Fragmento
A la memoria de Melina Romero y Araceli Ramos.
A las víctimas de femicidio, a sus sobrevivientes.
Me quedé un rato haciendo nada recostada en la madera, mirando el cielo y los árboles, escuchando los bichos, que ya estaban por todos lados. Seguí con la mirada a uno de antenas raras que recorrió lentamente la tabla en dirección a mi zapatilla blanca. No me gustaban los bichos. Me levanté el escote de la remera y me olí. Eso sí me gustaba. Me había bañado a la mañana, me la había visto venir.
Tuve frío y entré en la cabaña. La cama estaba tendida en el medio de la habitación. Era una cama enorme, con sábanas hermosas y una manta del color del ladrillo cuando está desnudo. Me senté en el borde, mirando la puerta por la que tenía que entrar Ezequiel con la birra. Me crucé de piernas y comencé a desatarme el cordón de la zapatilla.
Cuando volvió, primero me acarició la cabeza. Yo le corrí la mano.
—No te hagas el bueno —le dije y nos reímos los dos.
Ezequiel dejó su abrigo en una silla al costado de la cama. Me pasó la botella de cerveza y yo, para tomar, me senté y me tapé el cuerpo desnudo con el cobertor. Nos miramos. Yo no quería sonreír. No quería hacérsela tan fácil. Se quitó el pulóver que tenía arriba de la camisa y se acercó de nuevo. No le pasé la birra. La agarró y tomó un trago largo y después la apoyó en la mesita al lado de la cama. Al hacerlo, la botella chocó con la lámpara y la única luz del cuarto parpadeó un segundo. Justo en ese momento sentí la mano de Ezequiel que me agarraba de atrás de la cabeza y me daba un beso con gusto a cerveza.
Su mano en mi pelo presionó para empujarme hacia él, mientras me acercaba a su cuerpo tocándome la cintura desnuda. La mano me pareció áspera, o quizás yo la sentía así mareada como estaba por el beso de labios suaves y alcohol. Nada de su cuerpo me soltaba. Me dejé arrastrar hacia él. Tenía la ropa fría. Yo ni la tanga me había dejado, así que traté de sacarle la camisa, pero en la posición en que estábamos era imposible.
Nos soltamos la boca. Nos reímos más.
Ezequiel se quitó la camisa rapidísimo y su mano volvió a tirar del nacimiento de mi pelo. Me recliné un poco, apoyándome en los codos, y él volvió a reírse. Con la mano libre, se desabrochó el cinturón, bajó el cierre del pantalón y se lo quitó. La otra mano se cerró en mi nuca. No me podía mover. Tiró de mí. Sacó su pija por encima del bóxer y me la acercó a la boca. Me dejé llevar a un beso tan suave como si lo que besaba fuese una lengua. Le bajé el bóxer del todo. La piel que tocaba me gustaba. Podía apretarla con los labios mientras la pija jugaba en mi boca y se iba hundiendo. Ezequiel me miró chupar y yo también lo miré a él. Me agarró la cabeza con las dos manos. Mantuvo un rato la presión, hasta que en un movimiento sacó su pija de mi boca y sus manos buscaron mi cadera. Me llevó hacia él.
Yo me tendí y abrí las piernas. Ezequiel besó mis tetas, que son del tamaño de un puño cerrado. Después, sin apartar su boca de mi pecho, bajó una de las manos hasta mi concha. Me acarició. Sentí sus dedos hirviendo. Me fui mojando. Él siguió un poco más, después llevó la mano de nuevo a mis caderas.
Una mano seca y la otra mojada me agarraban firmes. Quería verlo cuando entrara. Quería acariciar su espalda que estaba encima de mi cuerpo. Ezequiel se tomó un tiempo para mirarme a los ojos. Después, sus ojos se fueron perdiendo, y los míos también. No lo vi empujar, meterse, presionar contra mí, agarrarme fuerte con las dos manos el culo y empujar de nuevo.
Con los ojos cerrados, nos podía escuchar, sentir el instante en que Ezequiel sacó su mano húmeda del comienzo de mi culo y la metió en mi boca mientras su cuerpo empujaba y se sacudía violento como si hubiese perdido el control. Sentí enloquecer mi corazón y yo también me apreté con fuerza a él. Algo, desde adentro, se volcaba y en sus dedos contra mi lengua sentí el sabor de mi cuerpo.
* * *
Era temprano, pero hacía rato que ya había amanecido y el sol se dejaba ver entero.
Todos me habían hablado de la belleza de esas islas, de la vegetación, de lo inmenso del río. Pero a mí el lugar me olía a encierro. A agua estancada.
El río, empacado, no la quería devolver. La escondía como la noche a los bichos.
Ya sabíamos el lugar exacto desde donde había saltado la chica. El novio había aparecido temprano en la lancha colectiva. Llegó, nos señaló el lugar y se fue tan rápido como pudo, como si no tuviera ganas de quedarse ahí un minuto más.
Nos volvimos a quedar solos, Ezequiel, el río y yo. Ahora andábamos los tres para el mismo lado, estudiándonos los pasos.
«Te quiero», me había dicho Ezequiel la noche anterior. Yo tenía el pelo tapándome la cara, y su pija adentro de mí, y no le contesté nada.
Pero ahora caminaba hacia el borde de la isla, pensando en la chica. Ezequiel se había quedado atrás, me seguía con la vista, en silencio, como dejándome hacer.
Apuré el paso. No esperaba que las cosas salieran mal. No pensaba en después.
«Es solo una cosa por otra», me había dicho la mae Sandra.
Me di vuelta, lo miré, y algo en mí lo hizo reaccionar y empezar a seguirme.
Era solo una cosa por otra, sí, pero ese río de mierda no quería flores, ni sangre, ni velas encendidas. Pedía otra cosa.
Si lo pensaba me daba mucho miedo, entonces no lo pensaba. Dejé que mi cuerpo guiara. Solo esperaba que Ezequiel de verdad supiera nadar.
Una cosa por otra. Recuperar lo que quedaba de la chica iba a terminar siendo como ir al kiosco, entregar billetes para recibir algo a cambio.
Me dio bronca.
Me di vuelta por última vez, para confirmar que Ezequiel siguiera pisando mis pasos, y ya no lo pensé más. Corrí, di un salto y me tiré al río.
* * *
Fue como un trance, algo me llevó. No sé cuánto duró ni qué pasó bien, porque fue como ir quedándome dormida en el fondo del agua. Dormir ahí, sentir el agua dulce entrando como una droga en mi cuerpo me gustaba, pero él me sacó.
Cuando desperté, estaba en una cama. No era la mía, ni la de la cabaña, ni la de ningún lugar que reconociera. Ezequiel estaba conmigo. Al principio no le hablé, ni lo miré, pero sabía que estaba ahí. Podía olerlo. Sentirlo moverse tratando de no hacer ruido. No era cualquier rati, era el rati que me cuidaba a mí.
Me quedé quieta, ojos cerrados. Las sábanas eran duras, raspaban como un cartón contra mis piernas, más dormidas que yo. Abajo del agua no me habían servido de nada. Todavía no quería que me hablaran. Sentía, a través de los párpados, la luz. Una luz para enfermos.
Me quería ir de ese lugar de mierda.
Ezequiel me sacó. Me salvó. Yo ahora quería saber qué había pasado con la chica del agua. Si había alguna noticia. Pero no quería abrir los ojos, la boca menos. En mi cabeza todavía estaba el ruido del agua y el frío que lastimaba tanto.
Abrí los ojos, la luz de nuevo. Ezequiel me vio, se acercó, me apoyó la mano en el brazo. Quise decirle que estaba bien, que mejor nos fuéramos de ese lugar horrible, que quería volver a mi casa, pero sobre todo que lo quería a él, pero no me salía nada.
—Ya pasó todo —me tranquilizó—. El cuerpo apareció esta mañana. Ahogada.
«Ahogada», dijo, y volvió el frío.
Ya no traté de hablar. Me aflojé, dejé caer la cabeza en la almohada. Cerré los ojos. Ahogada. Era todo cierto. Me pareció poco. Me dio bronca. Ahogada.
* * *
Después de que comí tierra de su sueño, Ana se puso rara. Desconfiaba de mí. Yo trataba de hablarle como siempre, pero no era lo mismo. Había silencio. Ella miraba todo lo que hacía yo y a mí me parecía que me controlaba porque tenía miedo de que volviera a probar tierra.
Una vez me dijo:
—Yo sé que te tiraste al río y estaba prohibido.
Parecía enojada. Esperaba que yo dijera algo y, como no supe qué contestarle, me quedé callada mirando al suelo.
Ella se me vino encima, me agarró de la mano y me llevó tironeando por un lugar nuevo. No conocía ese camino hasta que vi el cartel: Corralón Panda.
Pensé que nos íbamos a parar ahí, donde la encontraron a ella, desnuda, su cuerpo abierto como una ranita estaqueada contra la tierra, pero no. Seguimos hasta el galpón, unos metros más allá.
Había una puerta y, del susto, empecé a rezar para que estuviese cerrada. Ana empujó y la puerta se abrió.
Yo no quería entrar. Nunca antes había tenido tanto miedo en un sueño. Quería despertarme pero no podía.
Ana parecía poseída. Le supliqué que me soltara, pero tiró de mí hasta que hizo que me parara en la puerta. Me pidió que me asomara y yo miré hacia adentro. Vi una mano con un cuchillo. El corazón me pegó un sacudón. Temblaba tanto que tuve que apoyarme en el marco de la puerta. Aunque cerré los ojos, igual vi la mano de un hombre, las venas marcadas, sosteniendo un cuchillo que apuntaba hacia mi hermano.
Me puse a llorar. Quería suplicarle a Ana que parara todo pero no pude hablar. Me pareció que si nos quedábamos un momento más iban a acuchillar al Walter.
—Venir a lo de Tito el Panda está prohibido, ¿entendiste?
Cuando me desperté, me dolían las muñecas como si hubiera estado esposada.
Publicado por Sigilo, 2019
Fotografía original de Alejandra López
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