domingo, mayo 22, 2011

“Jackie Brown”, de Elmore Leonard

Fragmento





El sábado por la mañana, tumbada al sol con su chándal y su sujetador, Melanie estaba pensando que se había pasado los últimos diecisiete años tomando el sol, ganándose la vida como chica morena californiana. Estaba pensando que la mayoría de los tipos con los que se movía no veían mucho el sol. Frank, aquel de Detroit con el que estaba en las Bahamas cuando conoció a Ordell, hacía casi catorce años, sí que tomaba el sol. Era un gilipollas, pero le encantaba el sol. A los productores de cine no les gustaba. Ni a los empresarios japoneses, ni a los tipos de Oriente Medio que iban a las islas griegas. Mientras tomaba el sol solía leer cosas sobre estrellas de cine y gente guapa, sobre todas aquellas chicas de las que nunca había oído hablar y que de repente se hacían famosas. Pero nunca había leído qué les ocurría a las chicas que se ganaban la vida tomando el sol cuando el sol acababa de arruinarles la jodida piel y se encontraban viviendo con un negro que no le veía ningún sentido a eso de tomar el sol. En ese punto se encontraba Melanie en la terraza a sus treinta y cuatro años, en una tumbona manchada de loción bronceadora. No los oyó entrar.

No se enteró de que estaban en el salón hasta que Ordell le dijo:

–Chica, mira quién ha venido.

Volvió la cabeza y vio a Ordell y a un tipo que llevaba una chaqueta informal de color azul y una camisa amarilla, y acarreaba una gran bolsa de Burdine’s. Un tipo con pinta de bruto, con su chaqueta nueva recién sacada de la percha. No lo reconoció hasta que Ordell dijo:

–Es Louis, nena. –Eso provocó que se levantara y entrara corriendo en la sala, aguantándose las cintas del sujetador con los dedos para que no se le descubrieran los pezones. Ordell siguió hablando–: ¿A que todavía es guapa?
–Hostia, es verdad –exclamó Melanie–. Estás ahí de verdad. Louis, la última vez que te vi...
–Ya lo sabe –cortó Ordell–. Louis no quiere hablar de esa época.
–Imagino por qué –respondió Melanie.

Soltó el sujetador, dejando que cayera si le daba la gana, se acercó a Louis, le dio un beso en la boca y luego no se apartó de él.

–En aquella época pensaba que vosotros erais los dos tíos más bordes que he conocido jamás.
–Te acabo de decir que no quiere hablar de eso.

Ella seguía mirando a Louis.

–Pero os lo pasabais bien, ¿verdad? Con aquella caja de máscaras. Si hubierais creído que alguien iba a pagar el rescate, me habríais secuestrado.

Por fin, Louis sonrió.

–Sí, se nos ocurrió.
–Me dijo que estabas aquí y me moría de ganas de verte.
–Lo que Louis quiere ver es mi película de las armas.

Melanie les preparó un vodka con tónica y se sentó para observar a Louis mientras Ordell pasaba la cinta por la tele –un vídeo que había comprado en una exhibición de armas– imponiendo su voz sobre las de la película.

–Sobre todo te da mucha de esa mierda técnica. Sí, la Beretta... Creo que dijo que era una PM-125. Da lo mismo. No se ven muchas como ésa. Pero escúchala. Tat-tat-tat-tat-tat. ¿Eh?

»Aquí ese tipo está disparando un M-16. Ya sabes que cualquiera puede comprar una semiautomática. Luego yo las convierto en automáticas del todo y tienes una ametralladora. No pasa nada, pero me cuesta uno de los grandes cada una, porque el que se juega el culo es el que las manipula. Como le pasó al que me hacía los silenciadores.

»Ésta que se ve ahora es una MAC-10. Lleva silenciador. Bup-bup-bup-bup, va escupiendo. Al tipo lo pillaron con ochenta y siete silenciadores en la furgoneta. Le esperan treinta años, y sin fianza. Ahora me los hace otro tipo de Lantana. En el próximo viaje le entregaré cien por treinta de los grandes, tío, tres billetes cada pieza. Nena, necesito más hielo.

Melanie tomó su vaso y se fue a la cocina.

–El MAC-10 es el que se ve en todas las películas. Y esta es la famosa UZI, una bella arma. Escúchala. Puedo conseguir quinientos por cada una si son de verdad. Las hacen los judíos en Israel.

»La Styer AUG, una de las mejores. Escúchala. Tío, eso sí que es trabajar. Muy cara, la hacen en Austria. Mis clientes no tienen ni puta idea de su existencia, o sea que no hay demanda.

Cuando Melanie volvió con su bebida, Ordell estaba en pleno «Bop-bop-bop» y luego cambió a «¡Bum, bum, bum!», al pasar de las pistolas a las granadas. Cada vez que enseñaba la película hacía lo mismo, perdía el culo por hacerse el simpático. Louis no había dicho ni una palabra desde el principio. Le gustaba ese tipo, sus rasgos huesudos y rudos, sus manos grandes... Manos grandes, minga grande.

–La AK-47 es la mejor. Ésta es china. Me cuesta ocho cincuenta y gano el doble. Va con tres cargadores y una bayoneta, tío, para clavarla.

Sonó el teléfono y Ordell dijo:

–Cógelo, nena, ¿quieres?
–Ya sabes que es para ti.

Ordell se la quedó mirando porque estaba acostumbrado a que ella siempre se levantara e hiciera lo que se le pedía. Tal vez tardara un poco o se hiciera la zángana, pero nunca se había negado a nada. Era la primera vez.

–¿Qué? No te he oído bien.

Louis se quedó mirando la pantalla.

Melanie se levantó, se acercó al mostrador que separaba el salón de la cocina y descolgó el teléfono. Dijo: «¿Sí?», soltó el teléfono y anunció:

–Es para ti.

Ordell se la quedó mirando un rato antes de parar el vídeo y levantarse. Melanie se sentó en el sofá con Louis.

–Es aburrido, ¿verdad?
–Se puede aguantar una vez –respondió Louis.
–Se cree que sabe de qué habla.
–¿Dónde guarda todas esas armas?
–Tiene un sitio... –empezó a explicar Melanie. Pero se detuvo.

Ordell volvió y explicó:

–Un tío de Nueva York quiere una Bren-10. Esa pieza es una mierda, pero es la que usaba Sonny Crocket y gracias a eso cuesta doce cincuenta. Es grande y de hierro, diez milímetros.
–¿La tienes? –preguntó Louis.
–Todavía no. En cuanto llame por teléfono, la tendré al día siguiente y le daré doscientos al chaval. –Ordell presionó un botón del mando a distancia–. Ese tío está disparando una TEC-9, una ametralladora barata que hacen en South Miami. Cuesta tres ochenta por lo menos. Yo las consigo por doscientos y las vendo por ocho. ¿Vas sumando, Louis? La propaganda de la TEC-9 dice: «Tan dura como el más duro de sus clientes». Dicen que es el arma más popular del crimen americano. No es mentira, lo dicen de verdad.

Volvió a sonar el teléfono.

–Sé que en Medellín les encanta.

Melanie miró a Ordell, éste detuvo la cinta y ambos se quedaron mirándose fijamente hasta que ella se levantó y se acercó al teléfono. De nuevo saludó, lo dejó sobre el mostrador y anunció:

–Es para ti.

Ordell le estaba contando a Louis que había comprado armas militares de todo tipo a un hombre que las había recogido en Panamá después de la guerra y las había llevado a Keys en su barco. Explicó que de ahí había sacado las ametralladoras M-60 de las que le hablara anteriormente. Decía que era como un mercadillo con granadas y misiles y mierdas de ésas.

–Es una mujer –dijo Melanie.

Eso le obligó a callarse. Se acercó al teléfono.

–¿Te sirvo algo?–preguntó Melanie a Louis.

Él le enseñó su vaso vacío.

–¿No es demasiado pronto?
–No estoy trabajando –contestó Louis.
–O sea que has venido de compras. –Melanie tocó las solapas de su chaqueta con la punta de los dedos. Rayón mezclado con algo–. ¿Quién te escogió esto? ¿Ordell?
–No tenemos el mismo gusto –respondió Louis.
–En ropa.
–Eso, en ropa.

Melanie se fue a la cocina con el vaso. A pocos metros, Ordell seguía hablando por teléfono:

–Puede que estén vigilando tu casa. Déjame pensar un momento... Sí, ve a la playa pública... La del puente de Blue Heron. Caminas hasta Howard Johnson y ya nos encontraremos por ahí... Ahora mismo, si quieres. Coge tu coche.

Colgó y miró a Melanie, al otro lado del mostrador.

–He de salir un rato. ¿Te portarás bien con mi amigo? ¿Intentarás no asaltarle ni arrancarle la ropa? Se la acaba de comprar.

–No me importaría salir a la terraza –propuso Louis–. Un poco de sol me iría bien.
–¿Lo dices en serio?
–Tú estás morena. Y guapa.
–¿Quieres ver las marcas? –preguntó Melanie. Se sentó en el sofá con la espalda arqueada, metió los pulgares bajo el sujetador y tiró de él para descubrir los pechos.
–Sí que estás morena –admitió Louis–. Nunca los sacas al sol, ¿eh?
–Antes, sí. Pero ahora pienso que quedan mejor al natural, ¿tú no?
–Sí, creo que tienes razón.

Los tenía grandes. Se quedó mirándolos, fijándose en las venitas azules que parecían los ríos de un mapa. Cuando alzó el vaso para dar un trago, se dio cuenta de que sólo le quedaba un cubito.

–Te la relleno –dijo, mirándolo a la cara, y no a la copa. Cuando ella cogió el vaso y se fue a la cocina, Louis se levantó y salió a la terraza.

El edificio estaba algo deteriorado y bajo la gastada pintura verde asomaba el cemento, pero tenía una espléndida vista al Atlántico, justo desde la puerta trasera, y se veía una playa blanca que se alargaba hasta Jacksonville. A lo lejos se veían cuerpos diminutos. Parecían pocos, hasta que miró hacia la playa pública, a la izquierda, y vio hileras de cabinas, o como se llamaran: había más gente al sol que dentro de las cabinas. Era un día perfecto, con viento suficiente para levantar olas y mover alguna nube de vez en cuando y aliviar el calor. Melanie, que estaba de nuevo a su lado junto a la barandilla de cemento, dijo:

–Sigue mirando por ese lado. Verás a Ordell caminando por la playa.
–¿Ha quedado con una mujer?
–Eso ha dicho.
–¿No te importa?
–Lo dirás en broma, ¿no?
–Hombre, vives con él.
–Él no vive aquí, pasa por aquí. Ya conoces a Ordell, hace lo que quiere.

Al parecer, Melanie también lo hacía, pues seguía casi desnuda cuando le tendió su bebida.

–Se te van a quemar.
–Me quedaré de espaldas al sol –dijo Melanie–. ¿Por qué no te acomodas en la tumbona y te quitas la camisa? Y los pantalones, si quieres.

Le sostuvo la bebida mientras se quitaba la camisa, la plegaba, la dejaba sobre una mesita metálica y se sentaba en la tumbona.

–Chico, pues sí que te hace falta algo de sol. ¿Dónde has estado?
–En la cárcel. Dos años menos dos meses.

Hablar con un convicto pareció avivar su mirada.

–¿De verdad? Ordell no me lo había dicho. ¿Qué hiciste?
–Robar un banco.

Eso la puso en marcha y empezó a mover la cabeza de un lado a otro para apartarse el cabello de la cara. Tenía un montón de pelo.

–He pensado mucho en ti, me preguntaba a qué te dedicarías...
–Sólo nos vimos una vez. ¿Hace trece años?
–Casi catorce. Y cuando te he visto entrar no me lo podía creer. Te he reconocido al instante.

Miró por encima del hombro hacia la playa pública.

–¿Qué has hecho tú? –preguntó él.

De nuevo ella volvía a mirarlo a la cara y, por encima de su cabeza, el sol le daba directamente en los ojos. Tuvo que entrecerrarlos.

–Tomar el sol.
–¿Nada más?
–Leer.
–¿Te aburres?
–Mucho. ¿Quieres follar?
–Claro –respondió Louis y dejó el vaso en el suelo.

Era de las que les gusta estar encima. Gemía y decía: «Dios mío» y echaba la cabeza hacia atrás y le frotaba el pelo del pecho con las manos como si fuera un lavadero, arriba y abajo, o como si estuviera lijando algo. Sus largas uñas rojas le arañaban, pero también le daba gusto. Quería ponerse él encima y hacerlo bien, pero el sol brillaba demasiado pese a tener los ojos cerrados, al rojo vivo, y todo se acabó antes de que pudiera moverse. Ella se levantó de un salto y se puso el pantalón corto, sin ropa interior debajo. Louis se subió los pantalones, cogió su vaso del suelo y calculó que habrían pasado unos cinco minutos.

–¡Uf!, me siento mucho mejor –dijo Melanie–. ¿Y tú?
–Sí, ha sido estupendo –asintió Louis.
–Ahora podemos relajarnos y ponernos al día.






Título de novela original: Rum punch, 1992











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