La pesadilla, piensa y se toca el vientre con una mano, mientras con la otra sostiene firme el volante del automóvil. La luz roja lo detiene por unos segundos y siente que esa mano le alivia el deseo de vomitar. ¡Carajo de día!, exclama, y temiendo ser escuchado mira hacia el auto que está detenido junto al suyo. Se encuentra con una mirada de mujer que no le dice nada y vuelve a mirar el semáforo en el momento que la luz se hace verde y puede acelerar su vehículo que raudo se adelanta a un bus y gana el espacio necesario para llegar a la Plaza Italia, y de ahí, Providencia, Tobalaba y su casa. La casa donde lo espera su esposa que, más por rutina que interés, le preguntará por su trabajo. Deberá mentir como siempre, decirle que todo está bien, sin nada que valga la pena contar. Sabe que se engaña, piensa hacer el amor con ella, reconociendo que el deseo existe, pero también está presente lo otro, eso extraño que se resiste a definir y le impide tocarla. Algo que en un comienzo relacionó con las mujeres que él y sus hombres frecuentaban para crear espíritu de equipo, según le habían enseñado los instructores panameños, pero que después se dio cuenta era por otra cosa. Sentía las manos sucias, y sólo pensarlo lo alejaba de ella por las noches, y en ese momento, lo devolvía bruscamente a ese día en que todo resultara tan mal. Y a pesar de que el jefe le dijera que no se preocupara pues no era la primera vez que se fracasaba con la información, sabía que estaba fallando, y eso le molestaba tanto o más que la pesadilla. Por lo demás, se dijo a modo de disculpa, nunca me ha gustado trabajar con esos tipos de los sindicatos. Lo complican todo, se resisten, cuesta convencerlos, y uno se da cuenta que para ellos perder un poco más no tienen ninguna importancia. En cambio, Benavides, su ayudante, se entendía bien con esa gente. Apestaba igual. Por eso sabía cómo tratarlos; cada vez que se presentaban era el primero en recibirlos, y desde ese instante superaba a todos los del grupo, ya que nadie lo hacía mejor que él. Sí, le molestaban los tipos de los sindicatos, y más aún Benavides. Le quitaba limpieza al trabajo, porque no era de su clase ni un profesional como él y sus otros compañeros. Benavides venía de abajo, de ninguna parte, un don nadie capaz de lamer cualquier culo con tal de trepar. Y sin embargo lo necesitaba para el trabajo que había aceptado como uno más de los tantos que se le encomendaban. Un simple cambio de labores que con el paso del tiempo hizo aparecer en sus manos eso pegajoso que no se borraba. Y lo peor de todo, esas pesadillas que no lo dejaban dormir, obligándolo a levantarse cada mañana con la cabeza apesadumbrada, llena de sopor y de imágenes que sólo se borraban con el transcurso de las horas. El tránsito se hizo fluido y pudo manejar con comodidad, mirando a ratos por la ventanilla del auto las luces de los negocios. Deseó tomar un trago, pero desechó la idea. El trago significaba la continuación de la pesadilla. Él necesitaba cerrar la puerta que lo comunicaba con su trabajo, y para eso lo mejor era llegar pronto a la casa, conversar con el invitado que le anunciara su hija la noche anterior, comer algo liviano y tratar de dormir. Pero el fracaso desdibujaba sus planes. A pesar de que el jefe no usara un tono de reproche, el que lo asignaran a un problema de estudiantes universitarios le parecía un castigo por su debilidad. Mañana hablamos de los detalles, le había dicho, y él a su vez lo repitió a Benavides y a los demás hombres. Nadie preguntó nada. Ni tenían por qué hacerlo, se respondió. Cumplían órdenes convencidos de ser parte de un gran trabajo. Recibían un caso, lo estudiaban y luego se distribuían las tareas. El resto era esperar el instante preciso, y mientras este llegaba conversar de fútbol y mujeres. Eso era lo que hacían. Hablar de cualquier cosa que no fuera trabajo. Este se realizaba oportunamente y después se trataba de olvidar. Sin embargo, aunque por distintas razones, ni él ni Benavides olvidaban. Mientras él sentía que sus manos sudaban cada vez más, Benavides se refocilaba recordando uno y otro caso. Recordaba detalles, descripciones, fechas, cada palabra que decían los entrevistados. Repetía todo con enfermiza precisión, y cuando él, asqueado de escucharlo, le ordenaba callar, Benavides dejaba en el aire su sonrisa sarcástica que sin palabras le decía que estaba al tanto de todo, y en ese todo incluía sus pesadillas. Las pesadillas, pensó, y se dijo que desde esa mañana ya no eran muchas, sino una sola, concreta y precisa. Empezaba con una imagen, un rostro de muchacho le hablaba amigablemente, parecía reconocerlo, mientras Benavides o su sombra se preparaba en un rincón de la sala. Todo se iniciaba ese día a media mañana, cuando después de reportarse con su jefe salió a beber con sus hombres. Luego había vuelto al despacho para dormir una siesta. Ahí la imagen se hacía nítida. Alguien dentro de la pesadilla despojaba al muchacho de la venda que le cubría el rostro, y en ese mismo momento se encendía una luz que lo cegaba y hacía parpadear, luego de lo cual el muchacho lograba mirar, y al verlo a él le sonreía. Le sonreía como quien reconoce a alguien muy querido, y además lo llamaba por su nombre. También estaba dentro del foco y Benavides observaba, señalándole que por primera vez lograba quedar a cargo del trabajo, y él no tenía otra alternativa que alejarse de la luz y permitir que la pesadilla dejara de ser una imagen clara y se convirtiera en figuras girando sin sentido. Los gritos rebotaban en su cabeza y en medio de ellos, una voz débil diciendo: no me conoce, soy Andrés. Sintió que lo remecían de los hombros. Abrió los ojos y reconoció a Peña, su secretario. Le dijo que lo disculpara por despertarlo, pero había oído sus gritos, y pensando que se encontraba mal, concurría a auxiliarle. Sólo un poco, le respondió, y enseguida le encargó una taza de café. Al rato Peña volvió con la bebida y con unos documentos para que él los firmara. El informe sobre las actividades del mes, le dijo, tendiéndole una carpeta en la que buscó las hojas con su nombre. Firmó con desgano y devolvió la carpeta al subalterno. Este quedó mirándolo y comprendió que su rostro acusaba la ebriedad. No ocurre nada, se nos pasó la mano con los tragos, le comentó. Peña rió comprensivo e hizo amago de retirarse, pero él le preguntó algo sin importancia. Deseaba retenerlo unos minutos más. Escuchar alguna voz, mientras las imágenes se diluían, y, sobre todo, no estar solo. Luego de doblar en una esquina consultó su reloj. Estaba bien con la hora, pensó, recordando que había prometido a su hija estar en la casa para la cena, donde ella le presentaría a su nuevo pololo. El tercero desde que ingresara a la universidad, y que esperaba no fuera tan extraño como los anteriores. Uno no hablaba nada, y otro sólo lo hacía de fútbol. Se rió. Pensar en su hija lo alejaba de la oficina y de la pesadilla que recomenzara apenas Peña lo dejó solo con ese sueño que lo fue venciendo hasta reconocer las figuras de la primera vez, y la voz de Benavides diciendo que seguían con mala suerte. El muchacho estaba dando más problemas de los previstos, y era necesario insistir, y tal vez llegar a otras cosas, porque inexplicablemente lo había reconocido y repetía insistentemente su nombre. Mi nombre, le preguntaba a alguien que ya no era Benavides, sino una sombra que le respondía a gritos. Gritos que antes escuchaba sin prestar atención, pero esta vez lo obligaban a atravesar una puerta e impartir órdenes que no deseaba. Todo era demasiado claro, pensó mientras estacionaba el auto y bajaba a abrir el portón del garaje. Estaba en su casa y eso lo reconfortaba. La pesadilla no atravesaría el portón. Las imágenes, el rostro del muchacho desconocido no lograrían seguirlo, porque ahí empezaba su otra vida, donde podía reír despreocupadamente sin impartir instrucciones, sin escuchar gritos ni sentirse vigilado por las miradas de Benavides. La pesadilla se irá, se dijo mientras cruzaba la puerta y llegaba al calor de la casa. No tenía de qué preocuparse. Ya antes había sido igual y el rostro del joven se cambiaría por otro y ese otro a su vez también se iría borrando con cada nuevo trabajo. Cerró la puerta y escuchó a su hija que lo llamaba desde el living. Se veía feliz cuando llegó a su lado. Luego de saludarlo con un beso le dijo que lo aguardaba su pololo. Te encantara, agregó, y él contestó con una sonrisa que, pensó, era la primera del día. Caminaron hasta la sala, y al entrar en ella vio al joven nervioso poniéndose de pie y alargando una de sus manos para saludarlo. Este es Andrés, dijo su hija, y él quedó con su diestra a medio camino. Reconoció el rostro pálido y se sintió cansando. Deseó que alguien viniera a despertarlo, pero se dio cuenta que no dormía.
en Ese viejo cuento de amar, 1990
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