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El tercer día del tercer mes de la primavera, me encontraba en el pabellón de las orquídeas, cerca de un arroyo cristalino. Los amigos y poetas se reunieron en el lugar para disfrutar de la ocasión. El aire estaba impregnado de la fragancia de las flores y el sonido del agua fluyendo por el arroyo. Nos acomodamos cómodamente y, mientras disfrutábamos de nuestra compañía, compusimos poemas y celebramos la belleza del momento. El paisaje y el entorno parecían contribuir a la perfección de la ocasión, pero, al mismo tiempo, me invadía una sensación de tristeza por lo efímero de todo lo que estábamos viviendo.
En ese entorno, observando el mundo que nos rodeaba, no pude evitar reflexionar sobre la transitoriedad de todas las cosas. La vida humana es efímera, y aunque los momentos de felicidad y belleza sean preciosos, también son fugaces. En cuanto uno intenta aferrarse a un momento, ya se ha desvanecido. Todo lo que nace ha de perecer, y las personas que componen parte de nuestra vida también están destinadas a partir. La naturaleza misma se ve marcada por este cambio continuo y el ciclo de vida y muerte.
Así, aunque la poesía que compusimos esa tarde es hermosa, también se perderá con el paso del tiempo. Lo mismo ocurre con las personas que nos rodean. La belleza que percibimos en este momento desaparecerá, y los recuerdos de esta ocasión quedarán solo como una sombra que se desvanece con los años. En el futuro, cuando alguien lea estos poemas, quizás no entienda el contexto de este encuentro, ni la emoción que nos invadió. Y lo que es aún más triste, es que algunos de los presentes ya no estarán aquí para compartir este recuerdo.
A pesar de la impermanencia, encuentro consuelo en la caligrafía. La escritura, aunque también sujeta al paso del tiempo, puede preservar la esencia de un momento, aunque no lo pueda hacer de manera eterna. Es por eso que, aunque la reunión y los poemas que surgieron en este día se desvanecerán, su presencia en la caligrafía y en la memoria será un testimonio de la belleza y la armonía de este instante.
En cuanto a la escritura, no busco la inmortalidad en estos caracteres, sino simplemente expresar lo que en este momento siento, tal como las palabras surgen espontáneamente de la mano del calígrafo. Al igual que el agua del arroyo que fluye sin esfuerzo, la caligrafía también debe ser natural, sin forzamientos. Es el resultado de una mente tranquila, en paz consigo misma y con el entorno, un estado de armonía que permite que el trazo sea fluido y bello.
Así, mientras observo el paisaje que me rodea, no puedo evitar sentir una profunda gratitud por este momento de unión con la naturaleza y los amigos. Pero también soy consciente de que, tal como el agua fluye y el viento sopla, todos los momentos en la vida están destinados a desvanecerse. Y en este desvanecerse está la verdadera belleza, la belleza de lo efímero.
353 d. C.

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