jueves, marzo 28, 2024

“El ermitaño”, de Iván Turguénev





Una tarde, después de ir de caza, me encontraba solo en mi droshki [1]. Todavía me quedaban unos ocho kilómetros antes de llegar a casa; mi yegua de paseo marchaba alegre por el camino polvoriento, de vez en cuando resoplaba y estiraba las orejas; mi perro, agotado, nunca se rezagaba, como si corriera atado a las ruedas traseras. Amenazaba tormenta. Una mancha violeta subía lentamente del bosque; justo frente a mí una enorme nube gris avanzaba sobre mi cabeza; los sauces se balanceaban y susurraban alarmados. El calor pegajoso fue reemplazado de pronto por un aire húmedo y frío; las sombras se acentuaron. Golpeé el caballo con las riendas, descendí un barranco, crucé un riachuelo seco invadido por matojos de sauce, subí la cuesta y me adentré en la foresta. El camino penetraba entre grupos de castaños ya arropados por la oscuridad, y mi progreso no resultaba sencillo. El droshki daba bandazos cada vez que las ruedas golpeaban las raíces endurecidas de robles centenarios y tilos que se cruzaban en las hondas huellas de los carros, y mi caballo comenzó a dar tropezones. Un viento fuerte de pronto comenzó a rugir en lo alto, los árboles empezaron a moverse de un lado a otro, comenzaron a desplomarse enormes gotas de lluvia que aguijoneaban las hojas de los árboles y lo mojaban todo, un rayo refulgió y estalló la tormenta. La lluvia caía torrencial. Avanzaba al paso y pronto me vi obligado a detenerme porque mi caballo se había quedado atascado y yo no veía nada. De alguna forma encontré refugio cerca de unos arbustos. Me puse en cuclillas y, cubriéndome la cara, esperé con paciencia que la tormenta terminara, cuando de pronto, iluminado por la luz de un rayo, creí ver una alta figura en el camino. Miré intensamente en aquella dirección, y vi que la figura se había materializado literalmente de la nada al lado de mi droshki.

 

—¿Quién va? —preguntó una voz altisonante.

—¿Quién es usted?

—Soy el guardabosques local.

 

Le dije mi nombre.

 

—Ah, lo conozco. De camino a casa, ¿verdad?

—Así es. Pero, como puede ver, con la tormenta…

—Pues sí, la tormenta —respondió la voz.

 

La luz blanca de un rayo iluminó al guardabosques de pies a cabeza. Siguió un chasquido estruendoso. La lluvia caía con fuerzas redobladas.

 

—No terminará pronto —continuó el guardabosques.

—¿Qué podemos hacer?

—Permítame que lo lleve a mi casa —dijo secamente.

—Por favor.

—Sea tan amable de tomar su asiento.

 

Él se acercó al caballo, agarró la brida y echó a andar. Nos pusimos en marcha. Yo me agarré al cojín del droshki que se movía como una barca sobre las olas y llamé a mi perro. Mi pobre yegua avanzó como pudo sobre el denso lodo, resbalando y casi cayendo, mientras que el guardabosques se movía a derecha e izquierda como un fantasma. Avanzamos durante un tiempo considerable cuando mi guía, finalmente, nos hizo detenernos.

 

—Estamos en casa, señor —dijo con voz calma.

 

La puerta del jardín crujió y varios perros se pusieron a ladrar al unísono. Levanté la cabeza y vi a la luz de un rayo una casita pequeña emplazada en una parcela de grandes proporciones rodeada de una reja de cáñamo trenzado. En una ventanita brillaba una luz débil. El guardabosques condujo el caballo hasta el porche y golpeó la puerta. “¡Ya voy! ¡Ya voy!”, se oyó una voz fina, seguida por el ruido de pies descalzos y el crujido de un cerrojo, y apareció en la entrada una niña pequeña, de unos doce años, con una camisa atada con orillo y con una lámpara en la mano.

 

—Acompaña al caballero —le dijo a la niña—. Mientras, pongo su droshki a cubierto.

 

La niña me observó y entró. La seguí.

 

La casa del guardabosques consistía en una única habitación ahumada, baja y desnuda, sin particiones ni camastros. Una piel de oveja hecha jirones colgaba de una de las paredes. Sobre un banco había una escopeta de un solo cañón, y en una esquina una pila de harapos; al lado del horno, dos grandes jarras. Una vela delgada ardía sobre la mesa, iluminando con tristeza la estancia como a punto de extinguirse. En mitad de la casa colgaba una cuna atada al extremo de una larga vara. La niña apagó la lámpara, se sentó en un banco diminuto y comenzó a balancear la cuna con la mano derecha, y con la otra a ajustar la vela. Miré a mi alrededor y el corazón me dio un vuelco; no es una experiencia agradable entrar en la casa de un campesino por la noche. El bebé en la cuna respiraba rápida y pesadamente.

 

—¿Estás sola aquí? —le pregunté a la niña.

—Lo estoy —dijo de forma apenas audible.

—¿Eres la hija del guardabosques?

—Sí —murmuró.

 

La puerta crujió y el guardabosques cruzó el umbral, agachando la cabeza. Levantó la lámpara del suelo, se dirigió a la mesa y encendió la mecha.

 

—Es posible que no esté acostumbrado a la luz de una sola vela, ¿me equivoco? —dijo, sacudiendo sus rizos.

 

Lo observé. Pocas veces había visto un hombre tan apuesto. Era alto, de hombros anchos, con un físico espléndido. Debajo de la tela húmeda y ruda de su camisa se destacaban claramente sus músculos poderosos. Una barba negra y rizada le cubría la parte baja de sus rasgos masculinos y severos, y bajo las cejas amplias en mitad de su frente espiaban unos ojos color avellana. Posó las manos en las caderas y se quedó frente a mí.

 

Le di las gracias y le pregunté su nombre.

 

—Me llamo Fomá —respondió—, pero me llaman el Ermitaño.

—¿Así que eres tú el Ermitaño?

 

Lo observé con redoblado interés. Había oído historias, tanto de mi Yermolái como de otros campesinos, de un tal Ermitaño al que todos los campesinos locales temían como al fuego. Según ellos, nadie en el mundo era mejor en su trabajo: “¡No deja que te lleves ni unas cuantas ramillas! No importa cuándo, incluso en lo más profundo de la noche, se te echará encima como una tonelada de nieve, ¡y ni se te ocurra enfrentarte a él, es fuerte y habilidoso como el mismísimo diablo! Y no se lo puede sobornar, ni con bebida, ni con dinero, ni con ningún truco sucio. En más de una ocasión han intentado borrarlo de la faz de la tierra, pero nunca se ha rendido”.

 

Así hablaban del Ermitaño los campesinos locales.

 

—Así que tú eres el Ermitaño —repetí—. He oído hablar de ti, amigo mío. Dicen que no se te pasa una.

—Me encargo de mi trabajo —respondió de forma sombría—. No robo el pan que como.

 

Sacó un hacha de su cinturón, se puso en cuclillas y empezó a cortar una velita.

 

—¿No tienes una mujer en la casa? —le pregunté.

—No —respondió, y dio un gran golpe con el hacha.

—Ella murió, ¿no es cierto…?

—No… Sí… Está muerta —añadió, y se dio la vuelta.

 

No dije nada. Él levantó los ojos y me miró.

 

—Se escapó con uno que iba de paso, un tipo de la ciudad —pronunció con una sonrisa cruel. La niña bajó la cabeza; el bebé se despertó y empezó a llorar; la niña se acercó a la cuna—. Toma, dale esto —dijo el Ermitaño, poniéndole un biberón sucio en la mano—. También a él lo abandonó —continuó con voz sombría, señalando al bebé. Se dirigió a la puerta, se detuvo y se dio media vuelta.

—Es posible, señor —comenzó—, que no quiera usted comer nuestro pan, pero además de pan tengo por ahí…

—No tengo hambre.

—Bueno, como quiera. Encendería el samovar [2], es solo que no tengo té… Iré a ver cómo está su caballo.

 

Salió y dio un portazo. De nuevo observé cuanto me rodeaba. La casita me parecía aún más miserable que antes. El hedor agrio a fuego de leña dificultaba la respiración. La niña no se movió de donde estaba y no levantó los ojos del suelo. De vez en cuando meneaba la cuna y con modestia se arreglaba la camisa sobre los hombros. Sus pies desnudos colgaban inmóviles.

 

—¿Cómo te llamas? —le pregunté.

—Ulita —dijo, bajando su rostro apesadumbrado aún más.

 

El guardabosques entró de nuevo y se sentó en el banco.

 

—La tormenta está pasando —comentó tras un corto silencio—. Si quiere lo guiaré fuera del bosque.

 

Me puse de pie. El Ermitaño agarró su escopeta y examinó la carga.

 

—¿Para qué es eso? —pregunté.

—Ocurre algo en el bosque. Alguien está talando un árbol en la Hondonada de la Yegua —añadió como respuesta a mi mirada interrogante.

—¿Lo oye desde aquí?

—Se oye afuera.

 

Salimos juntos. La lluvia había parado. En la distancia, grupos de nubes pesadas aún se agrupaban y aún refulgían rayos alargados, pero sobre nuestras cabezas pedazos de cielo azul oscuro se veían aquí y allá, y algunas estrellitas titilaban entre los jirones de nubes que se disolvían. Las líneas de los árboles, empapados por la lluvia y estremecidos por el viento, comenzaron a emerger de la oscuridad. Nos dispusimos a escuchar. El guardabosques se quitó la gorra e inclinó la cabeza.

 

—¡Ahí…! ¡Ahí…! —dijo de pronto, y señaló a alguna parte—. Dios mío, ¡qué nochecita han elegido!

 

Yo no oí nada aparte del ruido de las hojas. El Ermitaño sacó el caballo de un cobertizo.

 

—Es posible —añadió— que no llegue a tiempo.

—Iré contigo... ¿Te parece bien?

—Muy bien —respondió, y volvió a meter al caballo a cubierto—. Los cogeremos y después lo sacaré del bosque. Vamos.

 

Nos pusimos en marcha, el Ermitaño abriendo camino y yo detrás. Dios sabrá cómo conocía el camino, pero solo se detuvo de cuando en cuando para escuchar el ruido del hacha.

 

—Mire —silbó entre dientes—, ¿lo oye? ¿Lo oye?

—Pero ¿dónde?

 

El Ermitaño se encogió de hombros. Descendimos hacia un barranco, el viento se aplacó un momento y los golpes de un hacha alcanzaron mis oídos con claridad. El Ermitaño me miró y asintió. Nos alejamos a través de ramajes mojados y espinas. Se oyó un prolongado y sordo crujido.

 

—Lo ha abatido —dijo el Ermitaño.

 

Mientras tanto el cielo continuaba clareándose y en el bosque se veía algo más. Al fin salimos del barranco.

 

—Usted espere aquí —me susurró el guardabosques, se agachó y, subiendo la escopeta, desapareció entre los arbustos. Me dispuse a escuchar atentamente. A través del ruido incesante del viento creí oír los sonidos apenas audibles de un hacha que cortaba ramas cuidadosamente, el crujir de unas ruedas y el resoplar de un caballo...

—¿Qué estás haciendo? ¡Detente! —gritó la voz de hierro del Ermitaño.

 

Otra voz gritó lastimeramente, como una liebre atrapada. Se oyeron ruidos de trifulca.

 

—¡Mentiroso! ¡Mentiroso! —aseveró el Ermitaño, respirando de forma entrecortada—. No te saldrás con la tuya...

 

Me apresuré hacia donde se oían los ruidos tropezando a cada paso. El guardabosques estaba ocupado con algo que había en el suelo al lado del árbol caído: estaba agarrando al ladrón debajo de él y retorciéndole el brazo detrás de la espalda con un cinturón. Me acerqué. El Ermitaño se irguió y levantó al otro. Vi a un campesino empapado y desaliñado, con una barba larga y enredada. Más allá también había un caballo delgado, medio cubierto por un trozo de estera y atado a un carro. El guardabosques no dijo nada, ni tampoco el campesino. Se limitó a menear la cabeza con desaprobación.

 

—Déjale marcharse —susurré en el oído del Ermitaño—. Yo pagaré por la madera.

 

El Ermitaño, sin decir nada, agarró a la yegua por la crin con su mano izquierda, mientras con la derecha agarraba al ladrón por el cinto.

 

—Bueno, empieza a andar, cuervo —dijo con severidad.

—Esa es mi hacha —murmuró el ladrón.

—No tiene por qué perderse —dijo el guardabosques y la cogió.

 

Nos pusimos en marcha, yo detrás de ellos. Volvió a llover y no tardó en caer a torrentes. Regresamos con dificultad hasta la casita. El Ermitaño abandonó el caballo en medio de la parcela, condujo al campesino dentro, soltó el nudo del cinto y sentó al campesino en una esquina. La niña, que había estado dormida al lado del horno, se levantó y nos miró asustada. Yo me senté en un banco.

 

—Qué forma de llover —comentó el guardabosques—, tendremos que esperar un rato. ¿Le gustaría echarse?

—Gracias.

—Lo encerraría dentro de ese armario —continuó, señalando al campesino—, pero ya ve que no tiene cerrojo…

—Déjalo, no lo toques —lo interrumpí.

 

El campesino me observó por debajo de sus cejas. Me prometí a mí mismo liberar al pobre diablo ocurriera lo que ocurriera. Estaba sentado en el banco sin moverse. Por la luz de la lámpara podía distinguir su rostro cansado y arrugado, las cejas que sobresalían y colgaban, los ojos inquietos y los miembros flacos. La niña estaba echada en el suelo cerca de sus pies y volvió a dormirse. El Ermitaño se sentó a la mesa, y apoyó el rostro en las manos. Se oyó un grillo cantar en la esquina... la lluvia golpeaba el tejado y se escurría por las ventanas; todos guardábamos silencio.

 

—Fomá Kúzmich —comenzó de pronto el campesino en una voz rota y profunda—, Fomá Kúzmich…

—¿Qué quieres?

—Déjame marcharme.

 

El Ermitaño no respondió.

 

—Deja que me vaya. Todo es por el hambre... Deja que me vaya.

—Conozco a los de tu clase —dijo el guardabosques de forma sombría—. De donde tú vienes todos son iguales, ¡un hatajo de ladrones!

—Deja que me vaya —repitió el campesino—. Es el intendente, ya sabes cómo nos ha arruinado. ¡Deja que me vaya!

—¡Arruinado! Nadie tiene derecho a robar.

—¡Deja que me vaya, Fomá Kúzmich! ¡No me entregues! ¡Tu amo, lo sabes muy bien, me devorará, lo verás!

 

El Ermitaño se volvió. El campesino se echó a temblar como si tuviera fiebre. No dejaba de mover la cabeza y respiraba con dificultad.

 

—Deja que me vaya —repitió con miserable desesperación—, ¡por Dios bendito! Te lo pagaré, lo prometo, ¡por Dios que lo haré! Por Dios, es el hambre. Y los niños llorando, ya sabes cómo es. Es muy duro, lo verás.

—Pero a pesar de todo no deberías ir por ahí robando.

—Mi caballito... —continuó el campesino—, deja que se vaya... Es todo lo que tengo. ¡Deja que se vaya!

—Te digo que no puedo. Yo también cumplo mis órdenes y tendré que responder por ello. Y no tengo razones para portarme bien con los que son como tú.

—¡Deja que me vaya! La necesidad, Fomá Kúzmich, no ha sido otra cosa... ¡Deja que me vaya!

—¡Conozco a los de tu clase!

—¡Solo deja que me vaya!

—¿De qué me sirve hablar contigo, eh? Quédate ahí sentado sin decir nada, o verás la que te doy, ¿no es eso? ¿Es que no ves que hay un caballero ahí sentado?

 

El pobre individuo bajó los ojos. El Ermitaño bostezó y apoyó la cabeza sobre la mesa. La lluvia continuaba. Esperé a ver qué ocurría.

 

De pronto el campesino se irguió. Los ojos le ardían y su cara había enrojecido.

 

—¡Muy bien, pues mátame tú mismo! —comenzó, entrecerrando los ojos y bajando las comisuras de la boca—. ¡Vamos, maldito cabrón, chupa mi sangre cristiana, vamos, hazlo!

 

El guardabosques se volvió.

 

—¡Te estoy hablando a ti, asiático, chupasangre, a ti!

—¿Estás borracho? ¿Es por eso por lo que me hablas así? —dijo el guardabosques sorprendido—. ¿Has perdido el sentido?

—¡Borracho dice! ¡No, maldito cabrón, por nada del mundo, maldito animal, animal, animal!

—¡Eh, ya está bien! ¡O haré que te arrepientas!

—¿Y qué me importa? Da lo mismo, ¡estoy acabado! ¿Qué puedo hacer sin un caballo? Mátame, será lo mismo, si no es de hambre serás tú, ¡qué más me da! Todo se ha terminado, mujer, hijos, ¡todo se ha acabado! ¡Pero espérate, que al final te cogeremos!

 

El Ermitaño se levantó.

 

—¡Pégame! ¡Pégame! —gritaba el campesino con una voz furiosa—. ¡Vamos, pégame! ¡Pégame! —La niña se levantó del suelo y se puso a mirarlo—. ¡Pégame! ¡Pégame!

—¡Cállate! —tronó el guardabosques, y se acercó un par de pasos hacia el hombre.

—¡Ya es suficiente, Fomá! ¡Detente! —grité—. ¡Déjalo en paz! ¡El Señor se apiade de él!

—¡No pienso callarme! —continuó el desgraciado—. Todo me da igual, ¡ya estoy muerto! ¡Maldito cabrón, animal, haces mucho daño a la gente, pero espérate y verás, no mandarás por aquí mucho más tiempo! ¡Te romperán el cuello, ya lo verás!

 

El Ermitaño lo agarró por el hombro... Me lancé en ayuda del campesino.

 

—¡No lo toque, señor! —me gritó el guardabosques.

 

No presté atención a esta amenaza y estaba a punto de extender mi mano cuando, para mi extremado asombro, sacó el cinto de los codos del campesino con un rápido movimiento, lo agarró por la nuca, le metió el gorro hasta las orejas, abrió la puerta y lo empujó afuera.

—¡Vete al infierno con tu caballo! —le gritó—. ¡Ten cuidado de no volver a cruzarte en mi camino!

 

Regresó a la casita y comenzó a afanarse en un rincón.

 

—Vaya, Ermitaño —dije al fin—, ¡me has asombrado! Ahora me doy cuenta de que eres un gran tipo.

—Ya es suficiente, señor —me interrumpió enojado—. Por favor, tenga la bondad de no hablar de ello. Es mejor que lo guíe fuera del bosque, no tiene que esperar que acabe la lluvia.

 

Las ruedas del carro del campesino resonaron fuera de la parcela.

 

—¡Mire, ya se larga! —dijo—. ¡Le daré su merecido!

 

Media hora más tarde me despedí de él en las lindes del bosque.

 

 

[1] Droshki: Carruaje tirado por caballos.

[2] Samovar: Recipiente ruso provisto de un tubo interior donde se ponen carbones, que sirve para calentar el agua del té.

 

 

 

en Memorias de un cazador, 1852 (1ª edición)





















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