miércoles, mayo 21, 2025

«Contravida», de Augusto Roa Bastos

Dos fragmentos



20

Cuando uno se pone a pensar en estos recuerdos, ellos se ponen reflexivos y lo piensan a uno.

Porque... ¿debo decirlo aquí? ¿Cómo se puede contar lo ocurrido hace tanto tiempo? ¿Cómo se puede contar lo que acaba de suceder?

La memoria del presente es la más embaucadora.

El relato no hace más que relatarse a sí mismo.

Lo importante no son las palabras del relato sino el hecho que no está en las palabras del relato y que precisamente rechaza las palabras.

Debería contarse un relato como en la tradición oral. Alguien cuenta algo mientras otro va escribiendo lo que la memoria soñadora oye por debajo de las palabras.

Mejor aún contar hacia atrás. Hacerlo poco a poco pero de inmediato. Algo como la luz de un relámpago, de flujo lento y fijo. El fulgor detenido en la oscuridad anula las edades. Lo convierte a uno en el contemporáneo de los hechos, de los personajes más antiguos o aún no llegados.



21

Ser el más infame de los personajes, pero también el más noble de los que pululan en las historias fingidas. Ser al mismo tiempo hombre, mujer, andrógino. El sexo total vuelto del revés.

La infinidad de seres, de géneros, en que puede desdoblarse el ser humano.

Si cuento hacia atrás, me convierto en mi antecesor. No soy más que mi abuelo de siete años. Un abuelo pequeño en los recuerdos. Hablador en lo callado. Así siempre, hacia atrás, hacia atrás.

La interminable sucesión de abuelos de siete años, de seis años, de cinco años, cada vez más pequeños, hasta que el último desaparece en el útero.

El embrión humano se encoge. Se hace una bola. Flota en la placenta. Es su plenilunio. Tiene cara de viejo plenilunar. Llena de arrugas, de lunares parecidos a manchas de azufre. Puedo ver los pelos de las pestañas, los puntos de la barba en la cara arrugada.

La nariz sin formarse todavía en la cara chata, aparece aplastada entre las rodillas.

Las fosetas nasales aletean como pequeñas branquias de un pez que quiere escapar de la pecera del amnios.

Si muere, las pupilas se dilatan y fulguran sombríamente. Si nace… ¡Ah, si nace! Todo cambia.

Si la vida no se retira de ese cuerpecillo nonato ya valetudinario, el feto vivo imaginará mientras viva que no ha nacido.

Deberá nacer y desnacer cada día. A fuerza de morir tantas veces, el que pasa a través de esas resurrecciones se vuelve un poco inmortal. 

(…)


1994

















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