viernes, abril 29, 2011

"Doña Flor y sus dos maridos", de Jorge Amado






II. Del tiempo inicial de la viudez, tiempo de duelo de luto cerrado, con las memorias de las ambiciones y los engaños, del enamoramiento y las bodas, de la vida matrimonial de Vadinho y doña Flor, y de las fichas y dados y la dura espera ahora sin esperanza (y la molesta presencia de doña Rozilda)



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Recostada en la cama de hierro, un solo pensamiento aplasta a doña Flor, la lanza contra el fondo de sí misma, hecha jirones: nunca más lo tendría a su lado, en pleno alborozo, a su Vadinho. Nunca más. Esa certidumbre la hiere y la desgarra; es un puñal ponzoñoso que le hiende el pecho y le envenena el corazón, ahogando sus ansias de sobrevivir, su juventud ávida de subsistir. En la cama de hierro, al borde del suicidio, doña Flor. Sólo la sustentan su deseo y la persistencia de su memoria. ¿Por qué lo espera, si es inútil? ¿Por qué surge en ella el deseo como una llamarada, un fuego que le quema las entrañas, que la mantiene viva? Si es inútil, si él ya no volverá, amante impúdico, a arrancarle las enaguas o el camisón, o la bombacha de encaje; ya no volverá él a exponer su desnudez sin vello, diciéndole cosas tan locas que ella no se atreve a repetirlas ni en el recuerdo; tan locas e indecentes, pero tan lindas. ¡Ay! Ya no vendrá a acariciarle el cuello, las caderas y el vientre, despertarla y adormecerla con un temporal de deseo, un huracán que la arrebataba y la enceguecía, una brisa de ternuras, un céfiro de suspiros, y luego el desfallecimiento para el nuevo volver a despertar. ¡Ay!, ¡nunca más! Sólo el deseo y la memoria la sustentan.

«Andaba como un alma en pena, por la casa húmeda y lúgubre como una tumba». Olor a moho en las paredes, en las tejas y en el piso, un frío abandono a la espera de las arañas y de las telarañas. «Una sepultura en la que ella se enterró con el recuerdo de Vadinho». Doña Flor, toda de negro, de duelo por dentro y por fuera, deshecha. Su amiga doña Norma le decía:

- Esto no es posible, Flor. No es posible. Ya va a hacer un mes y sigues como alma en pena, dando vueltas por la casa. Y tu casa, que era una fiesta, se está llenando de moho. Dios me perdone, pero más parece una sepultura en la que te encerraste. Reacciona, acaba con eso, alivia ese luto...

Las alumnas se sentían como perdidas en aquella atmósfera en que las risas y las bromas sonaban a falso. ¿Cómo mantener la cotidiana cordialidad de las clases, la agradable sensación de pasatiempo, motivo del éxito principal de la Escuela de Cocina: Sabor y Arte, si la profesora sólo reía por compromiso y con esfuerzo? En sus lejanos tiempos de alumna, doña Magá Paternostro, la millonaria, declamaba, con pose cómica de recital escolar, desde el rellano del primer piso, un pastiche del Estudiante alsaciano...

             Salve a la escuela risueña y sencilla
             y a su joven y traviesa profesora...

Desde entonces habían aumentado las solicitudes de inscripción, porque cada una de las señoras le hacía publicidad gratuita, la recomendaban a las amigas: «Es formidable, cocina como nadie, sabe enseñar y es un encanto de persona. Las clases son tan divertidas, son dos horas de risa continua, de anécdotas, de bromas. No hay nada mejor para pasar el tiempo».

A veces se veía obligada a rechazar alumnas, tantos eran los pedidos para las vacantes trimestrales en los dos cursos. Ahora, sin embargo, tres jóvenes habían abandonado ya el curso y hasta circuló la noticia del próximo cierre de la escuela. ¿Dónde estaba aquella «joven y traviesa profesora»? ¿Dónde estaban las «dos horas de anécdotas y bromas»? En la mitad de la clase, cuando las muchachas reían, de pronto doña Flor se quedaba como ausente, la mirada perdida, el rostro lleno de ansiedad. ¿Y a quién le gusta cargar con el difunto de los otros, días y más días a vueltas con ese muerto, como si no existieran los cementerios?

Su comadre Dionisia de Oxóssi vino a visitarla, trayendo consigo al diablito del ahijado. Vino vestida de oscuro como exigen los ritos de la cortesía, pero ya sonreía, pues había pasado casi un mes y con aquella visita completaba una serie de tres. El aspecto de tristeza de doña Flor la preocupaba, si la comadre seguía con esa melancolía iba a acabar mal.

- Entierre al tocayo de una vez, comadre..., si no va a comenzar a heder y va a consumir todo lo que hay aquí, incluso usted...
- No sé qué hacer. Sólo tengo descanso cuando me acuerdo de él...
- Pues junte todo lo que sea recuerdo del tocayo, junte la pesadumbre que le dejó y entiérrelo en el fondo del corazón. Junte todo, lo bueno y lo malo, entiérrelo todo y después acuéstese y duerma tranquila...

Con sus libros siempre bajo el brazo, vestida con un fresco y vaporoso vestido de verano que mostraba sus pecas y su salud, doña Gisa, su consejera, la reprendía:

- ¿Qué es eso? ¿Cuánto tiempo va a durar esa exhibición?
- ¿Qué puedo hacer? No es que yo lo quiera...
- ¿Y su fuerza de voluntad? Dígase a sí misma: mañana comienzo una vida nueva; cierre las puertas al pasado, vuelva a vivir.

El coro de las comadres murmuraba, como en una letanía:

- Ahora, sin esa peste de marido, es cuando ella puede vivir feliz... Debía dar gracias a Dios...

En el patio del convento, don Clemente Nigra, contra el inmenso mar verdeazul, le dio una palmadita en la cara triste, contemplando su luto cerrado, desgarrador, su flacura, su abatimiento. Doña Flor iba a verlo para encargarle una misa con motivo de cumplirse un mes del fallecimiento.

- Hija mía - susurró el marfileño fraile- , ¿qué desesperación es ésa? Vadinho era tan alegre, le gustaba tanto reír... Siempre que lo veía me daba cuenta de que el peor de los pecados mortales es la tristeza, es el único que ofende a la vida. ¿Qué diría si la viese así? No le gustaría, no le gustaba nada que fuese triste. Si usted quiere ser fiel a su memoria, enfrente la vida con alegría...

Las chismosas voceaban en el barrio:

- Ahora sí, ahora sí que ella puede estar alegre; ahora que ese perro se fue al infierno.

Las figuras se movían en el fondo de la habitación como en un ballet: doña Rozilda, doña Dinorá y las beatas con su tufillo de sacristía; y doña Norma, doña Gisa, don Clemente, y Dionisia de Oxóssi sonriendo con su chico:

- Entierre la pesadumbre del tocayo en el corazón, comadre, y acuéstese y duerma.

Pero su cuerpo no se conforma, lo reclama. Ella reflexiona, piensa, oye a las amigas y les da la razón, es preciso poner término a esto, dejar de estar muriéndose todos los días, cada vez un poco más. Mas su cuerpo no se conforma y lo reclama desesperadamente. Sólo la memoria se lo devuelve, se lo trae, a su Vadinho, con su atrevido bigote, su risa zumbona, sus palabras feas pero tan lindas, su cabellera rubia y la marca del navajazo. Quiere irse con él, volver a tomar su brazo, irritarse con sus trastadas, ¡y eran tantas!, y gemir sin pudor, desfalleciente, en un beso. Pero, ¡ah!, es necesario reaccionar y vivir, abrir su casa y sus labios apretados, airear las salas y el corazón, tomar la carga de dolor que le dejara él, entera, y enterrarla bien hondo. ¿Quién sabe si así, a lo mejor, se calmaría su deseo? Siempre oyó decir que una viuda debe ser inmune a tales apetitos, a esos pecaminosos pensamientos, que su deseo debía marchitarse como una flor seca e inútil. El deseo de las viudas se va a la fosa con el cajón del finado, se entierra con él. Sólo una mujer muy zafada, que no hubiese amado a su marido, podía seguir pensando todavía en esas desvergüenzas. ¡Qué horrible! ¿Por qué Vadinho no se habrá llevado consigo la fiebre que la consumía, la desesperación que le entumecía los senos, haciéndole doler el vientre insatisfecho? Era tiempo de que enterrase de nuevo a su muerto y con toda su carga: sus malos tratos, sus maldades, sus desvergüenzas, su alegría, su gracia, su generoso ímpetu, y todo cuanto él plantó en la mansedumbre de doña Flor, las hogueras que encendió, esa dolorida ansiedad, esa locura de amor y ese ardiente deseo, ¡ay!, ¡ese criminal deseo de viuda deshonesta!

Pero antes, por lo menos una vez, una última vez, ella lo busca en la memoria y lo encuentra, y se va con él del brazo. Va muy paqueta, como en los tiempos de soltera, cuando ella y Rosalía, dos pobretonas, iban a fiestas en casas de burgueses opulentos y eran las mejor vestidas, dándose el gusto de superar en lujo a todas las demás.

¡Ah! ¡Principalmente una noche, más bella y terrible que todas, llena de novedades y sorpresas, de miedo y exaltación, de humillación y triunfo! ¡Con las emociones del salón de baile y del salón de juego, los nervios rotos, el corazón en fiesta! ¡Qué noche más maravillosa!

Por última vez con él, despacito. Paso a paso fue reconstruyendo el absurdo itinerario de aquella noche sin estrellas: la salida de casa, ellos dos, con doña Gisa, la cena, el tango, el espectáculo de las mulatas cimbreándose, el canto de las negras, la ruleta, el bacará, la fatiga, la ternura; la vuelta a casa en el de Cígano como en los viejos tiempos, y Vadinho besándola con impaciencia, allí mismo, a la vista de doña Gisa, que sonreía. Con un frenesí tal que le arrancó y destruyó el lujoso vestido nada más entrar en el dormitorio:

- No sé qué es lo que tienes hoy, querida, estás hecha una tentación y estoy loco por ti. Vamos, apúrate... Vas a ver lo que es gozar..., como tú nunca gozaste. Hoy es el día, prepárate. Te di lo que pediste, ahora vas a tener que pagar...

Caída en la cama de hierro, doña Flor se estremeció. Aquella noche la hiel se había transformado en miel y el dolor volvió de nuevo a convertirse en un supremo placer; nunca fuera una yegua tan violentamente montada por su fogoso garañón, ni nunca poseída una perra en celo tan licenciosa; era una esclava sometida a su lascivia, una hembra recorriendo todos los caminos del deseo, campiñas de flores y dulzuras, selvas de húmedas sombras y prohibidos senderos, hasta el reducto final. Noche en que fueron cruzadas las puertas más estrechas y cerradas, en que rindió el último bastión de su pudor. ¡Oh! ¡Deo gratias, aleluya! Fue la vez en que la hiel se transformó en miel y el dolor en raro, exquisito, divino placer: una noche de mutua, total entrega.

Fue en el cumpleaños de doña Flor, no hacía mucho, en diciembre último, en las vísperas de Navidad.





1966













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