Recuerdo una noche en la estación ferroviaria de Mérida. Mi amiga dormía dentro del saco y yo velaba con un cuchillo en el bolsillo de la chaqueta, sin ganas de leer. Bueno... Aparecieron frases, quiero decir, en ningún momento cerré los ojos ni me puse a pensar, sino que las frases literalmente aparecieron, como anuncios luminosos en medio de la sala de espera vacía. En el otro lado, en el suelo, dormía un vagabundo, y junto a mí dormía mi amiga y yo era el único despierto en toda la silenciosa y asquerosa estación de Mérida. Mi amiga respiraba tranquila bajo el saco de dormir rojo y eso me tranquilizaba. El vagabundo a veces roncaba, a veces hablaba en sueños, hacía días que no se afeitaba y usaba su chaqueta de almohada. Con la mano izquierda se cubría el pecho. Las frases aparecieron como noticias en un marcador electrónico. Letras blancas, no muy brillantes, en medio de la sala de espera. Los zapatos del vagabundo estaban puestos a la altura de su cabeza. Uno de los calcetines tenía la punta completamente agujereada. A veces mi amiga se movía. La puerta que daba a la calle era amarilla y la pintura presentaba en algunos lugares un aspecto desolador. Quiero decir muy tenue y al mismo tiempo completamente desolador. Pensé que el vagabundo podía ser un tipo violento. Frases. Cogí el cuchillo sin llegar a sacarlo del bolsillo y esperé la siguiente frase. A lo lejos escuché el silbato de un tren y el sonido del reloj de la estación. Estoy salvado, pensé, íbamos camino a Portugal y eso sucedió hace tiempo. Mi amiga respiró. El vagabundo me ofreció un poco de coñac de una botella que sacó de su hatillo. Hablamos unos minutos y luego nos callamos hasta que llegó el amanecer.
en Amberes, 2002
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