La ciudad: una cuerda floja de ojos mientras estamos sentados en
un banco bajo una hilera de abedules. Antes de tu confesión: las grullas
canadienses sobrevolaron el lago, de color musgo a la luz. Años más tarde,
caminamos por un valle repleto de amapolas doradas a principios de abril.
¿De dónde vienen estas emanaciones? Cuando las nubes desvisten el cerro
cercano a la montaña, se me ocurre besar la lluvia de tu boca. ¿Cómo decir
que tu respuesta consiguió de mi garganta una canción de nuestro país
perdido? Al volver a casa en la tarde, entramos a un jardín donde cuelgan
cuerdas de glicinas a la altura de los ojos, y hago un inventario de todos
los objetos que se marchitan por tu hambre a medias: duraznos podridos
en cuencos verdes, dibujos de robles patrimoniales dando paso a
estacionamientos, parduscas buganvillas en jardineras.
Define evasión, dices medio en broma. Me doy la vuelta, mis pestañas
rastrillan el aire.
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