… estoy solo entre materias desvencijadas,
la lluvia cae sobre mí, y se me parece,
se me parece.
Pablo Neruda
Al principio, la madre le compró algunos juguetes, que la niña agarraba con la mano izquierda, levantaba gravemente hasta la altura de los ojos y observaba con cierta ensoñación. Luego, escarbaba con sus uñitas en ejes, junturas, ruedas y ensambles. En ocasiones, se hacía con un destornillador, martillo o navajita.
Todo esto no era demasiado raro, aunque a la madre le preocupase. Oía quejas parecidas, expuestas por dolientes madres. Pero nunca con tan matemática y casi imperturbable insistencia. La niña era alta, de pelo negro y liso, ojos redondos y piernas cubiertas de cicatrices, parches y postillas. Andaba siempre de un lado a otro, con aire vago, tocando lo que no debía, manchándose, hiriéndose, rompiendo, metiendo los dedos en lugares inadecuados. Desde siempre —desde que la miró, recién nacida— la madre experimentó sensaciones distintas a las que, según había oído, inspiraban los hijos. Fue como si en aquel momento se estrellaran todas las teorías leídas o escuchadas acerca del sublime sentimiento de la maternidad. Aquel ser no tenía mucho que ver con ella.
No es que no quisiera a la niña. Naturalmente, al principio, su amor era confuso, una contradictoria mezcla de asombro, soterrada alegría, susto, y una cierta pereza ante los acontecimientos. Pero estaba claro que aquella criatura no era el famoso «pedazo de su carne» que tan prolijamente le fuera ponderado como el máximo premio a alcanzar en una femenina vida. Lo que estaba bien claro era que aquel pedazo de carne —no demasiado hermoso en honor a la verdad— era en sí mismo su propio e intransferible pedazo de carne.
La niña se llamó Claudia, por ser este nombre el de una heroína de novela que a la madre le gustó, en su ya lejana adolescencia. Pero de aquella romántica Claudia de sus admiraciones, la nueva Claudia no heredó nada. Resultó una niña (aunque este epíteto no se lo confesara la madre abiertamente) prácticamente funesta, que muy pronto dio señales de un carácter especial. Entre otras cosas, Claudia comía desaforadamente. Estaba provista de un estómago envidiable, aunque su paladar no pudiera calificarse de refinado: le daba lo mismo una cosa que otra. Primero, contemplaba el plato con expresión concentrada, no exenta de cierta melancolía. Y luego se lanzaba sobre él, y lo reducía a la nada.
Durante los primeros años, la madre luchó con Claudia, intentando inculcarle ciertos modales, explicarle lo que se tiene por comer bien y comer mal. Hasta que, fatigada, hubo de contentarse ante la idea de que Claudia, en puridad, no comía mal. Simplemente, fulminaba la comida, como fulminaba cuanto se pusiera a su alcance. Y como era de gran agilidad y rapidez, trepaba y llegaba a donde nadie imaginaba treparía y llegaría.
A los ocho años, la madre llevó a Claudia a un psiquiatra. Salió de allí llena de confusiones. No creía haber frustrado a Claudia, ni haberle prohibido algo demasiado severamente, ni que su clima familiar perjudicara a la niña, pues tanto su marido como ella eran vulgares y sanos. No recordaba ni tenía noticia alguna de abuelos sádicos, inventores o poetas. Todos fueron modestos comerciantes, sin demasiada ambición.
Claudia entró y salió del psiquiatra sin inmutarse. Poco habladora, persiguiendo seres y objetos con la mirada de sus ojos amarillos (que, a veces, se teñían de una profunda melancolía), sufrió con aire ajeno tests, provocaciones, caricias y análisis. En ocasiones, al parecerle que Claudia se sumía en una misteriosa, recóndita tristeza, la madre indagaba:
—¿En qué piensas, Claudia?
La niña no solía contestar. Mirábala con sus duros ojos, y solo una vez manifestó:
—Tengo hambre.
Como era de esperar, Claudia creció. A los catorce años, Claudia era más alta que sus padres, y, al contrario de estos (de clara tendencia, ambos, a la rechonchez), Claudia resultó delgada, flexible. Sus ojos se oscurecieron raramente; o así lo parecía, como hurtándose tozudamente de la luz, en perenne y particular penumbra. Con brillo propio, de astro vivo, o ave nocturna. Ya no tenía pupilas amarillas: se tintaron de caoba, transparente y densa a un tiempo, como ciertos vinos añejos. Muy a menudo sus ojos parecían negros.
Claudia tenía la nariz corta y los labios abultados, voraces. Andaba con torpeza, no exenta de una languidez bastante elegante. Tenía hombros flacos, en modo alguno angulosos, cuello largo, casi inmóvil, como una columna, pues rara vez miraba atrás o hacia los lados. El pelo, brillante, casi compacto de tan suave y lacio, enmarcaba, con desmayada indiferencia, su óvalo de pómulos insolentes. Pero no era fea, y la madre lo notaba, puesto que las llamadas telefónicas de los muchachos menudeaban, y siempre había un jovencito o dos dispuestos a invitarla al cine, a helados o a una fiesta. Claudia aceptaba, nunca tenía negativas para ellos.
Una vez, dos chicos se pegaron, por su culpa. Claudia esperó que saldaran cuentas, trazando rayas con un palito en la arena del jardín. Luego, se informó del vencedor y se fue con él.
La madre sufría por Claudia, pero el padre decía:
—No debes preocuparte, es una criatura fuerte, llena de personalidad. Es inteligente, es atractiva. Deberías alegrarte.
Pero, a juzgar por sus notas escolares, Claudia no era particularmente inteligente. Por lo menos, parecía inmersa en una vasta indiferencia, rota únicamente para aplicarse, con madura fruición, a la destrucción de objetos. Sus manos estaban dotadas de singular agilidad para desencuadernamiento de libros, pulverización de cristales, desencoladura de muebles, fundición de plomos conductores de electricidad y provocación de cortocircuitos domésticos.
Si algún enser merecía su especial atención, posaba en él sus ojos, súbitamente soñadores, permanecía un segundo en curioso éxtasis, y lo hacía desaparecer. Devoraba sin cuartel cuanto se interpusiera entre su apetito y ella, pero nunca recordaba lo que acababa de comer. Curiosamente, no engordaba.
Poco a poco, los muchachos se alejaron de ella. Cuando cumplió diecisiete años, solo algún audaz o ingenuo se atrevía a invitarla. Claudia trataba a los muchachos con indiferente corrección. Era más bien dócil, y corría el rumor de que era chica fácil. La verdad es que no tenía amigas, ni amigos. Las muchachas la aborrecían, los muchachos parecían temerla. Aunque la rondaban de lejos, le enviaban insultos, la llamaban en las noches del verano, ocultos en los jardines o azoteas de la vecindad. Llamadas que Claudia oía, la cabeza alzada, reposadamente; igual que oía los maullidos de los gatos, las palmadas que reclamaban el sereno, la lluvia nocturna y estival sobre la acera. No conocía la amistad, ni el amor, ni parecía haber oído hablar jamás de estos humanos acontecimientos. Solo la rodeaban abrasadores gritos, como fuegos fatuos, allí donde iba. Despertaba violencia, alguna amarga pasión, y en ocasiones odio. Pero a ella no le afectaba ninguna de estas cosas, y pasiones y seres eran olvidados antes de conocidos.
Cierto día, la madre encontró un cuaderno donde leyó, escrito con la caligrafía lamentable de Claudia, cosas que en un principio no entendió, pero que, poco a poco, fueron aclarándose:
Luis el tonto, Ricardo, Esteban el gangoso, José María el guapo.
Dos transistores.
Veintitrés libros y un par de folletos turísticos.
Ocho encendedores.
Cuatro navajas.
Una silla (vieja).
Ochenta y dos bombillas de 220 voltios.
Un espejo.
Continuaba una relación misteriosa: proteínas, calorías, grasas, glucosa, fosfatos, magnesio, seguido de cifras, tantos por ciento, y otras operaciones aritméticas que ya no alcanzó. Pero, al volver la última página, leyó en letra más menuda: consumiciones en el año saliente. Y firmaba: Claudia.
La madre guardó el cuaderno, en secreto, un par de días. Al cabo, consultó a su marido, aunque sin mucha esperanza:
—¿Qué puede ser esto, Anselmo? Esta niña me volverá loca...
Aquella noche, llamaron a Claudia:
—Hija, estamos preocupados contigo. No eres una niña como las demás.
—No soy una niña —dijo Claudia, mirándose una uña.
—Bueno, como quieras. Pero lo que buscamos es ayudarte, entenderte...
Vanamente, esperaron encender una emoción en aquellos ojos casi negros. Al cabo de un rato, sus palabras sonaban huecas, vanas, y se dieron por vencidos. Comprendieron que todas las palabras, todas las que ellos conocían, serían para Claudia sonidos estériles, sin sentido alguno. Lo único que existía, la única realidad visible de Claudia eran sus pupilas, súbitamente bellísimas, que parecían adueñarse del mundo; de todos los sonidos y destellos, de los rumores y los ecos más lejanos, de vacíos, ausencias y presencias. Se sintieron minúsculos, insignificantes, como dos hormigas intentando escalar el techo del cielo, ante aquella negra y altísima mirada.
Claudia se fue a la cama sin hablar. La vida continuó.
Cuando Claudia cumplió dieciocho años, un hombre manifestó su deseo de casarse con ella. Claudia dijo que sí, aunque no le conocía mucho. En realidad, era el primer hombre que le pedía una cosa semejante. Los padres sintieron inquietud y alivio a partes iguales. Pero pocos días antes de la boda, don Anselmo cogió a solas a su futuro yerno. Rodeó su pregunta de lo que suponía inteligentes y delicadas maniobras:
—¿Y tú por qué te quieres casar con Claudia, querido Manolo?
Manolo respondió con rapidez que traslucía anteriores y nada fútiles meditaciones:
—Porque es la criatura más perfecta que he conocido.
Don Anselmo se quedó pensativo. Luego, por la noche, se lo contó a su mujer:
—Ya ves tú, Claudia es perfecta. Tanto como nos hemos atormentado, preguntándonos por qué esto y lo otro, de su forma de ser. Ya ves, qué cosa tan simple: es perfecta.
Algo vago murmuró la madre, y apagó la luz.
El día de la boda, Claudia se levantó a la hora acostumbrada, devoró su desayuno, leyó superficialmente el periódico, se dejó vestir por su madre y dos primas solteras, soportó en silencio y sin muestras de impaciencia que le prendieran alfileres y prodigasen extraños e inadecuados consejos. Al fin, miró el reloj:
—Vamos.
Luego se casó, y se fue a vivir lejos. Manolo, funcionario de una compañía aérea, acababa de ser destinado al Congo.
Desde aquella fecha, los padres recibieron muchas cartas de Manolo, pero ninguna de Claudia.
Manolo les contaba cosas triviales, que les llenaban de paz: que hacía calor, pero que se soportaba bien, gracias al aire acondicionado. Lo malo era al salir de los edificios. Que había muchas moscas, y otras muchas clases de animalitos, y que estaba aficionándose a la botánica. De Claudia, solía decir: «Claudia, bien». Esto les entristecía y tranquilizaba a partes iguales.
Al cabo de unos meses, las cartas cesaron. Y, cuando ya desesperaban —hacía casi un año de la boda—, recibieron la siguiente misiva:
Mis queridos padres: esta carta es para mí dolorosa y difícil. Créanme que nunca hubiera querido escribirla, pero las circunstancias me obligan. Lo ocurrido entre Claudia y yo es tan singular que en este momento no sé si puedo considerarme hombre soltero, casado, divorciado o viudo.
Ustedes saben cuánto he admirado a Claudia, que me casé con ella por tratarse del ser más perfecto con que tropecé. Yo tenía mis reservas hacia las mujeres, y puedo decir (creo que sin atentar a su pudor) que he conocido bastantes, de diverso y variado plumaje. Todas me defraudaron, queriendo inmiscuirse en mi vida. Los hombres conquistamos, las mujeres colonizan. Estaba desengañado. Pero he aquí que conozco a Claudia, y me digo: maravillosa compañera, tan correcta y dulcemente indiferente. Claudia me gusta porque toma las cosas, las devora, las olvida. Me enamora, porque no llora ni ríe jamás. Además, Claudia no pide nunca nada, y toma las cosas con la misma naturalidad con que las elimina. Es hermosa, y no hace uso. Es inteligente, y tampoco. Me conviene. Así pues, me casé, y pueden estar seguros de que he sido feliz con ella. Claudia se adaptó enseguida a este clima y a estas costumbres. Es decir: este clima y costumbres se adaptaron a ella. Devoró frutas exóticas con la misma actitud fulminadora que el jamón serrano y los huevos fritos. El mundo se somete a Claudia como un perro faldero. Claudia lo mira, lo toma, lo volatiliza. El único peligro consistía en ser, a mi vez, consumido por Claudia, pero yo sabía, yo conocía, y podía guardarme de su prodigiosa naturaleza. Conviví con ella, pero nunca me ofrecí a ella. Y Claudia no pide nada a nadie.
No obstante, llegó el día del error. Todos somos vulnerables. Cierta noche, le dije: «Claudia, te adoro porque nunca te vi reír, ni llorar». Entonces, Claudia me miró, y nunca he visto ojos tan terribles. Dijo: «¿Por qué me dices eso?». Y me di cuenta de que había roto el encantamiento. Era como si hubiera resucitado a Claudia, y Claudia no debía resucitar. Era como despertarla, y no debía despertar. Era como hacerle perder la inocencia, y ya sabemos lo que dice el Evangelio de estas cosas. Yo fui el que se durmió entonces, de un modo súbito, extraño, y tuve pesadillas horribles: corría hacia la selva, hacia donde creí oír, como un potro desbocado, el azote del cuerpo de Claudia, contra la maleza. Pero allí donde yo iba, el rumor y el azote desaparecían, y solo hallaba ramas rotas, sangre, viento húmedo y pegajoso. Cuando desperté, mi cabeza estallaba, igual que pasa tras una borrachera. Claudia no estaba. Claudia había desaparecido.
No necesito decirles cómo la he buscado, cómo he llorado su indiferente compañía, su inocencia durísima, su amadísimo desinterés. Recordé mi sueño, el espectro de su huida hacia el corazón de la selva, y creí ver en ello un presentimiento.
He organizado expediciones de todas clases, he abandonado trabajo y amigos, mujeres y subalternos, he agotado mi dinero, mi puesto, mi porvenir y mi salud. Creo que me tienen por loco, que ya soy una leyenda.
Pero no cejé.
Durante mucho tiempo, no tuve éxito. Al fin, un borracho, un aventurero, me habló de cierta tribu muy oculta, devoradora de hombres. Me puse en marcha, seguí su rastro, hallé la tribu, encontré a Claudia.
Claudia estaba en el centro del calvero, muy hermosa, los ojos muy abiertos, como solía. Las gentes del poblado le llevaban ofrendas: animalillos, flores, tortas, frutos desconocidos. Hombres, mujeres y niños de la tribu, y hasta sus flacos y repugnantes perrillos, adoraban a Claudia, la devoradora, y entonaban a su alrededor melodías que yo creía recordar, o que eran acaso el viento, o el fulgor de las pupilas de Claudia ante el mundo que se disponía a tragar. Los ojos de Claudia, eso sí, un tanto melancólicos, como ante un buen plato.
Llamé a Claudia con toda mi fuerza, pero ella no me hacía caso. Como soy de carácter vivo, ametrallé el poblado (al fin y al cabo, consistía en gentecilla tripuda, y, según oí, caníbales). Corrí hacia Claudia, la abracé, sentí cuán fuertemente la amaba, por primera vez. Y me di cuenta de que era un poste, pintarrajeado, quemado por el sol y la lluvia, clavado en el centro de la tierra.
en Algunos muchachos y otros cuentos, 1968
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