Fragmento / Traducción de Christian Santacroce
Todo acto de vida es un acto de preferencia, una apariencia convertida en ídolo. El individuo escoge algo y rechaza el resto; la nación, que es una abstracción, en el odio contra otra nación, deviene concreta, viva, existente, y el hombre, oponiéndose incesantemente a sí mismo y a la naturaleza, se alimenta de un conflicto que, al fin y al cabo, lo define. La criatura es por esencia la negación de la objetividad. Cuando logramos atribuir a las cosas y a los seres su valor intrínseco, independientemente de nuestro interés, significa que nos hemos situado al margen de su orden, que el impulso de nuestros gestos ya no proviene de lo viviente. No compartir las ilusiones de la tribu, los prejuicios de la nación, las fascinaciones del hombre, ser piedra pensante, estar purificado por la obsesión desvitalizante de la imparcialidad, trocar tus instintos ardientes en fuente de fría voluptuosidad, no degradada por ninguna emoción, no permitir ya más en el espíritu la complicidad del estremecimiento, vencer el gusto y el disgusto, la rebeldía y la resignación —he aquí las condiciones primordiales de un juicio no enfangado por lo que en nosotros es ciudad, nación, reforma, futuro y todo el resto de mentiras inherentes a la patología de la existencia. He aquí tal vez la condición de la verdad. Sólo que esta verdad te pone en conflicto con todos y con todo —llevándote a caer de nuevo en la situación que habías vencido y renegado. Esta te obliga a preferirte cuando ya nada te justifica y nadie te acepta. La imparcialidad deviene entonces ideal, pasión, lanzándote, mediante un desvío, a la serie de actos que habías rechazado. Cualquier posición, incluso aquella que niega la vida, está infectada de vida. Los estados contradictorios difieren por su contenido, no por su aspecto. Dos enemigos son la misma persona en dos modos contrapuestos. Sólo aquel que orgánicamente se halla excluido de todo, aquel que de manera ingenua logra no vivir, sólo ese está al margen, por debajo o por encima de la naturaleza. Incluso el hecho de reflexionar sobre la vida manifiesta afinidades secretas con ella. La objetividad es un ideal más arduo de alcanzar que la santidad, ya que ser objetivo significa estar en conflicto con todos los atributos y sucedáneos de la vida, y no obstante seguir respirando; la santidad, en cambio, presupone un acuerdo con el mundo creado, mío o de Dios, una tierra proyectada al cielo, que prefiero y me satisface plenamente. La objetividad es, entre lo imaginable, lo más extraño a la necesidad de salvación, una noble transposición de nuestros reflejos y de la repulsa a ver las cosas tal cual son. Ver lo que es tal como es —es la muerte; ver lo que es tal como debería ser —es la vida.
c. 1946
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