Fragmento / Traducción de Dolores Sierra y Neus Sánchez
Miércoles 16
Miro las gotas de agua deslizarse sobre el vidrio que hace poco golpeaba la lluvia. No caen verticalmente; parecerían gusanitos que por razones misteriosas fueran oblicuamente a la derecha, a la izquierda, filtrándose entre otras gotas inmóviles, deteniéndose, continuando como si buscaran algo. Me parece no tener nada que hacer. Siempre tenía algo que hacer. Ahora, tejer, cocinar, escuchar un disco, todo me parece vano. El amor de Maurice daba importancia a cada momento de mi vida. Es hueca. Todo es hueco: los objetos, los instantes. Y yo.
El otro día le pregunté a Marie Lambert si me encontraba inteligente. Su mirada clara se clavó en la mía.
– Usted es muy inteligente…
Dije:
– Hay un pero…
– La inteligencia se atrofia cuando uno no la alimenta. Debería dejar que su marido le buscara trabajo.
– El tipo de trabajo del que soy capaz no me daría ningún resultado.
– Eso no es nada seguro.
Por la noche
Esta mañana tuve una iluminación: todo es culpa mía. Mi error más grave ha sido no comprender que el tiempo pasa. Pasaba y yo estaba pasmada en la actitud de la ideal esposa de un marido ideal. En lugar de reanimar nuestra vida sexual, yo me fascinaba con el recuerdo de nuestras noches pasadas. Me imaginaba haber conservado mi rostro y mi cuerpo de treinta años, en lugar de cuidarme, de hacer gimnasia, de acudir a un instituto de belleza. Dejé que mi inteligencia se atrofiara; ya no me cultivaba, me decía: más tarde, cuando las niñas se hayan ido. (A lo mejor la muerte de mi padre no es extraña a esta dejadez. Algo se quebró. Detuve el tiempo a partir de ese momento.) Sí, la joven estudiante con que Maurice se casó, que se apasionaba por los acontecimientos, las ideas, los libros, era muy diferente de la mujer de hoy cuyo universo cabe entre estas cuatro paredes. Es verdad que tenía tendencia a encerrar entre ellas a Maurice. Creía que su hogar le bastaba, creía tenerlo todo para mí. En conjunto, daba todo por acordado: eso debió molestarlo, a él, que cambia y que cuestiona todas las cosas. La irritación es algo que no perdona. No debería tampoco haberme emperrado en nuestro pacto de fidelidad. Si hubiera devuelto a Maurice su libertad (y quizás utilizado la mía) Noëllie no se habría beneficiado de los prestigios de la clandestinidad. Yo habría encarado el asunto inmediatamente. ¿Hay tiempo todavía? Dije a Marie Lambert que iba a explicarme sobre todo esto con Maurice y a tomar medidas. Ya me he puesto a leer un poco, a escuchar discos: hacer un esfuerzo más serio. Rebajar algunos kilos, vestirme mejor. Charlar más libremente con Maurice, rechazar los silencios. Ella me escuchó sin entusiasmo. Quisiera ella saber quién, Maurice o yo, fue el responsable de mi primer embarazo. Los dos. En fin, yo en la medida en que me guié demasiado por el calendario, pero no es mi culpa si me traicionó. ¿Insistí yo en tener el niño? No. ¿En no tenerlo? No. La decisión surgió sola. Me pareció escéptica. Su idea es que Maurice me guarda un serio rencor. Le opuse el argumento de Isabelle: los comienzos de nuestro matrimonio no habrían sido tan felices si él no lo hubiera deseado. Su respuesta me parece muy alambicada: para no confesarse cuánto lo sentía, Maurice apostó al amor, quiso la felicidad frenéticamente; una vez que ésta desapareció, volvió a encontrar el rencor que había acallado.
1968

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