Quiero escribir un poema de amor para las chicas que besé en séptimo,
escribir una canción sobre lo que hacíamos en el suelo del sótano
de la casa de los padres de alguien, un himno para lo que no dijimos
pero pensamos:
Eso se siente bien o me gusta eso, cuando aprendimos a abrir la boca
del otro
a mover la lengua para hacer gemir a alguien. Lo llamábamos practicar, y
una era el hombre, y nos emparejábamos —quizás seis u ocho chicas—
y apagábamos
las luces y nos besamos y besamos hasta emborracharnos de tanto beso, y
nos levantábamos
los camisones o dejamos caer los tirantes, y, Ahora tú eres el hombre:
piso de cemento, saco de dormir o sofá, sala de juegos, otra sala de juegos,
sala de trenes, lavandería.
El sótano de Linda era como un barco con cabinas y portillas
en lugar de ventanas. El padre de Gloria tenía un bar abajo con taburetes
que giraban,
con una alfombra peluda. Nos besamos los cuellos.
Nos chupábamos las tetas, nos dejábamos marcas, y nunca hablamos
de ello arriba, al aire libre,
a la luz del día, ni una sola vez. Lo hicimos, y era
como practicar, y dormíamos, abiertas con las piernas aún entrelazadas
o cruzadas, con una mano aún perdida
en el pelo de alguien... y crecimos y apenas mencionamos con quién
fue realmente nuestro primer beso–una chica como nosotras, todavía
pegajosa por la crema hidratante
que habíamos compartido en el baño. Quiero escribir una canción
para ese silencio intenso en la oscuridad, para el primer arranque puro
de deseo sin reparos,
justo antes de que nos obligáramos a parar.
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