sábado, abril 30, 2011

"El túnel", de Ernesto Sábato

Buenos Aires, 24 de junio de 1911 - Santos Lugares, 30 de abril de 2011
Fragmento



Todo era tan elegante que sentí vergüenza por mi traje viejo y mis rodilleras. Y sin embargo, la sensación de grotesco que experimentaba no era exactamente por eso sino por algo que no terminaba de definir. Culminó cuando una chica muy fina, mientras me ofrecía unos sandwiches, comentaba con un señor no sé qué problema de masoquismo anal. Es probable, pues, que aquella sensación resultase de la diferencia de potencial entre los muebles modernos, limpísimos, funcionales, y damas y caballeros tan aseados emitiendo palabras génito-urinarias.

Quise buscar refugio en algún rincón, pero resultó imposible. El departamento estaba atestado de gente idéntica que decía permanentemente la misma cosa. Escapé entonces a la calle. Al encontrarme con personas habituales (un vendedor de diarios, un chico, un chofer), me pareció de pronto fantástico que en un departamento hubiera aquel amontonamiento.

Sin embargo, de todos los conglomerados detesto parti¬cularmente el de los pintores. En parte, naturalmente, porque es el que más conozco y ya se sabe que uno puede detestar con mayor razón lo que se conoce a fondo. Pero tengo otra razón: LOS CRÍTICOS. Es una plaga que nunca pude entender. Si yo fuera un gran cirujano y un señor que jamás ha maneja¬do un bisturí, ni es médico ni ha entablillado la pata de un gato, viniera a explicarme los errores de mi operación, ¿qué se pensaría?. Lo mismo pasa con la pintura. Lo singular es que la gente no advierte que es lo mismo y aunque se ría de las pre¬tensiones del crítico de cirugía, escucha con un increíble respeto a esos charlatanes. Se podría escuchar con cierto respeto los juicios de un crítico que alguna vez haya pintado, aunque más no fuera que telas mediocres. Pero aun en ese caso sería absurdo, pues ¿cómo puede encontrarse razonable que un pin¬tor mediocre dé consejos a uno bueno?

ME HE APARTADO de mi camino. Pero es por mi maldita costumbre de querer justificar cada uno de mis actos. ¿A qué diablos explicar la razón de que no fuera a salones de pintu¬ra? Me parece que cada uno tiene derecho a asistir o no, si le da la gana, sin necesidad de presentar un extenso alegato justificatorio. ¿A dónde se llegaría, si no, con semejante manía? Pero, en fin, ya está hecho, aunque todavía tendría mucho que decir acerca de ese asunto de las exposiciones, las habla¬durías de los colegas, la ceguera del público, la imbecilidad de los encargados de preparar el salón y distribuir los cuadros. Felizmente (o desgraciadamente) ya todo eso no me interesa; de otro modo quizá escribiría un largo ensayo titulado De la forma en que el pintor debe defenderse de los amigos de la pintura.

Debía descartar, pues, la posibilidad de encontrarla en una exposición.













1948












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