sábado, abril 30, 2011

"El túnel", de Ernesto Sábato

Buenos Aires, 24 de junio de 1911 - Santos Lugares, 30 de abril de 2011
Fragmento



Todo era tan elegante que sentí vergüenza por mi traje viejo y mis rodilleras. Y sin embargo, la sensación de grotesco que experimentaba no era exactamente por eso sino por algo que no terminaba de definir. Culminó cuando una chica muy fina, mientras me ofrecía unos sandwiches, comentaba con un señor no sé qué problema de masoquismo anal. Es probable, pues, que aquella sensación resultase de la diferencia de potencial entre los muebles modernos, limpísimos, funcionales, y damas y caballeros tan aseados emitiendo palabras génito-urinarias.

Quise buscar refugio en algún rincón, pero resultó imposible. El departamento estaba atestado de gente idéntica que decía permanentemente la misma cosa. Escapé entonces a la calle. Al encontrarme con personas habituales (un vendedor de diarios, un chico, un chofer), me pareció de pronto fantástico que en un departamento hubiera aquel amontonamiento.

Sin embargo, de todos los conglomerados detesto parti¬cularmente el de los pintores. En parte, naturalmente, porque es el que más conozco y ya se sabe que uno puede detestar con mayor razón lo que se conoce a fondo. Pero tengo otra razón: LOS CRÍTICOS. Es una plaga que nunca pude entender. Si yo fuera un gran cirujano y un señor que jamás ha maneja¬do un bisturí, ni es médico ni ha entablillado la pata de un gato, viniera a explicarme los errores de mi operación, ¿qué se pensaría?. Lo mismo pasa con la pintura. Lo singular es que la gente no advierte que es lo mismo y aunque se ría de las pre¬tensiones del crítico de cirugía, escucha con un increíble respeto a esos charlatanes. Se podría escuchar con cierto respeto los juicios de un crítico que alguna vez haya pintado, aunque más no fuera que telas mediocres. Pero aun en ese caso sería absurdo, pues ¿cómo puede encontrarse razonable que un pin¬tor mediocre dé consejos a uno bueno?

ME HE APARTADO de mi camino. Pero es por mi maldita costumbre de querer justificar cada uno de mis actos. ¿A qué diablos explicar la razón de que no fuera a salones de pintu¬ra? Me parece que cada uno tiene derecho a asistir o no, si le da la gana, sin necesidad de presentar un extenso alegato justificatorio. ¿A dónde se llegaría, si no, con semejante manía? Pero, en fin, ya está hecho, aunque todavía tendría mucho que decir acerca de ese asunto de las exposiciones, las habla¬durías de los colegas, la ceguera del público, la imbecilidad de los encargados de preparar el salón y distribuir los cuadros. Felizmente (o desgraciadamente) ya todo eso no me interesa; de otro modo quizá escribiría un largo ensayo titulado De la forma en que el pintor debe defenderse de los amigos de la pintura.

Debía descartar, pues, la posibilidad de encontrarla en una exposición.













1948












viernes, abril 29, 2011

"Doña Flor y sus dos maridos", de Jorge Amado






II. Del tiempo inicial de la viudez, tiempo de duelo de luto cerrado, con las memorias de las ambiciones y los engaños, del enamoramiento y las bodas, de la vida matrimonial de Vadinho y doña Flor, y de las fichas y dados y la dura espera ahora sin esperanza (y la molesta presencia de doña Rozilda)



20


Recostada en la cama de hierro, un solo pensamiento aplasta a doña Flor, la lanza contra el fondo de sí misma, hecha jirones: nunca más lo tendría a su lado, en pleno alborozo, a su Vadinho. Nunca más. Esa certidumbre la hiere y la desgarra; es un puñal ponzoñoso que le hiende el pecho y le envenena el corazón, ahogando sus ansias de sobrevivir, su juventud ávida de subsistir. En la cama de hierro, al borde del suicidio, doña Flor. Sólo la sustentan su deseo y la persistencia de su memoria. ¿Por qué lo espera, si es inútil? ¿Por qué surge en ella el deseo como una llamarada, un fuego que le quema las entrañas, que la mantiene viva? Si es inútil, si él ya no volverá, amante impúdico, a arrancarle las enaguas o el camisón, o la bombacha de encaje; ya no volverá él a exponer su desnudez sin vello, diciéndole cosas tan locas que ella no se atreve a repetirlas ni en el recuerdo; tan locas e indecentes, pero tan lindas. ¡Ay! Ya no vendrá a acariciarle el cuello, las caderas y el vientre, despertarla y adormecerla con un temporal de deseo, un huracán que la arrebataba y la enceguecía, una brisa de ternuras, un céfiro de suspiros, y luego el desfallecimiento para el nuevo volver a despertar. ¡Ay!, ¡nunca más! Sólo el deseo y la memoria la sustentan.

«Andaba como un alma en pena, por la casa húmeda y lúgubre como una tumba». Olor a moho en las paredes, en las tejas y en el piso, un frío abandono a la espera de las arañas y de las telarañas. «Una sepultura en la que ella se enterró con el recuerdo de Vadinho». Doña Flor, toda de negro, de duelo por dentro y por fuera, deshecha. Su amiga doña Norma le decía:

- Esto no es posible, Flor. No es posible. Ya va a hacer un mes y sigues como alma en pena, dando vueltas por la casa. Y tu casa, que era una fiesta, se está llenando de moho. Dios me perdone, pero más parece una sepultura en la que te encerraste. Reacciona, acaba con eso, alivia ese luto...

Las alumnas se sentían como perdidas en aquella atmósfera en que las risas y las bromas sonaban a falso. ¿Cómo mantener la cotidiana cordialidad de las clases, la agradable sensación de pasatiempo, motivo del éxito principal de la Escuela de Cocina: Sabor y Arte, si la profesora sólo reía por compromiso y con esfuerzo? En sus lejanos tiempos de alumna, doña Magá Paternostro, la millonaria, declamaba, con pose cómica de recital escolar, desde el rellano del primer piso, un pastiche del Estudiante alsaciano...

             Salve a la escuela risueña y sencilla
             y a su joven y traviesa profesora...

Desde entonces habían aumentado las solicitudes de inscripción, porque cada una de las señoras le hacía publicidad gratuita, la recomendaban a las amigas: «Es formidable, cocina como nadie, sabe enseñar y es un encanto de persona. Las clases son tan divertidas, son dos horas de risa continua, de anécdotas, de bromas. No hay nada mejor para pasar el tiempo».

A veces se veía obligada a rechazar alumnas, tantos eran los pedidos para las vacantes trimestrales en los dos cursos. Ahora, sin embargo, tres jóvenes habían abandonado ya el curso y hasta circuló la noticia del próximo cierre de la escuela. ¿Dónde estaba aquella «joven y traviesa profesora»? ¿Dónde estaban las «dos horas de anécdotas y bromas»? En la mitad de la clase, cuando las muchachas reían, de pronto doña Flor se quedaba como ausente, la mirada perdida, el rostro lleno de ansiedad. ¿Y a quién le gusta cargar con el difunto de los otros, días y más días a vueltas con ese muerto, como si no existieran los cementerios?

Su comadre Dionisia de Oxóssi vino a visitarla, trayendo consigo al diablito del ahijado. Vino vestida de oscuro como exigen los ritos de la cortesía, pero ya sonreía, pues había pasado casi un mes y con aquella visita completaba una serie de tres. El aspecto de tristeza de doña Flor la preocupaba, si la comadre seguía con esa melancolía iba a acabar mal.

- Entierre al tocayo de una vez, comadre..., si no va a comenzar a heder y va a consumir todo lo que hay aquí, incluso usted...
- No sé qué hacer. Sólo tengo descanso cuando me acuerdo de él...
- Pues junte todo lo que sea recuerdo del tocayo, junte la pesadumbre que le dejó y entiérrelo en el fondo del corazón. Junte todo, lo bueno y lo malo, entiérrelo todo y después acuéstese y duerma tranquila...

Con sus libros siempre bajo el brazo, vestida con un fresco y vaporoso vestido de verano que mostraba sus pecas y su salud, doña Gisa, su consejera, la reprendía:

- ¿Qué es eso? ¿Cuánto tiempo va a durar esa exhibición?
- ¿Qué puedo hacer? No es que yo lo quiera...
- ¿Y su fuerza de voluntad? Dígase a sí misma: mañana comienzo una vida nueva; cierre las puertas al pasado, vuelva a vivir.

El coro de las comadres murmuraba, como en una letanía:

- Ahora, sin esa peste de marido, es cuando ella puede vivir feliz... Debía dar gracias a Dios...

En el patio del convento, don Clemente Nigra, contra el inmenso mar verdeazul, le dio una palmadita en la cara triste, contemplando su luto cerrado, desgarrador, su flacura, su abatimiento. Doña Flor iba a verlo para encargarle una misa con motivo de cumplirse un mes del fallecimiento.

- Hija mía - susurró el marfileño fraile- , ¿qué desesperación es ésa? Vadinho era tan alegre, le gustaba tanto reír... Siempre que lo veía me daba cuenta de que el peor de los pecados mortales es la tristeza, es el único que ofende a la vida. ¿Qué diría si la viese así? No le gustaría, no le gustaba nada que fuese triste. Si usted quiere ser fiel a su memoria, enfrente la vida con alegría...

Las chismosas voceaban en el barrio:

- Ahora sí, ahora sí que ella puede estar alegre; ahora que ese perro se fue al infierno.

Las figuras se movían en el fondo de la habitación como en un ballet: doña Rozilda, doña Dinorá y las beatas con su tufillo de sacristía; y doña Norma, doña Gisa, don Clemente, y Dionisia de Oxóssi sonriendo con su chico:

- Entierre la pesadumbre del tocayo en el corazón, comadre, y acuéstese y duerma.

Pero su cuerpo no se conforma, lo reclama. Ella reflexiona, piensa, oye a las amigas y les da la razón, es preciso poner término a esto, dejar de estar muriéndose todos los días, cada vez un poco más. Mas su cuerpo no se conforma y lo reclama desesperadamente. Sólo la memoria se lo devuelve, se lo trae, a su Vadinho, con su atrevido bigote, su risa zumbona, sus palabras feas pero tan lindas, su cabellera rubia y la marca del navajazo. Quiere irse con él, volver a tomar su brazo, irritarse con sus trastadas, ¡y eran tantas!, y gemir sin pudor, desfalleciente, en un beso. Pero, ¡ah!, es necesario reaccionar y vivir, abrir su casa y sus labios apretados, airear las salas y el corazón, tomar la carga de dolor que le dejara él, entera, y enterrarla bien hondo. ¿Quién sabe si así, a lo mejor, se calmaría su deseo? Siempre oyó decir que una viuda debe ser inmune a tales apetitos, a esos pecaminosos pensamientos, que su deseo debía marchitarse como una flor seca e inútil. El deseo de las viudas se va a la fosa con el cajón del finado, se entierra con él. Sólo una mujer muy zafada, que no hubiese amado a su marido, podía seguir pensando todavía en esas desvergüenzas. ¡Qué horrible! ¿Por qué Vadinho no se habrá llevado consigo la fiebre que la consumía, la desesperación que le entumecía los senos, haciéndole doler el vientre insatisfecho? Era tiempo de que enterrase de nuevo a su muerto y con toda su carga: sus malos tratos, sus maldades, sus desvergüenzas, su alegría, su gracia, su generoso ímpetu, y todo cuanto él plantó en la mansedumbre de doña Flor, las hogueras que encendió, esa dolorida ansiedad, esa locura de amor y ese ardiente deseo, ¡ay!, ¡ese criminal deseo de viuda deshonesta!

Pero antes, por lo menos una vez, una última vez, ella lo busca en la memoria y lo encuentra, y se va con él del brazo. Va muy paqueta, como en los tiempos de soltera, cuando ella y Rosalía, dos pobretonas, iban a fiestas en casas de burgueses opulentos y eran las mejor vestidas, dándose el gusto de superar en lujo a todas las demás.

¡Ah! ¡Principalmente una noche, más bella y terrible que todas, llena de novedades y sorpresas, de miedo y exaltación, de humillación y triunfo! ¡Con las emociones del salón de baile y del salón de juego, los nervios rotos, el corazón en fiesta! ¡Qué noche más maravillosa!

Por última vez con él, despacito. Paso a paso fue reconstruyendo el absurdo itinerario de aquella noche sin estrellas: la salida de casa, ellos dos, con doña Gisa, la cena, el tango, el espectáculo de las mulatas cimbreándose, el canto de las negras, la ruleta, el bacará, la fatiga, la ternura; la vuelta a casa en el de Cígano como en los viejos tiempos, y Vadinho besándola con impaciencia, allí mismo, a la vista de doña Gisa, que sonreía. Con un frenesí tal que le arrancó y destruyó el lujoso vestido nada más entrar en el dormitorio:

- No sé qué es lo que tienes hoy, querida, estás hecha una tentación y estoy loco por ti. Vamos, apúrate... Vas a ver lo que es gozar..., como tú nunca gozaste. Hoy es el día, prepárate. Te di lo que pediste, ahora vas a tener que pagar...

Caída en la cama de hierro, doña Flor se estremeció. Aquella noche la hiel se había transformado en miel y el dolor volvió de nuevo a convertirse en un supremo placer; nunca fuera una yegua tan violentamente montada por su fogoso garañón, ni nunca poseída una perra en celo tan licenciosa; era una esclava sometida a su lascivia, una hembra recorriendo todos los caminos del deseo, campiñas de flores y dulzuras, selvas de húmedas sombras y prohibidos senderos, hasta el reducto final. Noche en que fueron cruzadas las puertas más estrechas y cerradas, en que rindió el último bastión de su pudor. ¡Oh! ¡Deo gratias, aleluya! Fue la vez en que la hiel se transformó en miel y el dolor en raro, exquisito, divino placer: una noche de mutua, total entrega.

Fue en el cumpleaños de doña Flor, no hacía mucho, en diciembre último, en las vísperas de Navidad.





1966













jueves, abril 28, 2011

"Historia de dos ciudades", de Charles Dickens

Inicio / Traducción de Juan Carlos Villavicencio




Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, era la edad de la sabiduría, era la edad de la estupidez, era la época de las creencias, era la época de la incredulidad, era la estación de la Luz, era la estación de las Tinieblas, era la primavera de la esperanza, era el invierno de la desesperación, teníamos todo ante nosotros, no teníamos nada ante nosotros, todos íbamos directo al Cielo, todos íbamos directo hacia el otro lado –en resumen, el período fue tan parecido al período actual, que algunas de sus más ruidosas autoridades insistieron en que, para bien o para mal, sólo es aceptable la comparación en grado superlativo.

Había un rey con una gran quijada y una reina fea de cara, en el trono de Inglaterra; había un rey con una gran quijada y una reina de hermoso rostro, en el trono de Francia. En ambos países era más claro que el cristal a los nobles del Estado –que guardan los panes y los peces–, que las cosas, en general, estaban aseguradas para siempre.



1859












A tale of two cities

It was the best of times, it was the worst of times, it was the age of wisdom, it was the age of foolishness, it was the epoch of belief, it was the epoch of incredulity, it was the season of Light, it was the season of Darkness, it was the spring of hope, it was the winter of despair, we had everything before us, we had nothing before us, we were all going direct to Heaven, we were all going direct the other way- in short, the period was so far like the present period, that some of its noisiest authorities insisted on its being received, for good or for evil, in the superlative degree of comparison only. // There were a king with a large jaw and a queen with a plain face, on the throne of England; there were a king with a large jaw and a queen with a fair face, on the throne of France. In both countries it was clearer than crystal to the lords of the State preserves of loaves and fishes, that things in general were settled for ever. 












miércoles, abril 27, 2011

“Una rosa para Emilia”, de William Faulkner






I


Cuando murió la señorita Emilia Grierson, casi toda la ciudad asistió a su funeral; los hombres, con esa especie de respetuosa devoción ante un monumento que desaparece; las mujeres, en su mayoría, animadas de un sentimiento de curiosidad por ver por dentro la casa en la que nadie había entrado en los últimos diez años, salvo un viejo sirviente, que hacía de cocinero y jardinero a la vez.

La casa era una construcción cuadrada, pesada, que había sido blanca en otro tiempo, decorada con cúpulas, volutas, espirales y balcones en el pesado estilo del siglo XVII; asentada en la calle principal de la ciudad en los tiempos en que se construyó, se había visto invadida más tarde por garajes y fábricas de algodón, que habían llegado incluso a borrar el recuerdo de los ilustres nombres del vecindario. Tan sólo había quedado la casa de la señorita Emilia, levantando su permanente y coqueta decadencia sobre los vagones de algodón y bombas de gasolina, ofendiendo la vista, entre las demás cosas que también la ofendían. Y ahora la señorita Emilia había ido a reunirse con los representantes de aquellos ilustres hombres que descansaban en el sombreado cementerio, entre las alineadas y anónimas tumbas de los soldados de la Unión, que habían caído en la batalla de Jefferson.

Mientras vivía, la señorita Emilia había sido para la ciudad una tradición, un deber y un cuidado, una especie de heredada tradición, que databa del día en que el coronel Sartoris el Mayor -autor del edicto que ordenaba que ninguna mujer negra podría salir a la calle sin delantal-, la eximió de sus impuestos, dispensa que había comenzado cuando murió su padre y que más tarde fue otorgada a perpetuidad. Y no es que la señorita Emilia fuera capaz de aceptar una caridad. Pero el coronel Sartoris inventó un cuento, diciendo que el padre de la señorita Emilia había hecho un préstamo a la ciudad, y que la ciudad se valía de este medio para pagar la deuda contraída. Sólo un hombre de la generación y del modo de ser del coronel Sartoris hubiera sido capaz de inventar una excusa semejante, y sólo una mujer como la señorita Emilia podría haber dado por buena esta historia.

Cuando la siguiente generación, con ideas más modernas, maduró y llegó a ser directora de la ciudad, aquel arreglo tropezó con algunas dificultades. Al comenzar el año enviaron a la señorita Emilia por correo el recibo de la contribución, pero no obtuvieron respuesta. Entonces le escribieron, citándola en el despacho del alguacil para un asunto que le interesaba. Una semana más tarde el alcalde volvió a escribirle ofreciéndole ir a visitarla, o enviarle su coche para que acudiera a la oficina con comodidad, y recibió en respuesta una nota en papel de corte pasado de moda, y tinta empalidecida, escrita con una floreada caligrafía, comunicándole que no salía jamás de su casa. Así pues, la nota de la contribución fue archivada sin más comentarios.

Convocaron, entonces, una junta de regidores, y fue designada una delegación para que fuera a visitarla.

Allá fueron, en efecto, y llamaron a la puerta, cuyo umbral nadie había traspasado desde que aquélla había dejado de dar lecciones de pintura china, unos ocho o diez años antes. Fueron recibidos por el viejo negro en un oscuro vestíbulo, del cual arrancaba una escalera que subía en dirección a unas sombras aún más densas. Olía allí a polvo y a cerrado, un olor pesado y húmedo. El vestíbulo estaba tapizado en cuero. Cuando el negro descorrió las cortinas de una ventana, vieron que el cuero estaba agrietado y cuando se sentaron, se levantó una nubecilla de polvo en torno a sus muslos, que flotaba en ligeras motas, perceptibles en un rayo de sol que entraba por la ventana. Sobre la chimenea había un retrato a lápiz, del padre de la señorita Emilia, con un deslucido marco dorado.

Todos se pusieron en pie cuando la señorita Emilia entró -una mujer pequeña, gruesa, vestida de negro, con una pesada cadena en torno al cuello que le descendía hasta la cintura y que se perdía en el cinturón-; debía de ser de pequeña estatura; quizá por eso, lo que en otra mujer pudiera haber sido tan sólo gordura, en ella era obesidad. Parecía abotagada, como un cuerpo que hubiera estado sumergido largo tiempo en agua estancada. Sus ojos, perdidos en las abultadas arrugas de su faz, parecían dos pequeñas piezas de carbón, prensadas entre masas de terrones, cuando pasaban sus miradas de uno a otro de los visitantes, que le explicaban el motivo de su visita.

No los hizo sentar; se detuvo en la puerta y escuchó tranquilamente, hasta que el que hablaba terminó su exposición. Pudieron oír entonces el tictac del reloj que pendía de su cadena, oculto en el cinturón.

Su voz fue seca y fría.

-Yo no pago contribuciones en Jefferson. El coronel Sartoris me eximió. Pueden ustedes dirigirse al Ayuntamiento y allí les informarán a su satisfacción.
-De allí venimos; somos autoridades del Ayuntamiento, ¿no ha recibido usted un comunicado del alguacil, firmado por él?
-Sí, recibí un papel -contestó la señorita Emilia-. Quizá él se considera alguacil. Yo no pago contribuciones en Jefferson.
-Pero en los libros no aparecen datos que indiquen una cosa semejante. Nosotros debemos...
-Vea al coronel Sartoris. Yo no pago contribuciones en Jefferson.
-Pero, señorita Emilia...
-Vea al coronel Sartoris (el coronel Sartoris había muerto hacía ya casi diez años.) Yo no pago contribuciones en Jefferson. ¡Tobe! -exclamó llamando al negro-. Muestra la salida a estos señores.




II


Así pues, la señorita Emilia venció a los regidores que fueron a visitarla del mismo modo que treinta años antes había vencido a los padres de los mismos regidores, en aquel asunto del olor. Esto ocurrió dos años después de la muerte de su padre y poco después de que su prometido -todos creímos que iba a casarse con ella- la hubiera abandonado. Cuando murió su padre apenas si volvió a salir a la calle; después que su prometido desapareció, casi dejó de vérsele en absoluto. Algunas señoras que tuvieron el valor de ir a visitarla, no fueron recibidas; y la única muestra de vida en aquella casa era el criado negro -un hombre joven a la sazón-, que entraba y salía con la cesta del mercado al brazo.

“Como si un hombre -cualquier hombre- fuera capaz de tener la cocina limpia”, comentaban las señoras, así que no les extrañó cuando empezó a sentirse aquel olor; y esto constituyó otro motivo de relación entre el bajo y prolífico pueblo y aquel otro mundo alto y poderoso de los Grierson.

Una vecina de la señorita Emilia acudió a dar una queja ante el alcalde y juez Stevens, anciano de ochenta años.

-¿Y qué quiere usted que yo haga? -dijo el alcalde.
-¿Qué quiero que haga? Pues que le envíe una orden para que lo remedie. ¿Es que no hay una ley?
-No creo que sea necesario -afirmó el juez Stevens-. Será que el negro ha matado alguna culebra o alguna rata en el jardín. Ya le hablaré acerca de ello.

Al día siguiente, recibió dos quejas más, una de ellas partió de un hombre que le rogó cortésmente:

-Tenemos que hacer algo, señor juez; por nada del mundo querría yo molestar a la señorita Emilia; pero hay que hacer algo.

Por la noche, el tribunal de los regidores -tres hombres que peinaban canas, y otro algo más joven- se encontró con un hombre de la joven generación, al que hablaron del asunto.

-Es muy sencillo -afirmó éste-. Ordenen a la señorita Emilia que limpie el jardín, denle algunos días para que lo lleve a cabo y si no lo hace...
-Por favor, señor -exclamó el juez Stevens-. ¿Va usted a acusar a la señorita Emilia de que huele mal?

Al día siguiente por la noche, después de las doce, cuatro hombres cruzaron el césped de la finca de la señorita Emilia y se deslizaron alrededor de la casa, como ladrones nocturnos, husmeando los fundamentos del edificio, construidos con ladrillo, y las ventanas que daban al sótano, mientras uno de ellos hacía un acompasado movimiento, como si estuviera sembrando, metiendo y sacando la mano de un saco que pendía de su hombro. Abrieron la puerta de la bodega, y allí esparcieron cal, y también en las construcciones anejas a la casa. Cuando hubieron terminado y emprendían el regreso, detrás de una iluminada ventana que al llegar ellos estaba oscura, vieron sentada a la señorita Emilia, rígida e inmóvil como un ídolo. Cruzaron lentamente el prado y llegaron a los algarrobos que se alineaban a lo largo de la calle. Una semana o dos más tarde, aquel olor había desaparecido.

Así fue cómo el pueblo empezó a sentir verdadera compasión por ella. Todos en la ciudad recordaban que su anciana tía, lady Wyatt, había acabado completamente loca, y creían que los Grierson se tenían en más de lo que realmente eran. Ninguno de nuestros jóvenes casaderos era bastante bueno para la señorita Emilia. Nos habíamos acostumbrado a representarnos a ella y a su padre como un cuadro. Al fondo, la esbelta figura de la señorita Emilia, vestida de blanco; en primer término, su padre, dándole la espalda, con un látigo en la mano, y los dos, enmarcados por la puerta de entrada a su mansión. Y así, cuando ella llegó a sus 30 años en estado de soltería, no sólo nos sentíamos contentos por ello, sino que hasta experimentamos como un sentimiento de venganza. A pesar de la tara de la locura en su familia, no hubieran faltado a la señorita Emilia ocasiones de matrimonio, si hubiera querido aprovecharlas..

Cuando murió su padre, se supo que a su hija sólo le quedaba en propiedad la casa, y en cierto modo esto alegró a la gente; al fin podían compadecer a la señorita Emilia. Ahora que se había quedado sola y empobrecida, sin duda se humanizaría; ahora aprendería a conocer los temblores y la desesperación de tener un céntimo de más o de menos.

Al día siguiente de la muerte de su padre, las señoras fueron a la casa a visitar a la señorita Emilia y darle el pésame, como es costumbre. Ella, vestida como siempre, y sin muestra ninguna de pena en el rostro, las puso en la puerta, diciéndoles que su padre no estaba muerto. En esta actitud se mantuvo tres días, visitándola los ministros de la Iglesia y tratando los doctores de persuadirla de que los dejara entrar para disponer del cuerpo del difunto. Cuando ya estaban dispuestos a valerse de la fuerza y de la ley, la señorita Emilia rompió en sollozos y entonces se apresuraron a enterrar al padre.

No decimos que entonces estuviera loca. Creímos que no tuvo más remedio que hacer esto. Recordando a todos los jóvenes que su padre había desechado, y sabiendo que no le había quedado ninguna fortuna, la gente pensaba que ahora no tendría más remedio que agarrarse a los mismos que en otro tiempo había despreciado.




III


La señorita Emilia estuvo enferma mucho tiempo. Cuando la volvimos a ver, llevaba el cabello corto, lo que la hacía aparecer más joven que una muchacha, con una vaga semejanza con esos ángeles que figuran en los vidrios de colores de las iglesias, de expresión a la vez trágica y serena...

Por entonces justamente la ciudad acababa de firmar los contratos para pavimentar las calles, y en el verano siguiente a la muerte de su padre empezaron los trabajos. La compañía constructora vino con negros, mulas y maquinaria, y al frente de todo ello, un capataz, Homer Barron, un yanqui blanco de piel oscura, grueso, activo, con gruesa voz y ojos más claros que su rostro. Los muchachillos de la ciudad solían seguirlo en grupos, por el gusto de verlo renegar de los negros, y oír a éstos cantar, mientras alzaban y dejaban caer el pico. Homer Barren conoció en seguida a todos los vecinos de la ciudad. Dondequiera que, en un grupo de gente, se oyera reír a carcajadas se podría asegurar, sin temor a equivocarse, que Homer Barron estaba en el centro de la reunión. Al poco tiempo empezamos a verlo acompañando a la señorita Emilia en las tardes del domingo, paseando en la calesa de ruedas amarillas o en un par de caballos bayos de alquiler...

Al principio todos nos sentimos alegres de que la señorita Emilia tuviera un interés en la vida, aunque todas las señoras decían: “Una Grierson no podía pensar seriamente en unirse a un hombre del Norte, y capataz por añadidura.” Había otros, y éstos eran los más viejos, que afirmaban que ninguna pena, por grande que fuera, podría hacer olvidar a una verdadera señora aquello de noblesse oblige -claro que sin decir noblesse oblige- y exclamaban:

“¡Pobre Emilia! ¡Ya podían venir sus parientes a acompañarla!”, pues la señorita Emilia tenía familiares en Alabama, aunque ya hacía muchos años que su padre se había enemistado con ellos, a causa de la vieja lady Wyatt, aquella que se volvió loca, y desde entonces se había roto toda relación entre ellos, de tal modo que ni siquiera habían venido al funeral.

Pero lo mismo que la gente empezó a exclamar: “¡Pobre Emilia!”, ahora empezó a cuchichear: “Pero ¿tú crees que se trata de...?”. “¡Pues claro que sí! ¿Qué va a ser, si no?”, y para hablar de ello, ponían sus manos cerca de la boca. Y cuando los domingos por la tarde, desde detrás de las ventanas entornadas para evitar la entrada excesiva del sol, oían el vivo y ligero clop, clop, clop, de los bayos en que la pareja iba de paseo, podía oírse a las señoras exclamar una vez más, entre un rumor de sedas y satenes: “¡Pobre Emilia!”.

Por lo demás, la señorita Emilia seguía llevando la cabeza alta, aunque todos creíamos que había motivos para que la llevara humillada. Parecía como si, más que nunca, reclamara el reconocimiento de su dignidad como última representante de los Grierson; como si tuviera necesidad de este contacto con lo terreno para reafirmarse a sí misma en su impenetrabilidad. Del mismo modo se comportó cuando adquirió el arsénico, el veneno para las ratas; esto ocurrió un año más tarde de cuando se empezó a decir: “¡Pobre Emilia!”, y mientras sus dos primas vinieron a visitarla.

-Necesito un veneno -dijo al droguero. Tenía entonces algo más de los 30 años y era aún una mujer esbelta, aunque algo más delgada de lo usual, con ojos fríos y altaneros brillando en un rostro del cual la carne parecía haber sido estirada en las sienes y en las cuencas de los ojos; como debe parecer el rostro del que se halla al pie de una farola.
-Necesito un veneno -dijo.
-¿Cuál quiere, señorita Emilia? ¿Es para las ratas? Yo le recom...
-Quiero el más fuerte que tenga -interrumpió-. No importa la clase.

El droguero le enumeró varios.

-Pueden matar hasta un elefante. Pero ¿qué es lo que usted desea. . .?
-Quiero arsénico. ¿Es bueno?
-¿Que si es bueno el arsénico? Sí, señora. Pero ¿qué es lo que desea...?
-Quiero arsénico.

El droguero la miró de abajo arriba. Ella le sostuvo la mirada de arriba abajo, rígida, con la faz tensa.

-¡Sí, claro -respondió el hombre-; si así lo desea! Pero la ley ordena que hay que decir para qué se va a emplear.

La señorita Emilia continuaba mirándolo, ahora con la cabeza levantada, fijando sus ojos en los ojos del droguero, hasta que éste desvió su mirada, fue a buscar el arsénico y se lo empaquetó. El muchacho negro se hizo cargo del paquete. E1 droguero se metió en la trastienda y no volvió a salir. Cuando la señorita Emilia abrió el paquete en su casa, vio que en la caja, bajo una calavera y unos huesos, estaba escrito: “Para las ratas”.




IV


Al día siguiente, todos nos preguntábamos: “¿Se irá a suicidar?” y pensábamos que era lo mejor que podía hacer. Cuando empezamos a verla con Homer Barron, pensamos: “Se casará con él”. Más tarde dijimos: “Quizás ella le convenga aún”, pues Homer, que frecuentaba el trato de los hombres y se sabía que bebía bastante, había dicho en el Club Elks que él no era un hombre de los que se casan. Y repetimos una vez más: “¡Pobre Emilia!” desde atrás de las vidrieras, cuando aquella tarde de domingo los vimos pasar en la calesa, la señorita Emilia con la cabeza erguida y Homer Barron con su sombrero de copa, un cigarro entre los dientes y las riendas y el látigo en las manos cubiertas con guantes amarillos....

Fue entonces cuando las señoras empezaron a decir que aquello constituía una desgracia para la ciudad y un mal ejemplo para la juventud. Los hombres no quisieron tomar parte en aquel asunto, pero al fin las damas convencieron al ministro de los bautistas -la señorita Emilia pertenecía a la Iglesia Episcopal- de que fuera a visitarla. Nunca se supo lo que ocurrió en aquella entrevista; pero en adelante el clérigo no quiso volver a oír nada acerca de una nueva visita. El domingo que siguió a la visita del ministro, la pareja cabalgó de nuevo por las calles, y al día siguiente la esposa del ministro escribió a los parientes que la señorita Emilia tenía en Alabama....

De este modo, tuvo a sus parientes bajo su techo y todos nos pusimos a observar lo que pudiera ocurrir. Al principio no ocurrió nada, y empezamos a creer que al fin iban a casarse. Supimos que la señorita Emilia había estado en casa del joyero y había encargado un juego de tocador para hombre, en plata, con las iniciales H.B. Dos días más tarde nos enteramos de que había encargado un equipo completo de trajes de hombre, incluyendo la camisa de noche, y nos dijimos: “Van a casarse” y nos sentíamos realmente contentos. Y nos alegrábamos más aún, porque las dos parientas que la señorita Emilia tenía en casa eran todavía más Grierson de lo que la señorita Emilia había sido....

Así pues, no nos sorprendimos mucho cuando Homer Barron se fue, pues la pavimentación de las calles ya se había terminado hacía tiempo. Nos sentimos, en verdad, algo desilusionados de que no hubiera habido una notificación pública; pero creímos que iba a arreglar sus asuntos, o que quizá trataba de facilitarle a ella el que pudiera verse libre de sus primas. (Por este tiempo, hubo una verdadera intriga y todos fuimos aliados de la señorita Emilia para ayudarla a desembarazarse de sus primas). En efecto, pasada una semana, se fueron y, como esperábamos, tres días después volvió Homer Barron. Un vecino vio al negro abrirle la puerta de la cocina, en un oscuro atardecer....

Y ésta fue la última vez que vimos a Homer Barron. También dejamos de ver a la señorita Emilia por algún tiempo. El negro salía y entraba con la cesta de ir al mercado; pero la puerta de la entrada principal permanecía cerrada. De vez en cuando podíamos verla en la ventana, como aquella noche en que algunos hombres esparcieron la cal; pero casi por espacio de seis meses no fue vista por las calles. Todos comprendimos entonces que esto era de esperar, como si aquella condición de su padre, que había arruinado la vida de su mujer durante tanto tiempo, hubiera sido demasiado virulenta y furiosa para morir con él....

Cuando vimos de nuevo a la señorita Emilia había engordado y su cabello empezaba a ponerse gris. En pocos años este gris se fue acentuando, hasta adquirir el matiz del plomo. Cuando murió, a los 74 años, tenía aún el cabello de un intenso gris plomizo, y tan vigoroso como el de un hombre joven....

Todos estos años la puerta principal permaneció cerrada, excepto por espacio de unos seis o siete, cuando ella andaba por los 40, en los cuales dio lecciones de pintura china. Había dispuesto un estudio en una de las habitaciones del piso bajo, al cual iban las hijas y nietas de los contemporáneos del coronel Sartoris, con la misma regularidad y aproximadamente con el mismo espíritu con que iban a la iglesia los domingos, con una pieza de ciento veinticinco para la colecta.

Entretanto, se le había dispensado de pagar las contribuciones.

Cuando la generación siguiente se ocupó de los destinos de la ciudad, las discípulas de pintura, al crecer, dejaron de asistir a las clases, y ya no enviaron a sus hijas con sus cajas de pintura y sus pinceles, a que la señorita Emilia les enseñara a pintar según las manidas imágenes representadas en las revistas para señoras. La puerta de la casa se cerró de nuevo y así permaneció en adelante. Cuando la ciudad tuvo servicio postal, la señorita Emilia fue la única que se negó a permitirles que colocasen encima de su puerta los números metálicos, y que colgasen de la misma un buzón. No quería ni oír hablar de ello.

Día tras día, año tras año, veíamos al negro ir y venir al mercado, cada vez más canoso y encorvado. Cada año, en el mes de diciembre, le enviábamos a la señorita Emilia el recibo de la contribución, que nos era devuelto, una semana más tarde, en el mismo sobre, sin abrir. Alguna vez la veíamos en una de las habitaciones del piso bajo -evidentemente había cerrado el piso alto de la casa- semejante al torso de un ídolo en su nicho, dándose cuenta, o no dándose cuenta, de nuestra presencia; eso nadie podía decirlo. Y de este modo la señorita Emilia pasó de una a otra generación, respetada, inasequible, impenetrable, tranquila y perversa.

Y así murió. Cayo enferma en aquella casa, envuelta en polvo y sombras, teniendo para cuidar de ella solamente a aquel negro torpón. Ni siquiera supimos que estaba enferma, pues hacía ya tiempo que habíamos renunciado a obtener alguna información del negro. Probablemente este hombre no hablaba nunca, ni aun con su ama, pues su voz era ruda y áspera, como si la tuviera en desuso.

Murió en una habitación del piso bajo, en una sólida cama de nogal, con cortinas, con la cabeza apoyada en una almohada amarilla, empalidecida por el paso del tiempo y la falta de sol.




V


El negro recibió en la puerta principal a las primeras señoras que llegaron a la casa, las dejó entrar curioseándolo todo y hablando en voz baja, y desapareció. Atravesó la casa, salió por la puerta trasera y no se volvió a ver más. Las dos primas de la señorita Emilia llegaron inmediatamente, dispusieron el funeral para el día siguiente, y allá fue la ciudad entera a contemplar a la señorita Emilia yaciendo bajo montones de flores, y con el retrato a lápiz de su padre colocado sobre el ataúd, acompañada por las dos damas sibilantes y macabras. En el balcón estaban los hombres, y algunos de ellos, los más viejos, vestidos con su cepillado uniforme de confederados; hablaban de ella como si hubiera sido contemporánea suya, como si la hubieran cortejado y hubieran bailado con ella, confundiendo el tiempo en su matemática progresión, como suelen hacerlo las personas ancianas, para quienes el pasado no es un camino que se aleja, sino una vasta pradera a la que el invierno no hace variar, y separado de los tiempos actuales por la estrecha unión de los últimos diez años.

Sabíamos ya todos que en el piso superior había una habitación que nadie había visto en los últimos cuarenta años y cuya puerta tenía que ser forzada. No obstante esperaron, para abrirla, a que la señorita Emilia descansara en su tumba.

Al echar abajo la puerta, la habitación se llenó de una gran cantidad de polvo, que pareció invadirlo todo. En esta habitación, preparada y adornada como para una boda, por doquiera parecía sentirse como una tenue y acre atmósfera de tumba: sobre las cortinas, de un marchito color de rosa; sobre las pantallas, también rosadas, situadas sobre la mesa-tocador; sobre la araña de cristal; sobre los objetos de tocador para hombre, en plata tan oxidada que apenas se distinguía el monograma con que estaban marcados. Entre estos objetos aparecía un cuello y una corbata, como si se hubieran acabado de quitar y así, abandonados sobre el tocador, resplandecían con una pálida blancura en medio del polvo que lo llenaba todo. En una silla estaba un traje de hombre, cuidadosamente doblado; al pie de la silla, los calcetines y los zapatos.

El hombre yacía en la cama.

Por un largo tiempo nos detuvimos a la puerta, mirando asombrados aquella apariencia misteriosa y descarnada. El cuerpo había quedado en la actitud de abrazar; pero ahora el largo sueño que dura más que el amor, que vence al gesto del amor, lo había aniquilado. Lo que quedaba de él, pudriéndose bajo lo que había sido camisa de dormir, se había convertido en algo inseparable de la cama en que yacía. Sobre él, y sobre la almohada que estaba a su lado, se extendía la misma capa de denso y tenaz polvo.

Entonces nos dimos cuenta de que aquella segunda almohada ofrecía la depresión dejada por otra cabeza. Uno de los que allí estábamos levantó algo que había sobre ella e inclinándonos hacia delante, mientras se metía en nuestras narices aquel débil e invisible polvo seco y acre, vimos una larga hebra de cabello gris.




Publicado el 10 de abril de 1930














martes, abril 26, 2011

«Contra la muerte», de Gonzalo Rojas

20 de diciembre, 1917 - 25 de abril, 2011




Me arranco las visiones y me arranco los ojos cada día que pasa.
No quiero ver ¡no puedo! ver morir a los hombres cada día.
Prefiero ser de piedra, estar oscuro,
a soportar el asco de ablandarme por dentro y sonreír
a diestra y siniestra con tal de prosperar con mi negocio.

No tengo otro negocio que estar aquí diciendo la verdad
en mitad de la calle y hacia todos los vientos:
la verdad de estar vivo, únicamente vivo,
con los pies en la tierra y el esqueleto libre en este mundo.

¿Qué sacamos con eso de saltar hasta el sol con nuestras máquinas
a la velocidad del pensamiento, demonios: qué sacamos
con volar más allá del infinito
si seguimos muriendo sin esperanza alguna de vivir
fuera del tiempo oscuro?

Dios no me sirve. Nadie me sirve para nada.
Pero respiro, y como, y hasta duermo
pensando que me faltan uno diez o veinte años para irme
de bruces, como todos, a dormir en dos metros de cemento allá abajo.

No lloro, no me lloro. Todo ha de ser así como ha de ser,
pero no puedo ver cajones y cajones
pasar, pasar, pasar, pasar cada minuto
llenos de algo, rellenos de algo, no puedo ver
todavía caliente la sangre en los cajones.

Toco esta rosa, beso sus pétalos, adoro
la vida, no me canso de amar a las mujeres: me alimento
de abrir el mundo en ellas. Pero todo es inútil,
porque yo mismo soy una cabeza inútil
lista para cortar, pero no entender qué es eso
de esperar otro mundo de este mundo.

Me hablan del Dios o me hablan de la Historia. Me río
de ir a buscar tan lejos la explicación del hambre
que me devora, el hambre de vivir como el sol
en la gracia del aire, eternamente.




en Contra la muerte, 1964













lunes, abril 25, 2011

“La subasta del lote 49”, de Thomas Pynchon







Capítulo primero


Una tarde de verano, al volver de una fiesta organizada por Tupperware donde la anfitriona había puesto quizá demasiado kirsch en la fondue, la señora Edipa Maas se enteró de que la habían nombrado albacea de la herencia de un tal Pierce Inverarity, un magnate californiano de las inmobiliarias que cierta vez había perdido dos millones de dólares en su tiempo libre pero cuyos restantes bienes eran aún lo bastante numerosos y complicados como para que el trabajo de clasificarlos fuese algo más que simbólico. Edipa se detuvo en la sala de estar y, bajo la atenta mirada del ojo apagado y verdoso de la pantalla del televisor, invocó el nombre de Dios y se esforzó por sentirse embriagada al máximo. No dio resultado. Pensó en la habitación de cierto hotel de Mazatlán cuya puerta se había cerrado de golpe, por lo visto definitivamente, despertando a doscientos pájaros que dormitaban en el vestíbulo; en un amanecer en la cuesta de la biblioteca de la Universidad de Cornell que nadie más había visto porque dicha cuesta daba a poniente; en una melodía triste y sin adornos del cuarto movimiento del Concierto para Orquesta de Bartók; en un busto encalado de Jay Gould que Pierce tenía sobre la cama, en un anaquel tan estrecho que a ella siempre le asaltaba el temor de que se les cayera encima. ¿Habría muerto así, pensó, sumido en sueños, aplastado por la única escultura de la casa? Sólo se le ocurrió echarse a reír, a carcajadas, con impotencia: qué morbosa eres, dijo para sí, o para la habitación, que estaba al tanto.

La carta era del bufete Warpe, Wistfull, Kubitschek y McMingus, de Los Ángeles, y la había firmado un sujeto apellidado Metzger. Decía que Pierce había fallecido en primavera y que hasta hacía unos días no habían encontrado el testamento. Metzger haría de coejecutor y consejero especial en caso de litigio. También a Edipa se la nombraba ejecutora, o ejecutriz, en un codicilo redactado hacía un año. Trató de recordar si había ocurrido algo insólito por entonces. Durante el resto de la tarde, mientras iba al centro, a Kinneret-Entre-Los-Pinos, a comprar requesón y escuchar la música ambiental (de hecho cruzó la puerta encortinada con ristras de abalorios más o menos en el cuarto compás de las variaciones sobre el Concierto para Mirlitón de Vivaldi, en la versión grabada por el Settecento Ensemble de Fort Wayne, con Boyd Beaver de solista); y luego mientras cogía mejorana y albahaca en el huerto soleado, mientras leía la sección de libros en el último número de Investigación y Ciencia, mientras preparaba las distintas capas de la lasaña, mientras untaba el pan con ajo, mientras partía la lechuga; y por fin, con el horno ya encendido, mientras preparaba el cóctel vespertino, a base de whisky, limón y azúcar, en espera de que su marido, Wendell Maas («Mucho»), volviera del trabajo, estuvo pensando, pensando y repasando una abundante procesión de días que se le antojaban (¿acaso no sería ella la primera en confesarlo?) prácticamente iguales, o cuando menos indicadores abstrusos de una misma dirección, como las cartas de un adivino, no por singular menos diáfana para el ojo avezado. Hasta la mitad del telediario dirigido por Huntley y Brinkley no recordó que cierta madrugada del año pasado, a eso de las tres, había recibido una llamada telefónica de un lugar lejano y cuyo nombre no sabría nunca (a no ser que se encontrase un diario entre los papeles del difunto) en la que una voz había empezado diciendo, con marcado acento eslavo, como un subsecretario del Consulado de Transilvania, que buscaba un murciélago fugitivo; para proseguir como un negro gracioso y luego acometer el agresivo dialecto de los mexicanos de California, con abundancia de «chingadas» y «maricones»; y acto seguido como un agente de la Gestapo que inquiría a gritos si tenía parientes en Alemania; y por último con la voz de Lamont Cranston[1], la que había empleado durante todo el trayecto hasta Mazadán.

—Pierce, por favor —dijo ella, interrumpiéndole por fin—, creí que habíamos...
—Escucha, Margo —atajó con gran seriedad—, acabo de hablar con el comisario Weston y resulta que al viejo aquel de la Casa de la Risa lo mataron con la misma cerbatana con que mataron al profesor Quackenbush —dijo más o menos.
—Válgame Dios —murmuró ella. Mucho se había dado la vuelta y la observaba.
—Cuélgale —sugirió Mucho con sentido común.
—Lo he oído —dijo Pierce—. Y creo que ya es hora de que La Sombra haga una breve visita a Wendell Maas. —Se hizo el silencio, total y absoluto.

Aquélla fue la última de las voces que le oyó. La de Lamont Cranston. El otro extremo del hilo habría podido estar en cualquier parte, a cualquier distancia. Su apacible ambigüedad se desplazó, en los meses que siguieron a la llamada, hacia lo que había resucitado: el recuerdo de su cara, de su cuerpo, de objetos que él le había regalado, de cosas que de tarde en tarde ella fingía no haberle oído decir. También él fue desplazado y a punto estuvo de que se le olvidase. La sombra había tardado un año en efectuar la visita. Pero allí estaba la carta de Metzger. ¿La había llamado Pierce el año pasado para contarle lo del codicilo? ¿O había sido fruto de una decisión posterior, motivada tal vez por el fastidio de ella y la indiferencia de Mucho? Se sentía desnuda, burlada, abatida. Nunca había hecho cumplir un testamento, ignoraba por dónde empezar, no sabía cómo decir a los del bufete de Los Ángeles que ignoraba por dónde empezar.

—Mucho, cariño —exclamó sintiéndose repentinamente desamparada.

Mucho Maas, ya en casa, avanzaba hacia el cancel de la puerta.

—Otro desastre hoy —comenzó a decir.
—Quiero hablar contigo —se puso a decir ella también. Pero dejó que Mucho hablara primero.

Trabajaba de pinchadiscos en la otra punta de la península [de San Francisco] y periódicamente sufría crisis de conciencia en relación con su trabajo.

—No creo en mi profesión, Ed. Me esfuerzo, pero no puedo, de verdad —solía decir mientras se hundía en un abismo insondable, más profundo de lo que ella podía llegar, motivo por el que a menudo se sentía al borde del pánico. Puede que saliera de su abstracción al verla tan fuera de sí.

—Eres muy sensible. —Bueno, habría podido decirle muchas otras cosas, pero fue esto lo que le salió. De todos modos, era cierto. Durante un par de años se había dedicado a vender coches de segunda mano y había sido tan superconsciente de lo que esta profesión había acabado por significar, que las horas de trabajo eran para él una intensa tortura. Todas las mañanas se afeitaba el labio superior tres veces hacia abajo y otras tres a contrapelo para eliminar el menor vestigio de bigote, manchando de sangre las hojas recién estrenadas pero sin desistir por ello; los trajes se los compraba todos sin hombreras y luego iba al sastre para que le estrechara aún más las solapas; para lavarse el pelo le bastaba el agua sola y se lo peinaba como Jack Lemmon para confundir más. Daba un respingo a la vista del serrín, incluso a la de las virutas de los lápices, pues se conocía su tendencia a utilizar estas cosas para disimular las malas transmisiones, y aunque hacía régimen no podía aún, como Edipa, endulzar el café con miel, porque le horrorizaba, al igual que todas las sustancias pegajosas, que le recordaban de un modo angustiante eso que suele mezclarse con el aceite de coche y que chorrea, pérfido, por los resquicios que hay entre el émbolo y la pared interior del cilindro. Una noche se fue de una fiesta porque alguien pronunció la palabra «merengue», que se le antojó malintencionada. Se trataba de un refugiado húngaro, un pastelero que hablaba de su oficio, pero así era nuestro Mucho: un picajoso.

Pero al menos había creído en los coches. Tal vez en exceso; y cómo no, si durante los siete días que caben en una semana llegaba un ejército interminable de sujetos más pobres que él, negros, mexicanos, inmigrantes blancos del sur, para ofrecer como anticipo las «cafeteras» más espantosas del universo, auténticas prótesis con motor, prolongaciones de su propio cuerpo, de su familia, de su vida entera, totalmente desnudas para que cualquiera, un desconocido como él, echara una ojeada a la carrocería inclinada hacia un lado, al chasis cubierto de óxido, a los guardabarros repintados con un color que desentonaba lo suficiente como para estropear su valor, para estropear incluso el ánimo de Mucho, y a un interior que olía irremediablemente a niños, a vino barato, a dos, en ocasiones tres, generaciones de fumadores, o simplemente a polvo; y cuando se limpiaban a fondo los coches, había que fijarse en lo que realmente quedaba de aquellas existencias, porque no había manera de saber qué se había tirado (pues pensaba que quien gana poco guarda mucho por temor) y qué se había (tal vez trágicamente) perdido: cupones comerciales que prometían descuentos de cinco o diez centavos, vales canjeables, hojas de color rosa que pregonaban rebajas de supermercado, colillas, peines mellados, anuncios con ofertas de empleo, páginas amarillas arrancadas de la guía telefónica, jirones de ropa interior vieja, o de vestidos que ya eran disfraces de época, para limpiar con ayuda del aliento el interior del parabrisas y ver cualquier cosa que se terciara, la película, mujer o coche que despertase el interés, el policía que ordenaba detener el vehículo para no perder la costumbre, todo ello recubierto, como si fuese la ensalada de la desesperación, por una salsa de color gris ceniciento, humo concentrado del tubo de escape, polvo, excreciones corporales; le daba asco mirar, pero tenía que mirar. Si el negocio hubiera sido un almacén de chatarra como es debido, es probable que hubiese llevado las cosas hasta el final, que se lo hubiese tomado como una profesión, pues la violencia responsable de las catástrofes era lo bastante infrecuente, estaba lo bastante alejada de él para ser portentosa, del mismo modo que son portentosas todas las muertes hasta que llega la hora de la nuestra. Pero los interminables ritos del cambalache, una semana tras otra, no llegaban nunca ni a la violencia ni a la sangre, eran por tanto demasiado razonables para que el sensible Mucho les dedicara mucho tiempo. Aunque el continuo contacto con la invariable miseria gris le había inmunizado hasta cierto punto, seguía sin aceptar que aquellos conductores, aquellas sombras, se dirigiesen a él sólo para cambiar una abollada y estropeada versión de sí mismos por otra, que a su vez no era más que la proyección automotriz, igualmente exenta de futuro, de otra vida. A Mucho le resultaba horrible. Un incesto infinito y circular.

Edipa no alcanzaba a comprender por qué le seguía afectando tanto en la actualidad. Cuando se casaron, él ya llevaba dos años en radio REDOJ y el lote que había junto a la clara y rugiente autopista se encontraba a mucha distancia, como la segunda guerra mundial o la de Corea para los maridos con más años. Que Dios la perdonase, pero si Mucho hubiese estado en alguna guerra, nipones en los árboles, boches en carros de combate Tiger, amarillos con trompetas por la noche, puede que hubiera olvidado ya lo de aquellos terrenos, que, fuera lo que fuese, le venía obsesionando desde hacía cinco años. Cinco años. Se les consuela cuando se despiertan bañados en sudor o gritando en el idioma de las pesadillas, sí, se les abraza, ellos se tranquilizan y un día se les va; Edipa lo sabía. Pero ¿cuándo iba a olvidar Mucho? Recelaba que el trabajo de pinchadiscos (que había conseguido gracias al encargado de publicidad de radio REDOJ, que era coleguilla suyo y había visitado a los loteros una vez a la semana, ya que se trataba de uno de los patrocinadores) era una forma de hacer que los 200 Principales, y también la hoja de noticias que brotaba parloteando de la máquina —todo el engañoso delirio de los deseos adolescentes—, sirviesen de amortiguadores entre él y el lote de marras.

Había creído demasiado en el lote, no creía ni por asomo en la emisora. Sin embargo, al verle ahora en la salita crepuscular, deslizándose como un pájaro grande que remontase el vuelo hacia la coctelera sudorosa, sonriendo desde el centro del grueso círculo de su frenesí, podría pensarse que todo era calma chicha, dorado, sereno.

Hasta que abrió la boca.

—Hoy me ha llamado Funch —dijo a Edipa atropelladamente—, quería hablarme de mi imagen, no le gusta. —Funch era el director de programas y el gran adversario de Mucho—. Soy demasiado salaz. Debería ser un padre joven, un hermano mayor. Las jovencitas me llaman para hacer peticiones y en cada palabra que digo, según Funch, palpita una lascivia sin ambages. Parece que en lo sucesivo tendré que grabar las conversaciones telefónicas, Funch en persona eliminará lo que pueda herir la sensibilidad, o sea, todo lo que yo diga. «Eso es censura», le dije. «Esquirol», murmuré, y me fui. —Solía tener estos encontronazos con Funch una vez a la semana, aproximadamente.

Edipa le enseñó la carta de Metzger. Mucho sabía todo lo de ella y Pierce; había terminado un año antes de que Mucho se casara con ella. Leyó la carta y emitió una serie de tímidos parpadeos.

—¿Qué hago? —preguntó Edipa.
—No, por favor —dijo Mucho—, no soy el más indicado. De veras. Ni siquiera sé hacer la declaración de la renta. Ejecutar un testamento, no sé qué decirte, habla con Roseman.

Roseman era el abogado de ambos.

—Mucho. Wendell. Aquello se acabó. Antes de que él pusiera mi nombre ahí.
—Claro, claro. Si yo sólo me refería a eso, Ed. A que yo no sabría.

Pues eso es lo que hizo ella a la mañana siguiente, ir a ver a Roseman. Después de pasarse media hora ante el espejo del tocador y repasarse la raya de maquillaje de unos párpados que se le pegaban o se le movían con nerviosismo antes de que pudiera apartar el pincel. Había estado en vela casi toda la noche después de otra llamada telefónica a las tres de la madrugada, vaya susto de muerte los timbrazos, salidos prácticamente de la nada, el aparato mudo y que de pronto se pone a dar berridos. Los dos se despertaron en el acto y estuvieron, con las articulaciones agarrotadas, sin atreverse a mirarse siquiera durante los primeros timbrazos. Edipa, por último, tras pensar si tenía algo que perder y no ocurrírsele nada, descolgó. Era el doctor Hilarius, el come-cocos, el psicoterapeuta de ella. Pero se parecía a Pierce cuando imitaba a un agente de la Gestapo.

—No la he despertado, ¿verdad? —dijo con sequedad—. Parece asustada. ¿Qué pasa con las pastillas? ¿No le hacen efecto?
—No me las tomo —dijo ella.
—¿Le dan miedo?
—No sé qué contienen.
—No se cree que sólo sean calmantes.
—¿Debo fiarme de usted? —La verdad es que no se fiaba y lo que dijo él a continuación explicaba el motivo.
—Seguimos necesitando una ciento cuatro para el puente. —Rió entre dientes, con sequedad. Ya que el puente, die Brücke, era el nombre familiar que daba al experimento con que, en colaboración con el hospital de la comunidad, controlaba los efectos del LSD-25, la mescalina, la psilocibina y productos afines en un amplio muestrario de amas de casa de las zonas residenciales periféricas. El puente interior—. ¿Cuándo la incluimos en nuestra agenda de trabajo?
—No —dijo ella—, elijan a otra, disponen de medio millón. Y son las tres de la madrugada.
—La queremos a usted. —De pronto vio, suspendida en el aire que flotaba sobre el lecho, la archiconocida imagen del Tío Sam que hay en la entrada de todas las estafetas de Correos, con los ojos relampagueando de manera enfermiza, con las mejillas pálidas, hundidas y sonrojadas de un modo violentísimo, apuntándole con el dedo entre los ojos. Te quiero a ti. Nunca le había preguntado el motivo al doctor Hilarius porque temía su respuesta.
—Estoy alucinando en este momento, no me hacen falta drogas.
—No me lo cuente —dijo él en el acto—. Bien. ¿Quiere decirme algo más?
—Ah, ¿le he llamado yo?
—Me parece que sí —contestó él—. Fue un presentimiento. No telepatía. Lo que pasa es que las relaciones con los pacientes a veces son extrañas.
—En esta ocasión no. —Y colgó el auricular. Y ya no pudo volver a conciliar el sueño. Pero que la ahorcasen si se tomaba las pastillas que le había recetado Hilarius. Que la ahorcasen literalmente. No tenía intención de volverse adicta a nada, así mismo se lo había dicho.
—Entonces —dijo él encogiéndose de hombros—, ¿tampoco es usted adicta a mí? En ese caso puede irse. Está usted curada.

No se fue. No porque el comecocos ejerciera un misterioso magnetismo sobre ella. Pero era más sencillo quedarse. ¿Quién sabría el momento de su curación definitiva? Él no, eso ya lo confesaba él para su capote.

—Es que lo de las pastillas no es lo mismo —insistió ella en tono de súplica. Hilarais se limitó a hacerle un visaje, una mueca que ya había hecho antes. Era un almacén de deliciosos detalles heterodoxos. Pues según su teoría, un visaje es tan simétrico como una mancha de Rorscharch, cuenta una historia igual que una imagen del TAT, suscita una reacción como una palabra que se dice a medias; o sea, que por qué no. Según él, había curado un caso de ceguera histérica con el número 39, el «Fu Manchú» (pues muchos visajes tenían, al igual que las sinfonías alemanas, un número y un apodo), que se obtenía estirando hacia arriba el rabillo de los ojos con ambos índices, ensanchando las fosas nasales con los corazones, dilatando la boca con los meñiques y sacando la lengua. Era realmente aterrador cuando lo hacía Hilarius. Es más, cuando se desvaneció la alucinación edípica del Tío Sam, fue el visaje Fu Manchú lo que vino a ocupar su puesto y a hacerle compañía durante el tiempo que faltaba para el amanecer. Dejó a Edipa en un estado muy poco presentable para ver a Roseman.

Pero tampoco Roseman había pegado ojo en toda la noche de tanto darle vueltas al episodio de Perry Mason que había visto antes de acostarse, a su mujer le gustaba, pero Roseman enfocaba la teleserie con una ambigüedad exasperante, pues quería al mismo tiempo ser un famoso abogado criminalista como Perry Mason y, puesto que se trataba de un imposible, destruir a Perry Mason mediante intrigas. Edipa entró en el despacho prácticamente sin avisar y sorprendió a su fiel abogado familiar guardando con celeridad culpable en un cajón del escritorio un fajo de papeles de distintos colores y tamaños. Sabía que era el borrador de La profesión contra Perry Mason, un caso no tan hipotético, que había ido creciendo desde que empezara a emitirse la teleserie.

—Que yo recuerde, antes no tenías esa cara de culpable —dijo Edipa. A menudo iban juntos a las mismas sesiones de terapia de grupo, unas veces en el coche de uno, otras en el de otro, en compañía de un fotógrafo de Palo Alto que se creía un balón de voleibol—. Buena señal, ¿no?
—No sabía si eras una espía de Perry Mason o qué —dijo Roseman. Tras meditar lo dicho, añadió—: Ja, ja.
—Ja, ja —dijo Edipa. Se miraron—. Tengo que ejecutar un testamento.
—Pues adelante —dijo Roseman—, no te turbe mi presencia. —Después de leer la carta preguntó—: ¿Por qué lo habrá hecho?
—¿Morirse?
—No —contestó Roseman—, nombrarte albacea.
—Era un hombre imprevisible.

Fueron a comer. Roseman quiso insinuársele por debajo de la mesa rozándole el pie. Pero Edipa llevaba botas y apenas se dio cuenta. Protegida de aquel modo, optó por no hacer ninguna escena.

—Fúgate conmigo —dijo Roseman cuando les sirvieron el café.
—¿Adónde? —preguntó Edipa. Y él se quedó cortado.

Al volver al despacho, bosquejó a Edipa lo que tenía que hacer: conocer a fondo los libros y el negocio, someterse al dictamen del juez adverador, reunir todas las deudas, inventariar los bienes, obtener una tasación de las propiedades, decidir qué vender y qué conservar, saldar reclamaciones, liquidar impuestos, repartir legados...

—Un momento —interrumpió Edipa—. ¿No podría contratar a alguien para que lo hiciese en mi lugar?
—A mí —dijo Roseman—. Yo podría encargarme de una parte, claro. Pero no me digas que ni siquiera te interesa.
—¿El qué?
—Lo que puedas descubrir.

Según se comprobó más tarde, habría descubrimientos para todos los gustos. No precisamente sobre Pierce Inverarity o sobre Edipa Maas; sino sobre lo que faltaba, pero que, en cierto modo, antes de aquello, había quedado al margen. Dominaba en conjunto un no sé qué de amortiguamiento, de aislamiento, la misma Edipa había comprobado que faltaba allí cierto sentido de la definición, como cuando se ve una película un tanto desenfocada que el operador no acaba de ajustar. Y que la había llevado amablemente de la mano a interpretar el extraño papel rapunzeliano de muchacha pensativa mágicamente prisionera, hasta cierto punto, entre los pinos y nieblas saladas de Kinneret, en busca de alguien que le dijera: vamos, suéltate el pelo. Como resultó que se trataba de Pierce, ella se había quitado las horquillas y los rulos con alegría, y la cabellera se había desplomado cual murmurante y exquisita cascada, pero cuando Pierce había escalado más o menos la mitad, la cabellera encantadora se transformó, mediante infausto sortilegio, en una gigantesca peluca sin elásticos, y él se dio una culada de miedo. No obstante, intrépido como era, y sirviéndose tal vez de una de sus muchas tarjetas de crédito a modo de palanqueta, había forzado la cerradura de la puerta de la edípica torre y subido los conquiformes peldaños, cosa que, de haber tenido un poco más de picardía natural, habría hecho desde el principio. Pero nada de cuanto había sucedido entonces entre ellos había salido ja-más de los muros de la torre. En Ciudad de México, sin darse cuenta, habían acabado por entrar en una exposición de cuadros de la guapa española exiliada Remedios Varo; en el panel central de un tríptico titulado Bordando el manto terrestre había una serie de niñas delgaduchas con cara de corazón, ojos grandes, cabellera de oro en rama, encerradas en el habitáculo superior de una torre circular, bordando una especie de tapiz que se salía por las troneras y caía al vacío, tratando inútilmente de llenarlo: pues los demás edificios y criaturas, olas, barcos y bosques de la Tierra estaban dentro del tapiz y el tapiz era el mundo. Edipa, con morbo, se había detenido ante el cuadro y se había echado a llorar. Nadie se había dado cuenta; llevaba gafas semi-esféricas de color verde oscuro. Durante un instante se había preguntado si la goma que las ajustaba alrededor de las cuencas estaría lo bastante prieta para dejar que fluyesen las lágrimas y llenaran los cristales semiesféricos sin secarse nunca. De este modo podría llevar eternamente consigo la tristeza del momento, ver el mundo refractado por las lágrimas, por aquellas lágrimas concretas, como si indicaciones no descubiertas aún variasen significativamente entre un llanto y otro. Se había mirado los pies y sabido entonces, gracias a un cuadro, que el punto en que aquéllos se apoyaban se había tejido apenas a tres mil kilómetros de distancia, en su propia torre, que por pura casualidad se llamaba México, y que Pierce, en consecuencia, no la había sacado de ninguna parte, que no había habido huida. ¿De qué deseaba tanto huir? Una doncella cautiva de esta índole, con tiempo de sobra para pensar, advierte muy pronto que la torre, su altitud y formas arquitectónicas son como el ser de la doncella casualidad pura: y que lo que en realidad la mantiene donde está es la magia, sin nombre, perversa, que le cayó encima desde el exterior y sin el menor motivo. Al no tener más instrumental que miedo instintivo y astucia femenina para analizar esta magia sin forma, para comprender su funcionamiento, medir su radio de acción, contar sus líneas de fuerza, puede caer en la superstición, o adoptar una distracción aprovechable como el arte de la aguja, o volverse loca, o casarse con un pinchadiscos. Si la torre está en todas partes y el caballero libertador es impotente frente a su magia, ¿qué más puede hacerse?





[1] Personaje interpretado por Orson Welles en un serial radiofónico de 1937 titulado La sombra.




1966













domingo, abril 24, 2011

"El maestro y Margarita", de Mijaíl Bulgákov

Inicio del Capítulo 2: Poncio Pilatos



Con manto blanco forrado de rojo sangre, arrastrando los pies como hacen todos los jinetes, apareció a primera hora de la mañana del día catorce del mes primaveral Nisán, en la columnata cubierta que unía las dos alas del palacio de Herodes el Grande, el quinto procurador de Judea, Poncio Pilatos.

El procurador odiaba más que nada en este mundo el olor a aceite de rosas, y hoy todo anunciaba un mal día, porque ese olor había empezado a perseguirle desde el amanecer.

Le parecía que los cipreses y las palmeras del jardín exhalaban el olor a rosas, y que el olor a cuero de las guarniciones y el sudor de la escolta se mezclaba con aquel maldito efluvio.

Por la glorieta superior del jardín llegaba a la columnata una leve humareda que procedía de las alas posteriores del palacio, donde se había instalado la primera cohorte de la duodécima legión Fulminante, que había llegado a Jershalaím con el procurador. El humo amargo que indicaba que los rancheros de las centurias empezaban a preparar la comida se unía también al grasiento olor a rosas.

«¡Oh dioses, dioses! ¿Por qué este castigo?... Sí, no hay duda, es ella, ella de nuevo, la enfermedad terrible, invencible... la hemicránea, cuando duele la mitad de la cabeza, no hay remedio, no se cura con nada... Trataré de no mover la cabeza...»

Sobre el suelo de mosaico, junto a la fuente, estaba preparado un sillón; y el procurador, sin mirar a nadie, tomó asiento y alargó una mano en la que el secretario puso respetuosamente un trozo de pergamino. Sin poder contener una mueca de dolor, el procurador echó una ojeada sobre lo escrito, devolvió el pergamino y dijo con dificultad:
—¿El acusado es de Galilea? ¿Han enviado el asunto al tetrarca?
—Sí, procurador —respondió el secretario.
—¿Qué dice?
—Se ha negado a dar su veredicto sobre este caso y ha mandado la sentencia de muerte del Sanedrín para su confirmación —explicó el secretario.
Una convulsión desfiguró la cara del procurador. Dijo en voz baja:
—Que traigan al acusado.

Dos legionarios condujeron de la glorieta del jardín al balcón y colocaron ante el procurador a un hombre de unos veintisiete años. El hombre vestía una túnica vieja y rota, azul pálida. Le cubría la cabeza una banda blanca, sujeta por un trozo de cuero que le atravesaba la frente. Llevaba las manos atadas a la espalda. Bajo el ojo izquierdo el hombre tenía una gran moradura, y junto a la boca un arañazo con la sangre ya seca. Miraba al procurador con inquieta curiosidad.

Éste permaneció callado un instante y luego dijo en arameo:
—¿Tú has incitado al pueblo a que destruya el templo de Jershalaím?

El procurador parecía de piedra, y al hablar apenas se movían sus labios. El procurador estaba como de piedra, porque temía hacer algún movimiento con la cabeza, que le ardía produciéndole un dolor infernal.

El hombre de las manos atadas dio un paso adelante y empezó a hablar:
—¡Buen hombre! Créeme...

El procurador le interrumpió, sin moverse y sin levantar la voz:
—¿Me llamas a mí buen hombre? Te equivocas. En todo Jershalaím se dice que soy un monstruo espantoso y es la pura verdad —y añadió con voz monótona—: Que venga el centurión Matarratas.

El balcón pareció oscurecerse de repente cuando se presentó ante el procurador el centurión de la primera centuria Marco, apodado Matarratas. Matarratas medía una cabeza más que el soldado más alto de la legión, y era tan ancho de hombros que tapaba por completo el sol todavía bajo.

El procurador se dirigió al centurión en latín:
—El reo me ha llamado «buen hombre». Llévatelo de aquí un momento y explícale cómo hay que hablar conmigo. Pero sin mutilarle.
...
Después de conducir al detenido al jardín, fuera de la columnata, Matarratas cogió el látigo de un legionario que estaba al pie de una estatua de bronce y le dio un golpe al arrestado en los hombros. El movimiento del centurión pareció ligero e indolente, pero el hombre atado se derrumbó al suelo como si le hubieran cortado las piernas; pareció ahogarse con el aire, su rostro perdió el color y los ojos la expresión.

Marco, con la mano izquierda, levantó sin esfuerzo, como si se tratara de un saco vacío, al que acababa de caer; lo puso en pie y habló con voz gangosa, articulando con esfuerzo las palabras arameas:
—Al procurador romano se le llama Hegémono. Otras palabras no se dicen. Se está firme. ¿Me has comprendido o te pego otra vez?

El detenido se tambaleó, pero pudo dominarse, le volvió el color, recobró la respiración y respondió con voz ronca:
—Te he comprendido. No me pegues.

En seguida volvió ante el procurador.

Se oyó una voz apagada y enferma:
—¿Nombre?
—¿El mío? —preguntó de prisa el detenido, descubriendo con su expresión que estaba dispuesto a contestar sin provocar la ira.
El procurador dijo por lo bajo:
—Sé mi nombre. No quieras hacerte más tonto de lo que eres. El tuyo.
—Joshuá —respondió el arrestado rápidamente.
—¿Tienes apodo?
—Ga Nozri.
—¿De dónde eres?
—De la ciudad de Gamala —contestó el detenido haciendo un gesto con la cabeza, como queriendo decir que allí lejos, al norte, a su derecha, estaba la ciudad de Gamala.
—¿Qué sangre tienes?
—No lo sé seguro —contestó con vivacidad el acusado—. No recuerdo a mis padres. Me decían que mi padre era sirio...
—¿Dónde vives?
—No tengo domicilio fijo —respondió el detenido tímidamente—; viajo de una ciudad a otra.
—Esto se puede decir con una sola palabra: eres un vagabundo —dijo el procurador—. ¿Tienes parientes?
—No tengo a nadie. Estoy solo en el mundo.
—¿Sabes leer?
—Sí.
—¿Conoces otro idioma aparte del arameo?
—Sí, el griego.

Un párpado hinchado se levantó, y el ojo, cubierto por una nube de dolor, miró fijamente al detenido; el otro ojo permaneció cerrado.

Pilatos habló en griego:
—¿Eres tú quien quería destruir el templo e incitaba al pueblo a que lo hiciera?

El detenido se animó de nuevo, sus ojos ya no expresaban miedo. Siguió hablando en griego:
—Yo, buen... —el terror pasó por la mirada del hombre, porque de nuevo había estado a punto de confundirse—. Yo, Hegémono, jamás he pensado destruir el templo y no he incitado a nadie a esa absurda acción.

La cara del secretario que escribía las declaraciones encorvándose sobre una mesa baja, se llenó de asombro. Levantó la cabeza pero en seguida volvió a inclinarse sobre el pergamino.

—Mucha gente y muy distinta se reúne en esta ciudad para la fiesta. Entre ellos hay magos, astrólogos, adivinos y asesinos —decía el procurador con voz monótona—. También se encuentran mentirosos. Tú, por ejemplo, eres un mentiroso. Está escrito: incitó a destruir el templo. Lo atestigua la gente.
—Estos buenos hombres —dijo el detenido, y añadió apresuradamente—, Hegémono, nunca han estudiado nada y no han comprendido lo que yo decía. Empiezo a temer que esta confusión va a durar mucho tiempo. Y todo porque él no apunta correctamente lo que yo digo.

Hubo un silencio. Ahora los dos ojos del procurador miraban pesadamente al detenido.

—Te repito y ya por última vez, que dejes de hacerte el loco, bandido —pronunció Pilatos con voz suave y monótona—. Sobre ti no hay demasiadas cosas escritas, pero suficientes para que te ahorquen.
—No, no, Hegémono —dijo el detenido todo tenso en su deseo de convencer—, hay uno que me sigue con un pergamino de cabra y escribe sin pensar. Una vez miré lo que escribía y me horroricé. No he dicho absolutamente nada de lo que ha escrito. Le rogué que quemara el pergamino, pero me lo arrancó de las manos y escapó.
—¿Quién es? —preguntó Pilatos con asco y se tocó una sien con la mano.
—Leví Mateo —explicó el detenido con disposición—. Fue recaudador de contribuciones y me lo encontré por primera vez en un camino, en Bethphage, donde sale en ángulo una higuera, y nos pusimos a hablar. Primero me trató con hostilidad, incluso me insultó, mejor dicho, pensó que me insultaba llamándome perro —el detenido sonrió—. No veo nada malo en ese animal como para sentirse ofendido con su nombre.

El secretario dejó de escribir y miró con disimulo, pero no al detenido, sino al procurador.

—...Sin embargo, después de escucharme, empezó a ablandarse —seguía Joshuá—, por fin tiró el dinero al camino y dijo que iría a viajar conmigo...

Pilatos sonrió con un carrillo, descubriendo sus dientes amarillos y, volviendo todo su cuerpo hacia el secretario, dijo:
—¡Oh, ciudad de Jershalaím! ¡Lo que no se pueda oír aquí! Le oye, ¡un recaudador de contribuciones que tira el dinero al camino!

No sabiendo qué contestar, el secretario creyó oportuno imitar la sonrisa del procurador.

—Dijo que desde ese momento odiaba el dinero —explicó Joshuá la extraña actitud de Leví Mateo y añadió—: Desde entonces me acompaña.

Sin dejar de sonreír el procurador miró al detenido, luego al sol que subía implacable por las estatuas ecuestres del hipódromo que estaba lejos, a la derecha, y de pronto pensó con dolorosa angustia que lo más sencillo sería echar del balcón al extraño bandido, pronunciando sólo tres palabras: «Que le ahorquen». También podría echar a la escolta, marcharse de la columnata al interior del palacio, ordenar que oscurecieran las ventanas. Tenderse en el triclinio, pedir agua fría, llamar con voz de queja a su perro Bangá y contarle lo de la hemicránea. Y de pronto, la idea del veneno pasó por la cabeza enferma del procurador, seduciéndole.

Miraba con ojos turbios al detenido y permanecía callado; le costaba trabajo recordar por qué estaba delante de él, bajo el implacable sol de Jershalaím, un hombre con la cara desfigurada por los golpes, y qué inútiles preguntas tendría que hacerle todavía.

—¿Leví Mateo? —preguntó el enfermo con voz ronca y cerró los ojos.
—Sí, Leví Mateo —le llegó a los oídos la voz aguda que le estaba atormentando.
—Pero ¿qué decías a la gente en el mercado?

La voz que contestaba parecía pincharle la sien a Pilatos, le causaba dolor. Esa voz decía:
—Decía, Hegémono, que el templo de la antigua fe iba a derrumbarse y que surgiría el templo nuevo de la verdad. Lo dije de esta manera para que me comprendieran mejor.
—¿Vagabundo, por qué confundías al pueblo en el mercado, hablando de la verdad, de la que no tienes ni idea? ¿Qué es la verdad?

El procurador pensó: «¡Oh, dioses! Le estoy preguntando cosas que no son necesarias en un juicio... Mi inteligencia ya no me sirve». Y de nuevo le pareció ver una copa con un líquido oscuro. «Quiero envenenarme»...

Otra vez se oyó la voz:
—La verdad está, en primer lugar, en que te duele la cabeza y te duele tanto, que cobardemente piensas en la muerte. No sólo no tienes fuerzas para hablar conmigo, sino que te cuesta trabajo mirarme. Y ahora, involuntariamente, soy tu verdugo y esto me disgusta mucho. Ni siquiera eres capaz de pensar en algo y lo único que deseas es que venga tu perro, que es, por lo visto, el único ser al que tienes cariño. Pero tu tormento se acabará pronto, se te pasará el dolor de cabeza.

El secretario, sorprendido, se quedó mirando al detenido y no terminó de escribir una palabra.

Pilatos levantó los ojos de dolor hacia el detenido y vio el sol, bastante alto ya, sobre el hipódromo. Un rayo había penetrado en la columnata y se acercaba a las sandalias gastadas de Joshuá, que se apartaba del sol.

Entonces el procurador se levantó del sillón, se apretó la cabeza con las manos y su cara afeitada y amarillenta se llenó de terror. Pudo aplastarlo con un esfuerzo de voluntad y se sentó de nuevo.

El detenido seguía su discurso. El secretario ya no escribía, con el cuello estirado como un ganso trataba de no perder una palabra.
—Ya ves, todo ha terminado —dijo el detenido, mirando a Pilatos con benevolencia—. Me alegro mucho. Te aconsejaría, Hegémono, que abandonaras el palacio y fueras a dar un paseo a pie por los alrededores, por los jardines del monte El Elión. La tormenta empezará... —el detenido se volvió mirando al sol con los ojos entornados— más tarde, al anochecer. El paseo te haría bien y yo te acompañaría con mucho gusto. Tengo unas ideas nuevas que creo que podrían interesarte; estoy dispuesto a exponértelas porque tengo la impresión de que eres una persona inteligente —el secretario se puso pálido como un muerto y dejó caer el rollo de pergamino. El detenido continuó hablando sin que le interrumpiera nadie—. Lo malo es que vives demasiado aislado y has perdido definitivamente la fe en los hombres. Reconoce que es insuficiente concentrar todo el cariño en un perro. Tu vida es pobre, Hegémono —y el hombre se permitió esbozar una sonrisa.













Escrito entre 1928-1940. Publicado en 1967.










Contribución a Dscntxt de Miguel Muñoz










Libro completo para bajar aquí

sábado, abril 23, 2011

“En Pascua resucitan las cigarras”, de Ernesto Cardenal







En Pascua resucitan las cigarras
—enterradas 17 años en estado de larva—
millones y millones de cigarras
que cantan y cantan todo el día
y en la noche todavía están cantando.
Sólo los machos cantan:
las hembras son mudas.
Pero no cantan para las hembras:
porque también son sordas.
Todo el bosque resuena con el canto
y sólo ellas en todo el bosque no los oyen.
¿Para quien cantan los machos?
¿Y porque cantan tanto? ¿Y que cantan?
Cantan como trapenses en el coro
delante de sus Salterios y sus Antifonarios
cantando el Invitatorio de la Resurrección.
Al fin del mes el canto se hace triste,
y uno a uno van callando los cantores,
y después sólo se oyen unos cuantos,
y después ni uno. Cantaron la resurrección.





en Antología esencial, 2009















viernes, abril 22, 2011

"Abróchense los cinturones. El Barça de Guardiola ", de Juan Villoro





Cuentan que Oswaldo Zubeldía, legendario entrenador de Estudiantes de la Plata, amaba tanto los resultados que cuando su equipo ganaba 1-0 sentía que había cumplido su misión. A partir de ese momento, no le interesaba otra cosa que aniquilar el juego.

Cuando enciende su mejor puro y ficha a un entrenador, el presidente de un club no espera obras de arte ni una coreografía sobre el césped, sino resultados que salven su cabeza ante los socios.

Aunque no tenga la pasión resultadista de Zubeldía, el técnico es rehén de la estadística. Puede ser tan filósofo o tan poético como le dé la gana, siempre y cuando las teorías y las musas contribuyan al marcador. Sumar puntos es la áspera obligación del hombre que piensa al borde de la cancha.

Helenio Herrera se veía a sí mismo como un Zeus provisional, que gritaba insultos geniales y hacía ademanes más eficaces que los rayos. Incluso este hombre convencido de su inspiración, comentó resignado: “Si se puede ganar jugando bien, estoy conforme, pero a los quince días se olvida si el partido ha sido bueno o malo. En la tabla queda el resultado, eso es lo que cuenta”.

¡Difícil oficio el de los artistas que sólo perduran si salen del estadio con tres puntos! La creatividad depende de un impulso gratuito, de la búsqueda del placer, de la obtención de una belleza que no siempre es útil. ¿Hay espacio para ella en un deporte que exige cuentas favorables?

Como el poeta que reinventa su libertad entre las catorce rejas de un soneto, Pep Guardiola es responsable de un sueño que se mide en números.

Una arraigada tradición ha convertido al F. C. Barcelona en una entidad altamente competitiva a la que no le basta ganar. El buen juego es parte de su temperamento. A diferencia de hinchadas que aplauden inocuos lances de fantasía y odian la vulgaridad de ser campeones, los aficionados culés aman la victoria, pero no a cualquier precio.

El 8 de mayo de 2008 Josep Guardiola se hizo cargo de un equipo que dormía una larga siesta después de haber alzado el trofeo de la Champions en París el 17 de mayo de 2006. Sus credenciales como entrenador eran buenas y breves. Había logrado que el Barcelona B ascendiera de Tercera a Segunda División B, con un estilo de juego del que se hablaba muy bien, pero que pocos habían visto.

Su fichaje parecía más emocional que deportivo. El niño nacido en el pueblo de Santpedor era un candidato perfecto para apaciguar el fuego en torno al presidente Joan Laporta, al que se le exigían trofeos después dos temporadas de sequía.

En el currículum barcelonista de Guardiola sólo faltaba haber sido el niño que corona la pirámide humana de un castellet en las verbenas populares. En su infancia fue recogebolas en el Camp Nou y desde niño vivió en La Masia, la casa-escuela donde se forman los cracks del Barça. En otras palabras, se trata de un canterano de cuento de hadas. No hay que olvidar que los hermanos Grimm ampararon sus cuentos bajo el lema: “entonces, cuando desear todavía era útil”. La infancia es la edad en que los deseos son útiles. Ahí regresa el hincha en los días de gloria y de ahí viene Guardiola. A los 38 años conserva los ojos del niño que veía con azoro a los gladiadores en la cancha y aspiraba a devolverles el balón.

Como jugador, Guardiola creció para reinventar el número 4: un táctico rezagado. Cruyff le prohibió retener la pelota. Lo suyo no era el regate, sino la inteligencia rápida. En su condición de volante que construye desde atrás, pasó por el fútbol como descubridor de huecos. Sus diagonales se dirigían al sitio sin nadie donde aparecía un compañero. Ante una fórmula eficaz, los matemáticos hablan de una solución “elegante”. Guardiola desplegó la elegancia de la hipotenusa y recordó que al Camp Nou se llega por la Avenida Diagonal.

Nadie podía dudar que el olímpico que conquistó la medalla de oro en Barcelona 92 y ese mismo año levantó la Champions en Wembley, fuese un digno representante de la casa. No en balde había salido al balcón de la Generalitat para gritar como su tocayo Tarradellas, presidente de Cataluña después del franquismo: “ja la tenim aquí!”, en referencia, no a la ley, sino a su variante con baño de oro: la copa de la Champions.

Pero las cosas también podían torcerse. Después de ser el chico consentido del dream-team, Guardiola sufrió lo suyo en la liga italiana, donde fue injustamente acusado de dopaje. De ahí se fue a tragar polvo y malos ratos a los desiertos de Qatar y Sinaloa. Sus últimos años como futbolista no representaron un esplendor en la hierba. Y sin embargo, era el optimista de siempre, que encomiaba las bondades del juego abierto, la valentía de enfrentar a los rivales, la nobleza de pertenecer a un grupo. Estos méritos no convencían del todo a un sector del barcelonismo, amigo de las decisiones duras y de resolver los enigmas con riñones.

Para algunos, al nuevo míster le faltaba experiencia y le sobraba sofisticación (“¡que lea menos y que juegue, coño!”) para lidiar con los medios, los egos del vestuario, los enemigos armados hasta los dientes.

El fútbol produce una vejez rápida. La jubilación del crack llega muy pronto; antes de los cuarenta, queda confinado a administrar sus recuerdos o una parrilla de churrascos. Sin embargo, quienes optan por entrenar se conservan como momias en perfecto estado de neurosis. En cada partido están más arrugadas, pero no dejan de gritar. El fútbol es una actividad donde el pésimo carácter del técnico parece signo de clarividencia. De Mourinho a Luis Aragonés, abundan los hombres con rapidez para el insulto. El respeto que provocan no es el de las ideas, sino el de quien tiene el cuchillo más afilado para rebanar jamón.

Guardiola asumió una profesión donde muy pocos son delgados y casi todos tienen la piel reseca de los que han sufrido muchas lluvias y tomado decisiones de angustia.

En el verano de 2008 vino la pretemporada. Como el Fausto de Goethe, el Barça de Guardiola tuvo su prólogo en el cielo. Los partidos amistosos se ganaron por goleadas, el debut en la Champions ante el Wisla trajo un 4-0 de ensueño y el trofeo Gamper se conquistó con gol de último minuto, ante un formidable Boca Juniors.

En un memorable diálogo con Sergi Pàmies, celebrado en Caixaforum a fines de 2006, Guardiola dijo que hay dos tipos de entrenadores: los que resuelven los problemas y los que prefieren que los problemas se resuelvan solos. Ya sabemos a qué rango pertenece. Su deseo de intervención se ha visto en cada jugada y cada entrenamiento. Convencido de que Dios está en los detalles, no se conforma con el buen juego. Si Piqué tarda en amarrarse los botines para salir al campo, lo regaña con furia de perfeccionista.

Cuando aún llevaba el número 4 del Barça, Jorge Valdano describió a Guardiola como “el único entrenador con el balón en los pies”. El estratega práctico también cautivó a Manuel Vázquez Montalbán y Santiago Segurola. ¿Un futbolista para intelectuales, demasiado sensible para un oficio donde los bravos beben vinagre y comen estatuas a dentelladas?

La pretemporada confirmó que el nuevo técnico era mucho más que una elección sentimental. El primer cambio decisivo que aportó fue la actitud del equipo. Después de conquistar la Champions, las huestes de Rijkaard pusieron en práctica la frase de Hemingway: “París no se acaba nunca”. Guardiola no acabó con París, pero sí con la relajación. En beneficio del fútbol y en perjuicio de los vendedores de camisetas, el Barça de los generales en asueto se convirtió en el de los tenientes hiperactivos. Menos individualidades de marca y más marca de equipo.

En agosto del 2008, el partido por el trofeo Gamper se prestaba para una fiesta relajada. Resultaba extraño que las porterías no estuvieran marcadas con mochilas, como en el patio del colegio. Pero el Barça jugó con la fibra que tendría a lo largo de toda la temporada. Esa noche, en su discurso de presentación, Guardiola dijo: “Persistiremos”. Este lema de heavy metal caló hondo en una escuadra que perdía 0-1 pero estaba convencida de que la prórroga es una épica de alto volumen y logró la remontada.

En su discurso, Guardiola usó un recurso exótico en el fútbol; empeñó su “palabra de honor”. Entre las estadísticas del deporte habría que contar a los protagonistas capaces de honrar sus palabras. Seguramente son escasos. Sin duda, Guardiola es uno de ellos.

El Barça se había sacudido los fantasmas de parecer una entidad administrativa, un parlamento en crisis o un spa demasiado costoso.

Desde el banquillo de la decisión y la neurosis, Guardiola se decidió a enfrentar el triunfo o el fracaso. No es fácil cortejar a la diosa Fortuna fuera del campo, esa zona del espacio exterior donde nadie puede oír tu grito. “Persistiremos. Abróchense el cinturón y lo pasaremos bien”, dijo el piloto de la nave. Sólo había una certeza al inicio de la temporada: lo que avanzaba era más que un club.

Aunque poco después el equipo perdió su primer partido de la Liga contra el Numancia, quedó claro que estaba magníficamente entrenado. Dos cosas distinguen a un cuadro dominador: la posesión del balón y las oportunidades de gol. Esa noche el Barcelona pudo haber goleado, pero la puntería es tan difícil de entrenar como la chiripa y el equipo blaugrana debutó en la Liga con una derrota.

Los resultados cambiaron al poco tiempo, demostrando que la belleza puede ser una forma de la eficacia. La geometría de los pases llegó como el sello distintivo del equipo, y Guardiola exigió algo que nunca tuvo como jugador: contundencia goleadora. Además, trabajó con las complejas psicologías de los astros. Ignoro lo que le dijo a cada uno y supongo que no se parece a lo que diría el Dr. Freud, pero es obvio que reforzó la pasión competitiva de Eto’o, tuteló a Márquez en plan de hermano mayor, le demostró a Henry que era necesario y en verdad podía quedarse. El mérito esencial, sin embargo, fue darle prioridad al juego de conjunto. Los acaudalados hombres de pantalón corto suelen reaccionar como niños ante las rotaciones: si los sacan del partido es porque no los quieren. Para que entiendan y respeten que deben ser sustituidos es necesaria una disciplina, si no tan ardua como la del desaparecido ejército prusiano o la temible escuela de bailarinas del ballet Bolshoi, al menos como la de un laboratorio suizo. Fue lo que impuso Guardiola.

Si el ornitorrinco parece un castor diseñado por un comité, podemos decir que la mayoría de los equipos tienen diseño de ornitorrincos; su extraño ensamblaje revela las presiones divergentes de los promotores, el director deportivo, el presidente, el entrenador y la esposa del jugador mejor pagado. Guardiola creó un grupo homogéneo, sirviéndose de trabajadores como Puyol, Iniesta o Xavi, que, ganen lo que ganen, siempre serán de clase media y preferirán comer los macarrones de su madre que tomar un avión para cobrar una fortuna en un comercial.

Un alto ejecutivo de Nike me dijo que Xavi es de uno de esos genios del fútbol que, extrañamente, no vende camisetas. Ni siquiera después de ser declarado el mejor jugador de la Copa de Europa adquirió el rango de ídolo mediático. A diferencia de Beckham, que nunca jugará tan bien como en un anuncio de Gillette, Xavi representa el juego colectivo: sus pases existen para justificar a quienes rematan.

Guardiola confía tanto en la supremacía del grupo que en la jornada 27 presentó una alineación inédita. Es capaz de hacer debutar a un jugador en el último partido de la Liga.

Desde luego, todo depende de ganar trofeos. El Barça de la temporada 2008-2009 logró lo que ningún otro equipo español había podido hacer: ganar la Liga, la Copa del Rey y la Champions. El estilo de juego, en sí mismo meritorio, se sostuvo como una virtud porque los marcadores la ampararon.

Laporta conquistó algo más que un socio sentimental para acallar las críticas. Con Guardiola llegó un proyecto tan definido como los pases que trazó en el campo. Su obsesión por el trabajo lo lleva a una extenuante rutina en la Ciudad Deportiva. Cuando no entrena, contempla videos. El hecho de que no se desconecte puede ser peligroso a largo plazo. A ciertos entrenadores les conviene tener una turbulenta vida personal para pensar en otra cosa después del partido, otros se relajan con el golf, la pesca o paellas excesivas. Guardiola descansa del fútbol con más fútbol. Quizá esta sobredosis tenga que ver con que aún atraviesa una fase formativa como entrenador. No sé si disfruta el doble que nosotros con cada triunfo, pero estoy seguro de que sufre el doble con cada caída.

Aunque esta actitud comporta un desgaste personal, funciona de maravilla con los jugadores. El vestidor lo sigue con fe ciega. Guardiola habla como si el azar no existiera y la pelota rebotara por obra de la voluntad. Aunque se formó con Cruyff, cuyas inspiradas decisiones tenían la gracia de no poder ser explicadas, detesta la improvisación. No sólo prepara los partidos, sino las ruedas de prensa.

Una de las características del Barça de Guardiola es que juega igual en cualquier minuto del partido, sin depender del marcador. Esto se refiere al tiempo, pero también al espacio. Martín Caparrós ha observado con pericia que el Barça borró la noción de área grande. Al llegar ahí, sigue buscando paredes y combinaciones, como si estuviese en media cancha.

Superado el resbalón al inicio de la Liga, el equipo dejó perplejo al espectador curtido en mil batallas. ¿Cuánto tiempo podrían jugar tan bien? “Aún no hemos ganado nada”, advirtió Guardiola cuando recibieron el simbólico título de “campeones de invierno”. Faltaba la segunda vuelta.

Los héroes necesitan de malos ratos para probar de qué están hechos. De pronto, el Barça fue derrotado por equipos de poca monta y por el impredecible Atlético de Madrid. El técnico entró en su primera crisis y su reacción fue encomiable. Reforzó las rotaciones, apeló a los jugadores de la cantera, enfatizó las razones por las que jugaban y la forma en que debían hacerlo. Además, se responsabilizó por completo del destino, quitándole peso a los demás: “El líder soy yo, que me sigan. Sé que ganaremos la Liga”. En los tiempos de bonanza, recordó que no había que celebrar antes de tiempo; durante el bache, renovó su fe en el triunfo.

El estilo de Guardiola es novedoso; se exige mucho a sí mismo y libera a los jugadores. El relajado trato a los demás se advierte en las concentraciones. Los jugadores van a casa antes del partido y cada uno llega al campo en su coche. El técnico ha conocido a suficientes tiranos e iluminados del fútbol para saber que no quiere ser uno de ellos.

Los aficionados, expertos en roer uñas por nerviosismo, cayeron en otra preocupación: ¿no sería Guardiola demasiado responsable? El entrenador trabaja con minucia de artesano. Curiosamente, el resultado de sus fatigas es un sueño. ¿Empeñaba demasiado esfuerzo para mantener viva la ilusión? La inteligencia requiere de reposo. Ludwig Wittgenstein se relajaba viendo westerns. Enemigo de la frivolidad, Guardiola se preocupa. Nadie le ha presentado a esa señora llamada Indiferencia.

Sus allegados saben que cuando razona, se rasca la cabeza. Es buena señal: el Barça está en movimiento. El problema es que no hay descanso. Desde que Ulises padeció la comezón que resolvió con el Caballo de Troya, no había una cabeza más rascada en el Mediterráneo.

En la temporada 2003-2004, el Real Madrid de los galácticos puso a prueba los adjetivos de los periodistas. Aquella escuadra de improbable unidad, llegó a la final de la Copa del Rey, estando bien situada en la Champions y con posibilidades de ganar la Liga. En Montjuic perdió la Copa ante el Zaragoza e inició un declive que lo dejó sin premio alguno. El Barça de Guardiola fue diferente; no dependía del estado de gracia de sus individualidades, sino del juego de conjunto que Busquets, Messi, Puyol, Iniesta y Xavi aprendieron de niños en La Masia. En esencia, el mayor logro del equipo es el de una pedagogía, el de una infancia aprovechada en plenitud. No es casual que su único anuncio en el pecho sea el de la UNICEF. Rousseau lo habría dicho a su manera: “es más que un club”.

Cuando era candidato a director deportivo con la plantilla de Bassat, en las elecciones que finalmente ganó Laporta, Guardiola dijo que su desafío era dejar una huella en la arena. Casi todas las huellas son borradas por el mar, pero algunas perduran.

La fundación mítica de Barcelona proviene de una barca. Nada más lógico que el equipo de la ciudad se sirva de la mitología marina. Antes de alcanzar los trofeos, la huella de Guardiola ya estaba en la arena.

Aunque el Real Madrid hizo números de campeón, el Barça se quedó con la Liga, renovó la creencia en el juego de toque y se dio el lujo de golear a domicilio al equipo merengue 2-6. En la final de la Copa del Rey derrotó 4-1 a un enjundioso Athletic de Bilbao. El 27 de mayo se enfrentó a su prueba máxima, la final de la Champions ante el Manchester United, de Sir Alex Ferguson.

La historia del equipo ha tenido que ver con sedes clásicas. Después de Grecia venía Roma. En 1994 el joven Guardiola padeció en Atenas la aniquilación del Dream Team. El fútbol hedonista fue superado entonces por la trituradora del Milán de Fabio Capello. Guardiola entendió la lección a su manera: al Barça le faltó una dosis adicional de arte. 15 años después, Roma trascendió a Atenas.

Arsène Wegner, el francés que entrena al Arsenal con gesto de quien despeja teoremas, pronosticó que la estética barcelonesa no alcanzaría para levantar la copa conocida como “la orejona”. Los primeros diez minutos del partido hicieron pensar que estaba en lo cierto. El Manchester United encontró nerviosos a los artífices blaugranas.

Como Oscar Wilde, Johan Cruyff lanza verdades al modo de paradojas. Antes de la final dijo que tener un estilo era más importante que tener un trofeo. De este modo refutaba y confirmaba lo dicho por Wegner. El creador del Dream Team sugería que ser artista es más difícil que ser eficaz, pero, de manera implícita, aceptaba la posibilidad de la derrota. En 1521 el Papa Clemente VII llamó a Roma a Benvenuto Cellini para que diseñara monedas. El oro circuló como una forma de la belleza. Fue lo que Xavi e Iniesta hicieron con sus pases el día de la Final. Detrás de ellos, Busquets trabajó como un minero y contribuyó a que se acuñaran las divisas del rey de Roma.

Los méritos de este equipo no se pueden resumir en una evanescente columna periodística, pero no todos los días se esculpe la Columna de Trajano.

Para los exaltados hinchas del Boca Juniors, el público del Camp Nou se parece demasiado al de la ópera: frío y conocedor. El miércoles 27 de mayo, la Curva Sur del Olímpico fue una fiesta. La gent blaugrana llenó las gradas desde una hora antes y sólo dejó de cantar en el camino de regreso, cuando los autobuses ya llegaban a los Pirineos.

Cerca de nosotros causó gran revuelo la llegada de Kluivert. El ex ariete barcelonés se sentó con la majestuosidad de un vencedor de la guerra de Cartago. Como la escena ocurría en la época digital, la estatua tuvo la generosidad de sonreír para las cámaras.

“¡No pasarán!”, decía una pancarta de la fanaticada del Manchester, más presentes en las calles romanas, donde entonaron himnos a deshoras, que en el estadio donde la pelota se convirtió en una isla independizada de Inglaterra.

Como todas las disposiciones italianas, la de no vender cerveza se acató en forma discrecional. Para librarse de la sospechosa evidencia de las botellas, algunos bares sirvieron cerveza en jarras del tamaño de “la orejona”, que podían ser vaciadas si llegaba un inspector.

Los aficionados del Roma alzan la pancarta Caput Mundi para recordar al adversario cuál es la capital del mundo. Con el gol de Messi, el Manchester United tuvo que rescribir la sentencia: Kaput Mundi.
Sir Alex Ferguson, que aspiraba a convertirse en el primer estratega que retiene la Champions, fue vencido de modo imprevisto. En el minuto 70, la Pulga Messi remató de cabeza ante el portero Van der Sar. ¿Quién hubiera pensado que Inglaterra perdería por aire? Ajeno a toda determinación física, el fútbol es extraño. El más pequeño vio la ubicación del gigante, y lo pasó por alto. Arrullado por los pases de Iniesta y Xavi, el 2-0 fue definitivo.

El júbilo por el histórico triplete (Copa, Liga y Champions) produjo escenas memorables. Piqué se acercó a la portería sur y cortó las redes como un pescador que ha atrapado una sirena; los jugadores mantearon a Guardiola (el jugador que inició sus días en el fútbol como recogebolas se convirtió en balón); el novato Bojan quiso jugar y chutó a campo abierto, como un niño magnetizado por la posibilidad de estar ahí.

En 1994 Guardiola cayó en Grecia ante los legionarios de Capello. En 2009 regresó a Roma para cumplir una sentencia latina: Ars longa vita brevis. En efecto: el arte dura, la vida es breve.

Mientras el Barcelona se confirmaba como el mejor equipo del planeta, en la Ópera de Roma se celebraba la última función de Pagliacci, en versión de Franco Zeffirelli. Cristiano Ronaldo miraba el cielo que no le había sido propicio y los jugadores del Barcelona se tiraban sobre el césped con inagotable regocijo. En la Ópera, Tonio decía la más célebre de sus frases: “La commedia è finita!

Un año de espectáculo y pasión había terminado. El Barça de Guardiola comenzaba a convertirse en una forma del recuerdo que pronto merecerá la inagotable narración de la leyenda.











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