Poema XXVII
(Anábasis)
Un autobús en medio de la carretera. Así termina esto.
Un poco más atrás, abandonado, sin gasolina, hay un transporte
militar recorrido por agujeros de balas. El día en que nos
fuimos, guardamos toda la ropa que cupo en las mochilas y los
bolsos. Tomamos algunas joyas y las empacamos también; el
resto lo escondimos detrás de la nevera, pensando que
llegaría el día en que las necesitaríamos. Dinero oculto
en las medias, en la ropa interior. Mi hija pegó a la puerta
de la cocina una carta pidiendo a quienes vinieran
que no rompieran nada, por favor. Los retratos, las fotos
familiares, todo se lo van a llevar las hormigas, me dijo cuando
salimos del edificio, todo lo van a desmigajar poco a poco
para guardarlo en sus ciudades secretas. Mi hermano
tenía un contacto, alguien que nos podía conseguir un puesto
en alguno de los barcos, seguro, segurísimo, tan cierto
como el peso de un durazno o el olor a mañana del pan
sobre la mesa. Por un precio, claro. Pagamos. El autobús
en el que viajábamos fue detenido dos veces, una de ellas al
abandonar la ciudad, pero no nos bajaron. Adentro, nadie decía
nada: el horizonte nos pasaba su navaja por la lengua. Íbamos
pendientes del chillido intestino de los frenos, dejándonos
digerir por el calor, morosamente, sobre el forro de
plástico de los asientos. A veces recostaba la cabeza
contra el respaldar y trataba de imaginar cómo nos veríamos
desde lejos, moviéndonos en la carretera vacía, suturando
la distancia que nos separaba de la costa. No recuerdo quién
me había dicho que el océano no se parecía al agua,
que casi era un enorme papel arrugado por alguna manos
distraída. Pero esto lo pienso ahora. Cuando vimos
la costa, endeble, allá, sólo pensé: mar. Y decíamos: mar.
Que era como decir párpados inagotables. Que era como
decir hambre. Que era como decir la saliva del tiempo. Que
era como decir el cabello interminable de los muertos. Que era
como decir terror. El mar era el animal asustado más
grande que habíamos visto. Marchábamos hacia él cuando
escuchamos los disparos. Más adelante estaba el camión,
soldados disparando a no sé quién, pequeños, aún remotos.
El conductor aceleró. Quería atravesar a toda velocidad el
fuego cruzado, no podíamos parar, no sabíamos qué
harían con nosotros. Sin darnos la orden de alta, sin mediar
un gesto, nos llenaron de balas. El conductor se detuvo
de inmediato. Rato después, cuando se acabaron las detonaciones,
vinieron por nosotros. Se llevaron a todas las mujeres,
mataron a todos los hombres. Se fueron con prisa, ni
siquiera nos registraron. Nos dejaron aquí tirados, la sal
de la tierra. Así termina un autobús en medio de la
carretera, en plena noche, triste como un perro en celo.
Publicado por Pre-Textos, 2018
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