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Amado, amado mío, cuando pienso
que hace un año estabas en el mundo,
cuando me senté aquí sola entre la nieve
y no vi tus huellas ni oí al silencio disiparse
en ningún momento ante tu voz, sino que, eslabón a eslabón,
fui contando todas mis cadenas, como si
nunca pudieran soltarse por golpe alguno
de tu mano, ¡pues así bebo
de la gran copa de maravillas de la vida! ¡Maravilloso,
no sentir nunca cómo estremeces ni al día ni a la noche
con tus actos y tus íntimas palabras, ni jamás
presentirte de ninguna manera con las blancas flores
que viste crecer! Tan aburridos son los ateos,
que no adivinan la presencia de Dios si no lo pueden ver.
[c. 1850]
Dedicada esta traducción, desde la nocturna cocina del Olivar,
a mi hermano Braulio Fernández Biggs
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