martes, junio 04, 2024

«Grand Hôtel des Ruines», de Edgardo Cozarinsky

Fragmento



(1939-2024)


Esta historia no tiene argumento, a menos que su argumento sea la Historia. Es apenas la huella de un encuentro fortuito, de una coincidencia, una chispa provocada por el roce efímero de dos superficies disímiles.

Acaso el pasado de las figuras que la encarnan pueda sugerir una ficción.



1

El Mekong nace en China, en la provincia de Yunnan. En su descenso cruza Myanmar (que antes se llamaba Birmania), dibuja la frontera entre Tailandia y Laos, entra en Camboya y allí se abre en innumerables brazos para formar un delta en Vietnam. El río es navegable a partir de Savannakhet, en Laos. A partir de Camboya, en las proximidades de Phnom Penh, se inician sus ramificaciones, y van creciendo al entrar en territorio de Vietnam.

En Camboya las aguas del Mekong conocen una particularidad única: su corriente cambia de dirección. La planicie camboyana permite que sea el nivel del agua lo que determina el sentido de la corriente. Al llegar a Phnom Penh el río encuentra en su orilla derecha otro río que es también un conjunto de lagos: el Tonlé Sap. Cuando baja el nivel de las aguas del Mekong, las del Tonlé Sap se comportan como un afluente. Al llegar la estación en que crece el volumen del Mekong la corriente invierte su sentido: son sus aguas las que fluyen hacia el Tonlé Sap, triplicando las dimensiones del lago. A principios de la primavera, la inundación se reduce y el lago recobra su tamaño normal.

Los antiguos Khmer creían que el Mekong fluía tanto hacia sus fuentes como hacia su desembocadura en el mar. El día en que bajaba el nivel de las aguas, el rey tomaba una embarcación y cortaba una cinta tendida entre ambas orillas. Sus súbditos se internaban a pie en el agua para atrapar peces con las manos.



2

La iba a recordar como la vio por primera vez: sentada en una piedra a la entrada de un templo invadido por raíces gigantescas, por lianas y follaje. El moho y los líquenes habían trabajado las cabezas de Buda, los párpados cerrados, la sonrisa casi imperceptible. Pero a ella nada de esto parecía interesarle.

A él le llamó la atención que estuviera sola, sin uno de los inevitables, locuaces, políglotas guías rondando alrededor; sobre todo que no tuviera en las manos una guía turística. La verdad es que la mirada de la mujer no parecía observar el templo ni estudiar los bajorrelieves. Acaso no los viese, perdida en sus pensamientos.

Su pelo claro se volvía luminoso en el último sol de la tarde. Él le calculó unos sesenta años. Estaba vestida con esa sencillez intemporal que –su comercio con otras mujeres maduras se lo había enseñado– suele ser más costosa que cualquier moda. Vaciló un instante y finalmente decidió no abordarla. ¿Con qué pretexto le hubiese hablado? ¿Por el simple hecho de ser dos europeos? (Para los nativos toda persona blanca era europea, aunque hubiese nacido, como él, en el extremo sur del continente americano). No parecía estar perdida, tampoco cansada; sentada allí, serena, sin inquietud, muy probablemente no desease conversación.





en En el último trago nos vamos, 2017



 











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