miércoles, octubre 23, 2024

«La estrella más hermosa», de Yukio Mishima

Fragmento / Traducción de Fernando Cordobés y Yoko Ogihara




En la casa de enfrente vivía un ingeniero con su familia y al llegar a casa escuchó las notas del piano en el que practicaba su hija. Descorrió la cortina y miró hacia fuera, hacia la intensa luz de la casa de los vecinos. El reflejo iluminaba el césped seco y el sonido infantil que salía del instrumento parecía esparcir felicidad a su alrededor.

«Así es como los humanos arrojan a su alrededor ese barro de la felicidad —se dijo a sí mismo—. ¡Qué molestia! Es como un coche por la calle en un día de lluvia que salpica a los incautos peatones».

De todos modos, Haguro estaba convencido del intenso sufrimiento de los humanos y, por tanto, la felicidad no estaba entre sus intereses. Él mismo disfrutaba de placeres casi infantiles, pero había un pensamiento recurrente que volvía una y otra vez a su mente y rumiaba por las noches: «¿Quién sabe en realidad que soy un extraterrestre? ¿Quién sospecha siquiera en la universidad que no soy humano?».

Se sentó en el sillón desvencijado del despacho y empezó a cortarse las uñas de las manos y a limárselas con cuidado como habría hecho un don juán. Le gustaba dedicar tiempo a su aseo personal antes de ir al trabajo. No tenía la más mínima intención de desatender la apariencia de su cuerpo humano. Sus uñas eran blandas como el papel, se le rompían al limarlas. Observó el resultado en sus dedos pálidos y se sumergió en sus recuerdos humanos, en los tiempos de su juventud, en su infancia sin amor. Podía echar la vista todo lo atrás en el tiempo que quisiera y solo encontraba un desierto de afecto.
(…)
De chico siempre fue un niño pálido, testarudo, malpensado. En la escuela le apodaban col de Bruselas. Su madre soñó en una ocasión que de su cabeza brotaba una miríada de estrellas, pero él se convencía cada día más de su incapacidad aun cuando todos a su alrededor le tenían por una especie de genio malicioso. Contemplaba el cielo nocturno y fantaseaba con la idea de que su mente saltaría en algún momento hacia las alturas para fundirse con los astros. Cada uno de ellos se le antojaba un cerebro tan frío como deslumbrante.

Un día pintó las suelas de sus sandalias de color plata, no porque tuviera un significado especial para él, más bien por nada en concreto, pero su madre lo interpretó como un mal augurio. Vivían en una vieja casa oscura en el barrio sexto del distrito norte cuya única virtud era la de contar con muchas habitaciones. Sus primos lo tenían por un inútil. En una ocasión fueron a jugar con él y lo ataron al árbol de Fénix de la parte de atrás del jardín. Lo escupieron en la cara, se rieron de él, bailaron formando círculos a su alrededor. Su madre ya había muerto por entonces.

Volvió a descorrer la cortina para mirar fuera. La luz de la casa de enfrente estaba apagada, ya no se oían las notas del piano. Solo la desfallecida luz de la luna caía ahora sobre la hierba seca.

Se sentó frente al escritorio y en lugar de extender la mano hacia los exámenes volvió a leer la carta urgente que había recibido por la mañana. Era un mensaje de un miembro de la Asociación para la Amistad Universal, un joven entusiasta que le ponía al corriente de las últimas novedades ignorante de que tanto él como sus dos cómplices se habían unido a la Asociación con el único objetivo de espiar. Publicaban un boletín de forma irregular, de manera que las noticias del joven podían llegar incluso con un mes de antelación.

Estimado profesor:

Le envío esta carta desde la distancia para mantenerle informado, en la medida de lo posible, sobre los notables logros de nuestra Asociación aquí en Tokio.
(…)
Un resumen de las conferencias del presidente aparecerá próximamente en el boletín de la Asociación, pero ya le puedo adelantar que se pronunció con mucha elocuencia sobre la necesidad de mantener la paz en el mundo, así como sobre la urgencia de salvar este planeta nuestro a punto de arruinarse. No obstante su tono calmado y en ocasiones desapasionado, al abordar el asunto de la catástrofe a la que se enfrentaría la humanidad en caso de declararse una tercera guerra mundial, su exposición adquirió un vigor que dejó a todos los asistentes sin aliento. Cuando expuso el modo en que la paz mundial podría armonizar con el conjunto del universo, su rostro, habitualmente pálido, enrojeció y la totalidad de la audiencia pareció abrigar y compartir por unos instantes el sueño de la felicidad, hasta tal punto sus palabras acertaban a la hora de crear esa imagen frente a los ojos de su audiencia.

Nuestro presidente es único cuando se trata de explicar y argumentar por qué los «platillos voladores» son mensajeros de la paz, amigos que vienen a nosotros para advertirnos de los peligros que nos acechan. Según él, en primer lugar, debemos aprender a tener coraje, a encontrar la paz en nuestro interior sin temer a los demás, al mundo en su conjunto ni al espacio exterior. El miedo, los recelos que puede llegar a provocarnos, es, en última instancia, la causa de todas las guerras.

Después proyectó una serie de diapositivas de platillos voladores y todas las imágenes eran de absoluta confianza. Las cedidas por las autoridades de la Marina brasileña eran excepcionales. En ellas se veían objetos blancos, inmaculados, suspendidos sobre el océano Atlántico fuliginoso y no muy lejos de un acantilado en algún lugar de la costa sudamericana. Gracias a esas imágenes nuestros corazones se transportaron a lugares muy muy distantes de nuestro mundo terrestre plagado de pequeñas cuitas y conflictos, para elevarnos hasta los cielos…

«Este idiota ni siquiera sabe lo que le espera», pensó Haguro con un gesto de desprecio que le cruzaba el rostro.



1962















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