domingo, abril 24, 2011

"El maestro y Margarita", de Mijaíl Bulgákov

Inicio del Capítulo 2: Poncio Pilatos



Con manto blanco forrado de rojo sangre, arrastrando los pies como hacen todos los jinetes, apareció a primera hora de la mañana del día catorce del mes primaveral Nisán, en la columnata cubierta que unía las dos alas del palacio de Herodes el Grande, el quinto procurador de Judea, Poncio Pilatos.

El procurador odiaba más que nada en este mundo el olor a aceite de rosas, y hoy todo anunciaba un mal día, porque ese olor había empezado a perseguirle desde el amanecer.

Le parecía que los cipreses y las palmeras del jardín exhalaban el olor a rosas, y que el olor a cuero de las guarniciones y el sudor de la escolta se mezclaba con aquel maldito efluvio.

Por la glorieta superior del jardín llegaba a la columnata una leve humareda que procedía de las alas posteriores del palacio, donde se había instalado la primera cohorte de la duodécima legión Fulminante, que había llegado a Jershalaím con el procurador. El humo amargo que indicaba que los rancheros de las centurias empezaban a preparar la comida se unía también al grasiento olor a rosas.

«¡Oh dioses, dioses! ¿Por qué este castigo?... Sí, no hay duda, es ella, ella de nuevo, la enfermedad terrible, invencible... la hemicránea, cuando duele la mitad de la cabeza, no hay remedio, no se cura con nada... Trataré de no mover la cabeza...»

Sobre el suelo de mosaico, junto a la fuente, estaba preparado un sillón; y el procurador, sin mirar a nadie, tomó asiento y alargó una mano en la que el secretario puso respetuosamente un trozo de pergamino. Sin poder contener una mueca de dolor, el procurador echó una ojeada sobre lo escrito, devolvió el pergamino y dijo con dificultad:
—¿El acusado es de Galilea? ¿Han enviado el asunto al tetrarca?
—Sí, procurador —respondió el secretario.
—¿Qué dice?
—Se ha negado a dar su veredicto sobre este caso y ha mandado la sentencia de muerte del Sanedrín para su confirmación —explicó el secretario.
Una convulsión desfiguró la cara del procurador. Dijo en voz baja:
—Que traigan al acusado.

Dos legionarios condujeron de la glorieta del jardín al balcón y colocaron ante el procurador a un hombre de unos veintisiete años. El hombre vestía una túnica vieja y rota, azul pálida. Le cubría la cabeza una banda blanca, sujeta por un trozo de cuero que le atravesaba la frente. Llevaba las manos atadas a la espalda. Bajo el ojo izquierdo el hombre tenía una gran moradura, y junto a la boca un arañazo con la sangre ya seca. Miraba al procurador con inquieta curiosidad.

Éste permaneció callado un instante y luego dijo en arameo:
—¿Tú has incitado al pueblo a que destruya el templo de Jershalaím?

El procurador parecía de piedra, y al hablar apenas se movían sus labios. El procurador estaba como de piedra, porque temía hacer algún movimiento con la cabeza, que le ardía produciéndole un dolor infernal.

El hombre de las manos atadas dio un paso adelante y empezó a hablar:
—¡Buen hombre! Créeme...

El procurador le interrumpió, sin moverse y sin levantar la voz:
—¿Me llamas a mí buen hombre? Te equivocas. En todo Jershalaím se dice que soy un monstruo espantoso y es la pura verdad —y añadió con voz monótona—: Que venga el centurión Matarratas.

El balcón pareció oscurecerse de repente cuando se presentó ante el procurador el centurión de la primera centuria Marco, apodado Matarratas. Matarratas medía una cabeza más que el soldado más alto de la legión, y era tan ancho de hombros que tapaba por completo el sol todavía bajo.

El procurador se dirigió al centurión en latín:
—El reo me ha llamado «buen hombre». Llévatelo de aquí un momento y explícale cómo hay que hablar conmigo. Pero sin mutilarle.
...
Después de conducir al detenido al jardín, fuera de la columnata, Matarratas cogió el látigo de un legionario que estaba al pie de una estatua de bronce y le dio un golpe al arrestado en los hombros. El movimiento del centurión pareció ligero e indolente, pero el hombre atado se derrumbó al suelo como si le hubieran cortado las piernas; pareció ahogarse con el aire, su rostro perdió el color y los ojos la expresión.

Marco, con la mano izquierda, levantó sin esfuerzo, como si se tratara de un saco vacío, al que acababa de caer; lo puso en pie y habló con voz gangosa, articulando con esfuerzo las palabras arameas:
—Al procurador romano se le llama Hegémono. Otras palabras no se dicen. Se está firme. ¿Me has comprendido o te pego otra vez?

El detenido se tambaleó, pero pudo dominarse, le volvió el color, recobró la respiración y respondió con voz ronca:
—Te he comprendido. No me pegues.

En seguida volvió ante el procurador.

Se oyó una voz apagada y enferma:
—¿Nombre?
—¿El mío? —preguntó de prisa el detenido, descubriendo con su expresión que estaba dispuesto a contestar sin provocar la ira.
El procurador dijo por lo bajo:
—Sé mi nombre. No quieras hacerte más tonto de lo que eres. El tuyo.
—Joshuá —respondió el arrestado rápidamente.
—¿Tienes apodo?
—Ga Nozri.
—¿De dónde eres?
—De la ciudad de Gamala —contestó el detenido haciendo un gesto con la cabeza, como queriendo decir que allí lejos, al norte, a su derecha, estaba la ciudad de Gamala.
—¿Qué sangre tienes?
—No lo sé seguro —contestó con vivacidad el acusado—. No recuerdo a mis padres. Me decían que mi padre era sirio...
—¿Dónde vives?
—No tengo domicilio fijo —respondió el detenido tímidamente—; viajo de una ciudad a otra.
—Esto se puede decir con una sola palabra: eres un vagabundo —dijo el procurador—. ¿Tienes parientes?
—No tengo a nadie. Estoy solo en el mundo.
—¿Sabes leer?
—Sí.
—¿Conoces otro idioma aparte del arameo?
—Sí, el griego.

Un párpado hinchado se levantó, y el ojo, cubierto por una nube de dolor, miró fijamente al detenido; el otro ojo permaneció cerrado.

Pilatos habló en griego:
—¿Eres tú quien quería destruir el templo e incitaba al pueblo a que lo hiciera?

El detenido se animó de nuevo, sus ojos ya no expresaban miedo. Siguió hablando en griego:
—Yo, buen... —el terror pasó por la mirada del hombre, porque de nuevo había estado a punto de confundirse—. Yo, Hegémono, jamás he pensado destruir el templo y no he incitado a nadie a esa absurda acción.

La cara del secretario que escribía las declaraciones encorvándose sobre una mesa baja, se llenó de asombro. Levantó la cabeza pero en seguida volvió a inclinarse sobre el pergamino.

—Mucha gente y muy distinta se reúne en esta ciudad para la fiesta. Entre ellos hay magos, astrólogos, adivinos y asesinos —decía el procurador con voz monótona—. También se encuentran mentirosos. Tú, por ejemplo, eres un mentiroso. Está escrito: incitó a destruir el templo. Lo atestigua la gente.
—Estos buenos hombres —dijo el detenido, y añadió apresuradamente—, Hegémono, nunca han estudiado nada y no han comprendido lo que yo decía. Empiezo a temer que esta confusión va a durar mucho tiempo. Y todo porque él no apunta correctamente lo que yo digo.

Hubo un silencio. Ahora los dos ojos del procurador miraban pesadamente al detenido.

—Te repito y ya por última vez, que dejes de hacerte el loco, bandido —pronunció Pilatos con voz suave y monótona—. Sobre ti no hay demasiadas cosas escritas, pero suficientes para que te ahorquen.
—No, no, Hegémono —dijo el detenido todo tenso en su deseo de convencer—, hay uno que me sigue con un pergamino de cabra y escribe sin pensar. Una vez miré lo que escribía y me horroricé. No he dicho absolutamente nada de lo que ha escrito. Le rogué que quemara el pergamino, pero me lo arrancó de las manos y escapó.
—¿Quién es? —preguntó Pilatos con asco y se tocó una sien con la mano.
—Leví Mateo —explicó el detenido con disposición—. Fue recaudador de contribuciones y me lo encontré por primera vez en un camino, en Bethphage, donde sale en ángulo una higuera, y nos pusimos a hablar. Primero me trató con hostilidad, incluso me insultó, mejor dicho, pensó que me insultaba llamándome perro —el detenido sonrió—. No veo nada malo en ese animal como para sentirse ofendido con su nombre.

El secretario dejó de escribir y miró con disimulo, pero no al detenido, sino al procurador.

—...Sin embargo, después de escucharme, empezó a ablandarse —seguía Joshuá—, por fin tiró el dinero al camino y dijo que iría a viajar conmigo...

Pilatos sonrió con un carrillo, descubriendo sus dientes amarillos y, volviendo todo su cuerpo hacia el secretario, dijo:
—¡Oh, ciudad de Jershalaím! ¡Lo que no se pueda oír aquí! Le oye, ¡un recaudador de contribuciones que tira el dinero al camino!

No sabiendo qué contestar, el secretario creyó oportuno imitar la sonrisa del procurador.

—Dijo que desde ese momento odiaba el dinero —explicó Joshuá la extraña actitud de Leví Mateo y añadió—: Desde entonces me acompaña.

Sin dejar de sonreír el procurador miró al detenido, luego al sol que subía implacable por las estatuas ecuestres del hipódromo que estaba lejos, a la derecha, y de pronto pensó con dolorosa angustia que lo más sencillo sería echar del balcón al extraño bandido, pronunciando sólo tres palabras: «Que le ahorquen». También podría echar a la escolta, marcharse de la columnata al interior del palacio, ordenar que oscurecieran las ventanas. Tenderse en el triclinio, pedir agua fría, llamar con voz de queja a su perro Bangá y contarle lo de la hemicránea. Y de pronto, la idea del veneno pasó por la cabeza enferma del procurador, seduciéndole.

Miraba con ojos turbios al detenido y permanecía callado; le costaba trabajo recordar por qué estaba delante de él, bajo el implacable sol de Jershalaím, un hombre con la cara desfigurada por los golpes, y qué inútiles preguntas tendría que hacerle todavía.

—¿Leví Mateo? —preguntó el enfermo con voz ronca y cerró los ojos.
—Sí, Leví Mateo —le llegó a los oídos la voz aguda que le estaba atormentando.
—Pero ¿qué decías a la gente en el mercado?

La voz que contestaba parecía pincharle la sien a Pilatos, le causaba dolor. Esa voz decía:
—Decía, Hegémono, que el templo de la antigua fe iba a derrumbarse y que surgiría el templo nuevo de la verdad. Lo dije de esta manera para que me comprendieran mejor.
—¿Vagabundo, por qué confundías al pueblo en el mercado, hablando de la verdad, de la que no tienes ni idea? ¿Qué es la verdad?

El procurador pensó: «¡Oh, dioses! Le estoy preguntando cosas que no son necesarias en un juicio... Mi inteligencia ya no me sirve». Y de nuevo le pareció ver una copa con un líquido oscuro. «Quiero envenenarme»...

Otra vez se oyó la voz:
—La verdad está, en primer lugar, en que te duele la cabeza y te duele tanto, que cobardemente piensas en la muerte. No sólo no tienes fuerzas para hablar conmigo, sino que te cuesta trabajo mirarme. Y ahora, involuntariamente, soy tu verdugo y esto me disgusta mucho. Ni siquiera eres capaz de pensar en algo y lo único que deseas es que venga tu perro, que es, por lo visto, el único ser al que tienes cariño. Pero tu tormento se acabará pronto, se te pasará el dolor de cabeza.

El secretario, sorprendido, se quedó mirando al detenido y no terminó de escribir una palabra.

Pilatos levantó los ojos de dolor hacia el detenido y vio el sol, bastante alto ya, sobre el hipódromo. Un rayo había penetrado en la columnata y se acercaba a las sandalias gastadas de Joshuá, que se apartaba del sol.

Entonces el procurador se levantó del sillón, se apretó la cabeza con las manos y su cara afeitada y amarillenta se llenó de terror. Pudo aplastarlo con un esfuerzo de voluntad y se sentó de nuevo.

El detenido seguía su discurso. El secretario ya no escribía, con el cuello estirado como un ganso trataba de no perder una palabra.
—Ya ves, todo ha terminado —dijo el detenido, mirando a Pilatos con benevolencia—. Me alegro mucho. Te aconsejaría, Hegémono, que abandonaras el palacio y fueras a dar un paseo a pie por los alrededores, por los jardines del monte El Elión. La tormenta empezará... —el detenido se volvió mirando al sol con los ojos entornados— más tarde, al anochecer. El paseo te haría bien y yo te acompañaría con mucho gusto. Tengo unas ideas nuevas que creo que podrían interesarte; estoy dispuesto a exponértelas porque tengo la impresión de que eres una persona inteligente —el secretario se puso pálido como un muerto y dejó caer el rollo de pergamino. El detenido continuó hablando sin que le interrumpiera nadie—. Lo malo es que vives demasiado aislado y has perdido definitivamente la fe en los hombres. Reconoce que es insuficiente concentrar todo el cariño en un perro. Tu vida es pobre, Hegémono —y el hombre se permitió esbozar una sonrisa.













Escrito entre 1928-1940. Publicado en 1967.










Contribución a Dscntxt de Miguel Muñoz










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