martes, agosto 31, 2010

"A la sombra de Mammon", de Antonio Gil, y "Carta abierta a Antonio Gil y a diario La Nación Domingo", de Andrea Jeftanovic






NOTA DESCONTEXTO

Ante la vergüenza y consiguiente ira que nos ha dejado la aberrante medida tomada por el diario La Nación al haber despedido injustificadamente al escritor Antonio Gil, al dibujante José Gai y a la editora Ana Verónica Peña por la publicación de una columna del escritor intitulada "A la sombra de Mammon", además de la cobarde difamación que se ha hecho en contra de la escritora Andrea Jeftanovic, hemos considerado como deber ineludible dar cuenta de la columna en cuestión que escribiera Antonio Gil y de la reciente carta abierta enviada por Andrea Jeftanovic. Nos parece que las cobardes calumnias de las que ha sido víctima la escritora tras disentir levemente de la columna de Antonio Gil son sólo una distracción, probablemente iniciada por el o los responsables de las –también- cobardes represalias en contra de los ahora exprofesionales de La Nación.



A la sombra de Mammon
de Antonio Gil

A veces creemos entrever, como en sueños, erguida contra nuestro óseo roquedal andino y en el “puro cielo azulado”, la figura bella y feroz de Melpómene. Ella, la musa griega inspiradora de la tragedia se nos presenta siempre tal y como es descrita en los libros: “ricamente vestida, grave el continente y severa la mirada, generalmente lleva en la mano una máscara trágica como su principal atributo, en otras ocasiones empuña un cetro, una corona o un puñal ensangrentado”.

Otras veces, entre los silbos del viento sentimos allegarse la presencia sigilosa de Wekufu, el dios mapuche de la muerte y la destrucción, batiendo a Ngenechen, el dios de la vida. Y los números terribles se repiten en este ineludible triunfo de la fatalidad. El 27 de noviembre de 2005, 33 personas abordaron una embarcación de sólo 6 metros de largo, con capacidad para 16 ocupantes. Además la lancha llevaba carga. Las siempre peligrosas aguas del lago Maihue, que en mapudungun significa copa de madera, y el sobrepeso de la adicional, hicieron naufragar el pequeño lanchón.

Hay ocasiones en que el desastre (que como sabemos quiere decir “lejos de la estrella”) exige un poco más para su morral, como ocurrió el 18 de mayo de ese mismo año cuando en la zona cordillerana de Antuco, al interior de Los Ángeles, murieron congelados 44 soldados conscriptos y un sargento. La mayoría de las veces se trata de gente pobre, de miembros de los sectores más frágiles y abandonados de nuestra sociedad. Y entonces la bella e inexorable Melpómene y el fiero Wekufu se desvanecen para dejar su lugar a Mammon, el demonio judío de la avaricia y la codicia.

Desaparecen pues de nuestro imaginario de golpe las presencias idealizadas, sublimadas, de lo inevitable, y emerge, con un retintín de oro, el verdadero culpable de la totalidad de nuestros males. Un demonio cebado en el lucro y en la más extrema cicatería. Ese es el verdadero demonio que gobierna, desde hace ya demasiado tiempo, el alma de Chile, arrasando a la bella Melpómene y al guerrero Wekufu, quienes no hacen otra cosa que cumplir sus deberes cerrando los ojos. Si vemos caso a caso las grandes desgracias que ha sufrido el país, descubriremos tras cada una de ellas la sombra de Mammon y sus explicaciones y comisiones y mentiras. Balseraphs son nombrados en las antiguas tradiciones los “abogados infernales”.

“Los Balseraphs que sirven a Mammon pueden convencer a sus víctimas de que hasta el hecho más atroz será en extremo beneficioso”. Son los demonios que ofrecen indemnizaciones y compensaciones. Antes de la caída, Mammon era un serafín al servicio de Dios. Pero su corazón se llenó con el deseo del oro y se unió a Satanás en la rebelión contra el Creador. Cuando la guerra en el cielo terminó, según la tradición rabínica, “los pecados de Mammon eran peores que los de cualquier otro de los caídos”.

Y él hoy, por desdicha, ha penetrado incluso en las iglesias, en los ministerios, por no hablar de entidades financieras, que es donde pernocta diariamente. Wekufu y Melpómene retroceden con horror cuando ven el recorte de presupuesto para una nueva lancha en un lago remoto. Cuando se asoman sobre el hombro del contador, que con su lápiz rojo elimina defensas en los socavones mineros u “optimiza” los gastos en material de invierno para los soldados que sirven a la patria. Chile está en guerra. Tenemos que aniquilar a ese demonio antes que todos seamos avasallados por la bestia. //LND

en La Nación, 22 Agosto 2010




Carta abierta a Antonio Gil y a diario La Nación Domingo
de Andrea Jeftanovic

Estimados Señores:

Me dirijo a ustedes para plantear algunas reflexiones en relación a la polémica generada por la columna "A la sombra de Mammon", publicada el domingo 22 de agosto en el diario La Nación Domingo y, sobre todo, para expresar mi rechazo al curso de los hechos y aclarar mi postura con lo sucedido.

La mencionada columna me llegó a través de la red facebook, a propósito de ésta siete personas mantuvimos en ese espacio un debate sobre las interpretaciones y variantes contenidas en ella. Entiendo que el texto es principalmente una crítica a la avaricia, a la codicia, al excesivo afán de lucro, a la extrema cicatería. Repudio el hecho de que estos valores se hayan instalado en nuestra sociedad y que estén detrás de tres recientes desgracias humanas ocurridas en nuestro país (balsa en lago Maihue, ejercicio militar en Antuco y Mina San José); doblemente graves pues fueron provocadas por la negligencia y la avaricia de sus dueños o responsables al no haber proporcionado las condiciones mínimas de seguridad a pasajeros, soldados y mineros, respectivamente. Hasta aquí mi acuerdo con el texto es total. Sin embargo, para el desarrollo de esta idea medular, se ocupan tres figuras procedentes de distintas mitologías (griega, mapuche y judía). En mi opinión y en la de otras personas, como demuestran otras reacciones, resultó desafortunado tomar precisamente de la tradición judía la figura que habría de representar la avaricia y el control subrepticio del poder. ¿Por qué? Porque aunque sea una referencia mitológica, esos atributos son justamente los motivos que articulan los más extendidos y dañinos estereotipos que retratan al judío. Porque las metáforas también construyen realidades y significan por sugerencia, y es por lo tanto importante reflexionar sobre sus consecuencias. El caso se hacía especialmente problemático y delicado por los recientes episodios de ataques y amenazas de muerte que han recibido miembros e instituciones de la comunidad judía en Chile. No estoy diciendo que el texto debía producir ese único efecto, pero podía resultar ofensivo para algunos. Tampoco quiero decir que el sufrimiento y la discriminación sean patrimonio del pueblo judío. Muchos pueblos, religiones y etnias han sufrido y sufren ahora de todos esos males, incluso más cerca de lo que creemos. Igualmente pernicioso hubiera sido recurrir al imaginario de la cultura armenia, mapuche, musulmana o protestante si contribuyera a reproducir estereotipos que profundizan prejuicios y exclusiones que nos recuerdan lamentables persecuciones y muertes ocurridas a través de la historia.

En una sociedad democrática es absolutamente normal y deseable que las columnas de opinión despierten discusiones y distintas visiones. A veces esos debates o reclamos legítimos, ya sea en cartas institucionales o en foros colectivos son “diálogo de sordos”, pero incluso en los casos más obtusos (en un marco respetuoso, se entiende) estos contribuyen a la reflexión y a la empatía. En mi caso, como cualquier lectora, dejé mis críticas y disenso en la red social y para mí hasta ahí llegaba el asunto más allá que internamente le daba vueltas a los discutido. Pero lamentablemente el debate tomó los peores rumbos imaginados. Primero, porque incentivó una “caza de brujas” para con los y las participantes de ese foro privado (que se divulgó editado), publicándose injurias, mentiras, difamaciones, burlas sin importar mentir, ofender o amenazar en diarios digitales, sitios web, redes sociales. Y luego, porque se asoció absurdamente a otro hecho grave: el despido del autor de la columna, la editora del suplemento y el dibujante de la ilustración que acompañaba el texto. Y distingamos los acontecimientos. Puedo discrepar con la columna, pero creo en la democracia y en la libertad de expresión y la destitución de los tres profesionales es un acto represivo que vulnera derechos políticos básicos y daña la calidad de nuestra democracia. La censura es una práctica que condeno con toda energía. Prefiero el disenso aunque nos incomode. Y por eso no creo que los lectores debamos ser perseguidos y difamados por tener otras visiones. Así como rechazo categóricamente los despidos, también rechazo con la misma fuerza el abuso de ciertas personas en las redes virtuales y en algunos medios periodísticos que inventan y divulgan injurias (también pueden ser una fuerza opresiva), como otros espacios que fomentan el odio racial.

En términos de convivencia ciudadana este caso tuvo un lamentable final, cerró una posibilidad de discusión de conflictos más amplios como lo es el sistema económico, las desigualdades sociales, la tolerancia multicultural. El despido de los señores Antonio Gil, Ana Verónica Peña y José Gai, es un acto injustificado para con ellos, y todo lo que surgió alrededor de este caso no hizo más que exacerbar prejuicios y fanatismos. En suma, pierde toda la sociedad chilena, al menos la sociedad pluralista y democrática en las que muchos queremos habitar.

Les saluda muy atentamente,

Andrea Jeftanovic



31 de agosto, 2010











lunes, agosto 30, 2010

“Visión de São Paulo por la noche”, de Roberto Piva

Poema antropófago bajo el efecto de narcóticos






En la esquina de la calle São Luís una procesión de mil personas
enciende velas en mi cráneo
hay místicos hablando tonterías al corazón de las viudas
y un silencio de estrella partiendo en un vagón de lujo
fuego azul de gin y un tapete colorean la noche, los amantes
se chupan como raíces

Maldoror en copas de marea alta
en la calle São Luís mi corazón mastica un trecho de mi vida
la ciudad con chimeneas creciendo, ángeles lustrabotas con su jerga
feroz en plena alegría de las plazas, muchachas desarrapadas
definitivamente fantásticas
hay una floresta de cobras verdes en los ojos de mi amigo
la luna no se apoya en nada
yo no me apoyo en nada

soy puente de granito sobre ruedas de garajes subterráneos
teorías simples hierven mi mente enloquecida
hay bancos verdes aplicados al cuerpo de las plazas
hay una campana que no toca
hay ángeles de Rilke dando el culo en los urinarios
reino-vértigo glorificado
espectros vibrando espasmos

besos resonando en una bóveda de reflejos
caños tosiendo, locomotoras aullando, adolescentes roncos
enloquecidos en la primera infancia
los malandrines juegan yo-yo en la puerta del Abismo
veo a Brahma sentado en flor de loto
Cristo robando la caja de los milagros
Chet Baker gimiendo en la vitrola

siento el choque de todos los hilos saliendo por las puertas
partidas de mi cerebro
veo putos putas patanes torres balas chapas chops
vitrinas hombres mujeres pederastas y niños se cruzan y
se abren en mí como luna gas calle árboles luna medrosos impulsos
colisión en el puente ciego que duerme en la vitrina del horror
me disparo como una tómbola
mi cabeza se hunde en la garganta

llueve sobre mí y mi vida entera, me sofoco ardo floto
en las tripas, mi amor, cargo tu grito como un tesoro enterrado
quisiera derramar sobre ti todo mi epiciclo de ciempiés libertos
ansia furia de ventanas ojos bocas abiertas, torbellinos de vergüenza,
correrías de marihuana en picnics flotantes
avispas paseando envueltas de mis ansias
muchachos abandonados desnudos en las esquinas
angélicos vagabundos gritando entre las tiendas y los templos
entre la soledad y la sangre, entre las colisiones, el parto
y el Estruendo





traducción de Edgar Saavedra

en Paranóia, 1963













domingo, agosto 29, 2010

Entrevista a Karlheinz Stockhausen, de Björk

Introduce la entrevista Björk



Fui a una escuela de música desde los cinco años. Cuando cumplí doce o trece, empecé a estudiar musicología y un profesor y compositor islandés de la escuela me introdujo en Stockhausen. Recuerdo que era casi contestataria en la escuela, un bicho raro con verdadera pasión por la música, pero en contra de las píldoras retro de Beethoven y Bach. Mucho de ello se debía a la frustración obsesiva de la escuela con respecto al pasado. Cuando me inicié en Stockhausen fue un ¡Aaahh!. Al final alguien hablaba mi idioma. Stockhausen había dicho cosas como: “deberíamos escuchar música ‘vieja’ una vez al año y los otros 364 días escuchar música ‘de ahora’. Y deberíamos hacerlo de la misma manera en que miramos un viejo álbum de fotos de cuando éramos niños. Si miras muy a menudo fotos viejas, perderán todo su encanto. Empezarás a entregarte a algo que ya no interesa y dejarás de preocuparte por el presente.” Y así es como él miraba a toda esa gente obsesionada con la música vieja.

Por entonces tenía doce años y para alguien de mi generación aquello era brillante ya que al mismo tiempo me introducía también en bandas de música electrónica como Kraftwerk y DAF. Creo que en lo que se refiere a música electrónica y atonal, Stockhausen es el mejor. Fue la primera persona que hizo música electrónica, incluso antes de que se inventaran los sintetizadores. Me gusta compararlo con Picasso en este siglo ya que, al igual que él, tiene muchísimos períodos. Hay demasiados músicos que han hecho carrera dentro de un solo período. Él va un paso más allá, descubre algo que nunca ha sido hecho antes musicalmente y para cuando la gente llega a entenderlo, pasa a otra cosa.

Como todo genio científico, Stockhausen parece obsesionado con la idea de un matrimonio entre el misterio y la ciencia, pese a que son opuestos. Los científicos convencionales están obsesionados con los hechos; los científicos de genio con el misterio. Cuanto más se adentra Stockhausen en el sonido, más se da cuenta de que no se reconoce en tonterías, más se da cuenta de que se pierde. Me contó sobre la casa que construyó en el bosque, en la que vivió diez años. Está hecha de piezas hexagonales de vidrio y ninguna habitación es igual a la otra, todas son irregulares. Está formada tan solo por ángulos enfrentados y llena de reflectores. El bosque se refleja en toda la casa. Me explicó cómo, inclusive después de diez años, aún hay momentos en los que no se da cuenta de dónde está, y me lo dijo con los ojos maravillados. Yo le dije, “es brillante, puedes ser inocente aún en tu propia casa.” Él replicó, “no sólo inocente, sino curioso también.” Es todo un cómico.

Björk: Me parece que tu música electrónica se asemeja más a ti y que tus otras piezas son menos personales. ¿Sientes lo mismo?
Stockhausen: Sí, ya que muchas cosas que hago suenan a un mundo muy ajeno a este mundo. Pero la noción de “personal” es irrelevante. No es importante ya que es algo de lo que nada sabemos, pero me gusta y lo saco adelante.

Es como si pusieras una antena allí afuera y que eso fuese tu voz, tu punto de vista, venido desde otro lado. O bien algo… algo que no puedo explicar.
Tampoco puedo explicarlo yo. Lo que más importa no es lo personal, sino aquello que no conocemos. Tenemos que estudiarlo y experimentarlo. Tenemos suerte si podemos conseguir algo así.

¿Pero estás seguro de que no se trata de ti?
Bueno, muy a menudo me sorprendo a mí mismo. Y cuanto más descubro cosas que nunca he experimentado antes, más excitante se vuelve todo. Eso creo que es lo que importa.

Tengo un problema, tu música me emociona mucho. Pero siento pánico porque sé que no tengo tiempo para oírla toda. ¿Te preocupa que suceda algo así?
Sí y no, ya que ahora me he dado cuenta de que incluso mis trabajos más tempranos, los que hice hace unos cuarenta y seis años, no fueron comprendidos por la mayoría de la gente. De modo que forma parte de un proceso natural que encuentres algo que te sorprenda, más allá de que para los demás sea muy difícil incorporarlo a su propio ser. Así que pasaran 200 años antes de que un buen número de personas, o incluso unos pocos, lleguen al lugar al que yo he llegado, digamos, pasándome ocho horas en un estudio durante tres años. Para oírlo necesitas el mismo tiempo que yo pasé componiéndolo. Sin hablar además de llegar a entender lo que significa. Ciertos músicos crean algo que precisa que debas escucharlo muchas, muchas veces; eso es lo bueno. Y también ha de ser un proceso natural.

Sí, pero hablo además de la relación entre tú y tu propio ser, el tiempo que va desde que naces hasta que mueres. Si es suficiente para hacer todo lo que quieres hacer…
No, sólo puedes hacer una pequeña porción de lo que quieres. Naturalmente.

Sí, quizás yo sea muy impaciente. Es difícil para mí…
Ochenta o noventa años no es nada. Hay muchísimas piezas maravillosas del pasado que la mayoría de la gente jamás llegará a oír. Piezas extraordinariamente preciosas, llenas de misterio, inteligencia e inventiva. Pienso en este momento en ciertos trabajos de Johan Sebastian Bach, o de compositores más antiguos. Hay tantas composiciones fantásticas que tienen quinientos o seiscientos años que buena parte de la humanidad no conoce. Eso tomaría mucho tiempo. Hay billones de cosas preciosas en el universo para las que no hay tiempo de estudiarlas.

Pareces tan paciente, como si tuvieras una cierta disciplina del uso del tiempo. Me vuelve loca, yo aún no aprendí a sentarme bien en una silla, me resulta muy difícil. ¿Siempre trabajas ocho horas al día?
Y más.

¿Crees que lo central de tu deseo se dirige más a exponer o a grabar? ¿Lo haces para probar su existencia, como un científico, o es algo más emocional, crear un motivo para unir a la gente? ¿Tu música se dirige a eso?
Se dirige a ambas cosas.

¿A ambas?
Claro. Soy como un cazador que intenta encontrar algo y al mismo tiempo, en el aspecto científico, trata de descubrir algo. Por un lado, siempre siento una fuerte tensión emocional cuando llega el momento en que tengo que poner mis dedos en movimiento, mis manos y mis oídos, para cambiar de sonido, para darle forma. Es entonces que no puedo separar el pensamiento de la acción de los sentidos: ambas cosas tienen para mí la misma importancia. Pero mi compromiso es total y acapara los dos aspectos: tanto si soy un pensador como si soy un actor, me involucro completamente.

Solía viajar con mi pequeño radiocassette portátil y llevaba un bolsillo lleno de cintas. Siempre trataba de encontrar la canción adecuada. No me importaba cuál, en tanto y en cuanto pudiera unir a la gente. Pero a veces eso puede ser un truco bastante barato, sabes. Recuerdo haber leído una vez que una de las razones por las que no te gustan los ritmos regulares se debe a la guerra.
Oh, no, eso no…

¿Fue un malentendido?
Mmm, sí. Cuando bailo, me gusta la música convencional. Con cierta síncopa, naturalmente. Nunca debe sonar como una máquina. Pero cuando compongo, muy rara vez uso períodos rítmicos, y sólo lo hago en las estructuras intermedias, ya que creo que hay una evolución en el lenguaje musical en Europa que va desde ritmos periódicos muy simples a ritmos cada vez más irregulares. Así que me preocupo por la música que enfatiza este tipo de periodicidad minimalista, ya que de allí salen los impulsos y los sentimientos más básicos de las personas. Cuando digo “básico,” quiero decir “físico.” No somos sólo un cuerpo que camina, que corre, que se mueve sensualmente, que late –en caso de tener buena salud- 71 veces por minuto, o que tiene una cierta pulsión cerebral, sino además un sistema de ritmos periódicos. Aún dentro del cuerpo hay periodicidades superpuestas, algunas muy lentas y otras muy rápidas. Cuando estás tranquilo, respiras cada 6 o 7 segundos. Eso es periodicidad. Y todo esto en su conjunto forma una cierta música polimérica del cuerpo. Pero cuando compongo música, soy parte de su evolución y siempre estoy buscando más y más diferencias. Igualmente en cuanto a la forma.

¿Porque es más honesto, más real?
Sí, pero lo que la mayoría de la gente prefiere es un ritmo regular, incluso hoy en día que la música pop puede hacerse con una máquina. Creo que uno debería intentar hacer música que sea más… flexible, por así decirlo, un poco más irregular. La irregularidad es un desafío, sabes. ¿Qué tan lejos podemos ir haciendo música irregular? Podemos ir hasta cuando un pequeño instante caiga en la periodicidad y luego se pierda en diferentes compases y ritmos. Pero es así como ha ido evolucionando la historia después de todo.

Creo que hoy en día, en la música popular, la gente intenta afrontar el hecho de que vive entre todas estas máquinas y trata de combinarlas con lo humano, llegar a un matrimonio feliz entre las dos cosas. Quiero ser optimista al respecto. Fui criada por una madre que creía vivamente en la naturaleza y que me quería descalza las 24 horas del día, así que crecí con una gran complejo de culpa por los coches y los rascacielos, y me enseñaron a odiarlos, así que me siento como atascada en medio de todo esto. Puedo entender a esta generación diez años menor que yo que hace música, que trata de vivir con ello. Pero todo lo que tiene que ver con que estos ritmos regulares, pese a que son humanos, también parecen forzados.
Pero los ritmos regulares estuvieron siempre, en todas las culturas: son la base de lo estructural. No es si no poco después que empezaron a complicarse, así que creo que no fueron las máquinas las que dieron a luz a la irregularidad.

Sí, creo que lo que más me hace feliz es tu optimismo, en especial con respecto al futuro. Y creo también que estoy hablando de mi generación. Nos enseñaron que el mundo se iba a ir por los caños y que todos íbamos a morir pronto, y encontrar alguien tan abierto como tú, con tu optimismo, es algo especial. Mucha gente joven está fascinada por lo que haces. ¿Crees que se debe a tu optimismo?
Entiendo que los trabajos que he compuesto fueron fruto de mucho estudio, de aprendizaje y de experimentación. En particular experimentación con respecto a uno mismo. Eso da mucha confianza a la gente, aún hay mucho por hacer.

Y también quizás se deba a que has hecho tantas cosas que mucha gente joven puede encontrar un 1% que cree valioso y que puede identificar con lo que hacen.
Tal vez se deba a lo diverso de mis trabajos, aunque no puedan conocerlos todos. Al día de hoy tengo 253 trabajos, lo que serían unos 70 u 80 cds con diferentes tipos de cosas, todos diferentes, así que hay mucho que descubrir. Es como un mundo dentro de otro, hay muchos aspectos diferentes. Probablemente eso sea lo que me guste: que todas las piezas sean diferentes. No me gusta repetirme a mí mismo.

¿Crees que nuestro deber es llevar todo hasta su límite, usar todo lo que tenemos, toda nuestra inteligencia y todo nuestro tiempo, e intentar encontrar algo, especialmente si es dificultoso, o crees que sea más una cuestión de seguir tus propios instintos, dejar atrás todo lo que no nos emocione?
Pienso en mis hijos en este momento. Tengo seis y todos son bastante diferentes. Hay dos en particular, los más jóvenes, que aún están dirimiéndose ante muchas direcciones en lo que respecta al gusto o a la emoción, y otro de mis hijos, que es trompetista, intentó hace unos años volverse un maestro espiritual. Quería ser instructor de yoga y ayudar a la gente que estaba desesperada, animarla y hacerle creer en un mundo mejor, pero le dije que hay suficientes predicadores, que se apegara a la trompeta. Tardó algunos años en volver a la trompeta y ahora parece estar más concentrado y deja atrás la mayoría de las cosas que se le aparecen como posibles. Yo podría haber sido maestro, arquitecto, filósofo o profesor vaya Dios a saber de qué. Podría haber sido jardinero o granjero fácilmente: durante un año medio trabajé en una granja, estuve en una fábrica de coches por un tiempo y me gustaba aquel trabajo también, pero entendí al finalizar mis estudios, cuando aún estaba trabajando en mi doctorado y como pianista, que debía practicar piano cuatro o cinco horas al día, como instrumento solista. Tocaba todas las noches en un bar para ganarme la vida. Pero desde que compuse la primera pieza a la que sentí sonar diferente de todo lo que conocía, me concentré en la composición y perdí casi todo lo que el mundo me ofrecía, muchas otras facultades, modos de vida como los que acabo de contarte, todo tipo de emociones y de entretenimientos. Me concentré verdaderamente día y noche en este aspecto tan reducido: componer, interpretar, corregir y publicar mis partituras. Y para mí fue una elección acertada. No puedo dar consejos generales, ya que si no sigues lo que tienes dentro, no harás nada. De modo que hay que seguir lo que sientes dentro de ti y nada más.

Sí, como si siempre pudiese ir más lejos.
No lo sé. Sólo sé que no podría acabar nada que tiene sentido para mí si no me concentro enteramente en ello. Así es que me pierdo mucho de lo que la vida puede ofrecerme.

Pero aprendes a sentarte bien en una silla.
Sabes que también dirijo, no se trata sólo de sentarse en una silla. Dirijo orquestas, coros, ensayo muchísimo, doy muchas vueltas, dejo listos los altavoces a los técnicos, hago los arreglos de todos los ensayos. Así que no me lo paso sentado en una silla. Pero sé a qué te refieres. Sí. Es la concentración la vocación de uno.














Traducción de Martín Abadía














sábado, agosto 28, 2010

"Te diré quién eres", de Manuel Parra Aguilar







Desde mi balcón oigo cómo se dispersa el día.
La amenaza comienza cuando señalas con el
índice la sombra
de un árbol que trepa por las paredes.
es preciso que la rama se curve llena de pájaros.
Mas nada sigue a la única ave que vuela desde la
rama
             a este poema





para Nereyda Ávila Sandoval




en Revista Trifulca, nº 4, julio 2009













viernes, agosto 27, 2010

«Folleto presentando a Ubú Rey», de Alfred Jarry

Traducción de José Benito Alique




Tras el preludio de una música de demasiados metales para ser menos que fanfarria, y que es exactamente lo que los alemanes llaman una «banda militar», el telón descubre una decoración que quisiera representar Ninguna Parte, con árboles al pie de las camas y nieve blanca bajo un cielo muy azul, dado que la acción discurre en Polonia, país suficientemente legendario y desmembrado como para ser esa Ninguna Parte o, al menos, según una verosímil etimología franco-griega, ni con mucho alguna parte interrogativa.

Mucho más tarde de escrita la pieza hemos sabido que en otros tiempos existió, en el país del que fue primer rey Pyast, rústico hombre, un tal Rogatka o Enrique ventrudo, que sucedió a un rey Venceslao y a los tres hijos del mismo, Boleslao y Ladislao. no siendo el tercero Bugrelao; y, asimismo, que este Venceslao, u otros, fue llamado El Ebrio. No consideramos honorable escribir piezas históricas.

Ninguna Parte está en todas y, en primer lugar. en el país donde nos encontramos. Motivo por el cual Ubú habla francés. Pero sus numerosas faltas no son en absoluto vicios franceses, exclusivamente, puesto que los favorecen el capitán Bordura, que habla inglés, la reina Rosamunda, que algarea auvernés, y la muchedumbre polaca, que ganguea maulas y va vestida de gris. Aunque se transparenten determinadas sátiras, el lugar de la acción hace que los intérpretes no sean responsables.

El señor Ubú es un ser innoble, por lo que se asemeja –de cintura para abajo– a todos y cada uno. Asesina al rey de Polonia –es decir, hace trizas al tirano. lo que parece justo a algunos, pues tiene apariencia de acto justiciero– y, una vez rey, acaba con los nobles, luego con los burócratas y después con los campesinos. Así, desaparecido todo el mundo, asegura haber acabado con los culpables y se presenta como hombre de principios y medio. Por último, a la manera de un anarquista, pone en ejecución por sí mismo sus fallos, despedaza a la gente porque le apetece, y exhorta a los soldados rusos a que no disparen contra él, porque eso no le gusta. Es un poco fierabrás, y nadie le contradice hasta que se atreve con el Zar, a quien todos respetamos. El Zar hace justicia, le separa del trono, del que abusó, restaura a Bugrelao –¿merecía la pena?– y expulsa al señor Ubú de Polonia, con las tres partes integrantes de su potencia, integradas en el siguiente vocablo: «Cuernoempanza» (por el poderío de sus apetitos inferiores).

Ubú habla con frecuencia de tres cosas, siempre paralelas en su mente: de la física, que es la naturaleza comparada con el arte, el mínimo de comprensión frente al máximo de cerebralidad, la realidad de la aquiescencia universal frente a la elucubración de lo inteligente, Don Juan frente a Platón, la existencia frente al pensamiento, la medicina frente a la crisopeya, la milicia frente al combate singular, paralelamente, de la phinanza, o sea los honores en comparación con la satisfacción de sí por uno mismo, lo que es tanto como decir los universales engendradores de la literatura basada en el prejuicio de la cantidad, en comparación con la manera de ver de los clarividentes; y, paralelamente, de la Mierdra.

Quizás resulta inútil la expulsión del señor Ubú de Polonia, es decir, como ya hemos dicho, de Ninguna Parte. Y ello porque, si en un principio sabe recrearse con alguna artística ociosidad como «encender fuego mientras espera que le consigan leña» o patronear tripulaciones yateando por el Báltico, acaba por hacerse nombrar Gran Maestre de Hacienda en París. Pero menos indiferente resultará en ese lugar de la lejana Cualquier Parte donde, frente a los semblantes de cartón de unos actores que han tenido talento bastante para exhibirse de modo impersonal, un escaso público de inteligentes ha consentido ser polaco durante algunas horas.





Publicado luego en La Critique, 1896










jueves, agosto 26, 2010

“El fin de la ausencia”, de Jorge Morales






En un amanecer sediento de sol y luz,
desde el corazón del invierno,
el bello día tempranero
ha venido a conquistarme el alma,
con una música excelsa que huele
a flor renacentista.

La tibieza del sol es una caricia silenciosa
que se desliza, sobre una tierra y sobre un cielo
que recién han parado de gemir, hoy
que he vuelto a saber de ti.

Y pienso, quién habita lo infinito
y amarra los recuerdos con mirada de azor.
Quién trabaja en los fuelles de la Historia
hasta hacer surgir,
puro desde el fondo del fuego,
el oro de lo improbable.

El amor es la promesa incorruptible.
Es el mensaje escindido del último verano:
Se escucha aún la risa de su boca,
manchada de cerezas, tirados en la hierba,
sudados de calor, mientras aquí se despereza la memoria,
removiendo las cenizas dormidas
en tu ausencia.






en La casa de las arañas, 2010














miércoles, agosto 25, 2010

"Arauco tiene una pena", de Violeta Parra





Arauco tiene una pena
que no la puedo callar,
son injusticias de siglos
que todos ven aplicar,
nadie le ha puesto remedio
pudiéndolo remediar.
Levántate, Huenchullán.

Un día llega de lejos
Huescufe conquistador,
buscando montañas de oro,
que el indio nunca buscó,
al indio le basta el oro
que le relumbra del sol.
Levántate, Curimón. .

Entonces corre la sangre,
no sabe el indio qué hacer,
le van a quitar su tierra,
la tiene que defender,
el indio se cae muerto,
y el afuerino de pie.
Levántate, Manquilef

Adónde se fue Lautaro
perdido en el cielo azul,
y el alma de Galvarino
se la llevó el viento Sur,
por eso pasan llorando
los cueros de su kultrún.
Levántate, pues, Callfull.

Del año mil cuatrocientos
que el indio afligido está,
a la sombra de su ruca
lo pueden ver lloriquear,
totora de cinco siglos
nunca se habrá de secar.
Levántate, Callupán.

Arauco tiene una pena
más negra que su chamal,
ya no son los españoles
los que les hacen llorar,
hoy son los propios chilenos
los que les quitan su pan.
Levántate, Pailahuán.

Ya rugen las votaciones,
se escuchan por no dejar,
pero el quejido del indio
¿por qué no se escuchará?
Aunque resuene en la tumba
la voz de Caupolicán,
levántate, Huenchullán.




















martes, agosto 24, 2010

“A la mina no voy”, Canción popular colombiana

Letra según versión del Instituto Pedagógico Femenino del Chocó





A
unque mi amo me mate
a la mina no voy.
Yo no quiero morirme
en un socavón.

Coro: Don Pedro es tu amo
y él nos compró;
Don Pedro es tu amo
y él nos compró.
Se compran las cosas,
¡los hombres no!
Se compran las cosas,
¡los hombres no!
Y aunque mi amo me mate
a la mina no voy.

Coro: Tú eres su esclavo.

Solista: ¡No, mi señor!

Coro: Tú eres su esclavo.

Solista: ¡No mi señor!
Y aunque me aten cadenas
esclavo no soy.
En la mina brilla el oro
al fondo del socavón,
el blanco se lleva todo
y al negro deja el dolor.
El blanco vive en su casa
de madera con balcón,
y al negro en rancho de paja
con un solo paredón.
Cuando vengo de la mina
cansado del barretón,
encuentro a mi negra triste,
abandonada de Dios.
Y a mis negritos con hambre,
¿por qué?
Esto pregunto yo
y aunque mi amo me mate
a la mina no voy.
Yo no quiero morirme
en un socavón.
Y aunque me aten cadenas
esclavo no soy.












lunes, agosto 23, 2010

"La voz del homo sacer en 'Children of men' ", de Candelaria Cortés-Monroy




Si tomo la palabra, no es para defenderme de los actos
de los que se me acusa,
ya que sólo la sociedad,
que por su organización pone a los hombres en lucha

continua los unos contra los otros, es la responsable.
Ravachol



La figura del homo sacer, extraída del derecho romano, apunta al sujeto cuya vida no puede ser sacrificada (en términos de ritual) pero sí puede ser eliminada si dicha eliminación no constituye un delito, ya que está fuera de la ley.

El homo sacer moderno es el hombre sacrificable, matable, despojado de sus derechos de ciudadano (trabajo, salud, educación, entre otros) y se plasma en los “detenidos” de los campos de concentración del siglo XX. Para Agamben, el paradigma de la sociedad moderna es el campo (campos de concentración o de exterminio) más que la ciudad. Refugiados, clandestinos, inmigrantes, la cuestión nominal no interesa, la nuda vida es la existencia despojada de todo valor y derecho político, por lo tanto, si un homo sacer muere debido a la necesidad (hambre, miseria, falta de oportunidades), nadie es responsable.

Asimismo, para Agamben (siguiendo a Aristóteles) existe un paralelo entre nuda vida/vida política y voz/lenguaje en el sentido de que son estos segundos términos (vida política y lenguaje) los que diferencian al ser humano de otros tipos de existencia. Éste es precisamente el punto que pretendo abordar en Children of men [de Alfonso Cuarón, 2006, aka Hijos de los hombres, nota Dscntxt].

Lo que ocurre en la película es que la sociedad ha llegado a un punto en que el homo sacer se ha convertido en un sujeto masivo pero, al mismo tiempo, carece de voz (el lenguaje de Aristóteles). Por lo tanto la sociedad se va acallando, y como el hombre es lenguaje, la humanidad sucumbe ante esta falta de identidad.

Agamben dice que hay que plantearse o replantearse los conceptos de ciudadanía y nacionalidad y si bien esto se hace evidente en la película, la pregunta que debiera hacerse apunta más a la identidad en cuanto a ser humano, ya que es debido a esta pérdida de identidad que se produce esta “enfermedad” relacionada con la fertilidad. El hombre pierde su voz, pierde su identidad y por lo tanto es incapaz de generar vida, ya que ésta pierde su sentido básico, que es el manifestarse, relacionarse y posicionarse a través de una “voz” propia.

Pareciera que los distintos actores sociales tienen una voz, al manifestarse de diferente manera frente a la situación mundial (terrorismo, despotismo de estado, movimientos pro vida, la simple indiferencia), sin embargo, no hay un cuestionamiento introspectivo con respecto a los verdaderos motivos de la crisis general: todos la adjudican a elementos externos. Paralelamente, los refugiados representan a la masa oprimida, no tienen voz porque no tienen la posibilidad de posicionarse de ninguna manera que no sea como una escoria, un bulto, una entidad viviente que no aporta (nuda vida). Quizás el único personaje que se muestra de una manera distinta es el hombre que vive aisladamente con su mujer autista (se entiende que por algún trauma relacionado con esta nueva –o no tanto- sociedad), pero éste tampoco tiene la posibilidad de expandir su “voz”, quedando confinado a la derrota.

Entonces, la lucha por la vida pierde sentido en la medida que se anulan las voces; la sociedad completa se transforma en el homo sacer que se elimina a sí mismo porque no logra tomar conciencia de la importancia de su propia voz.












en La máquina de follar, 2007








domingo, agosto 22, 2010

"La virgen de los sicarios", de Fernando Vallejo

Fragmento






Algo insólito noté en la carretera: que entre los nuevos barrios de casas uniformes seguían en pie, idén­ticas, algunas de las viejas casitas campesinas de mi infancia, y el sitio más mágico del Universo, la cantina Bombay, que tenía a un lado una bomba de gasolina o sea una gasolinera. La bomba ya no estaba, pero la can­tina sí, con los mismos techos de vigas y las mismas pa­redes de tapias encaladas. Los muebles eran de ahora pero qué importa, su alma seguía encerrada allí y la comparé con mi recuerdo y era la misma, Bombay era la misma como yo siempre he sido yo: niño, joven, hombre, viejo, el mismo rencor cansado que olvida to­dos los agravios: por pereza de recordar.






1994














sábado, agosto 21, 2010

"Alba", de Ezra Pound

Traducción de Juan Carlos Villavicencio




Tan fresca como las pálidas hojas húmedas
                               del lirio-del–valle.
Ella yace junto a mí al amanecer.












Alba


As cool as the pale wet leaves/ of lily-of-the-valley/ She lay beside me in the dawn.







viernes, agosto 20, 2010

“Dudas”, de Tristan Tzara







-He sacado el antiguo sueño de la caja como sacas tú el sombrero
cuando te pones el traje de muchos botones
cuando agarras el conejo por las orejas
cuando regresas de cacería
como eliges la flor de la maleza
y al amigo de entre los cortesanos.

Mira lo que me pasó
cuando llegó la noche lentamente como una cucaracha
buena para muchos como remedio, cuando enciendo
en el alma el fuego de los versos
me acosté. El sueño es el jardín preparado para las dudas
no sabes lo que es verdad, lo que no lo es
te parece que es un ladrón y lo fusilas
y después te comunican que ha sido un soldado
así ocurrió conmigo exactamente
por esto te llamé para decirme -sin error
lo que es verdad- lo que no lo es.





1914-1915

versión de Darie Novácenau













jueves, agosto 19, 2010

«Bajo el volcán» , de Malcolm Lowry

Fragmento / Traducción de Raúl Ortiz y Ortiz





Con los ojos de la mente volvió a ver «Los Borrachones», aquella extraordinaria imagen colgada en la pared de Laruelle, sólo que ahora adquiría un aspecto un tanto distinto. ¿Acaso no tendría otro significado ese cuadro, carente de intención como su humorismo, más allá de lo simbólicamente obvio? Vio que aquellos personajes con aspecto de espíritus, aparentemente se volvían más libres, más separados, y sus nobles rostros característicos tornaban a ser más característicos, más nobles, mientras mayor era su ascenso hacia la luz; aquellos seres rubicundos que se semejaban a demonios amontonados, se volvían más parecidos entre sí, más juntos, más semejantes a un único demonio mientras mayor era su cercanía a las tinieblas. Tal vez esto no fuera tan ridículo. Cuando él había luchado por elevarse, como al principio de su existencia con Yvonne, ¿acaso los «rasgos» de la vida no habían parecido aclararse, animarse más, los amigos y enemigos volverse más identificables, los problemas especiales, las escenas, y con ellos el sentido de su propia realidad, más separados de sí mismo? ¿Y no resultó que, mientras más se hundía mayor era la tendencia de aquellos rasgos a disimularse, a obstruirse y resolverse, para, a la larga, transformarse en algo apenas mejor que horrendas criaturas de su hipócrita yo interno y externo, o de su lucha, si la lucha existía aún? Sí, pero aunque lo hubiera deseado, anhelado, este mismo mundo material, por ilusorio que fuese, pudo haberse convertido en aliado para indicarle el buen camino. En este caso no habría habido recurrencia, por medio de voces irreales y engañosas y formas de disolución que cada vez se asemejaban más a una sola voz, a una muerte más muerta que la muerte misma, sino una infinita dilatación, una infinita evolución y extensión de límites, en que el espíritu era una entidad, perfecta e íntegra: ¡ah! ¿quién sabe por qué fue ofrecido al hombre —por acosada que fuese su suerte— el amor? Y sin embargo, tenía que enfrentarse a ello: había caído, caído, caído hasta... pero ahora mismo se percataba de no haber llegado enteramente hasta el fondo. Todavía no era el fin completo. Era como si su caída se hubiese detenido sobre un estrecho borde, borde desde el que no podía subir ni bajar, y sobre el cual yacía bañado en sangre y medio aturdido mientras que allá abajo, en las lejanas profundidades, aguardaba el abismo bostezando.





1947










miércoles, agosto 18, 2010

“El segundón”, de D. H. Lawrence







—¡Oh, estoy cansada! —exclamó Frances malhumorada; y en ese mismo instante se dejó caer sobre el césped, cerca del seto vivo.

Anne quedó sorprendida un momento; luego, acostumbrada a las extravagancias de su querida Frances, dijo:

—¿Acaso no es natural que te sientas cansada después de haber viajado ayer nada menos que desde Liverpool?

Y se echó al lado de su hermana. Anne era una chica juiciosa de catorce años, muy fresca, que destilaba sentido común. Frances era mucho mayor, de unos veintitrés, y caprichosa, espasmódica. Era la belleza y la inteligencia de la familia. Desprendió los escaramujos del vestido de un modo nervioso, desesperado. Su hermoso perfil, ondulado en lo alto por el pelo negro, cálido debido a la tez oscura y rojiza como una pera, estaba calmo como una máscara; su fina piano morena daba tirones nerviosos.

—No se trata del viaje —dijo objetando la torpeza de Anne. Anne miró curiosa a su adorada. La jovencita, a su modo confiado y pragmático, procedió a estudiar a la caprichosa criatura. Pero de súbito se vio retratada en los ojos de Frances; sintió que dos ojos renegridos y turbulentos le lanzaban un desafío; y se acobardó. Frances era característica por esas grandes miradas que dejaban al descubierto y que desconcertaban a la gente por su violencia y brusquedad.
—¿Qué te pasa, pobre patito? —preguntó Anne mientras cubría con sus brazos la forma leve y voluntariosa de su hermana. Frances se rió agitada y se recostó, cómoda, sobre los pechos protuberantes de la robusta muchacha.
—Oh, sólo estoy un poquitín cansada —murmuró al borde de las lágrimas.
—Desde luego que lo estás. ¿Cómo querías sentirte? —la alivió Anne. A Frances le resultaba gracioso que Anne jugara a ser la mayor, que fuera casi maternal con ella. Pero en realidad Anne estaba en plena adolescencia; los hombres le parecían unos perros, mientras que Frances, a los veintitrés, sufría mucho.

El campo estaba intensamente matinal. En el ejido todo brillaba junto a su sombra y la ladera de la colina despedía calor. El terreno pardo parecía en un nivel bajo de combustión, las hojas de los robles estaban abrasadas y marrones. Entre el follaje negruzco, a distancia, fulguraban el rojo y el naranja del pequeño pueblo.

Los sauces del curso del arroyo al pie del ejido se agitaron de repente con un efecto deslumbrante de diamantes. Una brisa. Anne volvió a su posición normal. Extendió las rodillas y se puso en el regazo un puñado de avellanas, unas cositas de hojillas blancas verduzcas cuya única mejilla estaba tostada, entre marrón y rojiza. Empezó a partirlas y a comerlas. Frances, con la cabeza gacha, meditaba amargamente:

—Eh, ¿conoces a Tom Smedley? —preguntó la jovencita mientras sacaba una avellana de su apretada vaina.
—Digamos que sí —replicó Frances con sarcasmo. —Pues me regaló un conejo silvestre que cazó para que lo criara con el domesticado. Y vive.
—Está bien —comentó Frances, muy distante e irónica.
—¡Claro que sí! Dijo que me llevaría a Ollerton-Feast, pero nunca lo hizo. Mira, se llevó a un criado de la rectoría. Yo lo vi.
—Pues le corresponde —dijo Frances.
—¡No, no le corresponde! Y se lo dije. Y le dije que te lo contaría. Y lo he hecho.

Crujió una avellana entre sus dientes. Sacó el fruto y lo mascó complacida.

—No tiene la menor importancia para mí —dijo Frances.
—Bueno, pues no, pero de cualquier modo me enfadé con él.
—¿Por qué?
—Porque no tiene derecho a ir con un criado. —Tiene todo el derecho —persistió Frances, muy tajante y fría.
—No lo tiene cuando me había dicho que me llevaría.

Frances lanzó una carcajada de diversión y alivio.

—Oh, no; me había olvidado de eso —dijo; y agregó—. ¿Y qué dijo cuando le prometiste que me lo contarías
—Se rió y me dijo: «No se rasgará las vestiduras por eso».
—Y no lo haré —dijo Frances con menosprecio.

Se produjo un silencio. El ejido, con sus resecos cardos de cabeza dorada, sus matas de zarzas silenciosas, sus aulagas de vainas marrones al resplandor de la luz, parecía un sitio visionario. En la otra orilla del arroyo empezaba el inmenso modelado de la agricultura, el blanco ajedrezado de rastrojo de cebada, los pardos cuadrados de trigo, los parches caquis de los pastizales, las rayas rojas del barbecho, con el bosque y el pueblo diminuto como ornamentos; todo llevaba a la distancia, hacia las colinas, donde el dibujo cuadriculado se hacía más pequeño hasta que en el vaho negruzco del calor, a lo lejos, sólo se podían distinguir los diminutos cuadraditos de rastrojo de cebada.

—¡Eh, mira, aquí hay una madriguera de conejo! —gritó de repente Anne—. ¿Vigilamos por si sale alguno? No tendrás que moverte, sabes.

Las dos chicas se quedaron absolutamente inmóviles. Frances miraba ciertos objetos a su alrededor; tenían un aspecto peculiar, poco amistoso: el peso de las bayas verdosas del saúco sobre los tallos purpúreos, el centelleo de las manzanas silvestres amarillentas que se congregaban en lo alto del seto contra el cielo; las hojas exhaustas y blandas de las primaveras aplastadas bajo el seto: todo le parecía extraño. Entonces sus ojos atraparon un movimiento. Un topo se movía en silencio sobre el suelo caliente, rojizo, husmeando, arrastrándose por aquí y allá, plano y oscuro como una sombra, cambiando de posición, tan vivaz y silencioso de pronto como el mismísimo fantasma de la joie de vivre. Frances se sobresaltó; por hábito estaba a punto de llamar a Anne para que matara a la pequeña bestia. Pero hoy su letargo de descontento fue demasiado para ella. Observó al diminuto bruto bracear, husmear, tocar cosas para descubrirlas, correr a ciegas deleitado hasta el éxtasis por los rayos del sol y las cosillas calientes y extrañas que le acariciaban la panza y la nariz. Sintió una profunda piedad por la criaturita.

—¡Eh, mira aquí! Es un topo.

Anne se puso en pie para observar la oscura e inconsciente bestia. Frances frunció el entrecejo con ansiedad.

—No escapa, ¿eh? —dijo en voz baja la jovencita. Entonces se aproximó cautelosamente al animalito. El topo se alejó torpemente. En un abrir y cerrar de ojos Anne le puso un pie encima, sin pesadez. Frances vio el movimiento luchador, natatorio de las manitas rojas de la bestezuela, el retorcimiento y la agitación de su nariz puntiaguda, mientras se debatía bajo la suela de la bota.
—¡Cómo se mueve! —dijo la joven huesuda frunciendo la frente ante la sensación de cosquilleo. Entonces se agachó a mirar su presa. Frances pudo ver ahora, al borde de la suela do la bota, los esfuerzos de los hombros aterciopelados, la postura lastimosa del rostro ciego, el frenético remar de las manos planas y rojizas.
—Mata a esa cosa —dijo desviando la mirada.
—Oh, no, yo no —se rió Anne, acobardándose—. Hazlo tú si te gusta.
—No me gusta —dijo Frances con una calma intensidad.

Después de varios intentos, con ligeros movimientos Anne logró apresar al animalito por la piel del pescuezo. Este echó la cabeza atrás, meneó a un lado y otro su largo hocico ciego, abrió la boca en una peculiar forma oblonga y con diminutos dientecillos rojos en el borde. Jadeó y retorció la frenética boca ciega. El cuerpo, pesado y torpe, colgaba casi sin moverse.

—¿No te parece una cosita llena de vida? —observó Anne, alejándolo para evitar los dientes.
—¿Qué vas a hacer con eso? —preguntó tajante Frances.
—Hay que matarlo. Mira todo el daño que hacen. Lo llevaré a casa y que lo mate papá o cualquier otro. No voy a dejar que se escape.

Envolvió torpemente al animalito con su pañuelo y tomó asiento al lado de su hermana. Hubo un intervalo de silencio durante el cual Anne luchó contra los esfuerzos del topo.

—Esta vez no has tenido mucho que decir acerca de Jimmy. ¿Le viste a menudo en Liverpool? —preguntó de repente Anne.
—Una o dos veces —contestó Frances sin dar señal de que la pregunta la inquietaba.
—¿Entonces ya no te gusta?
—Debería pensar que no, al saber que está comprometido.
—¿Comprometido? ¡Jimmy Barrass! ¡Vaya, qué sorpresa! Jamás pensé que se comprometería.
—¿Por qué no? Tiene tanto derecho como cualquier hijo de vecino, ¿no? —replicó Frances.

Anne jugueteaba con el topo.

—Así es —dijo finalmente—; sin embargo, nunca pensé que Jimmy lo haría.
—¿Por qué no? —insistió Frances.
—No lo sé... ¡este bendito topo no se queda tranquilo! ¿Con quién se comprometió?
—¿Cómo puedo saberlo?
—Pensé que se lo habrías preguntado; hace ya bastante tiempo que le conoces. Supongo que pensó en comprometerse ahora que ya ha sacado el doctorado en química.

Frances se rió pese a sí misma.

—¿Y eso qué tiene que ver? —preguntó.
—Estoy segura de que mucho. Ahora quiere sentirse alguien, de modo que se ha comprometido. ¡Eh, basta ya! ¡Entra de una vez!

Pero en ese momento el topo había logrado zafarse. Luchaba y se retorcía con frenesí, movía su puntiaguda cabeza ciega, la boca abierta como un pequeño pozo, las manos grandes y arrugadas, extendidas.

—¡Entra ya! —urgió Anne empujando al animalito con un dedo, tratando de que volviera al pañuelo. De súbito, la boca giró como una chispa sobre su dedo.
—¡Ay —chilló—, me ha mordido!

Lo dejó caer. Aturdida, la ciega criatura corrió en derredor. Frances sintió ganas de chillar. Esperaba que saliera volando como un ratón, pero estaba allí, a tientas. Quiso gritarle que se fuera. Anne, en una súbita decisión de furia, cogió el bastón de su hermana. El topo murió de un solo golpe. Frances estaba aturdida y escandalizada. Un momento antes el pobre desgraciado estaba correteando al calor y al siguiente yacía como una bolsa, inerte y negra, sin luchar, apenas un temblor.

—¡Está muerto! —dijo Frances sin aliento. Anne se llevó el dedo a la boca, miró los pequeños alfilerazos y dijo:
—Sí, esta muerto y me alegro. Esos topos son unos animalitos llenos de maldad.

Con eso se desvaneció su furia. Recogió al animal muerto.

—Qué piel más bonita tiene —murmuró acariciando la piel con un dedo, y luego con la mejilla.
—Qué bien —dijo Frances, tajante—. ¡Te llenarás de sangre la falda!

Una gota de sangre como un rubí colgaba del pequeño hocico, lista para caer. Anne la secó contra unas campánulas. De improviso, Frances se serenó; en ese momento se hizo adulta.

—Supongo que hay que matarlos —dijo, y cierta indiferencia más bien triste reemplazó su pesadumbre. Las centelleantes manzanas silvestres, el brillo de los sauces fúlgidos ahora le parecieron nimios, apenas merecedores de atención. Algo había muerto en ella, de modo que las cosas perdieron su intensidad. Estaba serena; la indiferencia se superpuso a su tranquila tristeza. Poniéndose en pie caminó hasta el arroyo.
—Eh, espérame —exclamó Anne, al trote tras ella.

Frances se quedó en el puente contemplando el lodo rojo hollado por las pezuñas del ganado. No quedaba ni una charca de agua, pero todo olía a verde, a suculento. ¿Por qué se preocupaba tan poco la pequeña Anne, que la quería tanto?, se preguntó a sí misma. ¿Por qué le importaba tan poco cualquiera de los demás? No lo sabía, pero sintió un orgullo más bien terco en su aislamiento e indiferencia.

Entraron en un campo donde yacían en hileras montones de cebada, rubias trenzas que correteaban por el suelo. El rastrojo estaba blanqueado por la intensa canícula, de modo que la extensión relumbraba blanquecina. El siguiente labradío era dulce y suave con una segunda siembra; delgados y extraviados tréboles cuyos pequeños botones rojos descansaban bellamente sobre el verde oscuro. El aroma era suave y enfermizo. Las muchachas pasaron en fila india, Frances delante.

Cerca del portón un joven cogía con la hoz algo de forraje para alimentar al ganado por la tarde. Cuando vio a las chicas dejó de trabajar y esperó sin ningún fin concreto. Frances iba vestida de muselina blanca y caminaba con dignidad, distante y descuidada. Su falta de agitación, su avance simple y descuidado le pusieron nervioso. Ella había amado al remoto Jimmy cinco años, habiendo recibido a cambio sus medias palabras. Este hombre sólo la afectaba ligeramente.

Tom era de mediana estatura y de físico robusto. Su rostro suave y blanco estaba enrojecido, no moreno, por el sol, y ese rubor fortalecía su aspecto de buen humor y soltura. Al ser un año mayor que Frances, la hubiera cortejado hacía ya mucho tiempo de haberlo querido ella. Tal como estaban las cosas, él había seguido amistosamente su camino tranquilo tratando con numerosas chicas pero permaneciendo sin ataduras, libre de preocupaciones la mayor parte del tiempo. Sólo que él sabía que quería a una mujer. Se levantó los pantalones con una pizca de conciencia de la situación cuando se aproximaron las muchachas. Frances era un ser extraño, delicado, a quien en sus venas él hacía real con curiosa y delicada estimulación. Ella le daba una leve sensación de sofoco. De algún modo, esa mañana le afectó más que de costumbre. Estaba vestida de blanco. No obstante él, al ser de naturaleza simple, no se dio cuenta. Sus sentimientos nunca habían sido conscientes, con un propósito.

Frances sabía lo que pasaba. Tom estaba listo para amarla en cuanto ella le diera la señal. Ahora que no podía tener a Jimmy, nada le importaba un ápice. Sin embargo, algo tendría. Si no podía obtener lo mejor —Jimmy, de quien sabía que era algo esnob— tendría al segundón, Tom. Avanzó como indiferente.

—¡Has vuelto, entonces! —dijo Tom. Ella notó el toque de inseguridad en la voz.
—No —se rió ella—, aún estoy en Liverpool. —Y el tono de intimidad le hizo arder.
—Entonces, ¿ésta no eres tú? —preguntó él.

A ella le saltó el corazón en señal de aprobación. Le miró a los ojos y por un segundo estuvo con él.

—¿Por qué? ¿Qué piensas? —dijo ella riéndose.

El se levantó el sombrero de la cabeza con un pequeño gesto distraído. A ella le gustaban sus modales rebuscados, su humor, su ignorancia y su lenta virilidad.

—Eh, mira aquí, Tom Smedley —interrumpió Anne.
—¡Un topo! ¿Lo encontrasteis muerto?
—No, me mordió —dijo Anne.
—¡Oh! ¿Y eso te hizo mearte encima?
—¡Oh, no! —replicó severamente Anne—. ¡Qué lenguaje!
—¿Qué te pasa a ti?
—No soporto las palabras feas.
—¿De verdad?

Miró a Frances.

—No está bien —dijo Frances. En realidad no_ le importaba. Por lo general el lenguaje vulgar la irritaba; Jimmy era todo un caballero. Pero la forma de hablar de Tom no le importaba.
—Me gustaría que hablaras bien —dijo.
—¿Sí? —dijo él, tocándose el sombrero, agitado.
—Y por lo general lo haces —sonrió ella.
—Tendré que intentarlo —dijo él de un modo tensamente galante.
—¿Qué? —preguntó ella, preparada:
—Hablarte bien —dijo él. Frances se ruborizó furiosamente, inclinó un momento la cabeza y luego se rió con alegría como si le gustara ese torpe doble sentido.
—Eh, cuida tus palabras —exclamó Anne, dándole al joven un golpecito admonitorio.
—Tú no tendrías que dar golpes como ése a un topo —se burló él de ella, aliviado de volver a territorio conocido, frotándose el brazo.
—Ciertamente no, murió de un solo golpe —dijo Frances con una ligereza que detestaba.
—Y tú no eres tan buena como para golpearlos, ¿eh? —dijo él dirigiéndose a ella.
—No lo sé. Si estoy enfadada... —dijo ella.
—¿No? —replicó él con atención alerta.
—Podría, de ser necesario —dijo ella, más dura. El era lento para notar la diferencia.
—¿Y no consideras que es necesario? —preguntó con recelo.
—Pues... ¿lo es? —dijo ella mirándole fijamente, fríamente.
—Pienso que sí —replicó él desviando la mirada, pero con actitud terca.

Ella se rió rápidamente.

—A mí no me es necesario —dijo ella con ligero desprecio.
—Sí, eso es bastante cierto.

Ella se rió de un modo tembloroso.

—Sé que lo es —dijo, y se produjo una molesta pausa.
—¿Por qué, a ti te gustaría que yo matara topos? —preguntó ella a tientas al cabo de un momento.
—Nos hacen mucho daño —dijo él, firme en su propio territorio, enfadado.
—Pues ya veré la próxima vez que me cruce con uno —prometió ella, desafiante. Se encontraron sus miradas y ella se achicó ante él, con el orgullo humillado. El se sintió molestó, triunfante y sorprendido, como si el destino le hubiese atrapado. Ella sonrió al partir.
—Pues —dijo Anne mientras las hermanas pasaban entre el trigo— yo no sé por qué reñís vosotros dos.
—¿No lo sabes? —dijo Frances riéndose, como escondiendo un secreto.
—No, no lo sé. Pero, de cualquier modo, Tom Smedley es muchísimo mejor, en mi opinión, que Jimmy, por tanto... Y más simpático.
—Tal vez lo sea —dijo fríamente Frances.

Y al día siguiente, después de una cacería secreta y persistente, ella encontró otro topo jugando al sol. Lo mató y al atardecer, cuando Tom fue al portón a fumar su pipa después de la cena, le llevó el animalito muerto.

—¡Aquí tienes, tú! —dijo ella.
—¿Lo atrapaste tú? —replicó él cogiendo el cadáver de terciopelo con sus dedos y examinándolo minuciosamente. Lo hizo para esconder su nerviosismo.
—¿Pensaste que no podría? —preguntó ella con su cara muy cerca de la de él.
—No, no lo sabía.

Ella se le rió a la cara, una extraña risita que encerró su aliento, toda la agitación, lágrimas y atolondramiento del deseo. El pareció temeroso y nervioso. Ella le cogió de un brazo.

—¿Quieres salir conmigo? —preguntó él con un tono dificultoso, perturbado.

Ella alejó la cara con una risita vacilante. A él se le subió la sangre fuerte, abrumadoramente. Se resistió. Pero le empujó y le transportó. Al ver la nuca frágil, graciosa de su cuello, le asaltó un amor fuerte por ella; y una ternura.

—Lo único que tenemos que hacer es decírselo a tu madre —dijo él. Y se quedó sufriendo, resistiendo su pasión.
—Sí —replicó ella con la voz muerta. Pero había una emoción de placer en esa muerte.






1912













martes, agosto 17, 2010

«El espejo y la máscara», de Jorge Luis Borges






Librada la batalla de Clontarf, en la que fue humillado el noruego, el Alto Rey habló con el poeta y le dijo:

–Las proezas más claras pierden su lustre si no se las amoneda en palabras. Quiero que cantes mi victoria y mi loa. Yo seré Eneas; tú serás mi Virgilio. ¿Te crees capaz de acometer esa empresa, que nos hará inmortales a los dos?

–Sí, Rey –dijo el poeta–. Yo soy el Ollan. Durante doce inviernos he cursado las disciplinas de la métrica. Sé de memoria las trescientas sesenta fábulas que son la base de la verdadera poesía. Los ciclos de Ulster y de Munster están en las cuerdas de mi arpa. Las leyes me autorizan a prodigar las voces más arcaicas del idioma y las más complejas metáforas. Domino la escritura secreta que defiende nuestro arte del indiscreto examen del vulgo. Puedo celebrar los amores, los abigeatos, las navegaciones, las guerras. Conozco los linajes mitológicos de todas las casas reales de Irlanda. Poseo las virtudes de las hierbas, la astrología judiciaria, las matemáticas y el derecho canónico. He derrotado en público certamen a mis rivales. Me he adiestrado en la sátira, que causa enfermedades de la piel, incluso la lepra. Sé manejar la espada, como lo probé en tu batalla. Sólo una cosa ignoro: la de agradecer el don que me haces.

El Rey, a quien lo fatigaban fácilmente los discursos largos y ajenos, le dijo con alivio:

–Sé harto bien esas cosas. Acaban de decirme que el ruiseñor ya cantó en Inglaterra. Cuando pasen las lluvias y las nieves, cuando regrese el ruiseñor de sus tierras del Sur, recitarás tu loa ante la corte y ante el Colegio de Poetas. Te dejo un año entero. Limarás cada letra y cada palabra. La recompensa, ya lo sabes, no será indigna de mi real costumbre ni de tus inspiradas vigilias.

–Rey, la mejor recompensa es ver tu rostro– dijo el poeta, que era también un cortesano.

Hizo sus reverencias y se fue, ya entreviendo algún verso.

Cumplido el plazo, que fue de epidemias y rebeliones, presentó el panegírico. Lo declamó con lenta seguridad, sin una ojeada al manuscrito. El Rey lo iba aprobando con la cabeza. Todos imitaban su gesto, hasta los que agolpados en las puertas, no descifraban una palabra. Al fin el Rey habló.

–Acepto tu labor. Es otra victoria. Has atribuido a cada vocablo su genuina acepción ya cada nombre sustantivo el epíteto que le dieron los primeros poetas. No hay en toda la loa una sola imagen que no hayan usado los clásicos. La guerra es el hermoso tejido de hombres y el agua de la espada es la sangre. El mar tiene su dios y las nubes predicen el porvenir. Has manejado con destreza la rima, la aliteración, la asonancia, las cantidades, los artificios de la docta retórica, la sabia alteración de los metros. Si se perdiera toda la literatura de Irlanda –omen absit– podría reconstruirse sin pérdida con tu clásica oda. Treinta escribas la van a transcribir dos veces.

Hubo un silencio y prosiguió.

–Todo está bien y sin embargo nada ha pasado. En los pulsos no corre más a prisa la sangre. Las manos no han buscado los arcos. Nadie ha palidecido. Nadie profirió un grito de batalla, nadie opuso el pecho a los vikings. Dentro del término de un año aplaudiremos otra loa, poeta. Como signo de nuestra aprobación, toma este espejo que es de plata.

–Doy gracias y comprendo– dijo el poeta. 

Las estrellas del cielo retornaron su claro derrotero. Otra vez cantó el ruiseñor en las selvas sajonas y el poeta retornó Con su códice, menos largo que el anterior. No lo repitió de memoria; lo leyó Con visible inseguridad, omitiendo ciertos pasajes, como si él mismo no los entendiera del todo o no quisiera profanarlos. La página era extraña. No era una descripción de la batalla, era la batalla. En su desorden bélico se agitaban el Dios que es Tres y es Uno, los númenes paganos de Irlanda y los que guerrearían, centenares de años después, en el principio de la Edda Mayor. La forma no era menos curiosa. Un sustantivo singular podía regir un verbo plural. Las preposiciones eran ajenas a las normas comunes. La aspereza alternaba con la dulzura. Las metáforas eran arbitrarias o así lo parecían.

El Rey cambió unas pocas palabras con los hombres de letras que lo rodeaban y habló de esta manera:

–De tu primera loa pude afirmar que era un feliz resumen de cuanto se ha cantado en Irlanda. Ésta supera todo lo anterior y también lo aniquila. Suspende, maravilla y deslumbra. No la merecerán los ignaros, pero sí los doctos, los menos. Un cofre de marfil será la custodia del único ejemplar. De la pluma que ha producido obra tan eminente podemos esperar todavía una obra más alta.

Agregó con una sonrisa: 
–Somos figuras de una fábula y es justo recordar que en las fábulas prima el número tres.

El poeta se atrevió a murmurar: 
–Los tres dones del hechicero, las tríadas y la indudable Trinidad. 

El Rey prosiguió: 
–Como prenda de nuestra aprobación, toma esta máscara de oro.
–Doy gracias y he entendido –dijo el poeta. 

El aniversario volvió. Los centinelas del palacio advirtieron que el poeta no traía un manuscrito. No sin estupor el Rey lo miró; casi era otro. Algo, que no era el tiempo, había surcado y transformado sus rasgos. Los ojos parecían mirar muy lejos o haber quedado ciegos. El poeta le rogó que hablara unas palabras con él. Los esclavos despejaron la cámara.

–¿No has ejecutado la oda? –preguntó el Rey; 
–Sí– dijo tristemente el poeta–. Ojalá Cristo Nuestro Señor me lo hubiera prohibido.
–¿Puedes repetirla? 
–No me atrevo.
–Yo te doy el valor que te hace falta– declaró el Rey.

El poeta dijo el poema. Era una sola línea. 

Sin animarse a pronunciarla en voz alta, el poeta y su Rey la paladearon, como si fuera una plegaria secreta o una blasfemia. El Rey no estaba menos maravillado y menos maltrecho que el otro. Ambos se miraron, muy pálidos.

–En los años de mi juventud –dijo el Rey– navegué hacia el ocaso. En una isla vi lebreles de plata que daban muerte a jabalíes de oro. En otra nos alimentamos con la fragancia de las manzanas mágicas. En otra vi murallas de fuego. En la más lejana de todas un río abovedado y pendiente surcaba el cielo y por sus aguas iban peces y barcos. Éstas son maravillas, pero no se comparan con tu poema, que de algún modo las encierra. ¿Qué hechicería te lo dio?

–En el alba –dijo el poeta– me recordé diciendo unas palabras que al principio no comprendí. Esas palabras son un poema. Sentí que había cometido un pecado, quizá el que no perdona el Espíritu.

–El que ahora compartimos los dos –el Rey musitó–. El de haber conocido la Belleza, que es un don vedado a los hombres. Ahora nos toca expiarlo. Te di un espejo y una máscara de oro; he aquí el tercer regalo que será el último.

Le puso en la diestra una daga. 

Del poeta sabemos que se dio muerte al salir del palacio; del Rey, que es un mendigo que recorre los caminos de Irlanda, que fue su reino, y que no ha repetido nunca el poema.





en El libro de arena, 1975














lunes, agosto 16, 2010

“Ruptura y el peso de la hora”, de Christian Formoso






Y cuando la hora repentina
de la costumbre
y la desdicha
rompe como ola o muerto
la paz de la tarde,
y separa la vida
en antes y después de esta hora,
como sepulcro o testigo,
como arañando la espalda
o la tierra,
quisiera diluirme
en el suelo,
en la sombra,
en el río de las latitudes
plenas y apartadas
de esta hora que rompe;
y cuando sucede lo súbito;
y las vidas recuerdan
el peso de la hora
como invisible mundo
en el hombro,
en la interminable columna
o vértebra
de los días postreros y anteriores,
algo se duerme
y algo se tumba,
y las vidas recuerdan
el peso de esta hora
como si hablaran,
como el granizo
o la muerte
de un condenado,
como sentencia.
Nada hay que borre
el temblor de esta hora
ni el tiempo en su laguna
o arena
ni agujas,
ni rezos.
Hay desazones y heridas
borbotando,
hay frases marinas,
y temporales.
Cada quien tras la hora
tiene su razón.
Y cuando la hora repentina,
irrumpe
hay desazones y heridas,
como sentencias, como religión imborrable
como fe,
diluyendo las luces
para enviarnos
el recuerdo imborrable
de esta hora.





En La lengua de las mares, 1994













domingo, agosto 15, 2010

"Variaciones sobre la noche", de Jorge Teillier





“He sido un conocido de la noche. He salido a pasear bajo la lluvia y he vuelto bajo la lluvia. He ido más allá de la luz más lejana de la ciudad. He contemplado la callejuela más triste de la ciudad. He pasado junto al sereno que hacía su ronda...” Entre estos conocidos, de los cuales habla el gran poeta norteamericano Robert Frost (el predilecto de John Kennedy), sin duda los más fieles los poetas y escritores. La noche es la gran compañera de la mayoría de ellos, aún cuando por supuesto no faltan excepciones como las de Ramón Gómez de la Serna, el cual prefería madrugar para ver aparecer el alba antes de empezar a escribir, y nuestro Joaquín Edwards Bello que en una de sus crónicas se autodeclara “chiflado” porque le gusta estar durmiendo a las diez de la noche, y levantarse temprano para dar una vuelta descalzo por el pasto o regar un árbol. Pero basta decir “la noche” para verla junto a Francois Villon en el París de cellisca y rondantes aullidos de lobos, cuando el mal colegial y gran poeta salía con sus compañeros a robar las enseñas de las posadas, basta nombrarla para tener junto a nosotros al pálido Edgard Allan Poe yaciente en ella en una calle de Baltimore, después de amarla tanto como Dupin, su personaje (el precursor de Sherlock Holmes) que no soportaba la luz del día y vivía iluminado por bujías en una casa de persianas eternamente cerradas.

El romanticismo practicó el culto nocturnal, a partir del melancólico Young que conmovió a Europa con sus Noches. No hubo poeta romántico que no la cantara o exaltara como la faz verdadera de la vida. Y no es raro que, como reflejo, el siglo diecinueve llegara a estas playas portando también su cargamento nocturno. Pues la vida noctámbula comienza en Santiago casi al fin de la Colonia, hacia 1808, según cuenta José Zapiola en sus Recuerdos de Treinta Años. En ese tiempo se instalaron los primeros Trucos como se llamaban los cafés (uno estaba instalado en el Portal Fernández Concha), en donde desde mediodía a cualquiera hora de la noche se jugaba al naipe (o sea, al monte, la malicia, el mediator, la báciga, etc.). El billar se introdujo hacia 1820. Los espíritus más festivos pasaban el Mapocho para acudir a las casas de fonda y chinganas en donde campeaban música y baile. En 1884 se inauguró un establecimiento que estaba abierto toda la noche. Era el Hotel Central (Merced esquina de San Antonio) que tenía un restaurant en la parte baja. Cerrado éste por las autoridades el más popular fue el Café de la Bolsa, en donde, según cuenta Vicuña Cifuentes, se bebía preferentemente (y en copas de plaqué provistas de correspondientes bigoteras) un ponche llamado Tomayeri (abreviatura de Tom y Jerry). El estremecimiento finisecular alargaba las noches santiaguinas antes de despertarse a un nuevo siglo. Entonces surgió el primero de nuestros poetas malditos, el baudeleriano Pedro Antonio González (“quizás soy un mago maldito”, decía de sí mismo), paseante solitario, bebedor solitario de los bodegones de la Chimba, en los cuales el tinto se transformaba para él en “ardiente Falerno”, y las pobres y desarrapadas mujeres de la vida en hetairas (“Vírgen báqueica y tísica, bebe”). De él escribió Francisco Contreras: “Solía vérsele a veces por las calles errando solitario apoyado en su bastón, descuidado el traje, el cigarrillo en los labios, un libro bajo el brazo como persiguiendo intangibles visiones del aire con la mirada siniestra de sus ojos divergentes”. En la primera década de este siglo un grupo de poetas concurría al “Cola de Mono” situado en San Diego con Plaza Almagro. Otros a la llamada “Piojera”, gran expendedora de la nacional chicha baya, situada en calle Zañartu. Y los más encopetados concurrían al restaurant de “Papá Gage” en calle Huérfanos, al “Coppola” de Agustinas con Miraflores, a la “Confitería Palet”, de la calle Estado. Pero, simplemente, era corriente que los jóvenes poetas de ese entonces recorrieran las calles bajo la dudosa luz de los mecheros de gas, conversando y recitando hasta la llegada del alba.

Extraños fantasmas entregó la noche santiaguina la llamada Generación del Año 20. El más típico fue Alberto Valdivia, más conocido como “el cadáver”, precoz y extraordinario poeta consumido por la morfina, que recorría los bares con su violín al brazo. Homero Arce en un reciente artículo sobre el poeta Rosamel del Valle recuerda los cenáculos de la que fue (tal vez) la más bohemia de las generaciones: “El Jote” donde había buenos platos por sólo cuarenta centavos, “El Hércules”, “La Bahía”, los bares alemanes con orquestas de ciego de San Pablo y Esmeralda, un poco más tarde el “Black and White”. Y la “Ñata Inés” de calle Eyzaguirre en donde, según se cuenta, el adolescente Neruda, llegado de la noche oceánica poblada de ladridos y de coigüillas de Temuco, dejaba en prenda de pago su capa heredada del padre ferroviario. Coetáneamente, transnochaban también –pero sólo tomando café con leche– en “Los Inmortales” Manuel Rojas, González Vera, Silva Castro y otros no devotos al más popular entre los chilenos de los dioses olímpicos.

También se desplazaron hacia San Diego muchos de los integrantes de la Generación del 38. Uno de ellos, el más extraño y prometedor de todos (para hablar en lenguaje deportivo) Héctor Barreto, personaje lunar que vivía viajes imaginarios sin salir días enteros de su lecho, y que dejara antes de los diecinueve años cuentos de una imaginación inusitada en la narrativa chilena, fue muerto a la salida del Café Volga por un grupo de nazistas el año 1937. Pero de esa generación, el más notable de los “conocidos de la noche” fue sin duda Teófilo Cid, el poeta y escritor que de dandy del Ministerio de Relaciones, pasó a ser –según el decir de Gonzalo Rojas, su compañero en poesía– “el lobo estepario de las noches santiaguinas”. Teófilo Cid, hombre de desusada cultura, llevado de una irresistible animadversión a un medio donde impera la mediocridad prefirió inmolarse en la noche, como un budista en las llamas, antes que aceptar los convencionalismos. “Hay estrellas en tu nombre/ Cuando una lenta espera me domina/ con su atroz desesperanza” le escribía a la noche. Consumido por ella murió en 1963, no sin pronosticar antes que más de alguien en sus funerales diría que “había muerto el último bohemio”. Yo mismo –nos decía– he asistido al entierro de una infinidad de “últimos bohemios”. Sin duda, los escritores (corriente universal de estos días) han tomado conciencia de ser trabajadores de un oficio, y se cuidan de cumplir horarios regulares y llevar una vida de orden. Sin embargo, habrá siempre un último bohemio, habrá siempre quien se acode a los mesones de los bares abiertos toda la noche, habrá siempre quien salga andar bajo la lluvia y vuelva bajo la lluvia y vaya más allá de la luz lejana de la ciudad, sabiendo que un reloj luminoso proclama que el tiempo no es verdadero ni falso.













en Viaje, Santiago, marzo de 1972 (N°460).








Fotografía de Lorenzo Peirano










sábado, agosto 14, 2010

“Los seis minutos más bellos de la historia del cine”, de Giorgio Agamben







Sancho Panza entra en un cine de una ciudad de provincia. Viene buscando a Don Quijote y lo encuentra: está sentado aparte y mira fijamente la pantalla. La sala está casi llena, la galería -que es una especie de gallinero- está completamente ocupada por niños ruidosos. Después de algunos intentos inútiles de alcanzar a Don Quijote, Sancho se sienta de mala gana en la platea, junto a una niña (¿Dulcinea?) que le ofrece un chupetín. La proyección está empezada, es una película de época, sobre la pantalla corren caballeros armados, de pronto aparece una mujer en peligro. Inmediatamente Don Quijote se pone de pie, desenvaina su espada, se precipita contra la pantalla y sus sablazos empiezan a lacerar la tela. Sobre la pantalla todavía aparecen la mujer y los caballeros, pero el rasgón negro abierto por la espada de Don Quijote se extiende cada vez más, devora implacablemente las imágenes. Al final, de la pantalla ya no queda casi nada, se ve sólo la estructura de madera que la sostenía. El público indignado abandona la sala, pero en el gallinero los niños no paran de animar fanáticamente a Don Quijote. Sólo la niña en platea lo mira con desaprobación.

¿Qué debemos hacer con nuestras imaginaciones? Amarlas, creerlas a tal punto de tener que destruir, falsificar (este es, quizás, el sentido del cine de Orson Welles). Pero cuando, al final, ellas se revelan vacías, incumplidas, cuando muestran la nada de la que están hechas, solamente entonces pagar el precio de su verdad, entender que Dulcinea -a quien hemos salvado- no puede amarnos.





en Profanaciones, 2005