Agustín debía hacer tiempo antes de una reunión y repasar algunas cuestiones; por lo demás, prefiere siempre llegar con margen, así que aprovecha el momento para entrar en un inmenso bar a media cuadra de la oficina donde tendría el encuentro. Hacía varias semanas –tal vez un par de meses– que no veía a su padre, incluso cuando hablaban con cierta regularidad. Agustín tiene treinta y un años, dos hijos y muchas responsabilidades.
Pasa por la barra, pide un café –corto, negro– con un vaso de agua y pregunta dónde se encuentra el baño; todo esto, sin detenerse.
Marcos está en el mismo bar, sentado en una mesa al fondo, de espaldas; su hijo lo reconoce recién cuando, al cruzar un pasillo angosto, lo tiene a dos metros de distancia.
Aun cuando eran apenas pasadas las seis de la tarde, sobre el mantel podía verse una cubetera plateada pequeña, más llena de agua que de hielos, y vasos con tragos y con whisky –dos y dos–; en realidad, mira hacia la mesa por esa razón: primero ve las copas y piensa que, a esa hora y en medio de la semana, esos cuatro viejos ofrecen una imagen deplorable.
Al acercarse, cruzan miradas y su padre lo saluda con una despreocupación poco usual, anacrónica, incluso con un grito de algarabía, y olvida presentarlo. El niño devenido en hombre mira la escena y piensa en que nunca había visto a esos amigos.
En medio del desconcierto generalizado, el padre expone orgulloso a su hijo: «Pero miren quién está acá, qué estupendo», levanta los brazos sin despegar los codos de su cuerpo, «¿ustedes tienen idea del puesto de este chico, que no tiene ni treinta años? Gerente o director de no sé qué, gana por mes lo que yo me llevo en un año, un disparate, un dis-pa-ra-te... Pero lo merece, eh, no saben la cantidad que estudió y lo que trabaja este chico, ¡nunca tiene tiempo para nada!, mucho menos para su padre...».
Todo ocurre a una velocidad absurda y desproporcionada, por lo que la escena dura apenas un instante, un golpe de ojo. De pronto, aunque nada ocurriera por fuera de su verborragia, el padre parece turbarse y trastabilla entre las palabras hasta que no queda claro para nadie a qué se refiere, incluso cuando no deja de hablar.
«Ay, cómo te pusiste de pronto, ¿te pasó algo?, ¿quién es este buenmozo?», le dice el hombre que se encuentra a su derecha mientras estira su mano izquierda para acariciar a Marcos debajo de su oreja; mientras tanto, agrega, en dirección al hijo, con una sonrisa amable, que es un gusto conocerlo y que siempre es muy agradable conocer a gente tan importante.
Apenas el padre percibe el suave contacto sobre su cuello, tira hacia atrás la cabeza y se saca el brazo con un golpe inusualmente veloz.
El amigo –en rigor, su pareja, cuyo nombre es César– tiene puesta una camisa a cuadros y, aun con gotas de transpiración sobre la frente…
Publicado por Mansalva, 2022
No hay comentarios.:
Publicar un comentario