lunes, octubre 21, 2024

«Un manuscrito antiguo», de Franz Kafka

Mix de traducciones anónimas



 
Es como si se hubieran desatendido muchas cosas en la defensa de nuestra patria. Hasta ahora hemos proseguido nuestro trabajo cotidiano sin ocuparnos de ella; sin embargo algunos acontecimientos recientes empiezan a inquietarnos.

Tengo una zapatería en la plaza, frente al palacio del Emperador. Apenas bajo los postigos de mi tienda, al primer resplandor del alba, ya veo soldados con armas apostados en todas las entradas que desembocan en la plaza. Pero estos soldados no son nuestros; son, por lo visto, nómadas del norte. De algún modo incomprensible para mí, han penetrado hasta la misma capital, que se encuentra muy lejos de la frontera. Lo cierto es que aquí están; y parecen más numerosos cada mañana.

Acordes con su naturaleza, acampan bajo el cielo abierto, pues abominan las casas. Ocupan el tiempo en afilar las espadas y las puntas de las flechas, así como en ejercitarse con sus caballos. De esta tranquila plaza, que siempre se ha mantenido tan escrupulosamente limpia, han hecho un auténtico establo. De tanto en tanto intentamos salir de nuestras tiendas y limpiar, al menos, lo peor de la inmundicia, pero esto ocurre cada vez menos, porque el esfuerzo resulta inútil, y además nos pone en peligro de ser arrollados por los caballos salvajes o de ser heridos a latigazos.

No se puede hablar con los nómadas. No conocen nuestro idioma y, en verdad, apenas puede decirse que tengan uno propio. Se comunican entre sí como las cornejas. Graznidos como de cornejas llenan una y otra vez nuestros oídos. No comprenden ni les interesa comprender nuestras instituciones, nuestro modo de vivir. Y por esta razón se muestran reacios a adoptar un lenguaje de señas. Uno puede hacerles gestos hasta dislocarse las mandíbulas y las muñecas, que no entienden ni entenderán nunca. A veces hacen muecas; entonces ponen los ojos en blanco y les sale espuma por la boca, pero con ello no pretenden decir nada, ni siquiera una amenaza. Lo hacen porque está en su naturaleza. Se apoderan de todo lo que necesitan. No se puede decir que lo tomen por la fuerza. Se aferran a algo y uno se aparta, simplemente, y los deja.

También a mí me han llevado muchas cosas de mi tienda. Pero no puedo no me puedo quejar, sobre todo si veo cómo le va al carnicero de enfrente. Apenas trae la carne, los nómadas se la arrancan y devoran. Hasta sus caballos comen carne; a menudo se puede ver un caballo y su jinete juntos mordisqueando el mismo trozo de carne. El carnicero tiene miedo y no se atreve a interrumpir el suministro. Nosotros lo comprendemos, y hacemos colectas para mantener su negocio. Si los nómadas no recibieran carne, quién sabe lo que se les ocurriría hacer; quién sabe, de todos modos, qué se les puede ocurrir aun recibiendo carne todos los días.

No hace mucho el carnicero pensó que, por lo menos, podía ahorrarse la molestia de de matar las reses, y una mañana trajo un buey vivo. Pero nunca se atreverá a hacerlo otra vez. Permanecí una hora tendido en el suelo en el cuarto trasero de mi zapatería, con la cabeza tapada con todas mis ropas, alfombras y almohadas que tenía, para no oír los mugidos de ese buey, que era atacado por los nómadas desde todos los flancos para desgarrar con sus dientes trozos de su carne viva. Sólo me atreví a salir cuando ya hacía tiempo que no se oía nada; como borrachos alrededor de un tonel de vino, ahí yacían rendidos en torno a los restos del buey.

Fue en esta oportunidad que me pareció ver al propio Emperador ante una ventana del palacio; por lo general nunca entraba en esas habitaciones exteriores, ya que pasa la mayor parte del tiempo en el jardín interior. Pero esta vez estaba de pie —por lo menos así me pareció— mirando con la cabeza inclinada lo que ocurría ante su palacio.

«¿Qué va a pasar? —nos preguntamos todos—. ¿Cuánto tiempo podremos soportar esta carga y este tormento? El palacio imperial ha atraído a los nómadas, pero no sabe como expulsarlos. La verja permanece cerrada; la guardia, antaño desfilando siempre solemne, ahora permanece detrás de las ventanas enrejadas. A los artesanos y comerciantes se nos ha confiado la salvación de la patria; pero no estamos a la altura de semejante empresa; y tampoco nos hemos ufanado de que fuéramos capaces de cumplirla. No se trata más que de un malentendido, que será la ruina de todos nosotros».



en Marsyas, julio-agosto, 1917















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