martes, mayo 24, 2011

"El mundo es ancho y ajeno", de Ciro Alegría

Fragmento





Rosendo, pues Nasha Suro no entendía nada de caballos, lo curó con querosene y jugo de limón. El limón era bueno también para las pestes propias de los caballos y ovejas. Los frutos, ensartados en un cordel, rodeaban el cuello. Hacía gracia ver a los animales caminando ornados de collar amarillo. La manada de ovejas era grande y seguía aumentando con el favor de Dios y el cuidado de los pastores. Los niños de la comunidad, acompañados de algunos perros, llevaban el rebaño a los pastizales, mientras las ovejas triscaban el ichu, los pequeños cantaban o tocaban dulcemente sus zampoñas y los perros atisbaban los contornos. Había que defender a todas las ovejas del puma y el zorro y a los corderillos del cóndor. Después de las cosechas sería la trasquila. Se la debía hacer a tiempo, pues de lo contrario, las primeras lluvias y granizadas cogían a las ovejas mal cubiertas y las mataban de frío. Hubo un año en que, además de retrasarse mucho la trasquila, las tormentas adelantadas llegaron a azotar con sus grises y blancos chicotes al mero octubre, y murieron centenares de ovejas. Tiesas y duras cómo troncos amanecían en el redil. Marguicha, una de las pastoras, lloraba viendo que un' corderito trataba de mamar de una oveja muerta. Pero la prudencia y el buen tino trasquilaron oportunamente los otros años. También levantaron un cobertizo en un ángulo del aprisco, según el proceder de los hacendados. Marguicha fue creciendo como una planta lozana. Llegó a ser Marga. En el tiempo debido floreció en labios y mejillas y echó frutos de senos. Sus firmes caderas presagiaban la fecundidad de la gleba honda. Viendo sus ojos negros, los mozos de Rumi creían en la felicidad. Ella, en buenas cuentas, era la vida que llegaba a multiplicarse y perennizarse, porque la mujer tiene el destino de la tierra. Y Maqui volvía a preguntarse: «¿Es la tierra mejor que la mujer?».

Un fuerte golpe de viento pasó estremeciendo las espigas y llevándose sus pensamientos. La oscuridad se había adensado y, aunque los fogones de la hondonada continuaban haciéndole amables señas, el viejo alcalde se sentía muy solo en la noche.

Esa era, pues, la historia de Rumi. Tal vez faltaría mucho. Acaso podría volver con más justeza sobre sus recuerdos. El tiempo había pasado o como un arado que traza el surco o como un vendaval que troncha el gajo. Pero la tierra permaneció siempre, incontrastable, poderosa, y a su amor alentaron los hombres.

Y he ahí que algo se mueve entre la sombra, que el monolito se fracciona, que el viejo ídolo se anima y cobra contornos humanos y desciende. Rosendo Maqui baja de la piedra y toma a paso lento el sendero que se bifurca por una loma aguda llamada Cuchilla y parte en dos el trigal. Las espigas crepitan gratamente y por ahí, sin que se pudiera precisar dónde, cerca, lejos, grillos y cigarras parlan repitiendo sin duda el diálogo de una antigua conseja que Maqui conoce.

Mientras avanza hacia Rumi, mientras muerde las últimas instancias de su sino, confesemos nosotros que hemos vacilado a menudo ante Rosendo Maqui. Comenzando porque decirle indio o darle el título de alcalde nos pareció inadecuado por mucho que lo autorizase la costumbre. Algo de su poderosa personalidad no es abarcada por tales señas. No le pudimos anteponer el don, pues habría sido españolizarlo, ni designarlo amauta, porque con ello se nos fugaba de este tiempo. Al llamarlo Rosendo a secas, templamos la falta de reverencia con ese acento de afectuosa familiaridad que es propio del trato que dan los narradores a todas las criaturas. Luego, influenciados por el mismo clima íntimo, hemos intervenido en instantes de apremio para aclarar algunos pensamientos y sentimientos confusos, ciertas reminiscencias truncas. A pesar de todo, quizá el lector se pregunte: «¿Qué desorden es éste? ¿Qué significa, entre otras cosas, esta mezcla de catolicismo, superstición, panteísmo e idolatría?” Responderemos que todos podemos darnos la razón, porque la tenemos a nuestro modo, inclusive Rosendo. Compleja es su alma. En ella no acaban aún de fundirse y no ocurrirá pronto, midiendo el tiempo en centurias las corrientes que confluyen desde muchos tiempos y muchos mundos. ¿Que él no logra explicarse nada? Digamos muy alto que su manera de comprender es amar y que Rosendo ama innumerables cosas, quizás todas las cosas y entonces las entiende porque está cerca de ellas, conviviendo con ellas, según el resorte que mueva su amor: admiración, apetencia, piedad o afinidad. «¿Es la tierra mejor que la mujer?». En la duda asoma ya una diferenciación de su esencia. En el momento justo las propias fuerzas de su ser lo empujan hacia una o la otra, de igual modo que hacia las demás formas de la vida. Su sabiduría, pues, no excluye la inocencia y la ingenuidad. No excluye ni aun la ignorancia. Esa ignorancia según la cual son fáciles todos los secretos, pues una potencia germinal orienta seguramente la existencia. Ella es en Rosendo Maqui tanto más sabia cuanto que no rechaza, e inclusive desea, lo que los hombres llaman el progreso y la civilización.

Pero no sigamos con disquisiciones de esta laya ante un ser tan poderoso y a pesar de todo tan sencillo. Él continúa marchando, cargado de edad, por el ondulante sendero.

De pronto un grito se extendió en la noche estremeciendo la densidad de las sombras y buscando la atención de los cerros.

Rosendoooo…, taita Rosendoooo.

Las peñas contestaron y la voz repetida se fue apagando, apagando, hasta consumirse entre el crepitar de las espigas y el chirriar de los grillos y las cigarras. La cinta del camino lograba albear entre la oscuridad y Maqui apuró el paso, aguzando la mirada para no resbalar ni tropezar. Le dolían un poco sus ojos fatigados. Un bulto oscuro y rampante, de inquieto jadeo, trepaba la cuesta. Ya estaba junto a él. Era su perro, el perro Candela, que llegó a restregarse contra sus piernas, gimió un poco y luego echó a correr camino abajo. Resultaba evidente que había subido para avisarle algo y ahora lo invitaba a ir pronto hacia el caserío. Candela se detenía a ratos para gemir inquietamente y luego corría de nuevo. Maqui trotó y trotó. Ya estaban allí las primeras pircas, junto a las cuales crecían pencas y tunas. Ya estaban allí, al fin, las casas de corredor iluminado por el fogón. Maqui tomó a paso ligero por media calle y a la luz incierta de los leños cruzaba como una sombra. Algunos indios, sentados en el pretil de' sus casas, lo reconocían y saludaban. La campana de la capilla exhaló un claro y taladrante gemido: la-an... y a intervalos regulares y largos continuó clamando. El anciano hubiera querido correr, mas se sujetaba, estimando que debía guardar la compostura propia de sus años y su rango.

Ya estaba allí, al fin, en un lado de la plaza, su propia habitación de adobe, con el techo aplastado por la noche. Un abigarrado grupo de indios había ante ella. La luz del corredor perfilaba sus siluetas y alargaba sus sombras. Las trémulas sombras se extendían por la plaza, inacabables, espectrales. Maqui se abrió paso y los indios lo dejaron avanzar sin decirle nada. La-an..., la-an... seguía llorando la campana. Ululaba la voz desolada de una mujer. El viejo miró y quedóse mudo e inmóvil. Sus ojos se empañaron tal vez. Pascuala, su mujer, había muerto. En el corredor, sobre un lecho de ramas y hojas de yerbasanta, se enfriaba el cadáver.




1941
















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