estamos totalmente decididos a conseguir que su gobierno sea imposible mediante la no colaboración no violenta. Es un método invencible por naturaleza. Se basa en el conocimiento de que ningún expoliador puede lograr sus fines sin un cierto grado de colaboración, voluntaria u obligatoria, por parte de la víctima. Nuestros gobernantes pueden poseer nuestra tierra y nuestros cuerpos, pero no nuestras almas. Pueden tener lo primero sólo si destruyen por completo a todos los indios: hombres, mujeres y niños. Es cierto que no todos podrán llegar a tal grado de heroísmo, y que una buena dosis de temor puede doblegar la revolución; pero eso es irrelevante. Pues si en la India hay un número suficiente de hombres y mujeres que están dispuestos, sin ninguna mala voluntad contra los expoliadores, a entregar sus vidas antes que doblar la rodilla ante ellos, habrán mostrado el camino hacia la libertad de la tiranía de la violencia. Le pido que me crea cuando digo que encontrará usted un inesperado número de tales hombres y mujeres en la India. Durante los últimos veinte años han estado formándose para ello.

Durante el último medio siglo hemos estado intentando liberarnos del gobierno británico. El movimiento por la independencia no ha sido nunca tan fuerte como ahora. El Congreso Nacional Indio, que es la organización política más poderosa, está tratando de conseguir este fin. Hemos logrado un éxito muy apreciable por medio del esfuerzo no violento. Estamos buscando los medios correctos para combatir la violencia más organizada en el mundo, representada por el poder británico. Usted le ha desafiado. Ahora queda por ver cuál es el mejor organizado: el alemán o el británico. Sabemos lo que la bota británica significa para nosotros y las razas no europeas del mundo. Pero nunca desearíamos poner fin al gobierno británico con la ayuda de Alemania. En la no violencia hemos encontrado una fuerza que, si está organizada, sin duda alguna puede enfrentarse a una combinación de todas las fuerzas más violentas del mundo. En la técnica no violenta, como he dicho, no existe la derrota. Todo es «Vencer o morir» sin matar ni hacer daño. Se puede usar prácticamente sin dinero y, claro está, sin la ayuda de la ciencia de la destrucción que tanto han perfeccionado ustedes.

Me asombra que no perciba usted que esa ciencia no es monopolio de nadie. Si no son los ingleses, será otra potencia la que ciertamente mejorará el método y le vencerá con sus propias armas. Además, no está dejando a su pueblo un legado del que pueda sentirse orgulloso, pues no podrá sentirse orgulloso de recitar una larga lista de crueldades, por muy hábilmente que hayan sido planeadas.

Por consiguiente, apelo a usted, en nombre de la humanidad, para que detenga la guerra. No perderá nada si pone todos los asuntos en litigio entre usted y Gran Bretaña en manos de un tribunal internacional elegido de común acuerdo. Si tiene éxito en la guerra, ello no probará que usted tenía razón. Sólo probará que su poder de destrucción era mayor. Por el contrario, una sentencia de un tribunal imparcial mostrará, en la medida en que es humanamente posible, cuál de las partes tenía razón.

Sabe que, no hace mucho tiempo, hice un llamamiento a todos los ingleses para que aceptaran mi método de resistencia no violenta. Lo hice porque los ingleses saben que soy un amigo, pese a ser un rebelde. Soy un desconocido para usted y para su pueblo. No tengo coraje suficiente para hacerle el llamamiento que hice a todos los ingleses, aunque se aplica con la misma fuerza a usted que a los británicos.

Durante esta estación, cuando los corazones de los pueblos de Europa ansían la paz, hemos suspendido incluso nuestra pacífica lucha. ¿Es demasiado pedir que haga un esfuerzo por la paz en un tiempo que tal vez no signifique nada para usted personalmente, pero que tiene que significar mucho para los millones de europeos cuyo mudo grito de paz oigo, pues mis oídos pueden escuchar la voz de millones de personas mudas? *










24 de diciembre, 1940







* Nota: El gobierno británico no permitió que esta carta ni fuera enviada ni se hiciera pública.











domingo, mayo 22, 2011

“Jackie Brown”, de Elmore Leonard

Fragmento





El sábado por la mañana, tumbada al sol con su chándal y su sujetador, Melanie estaba pensando que se había pasado los últimos diecisiete años tomando el sol, ganándose la vida como chica morena californiana. Estaba pensando que la mayoría de los tipos con los que se movía no veían mucho el sol. Frank, aquel de Detroit con el que estaba en las Bahamas cuando conoció a Ordell, hacía casi catorce años, sí que tomaba el sol. Era un gilipollas, pero le encantaba el sol. A los productores de cine no les gustaba. Ni a los empresarios japoneses, ni a los tipos de Oriente Medio que iban a las islas griegas. Mientras tomaba el sol solía leer cosas sobre estrellas de cine y gente guapa, sobre todas aquellas chicas de las que nunca había oído hablar y que de repente se hacían famosas. Pero nunca había leído qué les ocurría a las chicas que se ganaban la vida tomando el sol cuando el sol acababa de arruinarles la jodida piel y se encontraban viviendo con un negro que no le veía ningún sentido a eso de tomar el sol. En ese punto se encontraba Melanie en la terraza a sus treinta y cuatro años, en una tumbona manchada de loción bronceadora. No los oyó entrar.

No se enteró de que estaban en el salón hasta que Ordell le dijo:

–Chica, mira quién ha venido.

Volvió la cabeza y vio a Ordell y a un tipo que llevaba una chaqueta informal de color azul y una camisa amarilla, y acarreaba una gran bolsa de Burdine’s. Un tipo con pinta de bruto, con su chaqueta nueva recién sacada de la percha. No lo reconoció hasta que Ordell dijo:

–Es Louis, nena. –Eso provocó que se levantara y entrara corriendo en la sala, aguantándose las cintas del sujetador con los dedos para que no se le descubrieran los pezones. Ordell siguió hablando–: ¿A que todavía es guapa?
–Hostia, es verdad –exclamó Melanie–. Estás ahí de verdad. Louis, la última vez que te vi...
–Ya lo sabe –cortó Ordell–. Louis no quiere hablar de esa época.
–Imagino por qué –respondió Melanie.

Soltó el sujetador, dejando que cayera si le daba la gana, se acercó a Louis, le dio un beso en la boca y luego no se apartó de él.

–En aquella época pensaba que vosotros erais los dos tíos más bordes que he conocido jamás.
–Te acabo de decir que no quiere hablar de eso.

Ella seguía mirando a Louis.

–Pero os lo pasabais bien, ¿verdad? Con aquella caja de máscaras. Si hubierais creído que alguien iba a pagar el rescate, me habríais secuestrado.

Por fin, Louis sonrió.

–Sí, se nos ocurrió.
–Me dijo que estabas aquí y me moría de ganas de verte.
–Lo que Louis quiere ver es mi película de las armas.

Melanie les preparó un vodka con tónica y se sentó para observar a Louis mientras Ordell pasaba la cinta por la tele –un vídeo que había comprado en una exhibición de armas– imponiendo su voz sobre las de la película.

–Sobre todo te da mucha de esa mierda técnica. Sí, la Beretta... Creo que dijo que era una PM-125. Da lo mismo. No se ven muchas como ésa. Pero escúchala. Tat-tat-tat-tat-tat. ¿Eh?

»Aquí ese tipo está disparando un M-16. Ya sabes que cualquiera puede comprar una semiautomática. Luego yo las convierto en automáticas del todo y tienes una ametralladora. No pasa nada, pero me cuesta uno de los grandes cada una, porque el que se juega el culo es el que las manipula. Como le pasó al que me hacía los silenciadores.

»Ésta que se ve ahora es una MAC-10. Lleva silenciador. Bup-bup-bup-bup, va escupiendo. Al tipo lo pillaron con ochenta y siete silenciadores en la furgoneta. Le esperan treinta años, y sin fianza. Ahora me los hace otro tipo de Lantana. En el próximo viaje le entregaré cien por treinta de los grandes, tío, tres billetes cada pieza. Nena, necesito más hielo.

Melanie tomó su vaso y se fue a la cocina.

–El MAC-10 es el que se ve en todas las películas. Y esta es la famosa UZI, una bella arma. Escúchala. Puedo conseguir quinientos por cada una si son de verdad. Las hacen los judíos en Israel.

»La Styer AUG, una de las mejores. Escúchala. Tío, eso sí que es trabajar. Muy cara, la hacen en Austria. Mis clientes no tienen ni puta idea de su existencia, o sea que no hay demanda.

Cuando Melanie volvió con su bebida, Ordell estaba en pleno «Bop-bop-bop» y luego cambió a «¡Bum, bum, bum!», al pasar de las pistolas a las granadas. Cada vez que enseñaba la película hacía lo mismo, perdía el culo por hacerse el simpático. Louis no había dicho ni una palabra desde el principio. Le gustaba ese tipo, sus rasgos huesudos y rudos, sus manos grandes... Manos grandes, minga grande.

–La AK-47 es la mejor. Ésta es china. Me cuesta ocho cincuenta y gano el doble. Va con tres cargadores y una bayoneta, tío, para clavarla.

Sonó el teléfono y Ordell dijo:

–Cógelo, nena, ¿quieres?
–Ya sabes que es para ti.

Ordell se la quedó mirando porque estaba acostumbrado a que ella siempre se levantara e hiciera lo que se le pedía. Tal vez tardara un poco o se hiciera la zángana, pero nunca se había negado a nada. Era la primera vez.

–¿Qué? No te he oído bien.

Louis se quedó mirando la pantalla.

Melanie se levantó, se acercó al mostrador que separaba el salón de la cocina y descolgó el teléfono. Dijo: «¿Sí?», soltó el teléfono y anunció:

–Es para ti.

Ordell se la quedó mirando un rato antes de parar el vídeo y levantarse. Melanie se sentó en el sofá con Louis.

–Es aburrido, ¿verdad?
–Se puede aguantar una vez –respondió Louis.
–Se cree que sabe de qué habla.
–¿Dónde guarda todas esas armas?
–Tiene un sitio... –empezó a explicar Melanie. Pero se detuvo.

Ordell volvió y explicó:

–Un tío de Nueva York quiere una Bren-10. Esa pieza es una mierda, pero es la que usaba Sonny Crocket y gracias a eso cuesta doce cincuenta. Es grande y de hierro, diez milímetros.
–¿La tienes? –preguntó Louis.
–Todavía no. En cuanto llame por teléfono, la tendré al día siguiente y le daré doscientos al chaval. –Ordell presionó un botón del mando a distancia–. Ese tío está disparando una TEC-9, una ametralladora barata que hacen en South Miami. Cuesta tres ochenta por lo menos. Yo las consigo por doscientos y las vendo por ocho. ¿Vas sumando, Louis? La propaganda de la TEC-9 dice: «Tan dura como el más duro de sus clientes». Dicen que es el arma más popular del crimen americano. No es mentira, lo dicen de verdad.

Volvió a sonar el teléfono.

–Sé que en Medellín les encanta.

Melanie miró a Ordell, éste detuvo la cinta y ambos se quedaron mirándose fijamente hasta que ella se levantó y se acercó al teléfono. De nuevo saludó, lo dejó sobre el mostrador y anunció:

–Es para ti.

Ordell le estaba contando a Louis que había comprado armas militares de todo tipo a un hombre que las había recogido en Panamá después de la guerra y las había llevado a Keys en su barco. Explicó que de ahí había sacado las ametralladoras M-60 de las que le hablara anteriormente. Decía que era como un mercadillo con granadas y misiles y mierdas de ésas.

–Es una mujer –dijo Melanie.

Eso le obligó a callarse. Se acercó al teléfono.

–¿Te sirvo algo?–preguntó Melanie a Louis.

Él le enseñó su vaso vacío.

–¿No es demasiado pronto?
–No estoy trabajando –contestó Louis.
–O sea que has venido de compras. –Melanie tocó las solapas de su chaqueta con la punta de los dedos. Rayón mezclado con algo–. ¿Quién te escogió esto? ¿Ordell?
–No tenemos el mismo gusto –respondió Louis.
–En ropa.
–Eso, en ropa.

Melanie se fue a la cocina con el vaso. A pocos metros, Ordell seguía hablando por teléfono:

–Puede que estén vigilando tu casa. Déjame pensar un momento... Sí, ve a la playa pública... La del puente de Blue Heron. Caminas hasta Howard Johnson y ya nos encontraremos por ahí... Ahora mismo, si quieres. Coge tu coche.

Colgó y miró a Melanie, al otro lado del mostrador.

–He de salir un rato. ¿Te portarás bien con mi amigo? ¿Intentarás no asaltarle ni arrancarle la ropa? Se la acaba de comprar.

–No me importaría salir a la terraza –propuso Louis–. Un poco de sol me iría bien.
–¿Lo dices en serio?
–Tú estás morena. Y guapa.
–¿Quieres ver las marcas? –preguntó Melanie. Se sentó en el sofá con la espalda arqueada, metió los pulgares bajo el sujetador y tiró de él para descubrir los pechos.
–Sí que estás morena –admitió Louis–. Nunca los sacas al sol, ¿eh?
–Antes, sí. Pero ahora pienso que quedan mejor al natural, ¿tú no?
–Sí, creo que tienes razón.

Los tenía grandes. Se quedó mirándolos, fijándose en las venitas azules que parecían los ríos de un mapa. Cuando alzó el vaso para dar un trago, se dio cuenta de que sólo le quedaba un cubito.

–Te la relleno –dijo, mirándolo a la cara, y no a la copa. Cuando ella cogió el vaso y se fue a la cocina, Louis se levantó y salió a la terraza.

El edificio estaba algo deteriorado y bajo la gastada pintura verde asomaba el cemento, pero tenía una espléndida vista al Atlántico, justo desde la puerta trasera, y se veía una playa blanca que se alargaba hasta Jacksonville. A lo lejos se veían cuerpos diminutos. Parecían pocos, hasta que miró hacia la playa pública, a la izquierda, y vio hileras de cabinas, o como se llamaran: había más gente al sol que dentro de las cabinas. Era un día perfecto, con viento suficiente para levantar olas y mover alguna nube de vez en cuando y aliviar el calor. Melanie, que estaba de nuevo a su lado junto a la barandilla de cemento, dijo:

–Sigue mirando por ese lado. Verás a Ordell caminando por la playa.
–¿Ha quedado con una mujer?
–Eso ha dicho.
–¿No te importa?
–Lo dirás en broma, ¿no?
–Hombre, vives con él.
–Él no vive aquí, pasa por aquí. Ya conoces a Ordell, hace lo que quiere.

Al parecer, Melanie también lo hacía, pues seguía casi desnuda cuando le tendió su bebida.

–Se te van a quemar.
–Me quedaré de espaldas al sol –dijo Melanie–. ¿Por qué no te acomodas en la tumbona y te quitas la camisa? Y los pantalones, si quieres.

Le sostuvo la bebida mientras se quitaba la camisa, la plegaba, la dejaba sobre una mesita metálica y se sentaba en la tumbona.

–Chico, pues sí que te hace falta algo de sol. ¿Dónde has estado?
–En la cárcel. Dos años menos dos meses.

Hablar con un convicto pareció avivar su mirada.

–¿De verdad? Ordell no me lo había dicho. ¿Qué hiciste?
–Robar un banco.

Eso la puso en marcha y empezó a mover la cabeza de un lado a otro para apartarse el cabello de la cara. Tenía un montón de pelo.

–He pensado mucho en ti, me preguntaba a qué te dedicarías...
–Sólo nos vimos una vez. ¿Hace trece años?
–Casi catorce. Y cuando te he visto entrar no me lo podía creer. Te he reconocido al instante.

Miró por encima del hombro hacia la playa pública.

–¿Qué has hecho tú? –preguntó él.

De nuevo ella volvía a mirarlo a la cara y, por encima de su cabeza, el sol le daba directamente en los ojos. Tuvo que entrecerrarlos.

–Tomar el sol.
–¿Nada más?
–Leer.
–¿Te aburres?
–Mucho. ¿Quieres follar?
–Claro –respondió Louis y dejó el vaso en el suelo.

Era de las que les gusta estar encima. Gemía y decía: «Dios mío» y echaba la cabeza hacia atrás y le frotaba el pelo del pecho con las manos como si fuera un lavadero, arriba y abajo, o como si estuviera lijando algo. Sus largas uñas rojas le arañaban, pero también le daba gusto. Quería ponerse él encima y hacerlo bien, pero el sol brillaba demasiado pese a tener los ojos cerrados, al rojo vivo, y todo se acabó antes de que pudiera moverse. Ella se levantó de un salto y se puso el pantalón corto, sin ropa interior debajo. Louis se subió los pantalones, cogió su vaso del suelo y calculó que habrían pasado unos cinco minutos.

–¡Uf!, me siento mucho mejor –dijo Melanie–. ¿Y tú?
–Sí, ha sido estupendo –asintió Louis.
–Ahora podemos relajarnos y ponernos al día.






Título de novela original: Rum punch, 1992











sábado, mayo 21, 2011

"Portito nos dio un portazo", de Horacio Marotta

A la memoria de nuestro querido Raúl Porto, a una semana de su muerte




Dolor, profundo dolor… Incomprensión, rabia, conmoción, angustia, sed, mucha sed… Cuando un amigo se va así, tan de repente, sin aviso previo de ningún tipo, no solo sientes pena sino también una especie de rencor, de rabia por su deserción, de frustración porque quedaron tantas y tantas cosas en el tintero, tantas cosas que quise decirle y nunca se las dije, tantos abrazos que no le di, tantas puteadas que ahora me sobran y me pesan. Raúl Porto se nos jué, guachaca él hasta pa’ morirse…


No quiero hacer ni un epitafio ni un discurso fúnebre. Ya lo hicieron otros en esa despedida de día domingo a los pies de un cerro, cuico cerro, sobre una “Ciudad Empresarial” tal vez para recordarnos que alguna vez fue empresario, exitoso y fracasoso… No estaba en su naturaleza serlo.

Fantasioso, fantoche, cachiporra, soñador, poeta, fuerte, débil, loco pero cuerdo, cuerdo pero loco… Bohemio y nocturno, conversador incansable, creativo, imaginativo, cruzaba cada minuto de la realidad a la imaginación, de la poesía a la política.

Sabía de todo y lo que no sabía lo inventaba, con un convencimiento y una fuerza que costaba rebatirlo y, al final, uno lo tomaba con cargo a inventario, porque si “non e vero e bien trovato”.

Nadie sabe en qué tiempos (porque normalmente trabajaba mucho y duro) fue capaz de verse todas las películas que se han filmado en la historia del cine universal. De leerse todos los libros que se han editado en la historia de la literatura. De ser fanático de una cantidad inconmensurable de series de televisión que podía comentar en los detalles más exactos y rigurosos. (Ojo que era selectivo, aunque a veces comentaba o amaba algunas horripilantes que al menos a mi no se me habría ocurrido ver ni bajo tortura).

Amigo de sus amigos, solidario, incapaz de hacerle daño a nadie, aun a sus peores enemigos, porque también, inevitablemente, los tuvo. Jamás habló mal de nadie, jamás lo escuché en un pelambre, en una insidia. Se tragó injustas situaciones y acusaciones, sin ni un comentario, sin ninguna respuesta pública ni privada.

Lúdico, gozador, inventor de sueños, perseguidor de lunas, mares y estrellas, flores, aromas, gustos, comidas, tragos (inventó algunos que eran espantosos pero que él creía eran maravillosos).

Coleccionó amigos pero sobre todo coleccionó amores, mujeres hermosas y queribles, inteligentes y únicas, independientes, contestatarias, brujas a veces, hadas las más… o más hadas que brujas el mayor tiempo… Y lo más notable es que a todas las conservó, de una u otra forma en el tiempo y el espacio…

Cada una, seguramente, correspondió a una etapa de su vida, plena vida, telúrica y complicada vida. Claro, no era fácil seguirle la corriente, sus saltos eran grandes, sus cambios, de pronto, incomprensibles y difíciles de entender y seguir.

Militó en el MIR en una época ya terminal en que la gesta heroica se descomponía y se caía a pedazos, en medio de fracciones irreconciliables, infiltrado por la dictadura hasta sus cúspides. Estuvo en Francia donde se recorrió todos los museos, se vio todas las películas, se leyó todos los libros que pudo… Regresó para ser parte de la Vicaría de la Solidaridad donde su labor fue importante y donde acumuló amigos entre curas y laicos.

Incursionó en el área audiovisual sin esperar ningún premio de ninguna academia. En esas lides trabajó con el PC haciéndoles franjas electorales y otras minucias. Terminó realizando Piedra pequeña, un documental en homenaje de Gladys Marín, trabajo agradecido y aplaudido por la familia pero no así por el PC, cuyos líderes ni siquiera llegaron al estreno.

Incursionó en la literatura, con dos libros que tienen capítulos y partes entrañables, hermosas y duraderas, junto a otras para el olvido… Puchas, cuantas historias se le quedaron en el tintero, cuantas palabras que no logró hilvanar y trasmitir, cuanta polenta se quedó sin hervir, cuantos mensajes, cuantos poemas y vivencias se quedaron en su mente febril y apasionada.

Hay que hacerle justicia. Una noche, ya hace tantos y tantos años, en una mesa del Biógrafo, Raúl Porto inventó de la nada el concepto guachaca, la idea de crear un movimiento cultural guachaca. Eso es de su creación, absolutamente de él. Los que estuvimos presentes esa noche en esa mesa, con el chico (Raúl) Díaz, fiel a su costumbre levantando acta en una resma de servilletas, se inventó el concepto y se puso la primera piedra de esa primera Cumbre Guachaca realizada a duras penas en La Perrera.

Estaba también en esa mesa un ser que no voy a nombrar pero que todos conocen, que fue invitado a participar, o si no fue invitado, se sumó y ofreció la música, su guitarra, al Tío Roberto como adalid de la idea. Era y es un ser cetrino comedor de maní a cuatro carrillos, apitutado en esa época con algunos centros de poder concertacionistas.

Porto, en sus voladas, en su ingenio, en su creatividad se imaginó y trasmitió la idea. Todos le fuimos poniendo más y más ideas, pero él ya la tenía más clara que nadie. Él inventó el concepto, él puso las ideas centrales, los por qué y los para qué…

Claro, ni él ni nadie se imaginó en ese momento el desarrollo que esa idea genial podría tener… y que tuvo.

Y el desarrollo llevó a Raúl a convertirse en empresario, exitoso, cumbres masivas, en Santiago y en Provincias, lo que llevaron a la idea de tener un local propio, que se concretó en Valparaíso.

Creció mucho una empresa exitosa hasta que el cetrino personaje comedor de maní a cuatro carrillos, decidió que, a pesar de ser un allegado en la empresa, quería todo para él y rompió la sociedad, acusando a su socio de las peores cosas, todas improbables e improbadas.

Se dedicó a difamar a Porto a diestra y siniestra, con lo cual quedó más solo que como había nacido, convertido en un ser execrable e indigno.

Sigue ganando plata a manos llenas, ahora sin tener a nadie con quien repartir, convertido en un miserable que al parecer siempre fue.

Dejo constancia que el contar esta historia, desconocida para muchos, es un desahogo personal ya que Raúl, NUNCA, dijo una palabra contra el cetrino, nunca contó detalles de esa ruptura a nadie, ni a sus más cercanos amigos, lo que reafirma que era un buen hombre, de una sola ley, íntegro y ajeno a odios y resquemores.

Se las arregló para sobrevivir, aún con las enormes pérdidas económicas y personales que esa mariconada le costó.

Hoy día las cumbres guachacas son un negocio culturalmente fraudulento, vendido a medios de comunicación enemigos del pueblo, sin ningún contenido.

El cetrino personaje ganó y seguirá ganando dinero sucio pero perdió todo atisbo de moralidad, además de perder a los pocos amigos que algún día logró tener.

Y no es menor preguntarse hoy, cuanta mierda se tragó el Pirulo por esta situación, porque se la tragó y no la compartió con nadie, aunque tenía claro que sus amigos y cercanos estábamos con él y lo apoyábamos incondicionalmente, porque lo conocíamos, cuanto de esa mierda acumulada hizo que un día sábado, sin mediar provocación ni antecedentes previos, se le reventara la aorta, se pusiera blanco y cayera rendido, sin alcanzar a despedirse de nadie.

Pero dejemos los resquemores y desahogos personales de lado y volvamos a nuestro querido Pirulo, Portito, entrañable amigo que vivirá con nosotros para siempre, con su buen humor a toda prueba, con sus mil y una historias.

En nuestro semanal Club de Cacho era el que se sentaba en la cabecera y sin ser el mejor barman servía los tragos, y lo hacía bien, a conciencia, como todo lo que hacía.

Era el rey indestronado de las cuadras (no se sabe aún que lo va a reemplazar en esas dos funciones importantes).

Acumuló y patentó frases y dichos como: “Ya, cabros, ahora voy a hacer mi juego nomás”… “Con este dadito que me queda soy imbatible”… “Ahora los voy a hacer papilla”… y varias más…

Nuestro encuentro semanal es mucho más que un club de cacho con ya más de 30 años de vida. Es una reunión de amigos en que se conversa mucho, se cuentan historias, se analiza la coyuntura política semanal cada cual desde su punto de vista y entender, cada cual, de pronto, cuenta sus problemas, éxitos o fracasos de la vida, se solidariza, se comenta, se apoya, se critica (a veces con graves resultados y reyertas que igual después se resuelven)…

Por encima de que competimos (jamás se ha jugado un peso), que de pronto nos enconamos y puteamos, somos todos, los viejos, históricos e histéricos y los nuevos un grupo de entrañables, solidarios amigos.

La relación que hemos tenido en ese encuentro semanal durante tantos años nos ha hecho cambiar a todos, revisarnos más de una vez, aprender los unos de los otros, con ese espíritu de camaradería profundo, no exento de dificultades e incomprensiones, propios de un grupo humano heterogéneo en ideas, edades, vivencias, pero unidos por una amistad profunda e indestructible.

El vacío que deja Portito en este grupo (y en todo su entorno de amigos, familia y conocidos) es enorme, vasto, irrecuperable, doloroso.

Pero en todos nosotros está el convencimiento que nos va a seguir acompañando, esté donde esté. Va a estar con nosotros para siempre.

Seguramente se me han quedado, como a Raúl, infinitas palabras en el tintero. No me ha sido fácil hilvanar estas líneas de homenaje a un amigo porque aún tengo el alma rota y una pena enorme, no logro acostumbrarme a la idea de que no nos vamos a reír nunca más juntos, que no voy a volver a escuchar sus historias insondables e increíbles…

Si tengo claro, y eso me consuela un poco, como buen borracho que soy, que seguiremos brindando, soñando, inventando, luchando, comprometidos, intentando que este país y este mundo sean un poco mejor…

Sí, Portito no dio un portazo, nos cerró la puerta en la nariz sin decir agua va, dejándonos sumidos en el dolor y en ese nefasto lugar común que dice “no somos nada”… Y, como alguien dijo, era el más joven de los viejos de nuestra hermandad…

Pero hay otra interpretación al título de esta nota:

Portito no era chiquitito. Nos dejó su ejemplo de vida, integridad, hermandad, amistad, sinceridad…

Portito, en realidad era un Portazo, así de grande y digno.



SALUD RAÚL, SALUD PORTITO, SALUD PIRULO…

SALUD RAULAZO, SALUD PORTAZO, SALUD PIRULAZO…











en Clarinet.cl, 20 de mayo 2011











viernes, mayo 20, 2011

“Canción de otoño”, de Paul Verlaine






Los sollozos más hondos
del violín del otoño
son igual
que una herida en el alma
de congojas extrañas sin final.

Tembloroso recuerdo
esta huida del tiempo
que se fue.
Evocando el pasado
y los días lejanos
lloraré.

Este viento se lleva
el ayer de tiniebla
que pasó,
una mala borrasca
que levanta hojarasca,
como yo.




en Poesía maldita, 1993














jueves, mayo 19, 2011

"No te pongas bravo, poeta", de Roque Dalton





La vida paga sus cuentas con tu sangre
y tú sigues creyendo que eres un ruiseñor.

Cógele el cuello de una vez, desnúdala,
túmbala y haz en ella tu pelea de fuego,
rellénale la tripa majestuosa, préñala,
ponla a parir cien años por el corazón.

Pero con lindo modo, hermano,
con un gesto
propicio para la melancolía.












A nuestro querido Raúl Porto Bravo, autodenominado "Portito",
a 55 años y un día de tu nacimiento, ¡carajo!











miércoles, mayo 18, 2011

"La mera existencia de la Reina va en contra de toda noción de democracia”, de Morrisey






La visita de la Reina (a Irlanda) es parte de una nueva campaña de Palacio de relaciones públicas para recontextualizar a los Windsor. El mensaje de la Reina será el mismo de siempre: donde nacemos es más importante que lo que logramos en la vida.

Esta idea debe ser recordada por el pueblo irlandés. En la gira de la década de los 80 la Reina apoyó a Margaret Thatcher, al no despedirla siendo que ella había permitido que los huelguistas de hambre murieran en la prisión de Maze; uno de ellos, el más famoso, fue Bobby Sands, que tenía 27 años. Sands murió de hambre en protesta por haber sido etiquetado de "criminal" y no de "preso político", por el gobierno de Thatcher. La Reina siguió sentada en su palacio y no dijo nada. La Reina jamás expresó sentimientos humanitarios hacia la familia de Sands, o las de los demás presos políticos muertos.

El significado completo de la Monarquía es, como la misma Reina, un completo misterio para la mayoría de la gente. Ellos están protegidos por las historias ridículas de trivia y vestidos de novia y romances de jabón, una y otra vez. La declaración más reveladora vino de Christine Jones, Comandante de la Policía Metropolitana el mes pasado, cuando advirtió que cualquier ciudadano británico con pancartas anti-realeza que se "vean en las cercanías de la boda real será retirado, respetando la Ley de Orden Público". Esto significa que cualquier disidencia política en Inglaterra se silencia con el fin de proteger a la familia real, que de por sí va en contra de todo principio de la democracia.

La existencia misma de la reina y su ahora enorme familia -todos mantenidos por el contribuyente británico, quiéralo o no- va totalmente en contra de cualquier noción de democracia, y está en contra de la libertad de expresión. Para obtener una visión amplia histórica de lo que la Reina es y cómo funcionan sus "reglas", basta examinar a Gadafi o Mubarak, y ver si se puede detectar alguna diferencia. Usted no será capaz de hacerlo.

La Reina también tiene el poder de devolver los seis condados de la población irlandesa, lo que permitiría a Irlanda ser una nación, una vez más. El hecho de que ella no lo haya hecho es muestra del fascismo en pleno desarrollo que la caracteriza. ¿Qué otra cosa podría ser? Díganme otro país europeo que esté controlado por su vecino…




en Hot Press, 16 de Mayo de 2011











martes, mayo 17, 2011

«¡Diles que no me maten!», de Juan Rulfo






-¡Diles que no me maten, Justino! Anda, vete a decirles eso. Que por caridad. Así diles. Diles que lo hagan por caridad.
-No puedo. Hay allí un sargento que no quiere oír hablar nada de ti.
-Haz que te oiga. Date tus mañas y dile que para sustos ya ha estado bueno. Dile que lo haga por caridad de Dios.
-No se trata de sustos. Parece que te van a matar de a de veras. Y yo ya no quiero volver allá.
-Anda otra vez. Solamente otra vez, a ver qué consigues.
-No. No tengo ganas de eso, yo soy tu hijo. Y si voy mucho con ellos, acabarán por saber quién soy y les dará por afusilarme a mí también. Es mejor dejar las cosas de este tamaño.
-Anda, Justino. Diles que tengan tantita lástima de mí. Nomás eso diles.

Justino apretó los dientes y movió la cabeza diciendo:
-No.

Y siguió sacudiendo la cabeza durante mucho rato.

Justino se levantó de la pila de piedras en que estaba sentado y caminó hasta la puerta del corral. Luego se dio vuelta para decir:
-Voy, pues. Pero si de perdida me afusilan a mí también, ¿quién cuidará de mi mujer y de los hijos?
-La Providencia, Justino. Ella se encargará de ellos. Ocúpate de ir allá y ver qué cosas haces por mí. Eso es lo que urge.

Lo habían traído de madrugada. Y ahora era ya entrada la mañana y él seguía todavía allí, amarrado a un horcón, esperando. No se podía estar quieto. Había hecho el intento de dormir un rato para apaciguarse, pero el sueño se le había ido. También se le había ido el hambre. No tenía ganas de nada. Sólo de vivir. Ahora que sabía bien a bien que lo iban a matar, le habían entrado unas ganas tan grandes de vivir como sólo las puede sentir un recién resucitado. Quién le iba a decir que volvería aquel asunto tan viejo, tan rancio, tan enterrado como creía que estaba. Aquel asunto de cuando tuvo que matar a don Lupe. No nada más por nomás, como quisieron hacerle ver los de Alima, sino porque tuvo sus razones. Él se acordaba:

Don Lupe Terreros, el dueño de la Puerta de Piedra, por más señas su compadre. Al que él, Juvencio Nava, tuvo que matar por eso; por ser el dueño de la Puerta de Piedra y que, siendo también su compadre, le negó el pasto para sus animales.

Primero se aguantó por puro compromiso. Pero después, cuando la sequía, en que vio cómo se le morían uno tras otro sus animales hostigados por el hambre y que su compadre don Lupe seguía negándole la yerba de sus potreros, entonces fue cuando se puso a romper la cerca y a arrear la bola de animales flacos hasta las paraneras para que se hartaran de comer. Y eso no le había gustado a don Lupe, que mandó tapar otra vez la cerca para que él, Juvencio Nava, le volviera a abrir otra vez el agujero. Así, de día se tapaba el agujero y de noche se volvía a abrir, mientras el ganado estaba allí, siempre pegado a la cerca, siempre esperando; aquel ganado suyo que antes nomás se vivía oliendo el pasto sin poder probarlo.

Y él y don Lupe alegaban y volvían a alegar sin llegar a ponerse de acuerdo. Hasta que una vez don Lupe le dijo:
-Mira, Juvencio, otro animal más que metas al potrero y te lo mato.

Y él contestó:
-Mire, don Lupe, yo no tengo la culpa de que los animales busquen su acomodo. Ellos son inocentes. Ahí se lo haiga si me los mata.

"Y me mató un novillo.

"Esto pasó hace treinta y cinco años, por marzo, porque ya en abril andaba yo en el monte, corriendo del exhorto. No me valieron ni las diez vacas que le di al juez, ni el embargo de mi casa para pagarle la salida de la cárcel. Todavía después, se pagaron con lo que quedaba nomás por no perseguirme, aunque de todos modos me perseguían. Por eso me vine a vivir junto con mi hijo a este otro terrenito que yo tenía y que se nombra Palo de Venado. Y mi hijo creció y se casó con la nuera Ignacia y tuvo ya ocho hijos. Así que la cosa ya va para viejo, y según eso debería estar olvidada. Pero, según eso, no lo está.

"Yo entonces calculé que con unos cien pesos quedaba arreglado todo. El difunto don Lupe era solo, solamente con su mujer y los dos muchachitos todavía de a gatas. Y la viuda pronto murió también dizque de pena. Y a los muchachitos se los llevaron lejos, donde unos parientes. Así que, por parte de ellos, no había que tener miedo.

"Pero los demás se atuvieron a que yo andaba exhortado y enjuiciado para asustarme y seguir robándome. Cada vez que llegaba alguien al pueblo me avisaban:
"-Por ahí andan unos fureños, Juvencio.

"Y yo echaba pal monte, entreverándome entre los madroños y pasándome los días comiendo verdolagas. A veces tenía que salir a la media noche, como si me fueran correteando los perros. Eso duró toda la vida. No fue un año ni dos. Fue toda la vida."

Y ahora habían ido por él, cuando no esperaba ya a nadie, confiado en el olvido en que lo tenía la gente; creyendo que al menos sus últimos días los pasaría tranquilos. "Al menos esto -pensó- conseguiré con estar viejo. Me dejarán en paz".

Se había dado a esta esperanza por entero. Por eso era que le costaba trabajo imaginar morir así, de repente, a estas alturas de su vida, después de tanto pelear para librarse de la muerte; de haberse pasado su mejor tiempo tirando de un lado para otro arrastrado por los sobresaltos y cuando su cuerpo había acabado por ser un puro pellejo correoso curtido por los malos días en que tuvo que andar escondiéndose de todos.

Por si acaso, ¿no había dejado hasta que se le fuera su mujer? Aquel día en que amaneció con la nueva de que su mujer se le había ido, ni siquiera le pasó por la cabeza la intención de salir a buscarla. Dejó que se fuera sin indagar para nada ni con quién ni para dónde, con tal de no bajar al pueblo. Dejó que se le fuera como se le había ido todo lo demás, sin meter las manos. Ya lo único que le quedaba para cuidar era la vida, y ésta la conservaría a como diera lugar. No podía dejar que lo mataran. No podía. Mucho menos ahora.

Pero para eso lo habían traído de allá, de Palo de Venado. No necesitaron amarrarlo para que los siguiera. Él anduvo solo, únicamente maniatado por el miedo. Ellos se dieron cuenta de que no podía correr con aquel cuerpo viejo, con aquellas piernas flacas como sicuas secas, acalambradas por el miedo de morir. Porque a eso iba. A morir. Se lo dijeron.

Desde entonces lo supo. Comenzó a sentir esa comezón en el estómago que le llegaba de pronto siempre que veía de cerca la muerte y que le sacaba el ansia por los ojos, y que le hinchaba la boca con aquellos buches de agua agria que tenía que tragarse sin querer. Y esa cosa que le hacía los pies pesados mientras su cabeza se le ablandaba y el corazón le pegaba con todas sus fuerzas en las costillas. No, no podía acostumbrarse a la idea de que lo mataran.

Tenía que haber alguna esperanza. En algún lugar podría aún quedar alguna esperanza. Tal vez ellos se hubieran equivocado. Quizá buscaban a otro Juvencio Nava y no al Juvencio Nava que era él.

Caminó entre aquellos hombres en silencio, con los brazos caídos. La madrugada era oscura, sin estrellas. El viento soplaba despacio, se llevaba la tierra seca y traía más, llena de ese olor como de orines que tiene el polvo de los caminos.

Sus ojos, que se habían apenuscado con los años, venían viendo la tierra, aquí, debajo de sus pies, a pesar de la oscuridad. Allí en la tierra estaba toda su vida. Sesenta años de vivir sobre de ella, de encerrarla entre sus manos, de haberla probado como se prueba el sabor de la carne. Se vino largo rato desmenuzándola con los ojos, saboreando cada pedazo como si fuera el último, sabiendo casi que sería el último.

Luego, como queriendo decir algo, miraba a los hombres que iban junto a él. Iba a decirles que lo soltaran, que lo dejaran que se fuera: "Yo no le he hecho daño a nadie, muchachos", iba a decirles, pero se quedaba callado. "Más adelantito se los diré", pensaba. Y sólo los veía. Podía hasta imaginar que eran sus amigos; pero no quería hacerlo. No lo eran. No sabía quiénes eran. Los veía a su lado ladeándose y agachándose de vez en cuando para ver por dónde seguía el camino.

Los había visto por primera vez al pardear de la tarde, en esa hora desteñida en que todo parece chamuscado. Habían atravesado los surcos pisando la milpa tierna. Y él había bajado a eso: a decirles que allí estaba comenzando a crecer la milpa. Pero ellos no se detuvieron.

Los había visto con tiempo. Siempre tuvo la suerte de ver con tiempo todo. Pudo haberse escondido, caminar unas cuantas horas por el cerro mientras ellos se iban y después volver a bajar. Al fin y al cabo la milpa no se lograría de ningún modo. Ya era tiempo de que hubieran venido las aguas y las aguas no aparecían y la milpa comenzaba a marchitarse. No tardaría en estar seca del todo.

Así que ni valía la pena de haber bajado; haberse metido entre aquellos hombres como en un agujero, para ya no volver a salir.

Y ahora seguía junto a ellos, aguantándose las ganas de decirles que lo soltaran. No les veía la cara; sólo veía los bultos que se repegaban o se separaban de él. De manera que cuando se puso a hablar, no supo si lo habían oído. Dijo:
-Yo nunca le he hecho daño a nadie -eso dijo. Pero nada cambió. Ninguno de los bultos pareció darse cuenta. Las caras no se volvieron a verlo. Siguieron igual, como si hubieran venido dormidos.

Entonces pensó que no tenía nada más que decir, que tendría que buscar la esperanza en algún otro lado. Dejó caer otra vez los brazos y entró en las primeras casas del pueblo en medio de aquellos cuatro hombres oscurecidos por el color negro de la noche.

-Mi coronel, aquí está el hombre.

Se habían detenido delante del boquete de la puerta. Él, con el sombrero en la mano, por respeto, esperando ver salir a alguien. Pero sólo salió la voz:
-¿Cuál hombre? -preguntaron.
-El de Palo de Venado, mi coronel. El que usted nos mandó a traer.
-Pregúntale que si ha vivido alguna vez en Alima -volvió a decir la voz de allá adentro.
-¡Ey, tú! ¿Que si has habitado en Alima? -repitió la pregunta el sargento que estaba frente a él.
-Sí. Dile al coronel que de allá mismo soy. Y que allí he vivido hasta hace poco.
-Pregúntale que si conoció a Guadalupe Terreros.
-Que dizque si conociste a Guadalupe Terreros.
-¿A don Lupe? Sí. Dile que sí lo conocí. Ya murió.

Entonces la voz de allá adentro cambió de tono:
-Ya sé que murió -dijo-. Y siguió hablando como si platicara con alguien allá, al otro lado de la pared de carrizos:
-Guadalupe Terreros era mi padre. Cuando crecí y lo busqué me dijeron que estaba muerto. Es algo difícil crecer sabiendo que la cosa de donde podemos agarrarnos para enraizar está muerta. Con nosotros, eso pasó.

"Luego supe que lo habían matado a machetazos, clavándole después una pica de buey en el estómago. Me contaron que duró más de dos días perdido y que, cuando lo encontraron tirado en un arroyo, todavía estaba agonizando y pidiendo el encargo de que le cuidaran a su familia.

"Esto, con el tiempo, parece olvidarse. Uno trata de olvidarlo. Lo que no se olvida es llegar a saber que el que hizo aquello está aún vivo, alimentando su alma podrida con la ilusión de la vida eterna. No podría perdonar a ése, aunque no lo conozco; pero el hecho de que se haya puesto en el lugar donde yo sé que está, me da ánimos para acabar con él. No puedo perdonarle que siga viviendo. No debía haber nacido nunca".

Desde acá, desde fuera, se oyó bien claro cuando dijo. Después ordenó:
-¡Llévenselo y amárrenlo un rato, para que padezca, y luego fusílenlo!
-¡Mírame, coronel! -pidió él-. Ya no valgo nada. No tardaré en morirme solito, derrengado de viejo. ¡No me mates...!
-¡Llévenselo! -volvió a decir la voz de adentro.
-...Ya he pagado, coronel. He pagado muchas veces. Todo me lo quitaron. Me castigaron de muchos modos. Me he pasado cosa de cuarenta años escondido como un apestado, siempre con el pálpito de que en cualquier rato me matarían. No merezco morir así, coronel. Déjame que, al menos, el Señor me perdone. ¡No me mates! ¡Diles que no me maten!

Estaba allí, como si lo hubieran golpeado, sacudiendo su sombrero contra la tierra. Gritando.

En seguida la voz de allá adentro dijo:
-Amárrenlo y denle algo de beber hasta que se emborrache para que no le duelan los tiros.

Ahora, por fin, se había apaciguado. Estaba allí arrinconado al pie del horcón. Había venido su hijo Justino y su hijo Justino se había ido y había vuelto y ahora otra vez venía.

Lo echó encima del burro. Lo apretaló bien apretado al aparejo para que no se fuese a caer por el camino. Le metió su cabeza dentro de un costal para que no diera mala impresión. Y luego le hizo pelos al burro y se fueron, arrebiatados, de prisa, para llegar a Palo de Venado todavía con tiempo para arreglar el velorio del difunto.

-Tu nuera y los nietos te extrañarán -iba diciéndole-. Te mirarán a la cara y creerán que no eres tú. Se les afigurará que te ha comido el coyote cuando te vean con esa cara tan llena de boquetes por tanto tiro de gracia como te dieron.











en El llano en llamas, 1953









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