Como ya tenía 35 años, el estómago vacío y una decena de manuscritos que tal como estaba el sistema jamás le publicaría, Roberto Fernández decidió suicidarse.
Fue entonces cuando se le apareció el diablo.
Venía, naturalmente, uniformado y en el pecho ostentaba numerosas distinciones tintineantes.
Durante varias horas hombre y diablo hablaron.
Fernández modificó todos sus manuscritos, agregó, quitó, tachó, enmendó y eliminó todo aquello que, al parecer del diablo, podía ser «mal interpretado por las generaciones presentes que construyen afanosamente el futuro»... Inmediatamente sus obras fueron publicadas en la lujosa colección Letras Unidimensionales. Se le entregó, ipso facto, por orden expresa del diablo, el gran premio «Metal de Auroras» y se le dio, gran privilegio, una casa espaciosa.
A los pocos días murió «repentinamente».
Sus exequias fueron apoteósicas. Se le dispensaron honras fúnebres oficiales y civiles. El mismo diablo, como despedida de duelo, pronunció un discurso conmovedor que se difundió por el mundo entero.
Pero su cuerpo fue incinerado junto con todos los manuscritos, tanto los originales como los que había corregido.
Indiscutiblemente, el diablo es un agente precavido.
La Habana, 12 de noviembre de 1972
en Inferno. Poesía completa, 2001
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